"Más allá de todo este contubernio probablemente divino, vivía, era y
existía. Y me convertí en fuego y agua y tierra y viento, fundiéndome con los
cielos que me resguardaban y la tierra que me sostenía."
Las Tenazas del Serebro
Juan
Bernardo Becerril Alcántara
En exclusiva.
Caminaba descalzo por una playa desierta, de arena blanca, aguas claras y
tranquilas, al atardecer de un cálido día estival. En el malva del cielo, se
empezaba a alzar sobre el mar una amarilla Luna Llena, y algunas estrellas se
asomaban brillando débilmente. La canción de las olas flotaba en el aliento
cálido que parecía venir desde el horizonte, trayendo aromas de sal, de flores,
y de memorias extraviadas entre las nubes. Caminaba y caminaba, sintiendo la
tibieza mineral en las plantas de mis pies, el viento en mi cara, y el rítmico
vaivén de la orquesta del mar.
Por momentos me preguntaba cómo había llegado hasta ahí, si mi caminar
tendría un fin, o en dónde había empezado. También, pensaba en cómo había
llegado toda esa agua a parar precisamente ahí, y qué habrían sido antes la
infinidad de granos de arena que en esos momentos pisaba. Un pequeño cangrejo
emergió de la arena. Caminó de lado hasta llegar al mar, y se perdió entre la
espuma, que lo devoró. Ese cangrejo no sabía de la existencia del mundo que
habitaba. Ignoraba que ese mundo, es sólo una minúscula porción del Universo.
No se preocupaba por descifrar los arcanos del Cosmos. No se cuestionaba el
pasado, ni el futuro. Sólo vivía. Únicamente existía. Dejaba que la tierra y el
mar lo abrazaran. Se dejaba ir en las olas, como seguramente había hecho el día
anterior, y el día que precedió a ese. Y lo seguiría haciendo hasta que en
algún momento, terminara en el estómago de una gaviota, o sencillamente
muriera. Y al final, formaría parte del mar y la tierra que lo acogieron y en
los que vivió. A pesar de ello, no le angustiaba ese fatídico porvenir, puesto
que le era ignoto.
Enmarañado en mis reflexiones, seguí caminando por la playa. Los colores
cambiaban. El malva celeste se convertía en violeta, las aguas se oscurecían, y
el oro de la Luna se transmutaba en plata. ¿Pero qué tal que hoy estaba
destinado a caminar justamente por esta playa, y a encontrarme ese cangrejo, y
pensar lo que en estos momentos estoy pensando? ¿Todos estamos atados con hilos
de Moira? ¿O podemos escoger las hebras que tejen nuestro futuro?
Me detuve un momento, dejando que el viento me despeinara. ¿En dónde está
este mundo? ¿En dónde está verdaderamente este Universo? ¿Y si en realidad todo
el cosmos que conocemos, es sólo una célula dentro de otro ser, y como nuestro
cosmos, hay otros millones más? ¿Qué diferencia nuestro sistema solar de los
infinitesimales átomos que componen toda la materia que creemos dominar? ¿Y si
la humanidad es sólo una infección sobre una mitocondria, que gira alrededor
del núcleo solar? ¿Quién soy yo? ¿Qué es ser? ¿Quién me asegura que existo?
¿Qué es real y qué es la realidad? Este viento que alborota mi cabello, el agua
que veo, los cielos que impasibles me cubren, la tierra que me sostiene, ¿Son
producto de mi imaginación?
Continué caminando bajo el crepúsculo. De nuevo, no había nada más que el
océano infinito que se fundía con el cielo en el horizonte, la arena y la Luna y
las estrellas que atestiguaban todo desde lo alto. Algunas aves volaban
errantes, como pensamientos vagos, que dicen de todo y de nada.
