jueves, 30 de junio de 2011

Mi Eros

Hay una cosa que debo afirmar, y es que la vida nunca es generosa dos veces. En demasiadas ocasiones me he enterrado la daga yo mismo.


Mi Eros.
Anselmo Bautista López

Escritor, tira la botella al mar,
ten confianza, no traiciones tu propia palabra,
aunque hoy no la lea nadie,
espera, desea, desea aunque no te quieran…
Carlos Fuentes.


En algún momento de mi vida, Eros se apoderó de mi alma. No había espíritu femenino que resistiera a mis atrevidas seducciones. Tanto que parecía pulga saltando de un pelaje a otro.

Llegó otro tiempo en que Eros me abandonó (quiero pero no puedo) o bien, lo fulminé (puedo pero no quiero).

Independientemente, nada me ha producido más melancolía que los amores de las mujeres que nunca tendré. Y es que como tantos, yo también he aspirado al poder que ejerce Donjuán, sobretodo al Donjuán de Lenau, que quiere poseer a todas las mujeres al mismo tiempo. O al Donjuán de Gautier, que expulsado del paraíso conserva en la memoria a su Eva sujetado a la perpetua búsqueda de la amante y madre perdida. O la imagen del Donjuán de Musset, esperando encontrar a la “mujer desconocida” entre cantinas y burdeles.
A pesar de todos los Donjuanes que literatos hayan descrito en sus obras, por más cualidades que les sumen, ninguno se le iguala al Donjuán mexicano, cuya regla contundente reza: “Haber si es chicle y pega”.

Todo hombre, como Donjuán por definición, quiere hacer saber sus triunfos, quiere presumirlos, quiere ser envidiado. Y yo no quiero ser la excepción a la regla.

Hay una cosa que debo afirmar, y es que la vida nunca es generosa dos veces. En demasiadas ocasiones me he enterrado la daga yo mismo. Teniendo varias opciones en el horizonte con sólo estirar la mano, elijo el amor de una y gano el desprecio de otras. Más ese amor pende de un hilo. Basta un sospechoso número de teléfono para que caiga al vacío.

No hay derecho a herir a nadie. Jamás he querido herir a ninguna aunque siempre han salido lastimadas por causas ajenas a mi voluntad. Igual yo he salido herido, supongo, igualmente por causas ajenas a la voluntad de ellas. El caso es que siempre y después he terminado amorosamente intercambiando experiencias prácticas con otra.

También he recibido catedráticas lecciones muy importantes. Me había citado con una fugaz chica que conocí en el Chat. Se trataba de esos encuentros nada seguros. Antes de abandonar el motel, le sugerí que nos volviéramos a ver. Se negó. Tenía novio y pasaría, tal era su aspiración, el resto de sus días a su lado. Lo nuestro únicamente había sido curiosidad y deseo… pura distracción, según sus palabras.

En otra ocasión me echaron un balde de agua fría, ¿o hirviendo? Llevaba una semana distendiendo la cama con… ¡Va! El nombre no importa. La que sea. Una lujuriosa y activa noche se levantó con la sábana envuelta, se paró frente a mí, y antes de encender mi cigarrillo triunfal, me dijo: “¿Señor, lleva usted varios días de placer, algún día me lo dará a mí?”

No sólo me han abandonado por no poseer bienes o una pequeña riqueza, sino también por no ser lo suficientemente católico. Las hubo que me amaron por mí mismo, tal y como yo era. Hubo quienes llegaron a mí buscando una aventura o para matar su tedio, una curiosidad o fantasía. Otras, como palomas heridas quisieron hacer su nido en mis brazos extendidos. Han venido a mí con paciencia, bondad, rencor o venganza.

Siempre hubo las que no toleraban siquiera que mirara a otra, pero también estaban aquellas con las cuales podía regresar una y otra vez sin importar el número de infidelidades.

Confieso que me asustan las de naturaleza salvaje, inquietas, de sangre hirviendo, que saltan a su presa para destriparlo; que se comportan como un remolino donde mis tendones ya no son lo suficientemente elásticos para hacer imposibles acrobacias. Son como la reproducción de un instantáneo accidente donde al final uno se pregunta: ¿Sigo vivo?

