La perfecta novelaUna cosa va llevando a otra y se establece en el tablero del pensamiento lo que llamamos una divagación. Quizás los grandes inventos, las más locas ideas, nacen así. Cuando escribo ésto, o cualquier otra cosa, voy echando mano de ciertos recursos que ya manejo, que son como unas especies de piezas de relojería, que crean el texto, el argumento, las ideas, los conflictos y acuerdos, que en definitiva deberían (no lo sé) enganchar al lector. Y recuerdo, ahora, no con nitidez, porque quizás no fue una sino varias, las veces primeras en que ese raro concepto se me atravesó en el camino: "Recursos". Hubo recursos mineros, recursos de programación, estratégicos, recursos literarios y más. De pronto, pero no sé cuándo, el recurso fue mío: Comprendí que era sólo una entidad vacía, susceptible de ser llenada con una cosa, una idea, o lo que sea, deseable, útil. Yo voy coleccionando, en cada divagación, en cada conversación, en los viajes cortos o en los largos, en las discusiones, en las tertulias, en el metro, los restoranes, en conversaciones; voy coleccionando recursos literarios. Por ejemplo, me llega un mensaje a mi teléfono personal, ofreciendo participar en el sorteo de un auto nuevo. Ella, mi mujer, me dice: - Esos sorteos son una estafa. - Sí -, digo y argumento: - por eso jamás compro números de loterías. - ¡Ah, no, no! esos sí son serios. Yo he estado ahí varias veces, por trabajo, y he visto gente esperando para cobrar - asegura -. No sólo eso, la recepcionista me ha contado, por ejemplo: "Ese señor ganó tantos millones... Aquel otro acertó a un premio bien bueno..." y así. Así que me consta que esos sorteos sí son serios. - Bueno - respondo -, esa es gente que trabaja para ellos, en el cargo de "espera por el premio". Están siempre ahí y hacen ese rol por un sueldo pequeño; así la gente cree que es verdad. En ese momento me doy cuenta que este es un recurso literario y lo guardo en mi colección: El que trabaja de "esperador de premio" en una institución de sorteos de azar. Debe ser capaz de demostrar tranquila ansiedad, una cierta sonrisa perenne que se quiere disimular, ha de aparentar paciencia tranquila, en fin. Debe sonreír cuando se le llama, por un nombre ficticio, por supuesto, y así. Así son los recursos; al menos los literarios. Así es la divagación. Como un campo fértil donde se siembra y cultiva los recursos del pensamiento y la creación. En mi caso, los recursos literarios. Uno de los momentos mejores para divagar, de mayor fertilidad, estoy seguro que para todos, es el momento del retrete. Un filósofo puede sentarse, por la mañana en su retrete y logra explicarse a Dios, o al menos se hace un buen modelo de Él, que después integra, en su oficina, a una nueva teoría de la creación. El creador literario piensa, también, mucho en Dios, por diversas razones: Es que uno es como un pariente pobre del filósofo. Quizás sea el que lanza, sentado de mañana en el retrete, las ideas bastas, sin pulir, sin embellecer en cuanto ideas, que después divaga el filósofo y las organiza en una teoría, en fin. También el creador literario es como un pequeño dios, en tanto crea universos que envasa en historias, novelas y cuentos, así como el Gran Dios los transcribe en esta materia de la que estamos hechos. Sentado en el retrete, divagando, he caído en Dios y a través de esta idea divago sobre los ateos, no tan ateos, que no creen en Dios porque si hubiera un Dios no permitiría el mal, ni la desgracia, ni la tristeza y la miseria, tampoco la guerra y tanto más. Doy vueltas en torno de esta idea y me digo que si yo mismo fuera Dios, desde luego el universo no sería único: Habría tantos universos como obras haya escrito. Cuando escribo una novela, por ejemplo, creo conflictos. Creo personajes llenos de desgracias. El protagonista y el antagonista son contradictorios, llenos de pasiones; a veces de maldad y más. Hay ocasiones en que un personaje es tan vívidamente malo, perverso, que resulta magnífico. Ese personaje se gana todo mi amor de creador. No sólo eso, se gana el recuerdo y favor de los lectores. Si somos la obra de un Gran Creador, es natural que estemos llenos de miseria, de conflictos, sufrimientos, guerras, hambrunas y pestes. De no ser así, la creación de Dios sería un fiasco, un fracaso. ¿Qué editorial de los Dioses