El aroma floral y las aves me remontaron a un remoto pasado, cuando era
niño, y jugaba en mi jardín, lleno de plantas, flores y árboles frutales, por
cuyas ramas se colaba el sol de la mañana, desparramando rayos que sabían a pan
tostado, a peras y canela, y el canto de
mirlos y jilgueros llenaba las copas rojizas de ciruelos y las verde brillante
de los nogales. Cuando la vida era más sencilla. ¿Por qué ahora era todo tan
distinto, y hoy me hallaba en esta playa infinita de inmortalidades minerales,
y eternidad marina? ¿Al crecer se desvanece ese escudo de crédula bondad que
nos protege de la condena de tener que decidir? Creemos que el mundo existe. Y
ese existir, ese ser, implica un conflicto. Conflicto de elegir ser. Ser
humanos mortales. Con todo lo luminoso y oscuro que eso conlleva.
¿Pero por qué hay centelleantes momentos en el que aspiramos la Vida por
todos los poros, y todo nos parece tan suave y lleno de luz, tan fácil, etéreo,
y hasta el ruido se torna melodioso, y las palabras mariposas en vuelo? ¿Por
qué de la nada tenemos instantes en los que somos fugazmente felices, y vemos
las cadenas de la decisión como débiles estambres en los que nosotros mismos
nos enredamos jugando, y las gargantas existenciales nos parecen simples
grietas en el suelo? ¿Qué es eso que nos transforma, y nos hace mirar al cielo
sonriendo, y nos inyecta ganas de salir corriendo y riendo, de hacer burbujas,
y convertirnos en agua, y fuego y tierra y viento, y hallar la quintaesencia, y
estallar en volutas de sueños? ¿Qué nos hace olvidar el dolor que nos causa no
ser libres, que toda nuestra realidad se reduce a reacciones orgánicas en
nuestro cerebro, que no somos seres especiales, que nuestras creencias son
alicientes paliativos? ¿Qué nos alivia de entender que todo está en nuestra
mente, que el futuro no existe, y nuestro pasado tampoco, y el presente es tan
efímero como un fósforo que se enciende? ¿Qué nos hace omitir el triste saber que
estas letras, como todo lo que conocemos sólo tiene significado porque nosotros
le damos significado, que si algún evento, idea u objeto trasciende es porque
nosotros así lo deseamos, y si no queremos, tampoco importará, porque
sencillamente, será parte de una sempiterna cadena de reacciones, y nuestras
acciones, como nosotros mismos, no son más que causa y efecto de otros
fenómenos?
Sin la tristeza no seríamos conscientes de la felicidad. ¿Y si sabemos que
existimos porque en algún momento también tuvimos consciencia de que no
existimos? Para saber que tenemos frío, tuvimos que haber estado previamente
expuestos al calor. La materia y la energía no se crean ni se destruyen, sólo
se transforman. Cada una de las partículas de aire que en esos momentos
respiraba, así como todas las que construían mis huesos, músculos, y demás tejidos,
en algún tiempo olvidado, fueron polvo de estrellas. Pero, ¿antes de eso? ¿En
dónde estábamos? ¿Se puede no-existir, y a pesar de ello, ser? Atribulado con
esos razonamientos, aumentaban mis dudas a cada paso que daba. Dudas que me
cercaban como un altísimo muro que crecía alrededor de mí, encerrándome y
angustiándome terriblemente el no poder derribarlo. Era como tratar de beberme
toda el agua que suspiraba junto a mí.
Todo mi alrededor empezó a cambiar súbitamente. Las olas regresaban hacia
los confines desconocidos en donde se junta el cielo con el mar, como en
retirada, dejando un desierto yermo en su lugar. La Luna recorrió los arcos de
la bóveda celeste en unos segundos, y fue una noche muy oscura durante lo que
dura un parpadeo, y casi enseguida, un
sol rojizo empezaba a despuntar tras unas altísimas montañas nevadas, erigidas
sobre sombras de una ligera niebla a sus pies. Nada del escenario anterior
quedaba, más que mi soledad descalza, que seguía caminando, ahora por un llano
verde, lleno de pasto y otras hierbas que crujían helados bajo mis pies, y que
alcanzaban las faldas lejanas de aquellos montes azules, dormidos y sabios.