De entre este ramillete de manjares, de todas ellas, la que me pareció más interesante, fue aquella que sabe guardar los secretos, la que no le comunica a nadie su vida sexual, ni a su amiga más íntima. Nadie me ha intrigado ni estimulado tanto que ese tipo de mujer. Incluso, me he llegado a sentir desmerecedor de sus favores, firmeza y lealtad.

En fin, que sacrificarse al amor es como sacrificar el amor mismo.

Poseer a muchas es algo así como fraternizar con el cosmos. Es darle a la vida su esencia primera. El principio de todo. También sobreviene de un sentido pretencioso, errante, cosmopolita, universal. Es como tener amigos dispersos por todo el mundo. Se acaba por ser de todas partes y estar en todas partes. La tragedia es que no se llega a ser de ninguna parte y no se está en ningún lado. Se termina por sentirse errante hasta en su propia tierra. Es así como el sexo nos dice que estamos vivos y a veces que estamos muertos.

Tratando de hacer una analogía con la literatura, si todo marcha bien, el sexo se expone a la imperfección; si todo va mal, tiende a la perfección. Ambas, literatura y sexo, son un prolongado aprendizaje que siempre está en riesgo latente de ser una porquería o ser una excelencia.

¿Pero, quién realmente es el Donjuán? El sexo opuesto también tiene su gusto por transmutarse en un donjuanismo femenino. Con certeza lo negamos. Negamos en la mujer que pueda ser persistente o que tenga “suerte”. Negamos su capacidad de conquista. Somos muy vanidosos o ciegos para verlo porque nos puede revelar nuestra oculta e irresistible debilidad por desear humildemente el abrazo de la madre, de la amante protectora descubriéndose asimismo el misterio de nuestra fragilidad delicadamente maquillada, oculta, negada.

Esa capacidad de seducción de la mujer nos encanta a los hombres, nos embriaga, nos transforma, anula nuestra capacidad de juicio, nuestro raciocino se quebranta. Es una incitación, un regalo, una locura.

El sexo –según San Agustín- es una araña peluda. Una tarántula que todo lo devora, un hoyo negro del que nunca sale el que entra a él. Ahora entiendo porqué mi madre siempre me decía cuando contestaba el teléfono: “Te habla una araña”.

Luis Buñuel pregonaba la castidad para aumentar el deseo. Para él, el sexo sin pecado es como un huevo sin sal. Quizá consideraba que en la abstención abunda el apetito sexual.

A veces vivimos con el sentido del Poder sobre la vanidad y el capricho femenino. No nos dejamos subyugar. Nuestra voluntad pretende imponerse a la primera muestra de sometimiento a través de la vanidad, capricho u orgullo femenino. Las tratamos de chiquillas insoportables, intransigentes, sin imaginación ni vigor de aventura, con principios pasados de moda. Cuando en realidad lo que queremos decirle es que no se dé golpes de santa cuando ya hemos pagado el motel. Nos imponemos: el harén no manda al eunuco, sino el sultán. O bien, nos mandan a la chingada.

Pero cuando se vuelven terriblemente débiles y dulces al suplicar uno se siente culpable de no darles gusto. Ésta es la forma más sutil de la mujer para dar órdenes y uno obedecerlas sin discusión.

La mujer es una fuente de pasión y ternura y nosotros los hombres demasiado orgullosos y afortunados para darnos cuenta.

Los poetas han hecho de la Luna una diosa romántica… las mujeres también.

¡Oh! Ángel de amor.
¿Es verdad que en esta apartada orilla
Más clara la Luna brilla
Y se respira mejor?

Cuando supe que el hombre “…dio un gran paso para la humanidad”, aquel 21 de julio de 1968, yo me pregunté, si ese satélite plateado puede seguir siendo la Diosa romántica después de que Neil Alden Armstrong dejó allí regada su mierda.