publicaría un universo donde todo fuera bondad y dulzura, felicidad y alegría?. En cierta ocasión, aquí en mi retrete, decidí, divagando sobre un creador sólo bondadoso, del talante de lo que cualquier personaje creería que el Autor debe ser; decidí escribir una novela, extensa, intensa, maciza, donde todo fuera bueno; los personajes felices e iguales: Ninguno mejor o peor que otro, sino tan felices unos como otros. Todos ricos y agraciados. Sanos, rosados y rubios. Aquella novela carecía de antagonismos. Todos los personajes eran protagonistas, o ninguno lo era; pero antagonistas no había. Era un cosmos perfecto, donde todos se amaban y respetaban, nadie sospechaba del otro y tampoco las naciones de sus países vecinos. La economía no era global ni local, sino comunitaria y el mercado no era instrumento de abuso, sino por el contrario, ejemplo de justa competencia done siempre se empataba. Por supuesto no había, ahí, en esta novela, el concepto de deportes, o al menos de competencia en el deporte. No se concebía el campeón del mundo, o la reina de belleza, ni la mejor marca, porque todos eran tan bellos y poseían la marca más preciada e idéntica en todo. La gente no era ni más alta, ni muy baja sino precisamente de la estatura de los demás, de modo que no existía la envidia, ni tampoco el afán de prosperar y tener una mejor casa, un auto más rápido y moderno o poseer a una mujer mas bella o sensual, ya que todas eran iguales. Ésto habría sido una aberración cuya idea ni siquiera existía, ni en las más locas teorías, que eran por supuesto todas idénticas, sin ninguna posible preeminencia de una sobre otra. Así, pues, hombres y mujeres eran lo mismo e indistinguibles unos de otros: El sexo y el género eran sólo conceptos ideales que servían, apenas, de instrumento de felicidad y juego. A qué seguir. Escribí esa mañana, sentado en mi retrete, en un poco rato, aunque sin llegar a traspasar, ni al papel ni al teclado, sino sólo en mi mente, una novela de más de dos mil seiscientas ochenta y tres páginas todas felices y perfectas, donde cada deseo de cada personaje bastaba con ser formulado para hacerse realidad, de manera que jamás hubiera, ahí, en esa obra literaria magna, frustración alguna y todo personaje fuera feliz como se merece al ser la creatura de un creador inmensamente bueno. Cuando después de tanto y tanto crear felicidad y perfección, concluí esta nueva y magnífica novela, me levanté del retrete entusiasmado, pensando que había escrito, al fin esa obra universal que había sido demasiado grande para Tolstoi, Dostoievsky, Thomas Mann, Chakespeare, Cervantes, Proust que fue rechazado tantas veces por los editores, Joyce, que casi lo logra con su Ulises, Kundera, García, Vargas, Fawlkner y sus ovejas convertidas en caimanes, Witold Gombrowickz que era enemigo de Bioy y Borges, estos dos amigos juntos o separados, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Sándor Márai, Bolaño y las de detectives, o José Malgrite, que se hacía llamar Iñaki Irizarri de pura vergüenza y pudor, y tantos otros más que no forman, tampoco, parte de la novela; y me propuse transcribirla de inmediato, en una tarea dura pero epifánica. Ya mientras metía la camisa dentro del pantalón, viéndome en el espejo, tuve una vaga y primera duda, que deseché con el breve argumento de una sonrisa. Al abrochar el cinturón, mi imagen, al frente, me mostro como un hombre vulgar cualquiera, que no conocía la felicidad pura y total y me interrogué entonces, casi como una broma: "¿Y si no la conoces, cómo crees haberla alcanzado para esas pobres creaturas atadas a tus personajes?". Pero de inmediato me respondí: "En el ámbito de esta perfecta novela, yo mismo, como absoluto creador, he creado una felicidad perfecta que lo es como ideal, en el ámbito de la novela. No tiene por qué serlo en el entorno de los seres que a mi me rodean" y recordé cuando al fin entendí lo que era un recurso. Para no alargar: Salí del baño con ciertas dudas vagas y poco importantes, que no quitaban, en absoluto, magnificencia a esta obra perfecta. Me senté ante el teclado y miré por el ventanal, a mi derecha, al parque donde ya se hace verde la primavera y aquel árbol humilde, de ramazones peladas, sin importancia ninguna, comienza al fin a llamarse jacarandá, cuando, azul, ya florece, y pensé