Hacía un poco de frío, y Bóreas soplaba, trayendo desde lejos pedacitos del alma
de antiguas lunas nuevas, tomillo, hielos y agujas de pino. Algunos cirros
albos y ancianos, que parecían pinceladas perdidas de blanco de titanio sobre
el bermellón del amanecer, quebraban la luz del sol naciente en el cielo aún
tierno de la mañana.
No obstante estar con mis pies desnudos en aquel páramo desconocido, era
inmune a la baja temperatura del ambiente. Sólo disfrutaba de la pureza del
aire que entraba en mis pulmones, de la vista del disco solar que gradualmente
se doraba triunfante y altivo. Seguía caminando, pero parecía que no avanzaba.
El Sol continuaba su ruta por las alturas, cambiando las llamas carmines que
desprendía por unas más pálidas y poderosas, tornasolando el cielo en su cenit,
derritiendo el hielo de la hierba que pisaba, y volviendo a desparramar sus
arreboladas acuarelas en el crepúsculo. Volvió a amanecer, y volvió a
atardecer, y sin noche, amaneció de nuevo, con los pastos cubiertos por gélido
manto. Y yo seguía caminando y caminando, sin avanzar un solo ápice. Vi doce amaneceres
y doce atardeceres, en los cuales había dado miles de pasos hacia adelante. Y
aún así, seguía en el mismo lugar.
Al decimotercero amanecer, deduje que habían pasado trece días ya. Y
seguramente había caminado leguas y leguas. Pero seguía en el mismo punto de
hace doce albas, con las mismas briznas de hierba congeladas bajo mis pies. Seguía
en el mismo tiempo y en el mismo espacio. Las arenas del tiempo y los arcos del
espacio eran endebles ilusiones. De nueva cuenta, comprendía que existía un
tiempo y un espacio porque mi mente así lo designaba. O así me habían enseñado
a designarlo. ¿Sólo porque no hubiera cambiado de tiempo y de espacio, de
acuerdo a mis parámetros de lo que son estas dos variables, significaba que
efectivamente, seguía en el mismo lugar y en el mismo momento? ¿Y si ya habían
pasado no doce días, sino doce siglos? Tiempo y Espacio, quizás, son ideales de
los más antiguos inalcanzables anhelos humanos, que tienen hondos cimientos en
miedo a la intrascendencia, y al olvido.
Recordaba, mientras seguía caminando, y los fulgores del sol otra vez me
iluminaban el rostro, que cuando era más pequeño, en ese jardín en mi hogar, el
tiempo pasaba de otra manera. Y el espacio tenía fronteras difusas. El vivir
era más lento. Mis angustias eran una rodilla raspada o un juguete perdido o
que me descubrieran alguna travesura. Mis días no estaban determinados por
manecillas, salvo tal vez a la hora de dormir, que era el umbral onírico de
entrada a un universo idílico que era mío y sólo mío. En esos entonces, me
parecía más al cangrejo que me había encontrado hace unos ayeres, y empezaba a
conocer el plano físico que mi alma habitaba. En primera instancia, y el
espacio primero por el que tuve que aventurarme, fue mi cuerpo. Después, mi
casa, ese jardín, y con cada lugar nuevo que conocía, se ampliaban los límites
de mis nociones de lo espacial. Eso, afuera de mi cuerpo., porque adentro, todo
aquello simplemente no tenía sentido. No importaba realmente. Era libre hasta
de decidir el número de dimensiones que limitaban lo que en mi interior desarrollaba,
o incluso de dictaminar que había trece tipos de tiempo, o que la arena de los
relojes, ascendiera en vez de caer.
Atardeció, y se hizo por vez primera la noche. Una noche umbrosa, iluminada
solamente por las constelaciones, que trazaban sus místicas figuras en los
cielos nocturnos. Ya no hacía frío, y mis pies ya no estaban sobre hierba
congelada. Estaba parado sobre un suelo de roca, áspera y cálida, como si
hubiera estado expuesta al sol todo el día, y ahora emitiera esa dulce tibieza.