José Emilio Pacheco, poeta mexicano, hace una analogía entre un libro y una mujer. Dice que antes de comprar un libro lo abre al azar y mete su nariz entre las páginas, porque su olor es comparable al que se pueda hallar entre los senos o entre las piernas de una mujer.

Al fin y al cabo poeta. Personalmente nunca he tenido experiencia tan elevada.

Al paso del tiempo he construido mi Constitución del Afecto donde el artículo XI, párrafo tercero, dice:

“Todo lo que hagas será usado en tu contra. Discreción es tu principal defensa.”

Esto es que, la mujer algún día tendrá necesidad de atacar. Es quizá algo sustancial. Acumulan en la memoria nuestros yerros y los descargan cuando menos lo esperamos. No lo hacen defendiendo algo sino como una necesidad.

Yo, estupendo arquetipo de la generosidad, jamás les daría armas y municiones para que apunten a mi pecho.
Según Norman Mailer: “Las parejas modernas son un hombre, una mujer y un psiquiatra.”

Y es que el problema de toda pareja es dejar de inventarse. Dejan de imponerse retos imposibles. Se conformaron con el éxito primero desde el momento en que ella dijo: “Sí”. Se vuelven repeticiones fáciles protegidos por la seguridad. Han dejado de asumir riesgos compartidos. La mujer ha perdido su potencial imaginativo y de fantasía. Y el hombre por mantener su amor, termina por matarlo.

En cuanto a mi, los celos han matado mi amor más no mi deseo. Cuando la pasión es traicionada se odia a la que rompió el pacto de amor pero se le sigue deseando con la maldad carnal de los celos. Esto es lo trágico. Terminar con ese veneno intravenoso que no celebra nada y nos hace atole la panza. Transita por todo el cuerpo sin detenerse en ningún lugar. De la cabeza a las tripas, de aquí al inútil pene que ha quedado como pollo torcido. Ganas dan de quitarle sus medallas y ponerle una corona fúnebre.

Los celos no ansían demoler el cuerpo; quiere humillarlo, consumirlo, pudrirlo, traerlo pendejo.

Alguna vez he tenido que esconder mis celos, tragármelos como flemas que me saben a hiel para evitar compadecerme, para evitar que otro me compadezca. Pero sobre todo para evitar hacer el ridículo y no ser objeto de risa burlona. Otros dicen para cuidar el decoro.

Y todo queda en la ambigüedad, en el pudo ser y no fue, en cosa no resuelta. Todo abandonado al maravilloso reino de lo posible, exiliado al angustiante mundo del “hubiera”, a lo intolerable de las preguntas no contestadas. Quedamos expulsados de todo escenario que le de sentido a la vida.

De pronto aparece una luz que nos da algo de consuelo y libertad como queriéndonos convencer de nuestra superioridad, diciendo para nuestros adentros: “Mejor así que vivir con una lonjuda porosa dentro de una década”. Pero al pasar esos diez años, vemos que esa mujer se ve mucho mejor que la que tenemos. ¿Será que el hombre es la causa primera de la fodonguez femenina?

Pude crear una historia con la pretensión ingenua de poder liberar a todo el que estuviera en circunstancias amorosas desfavorables. Me pregunté si ello sería posible sin dañar a nadie. Recapitulé pronto y me abstuve de ello de inmediato.

Hacer un ensayo de la mujer es al mismo tiempo hacerlo del hombre. Y hablar de la mujer es hablar de mí mismo. Si la insulto, me insulto. Si la menosprecio, me menos precio. Si la trato como basura, es porque yo mismo soy basura. Si la amo, es porque necesito ser amado; si la acaricio es porque necesito caricias. Si la celo es porque me está cargando la chingada.

Dependo de la mujer. Vengo de una mujer. No nos queda otra salida más que enaltecerla sea cual haya sido su permanencia con nosotros: una madre, una hermana, una esposa, una hija, una amiga, una amante, una ramera.

Mi corazón está con ellas.


Este texto fue publicado por vez primera en la revista CULTURAdoor, y en el blog Sinopsis-Conocimiento Vital, el 4 de julio del 2008.



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