que alguien había escrito, tal vez muchas veces, esta novela. Me dije que me la habían entregado antes para leerla y alguna vez me sentí obligado a hacerlo, quizás por apropiarme de unos pechos atractivos y tersos, o por cerrar algún negocio que después fue, como la misma novela, un fracaso, o enredado en los halagos que me ponían varios niveles por encima de mi pobre realidad. Entonces me pregunté: "¿Crees que alguien, o tú mismo, leería una novela perfecta, donde la perfección requiere de la tremenda monotonía de la eterna paridad?". En ese momento comprendí un poco más a Dios, amé algo más lo prosaico e imperfecto y decidí esperar, para pasar por el teclado la novela, a terminar, algún día, quizás, de leer el Ulises de James Joyce. 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martes, 30 de noviembre de 2010
La perfecta novela por el maestro Kepa Uriberri
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domingo, 17 de octubre de 2010
Tiempos Modernos y Jack, Johnny y Hank en una Bolsa
Sí, son tiempos modernos, pensaba mientras caminaba por las calles de un Bilbao bullicioso, gris, aburrido, y al parecer algo agobiado. Jack, Johnny y Hank me acompañaban metidos en una bolsa de plástico. Había algo en las caras de la gente que te incitaba a pensar que hacía tiempo que no sonreían, pero son tiempos modernos, y los pajaritos cantan y las nubes se levantan porque cualquiera de ellos puede entrar a una tienda y comprarse unos vaqueros. Yo paseaba desde hace rato con esa sensación de que gran parte de lo que veo se puede convertir en palabras, todavía conmocionado por el poema "¡Adelante!" que había leído de Hank y con ganas de empezar "Los Subterráneos" mientras Johnny sonaba a treinta y tres revoluciones en el salón de mi casa. Camino entre ráfagas de cuerpos fascinado al comprobar lo capaces que son de mantener un ritmo con el piloto automático sin chocar entre ellos. Me acuerdo del segurata del Fnac y en sus ojos perfilados, me había dejado impactado ver a semejante masa de carne aburrida y encorvada gastando rímel, "¡Ni te me acerques sucia ladrona!" Le grita una señora muy mayor a una rumana que se le acercaba con una mano extendida y la otra escondida. Entre los cuerpos auto dirigidos hay unos que buscan a otros, llevan un peto de colores y una carpeta y tienen peor cara que los otros, los demás les esquivan antes de que puedan recitar la primera frase de su causa que a veces la proclaman en bajito a un aire sordo. Un señor de aspecto desaliñado y enfermo que anda más perdido y errático que los demás se acerca a una chica con peto y ésta ni le mira, son malos tiempos para los Robin Hood modernos, son tiempos modernos y los pajaritos no cantan y las nubes no se levantan para un mendigo que está sentado muy próximo a los Robin del peto. Malos tiempos para él también en la era de la ayuda a distancia. El ascensor del metro sube, abre sus puertas, escupe gente y antes de que vuelva a cerrar la boca nuevos esputos van hacia ella corriendo, tres chicos jóvenes y una señora de mediana edad con bolsas dejan a un señor que va en silla de ruedas fuera, la boca tarda en cerrarse pero los mocos se quedan bien pegados a su garganta infectándola de civismo y consideración modernos. La bolsa de plástico comienza a moverse, noto los gritos y los improperios de Hank maldiciendo contra el universo y escupiendo al viento, la frenética prosa de Jack desmenuzándolo todo y el Boom Chicka Boom de Johnny transformando la atmósfera en algo más sencillo que se pueda solucionar con la espera en el porche meciéndote en tu silla y bebiendo un vaso de bourbon. Sigo mi camino saturado de gris y paso por una plaza donde el futuro juega porque así se lo ha indicado el pasado, ahí es la primera vez que veo sonrisas. Yo me dirijo a mi cueva con mi gente y como presente, no puedo hacer más que pedir papel y boli en la barra para apuntar todo esto y que no se borre de mi mente. Acabo de descubrir que ni si quiera he echado un vistazo a las notas que escribí. Será porque son tiempos modernos, y los pajarillos cantan y las nubes se levantan. Asier Triguero es autor de las novelas Me quiero ir e Hijos del amanecer. Blog Personal: http://asiertriguero.com/ | |||
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domingo, 5 de septiembre de 2010
Libros que matan.