Aromas perdidos de madreselva y hierbabuena iban y venían. Muy sutilmente y
distante, como si se originara en la eternidad, el sonido chisporroteante de la
miríada de estrellas sobre mí parecía un suave crepitar que llenaba la noche de
plácidos crujidos que apenas reverberaban en mis oídos.
En ese momento, en medio de las sombras de las estrellas y el resplandor de
la noche, me di cuenta de que somos entes incompletos, desde el funesto
instante en que somos arrancados del vientre materno, y nos arrojan al mundo,
donde perdemos ese estado perfecto de venturosa seguridad, dejando un vacío en
nosotros tan vehemente, velado y amargo, que en ningún punto de nuestro existir
lo llenamos del todo, y nuestros deseos, unos más conscientes, otros menos, son
en función de llenar ese vórtice, que a su vez es causa de otros vitalicios
sinsabores, y muros infranqueables. Mirando hacia lo alto, corrientes
contrarias y frías de emociones y pensamientos horadaban su cauce dentro de mí.
Una de ellas, arrastraba admiración hacia esa azarosa cadena de causalidades
que es el la existencia de todo, gratitud de poder ser testigo y parte en uno de
los eslabones, y sencilla y pura felicidad de estar en esa noche sobre esa
piedra. La otra, más abismal y de aguas más inquietas, cargaba inconformidad,
impotencia, y una recóndita tristeza de soledad.
Las estrellas se empezaron a hacer más brillantes, y una fosforescencia
nacarada empezó a distinguirse, frente a mí, pero muy distante, sin embargo,
avanzaba con la misma velocidad que el vaho sobre un espejo desaparece. Se delineaba
un paisaje nebuloso. Los astros avanzaban, como si la galaxia entera se estuviera
moviendo. La lejana luminiscencia se hizo súbitamente, y tuve que cerrar los
ojos.
Al abrirlos de nuevo, me encontraba en la cima de una altísima montaña
entre nubes gigantescas y de colores que iban desde el gris violáceo hasta el
anaranjado melón, pasando por el escarlata, el amarillo de Indias, y el rosa
salmón. Un cielo azul ultramar, con destellos púrpuras, en el que centelleaban
claramente estelas de estrellas, y cometas surcaban la arcada cerúlea con sus
caudas delicadas, y algunos meteoritos se deshacían en una lluvia diamantina de
cuando en cuando. Un hálito de tierra mojada y bosque se desprendía de las alas
de una parvada de golondrinas, que planeaba entre los cumulonimbos opalinos,
como iluminados por un sol a punto de morir. Me sentía en paz con todo. No
importándome la posibilidad de ser prisionero del Destino, o que la realidad
fuera un producto de mi mente, que se aferra a limitarla y determinarla,
matando las cosas con cifras y palabras.
Más allá de todo este contubernio probablemente divino, vivía, era y
existía. Y me convertí en fuego y agua y tierra y viento, fundiéndome con los
cielos que me resguardaban y la tierra que me sostenía.
Desperté con una tenue sonrisa en mi rostro. El sol de la mañana entraba a
raudales por una de las ventanas de mi recámara. Recordaba el sueño
nítidamente, y todo lo que en él se me había ocurrido. Inspiré. Me di la vuelta
con un delicioso bostezo, y la placentera sensación de que mi cama se hacía más
cómoda. Seguía sintiendo aromas, capturando imágenes, percibiendo texturas y
sabores. Era capaz de discernir qué tan minúsculo era. Y antes de entregarme a
Morfeo por otro rato hasta que me llamaran para desayunar, mis pensamientos
conscientes se perdieron en la conclusión de que quizás, en ese saberme tan pequeño,
residía toda mi grandeza.
Juan
Bernardo Becerril Alcántara, es un destacado estudiante de las licenciaturas
de Mercadotecnia y Psicología.
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