"...es posible que todo forme parte de un mismo trauma personal, originado ya en su infancia, que le llevó a ver en sus semejantes la causa de su sufrimiento y en la lectura una fuente de inspiración y autoestima para su alma atormentada. Lo dijo él mismo en cierta ocasión: «Yo tomo cuanto necesito de los libros»"
Libros que matan
Juan Francisco Fuentes
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense.
No puedo recordar a Hitler sin libros. Los libros eran su mundo», así lo afirmó un amigo de juventud del fundador del Tercer Reich alemán. En la tipología de los dictadores, no es infrecuente el caso de aquellos que dedicaron a la lectura una buena parte de su tiempo, que buscaron en los libros aliento o consuelo, e incluso que se mostraron hacia ellos mucho más humanos que hacia los pueblos que padecieron su tiranía. Stalin, por ejemplo, que dejó a su muerte una biblioteca de veinte mil volúmenes, fue, como Hitler, un lector compulsivo, capaz de leer hasta quinientas páginas al día. El dato resulta particularmente asombroso, porque cuesta creer que alguien haya podido leer tanto y matar tanto al mismo tiempo. Hitler y Stalin pertenecían sin duda a esa especie, no tan rara, de dictadores que amaban los libros y odiaban a los hombres. En el caso del Führer, que añadía a ello su amor a los animales y sus arraigadas convicciones vegetarianas, es posible que todo forme parte de un mismo trauma personal, originado ya en su infancia, que le llevó a ver en sus semejantes la causa de su sufrimiento y en la lectura una fuente de inspiración y autoestima para su alma atormentada. Lo dijo él mismo en cierta ocasión: «Yo tomo cuanto necesito de los libros».
Si es cierto que somos lo que leemos, nada mejor para conocer la personalidad de Hitler que saber cuáles fueron los libros que le llevaron a ser quien fue. Tal es la pregunta que ha impulsado al historiador norteamericano Timothy W. Ryback a escribir esta sugerente obra, en la que nos ofrece un inventario parcial de la biblioteca del Gran Dictador y un estudio muy detallado de sus lecturas y de la influencia que pudieran haber tenido en su personalidad. En cuanto a la magnitud de la biblioteca de Hitler, Ryback parece dar por buena la estimación de 16.300 volúmenes realizada en 1942 por el corresponsal de United Press en Berlín, Frederick Oeschner, una cifra que representaría un incremento sustancial respecto a los seis mil ejemplares en que una redactora de The New Yorker cuantificaba en 1935 su «magnífica biblioteca». Aunque un buen número de esos diez mil ejemplares incorporados entre 1935 y 1942 serían regalos recibidos por el Führer como prueba de afecto de sus admiradores, todo indica que su colección fue creciendo en paralelo a su poder, como si la cantidad y la naturaleza de los libros determinaran el cumplimiento de su sueño exterminador. Y, en efecto, pese a ser finalmente una biblioteca de aluvión, con muchas obras que llegaron a ella por puro azar, un inventario de su contenido recogido por Ryback en el apéndice de su libro muestra la coherencia de los grandes bloques temáticos que la componían y su estrecha relación con las aficiones intelectuales de su dueño.
Destacan, sobre todo, los siete mil volúmenes dedicados a historia militar y, en particular, a las campañas napoleónicas y a la vida de los principales reyes y generales alemanes. Un segundo bloque de unos mil quinientos ejemplares lo forman las obras consagradas a las bellas artes, desde la arquitectura hasta la pintura, con una significativa incursión en el mundo de la pornografía con pretensiones más o menos artísticas y algunas obras sobre las vanguardias del período de entreguerras que conservan en los márgenes comentarios despectivos de puño y letra de Hitler. El tercer bloque, según este inventario, lo constituyen los libros sobre astrología, espiritismo, ciencias ocultas y nutrición. Tan sólo este último apartado cuenta con cerca de un millar de títulos, muchos de ellos con un fuerte carácter militante en defensa del vegetarianismo. De tal tenor es uno de los numerosos comentarios al margen, en el que Hitler dejó para la posteridad esta profunda reflexión sobre tan importante materia: «Las vacas se hicieron para dar leche; los bueyes, para arrastrar cargas». No deja de ser curioso ese sentimiento compasivo que los animales despertaban en él y del que se encuentran tantas pruebas en los marginalia de su biblioteca. Hay unos cuatrocientos libros sobre religiones, mezclados de nuevo con abundante pornografía, y en torno a un millar de novelas populares –policíacas, románticas y de aventuras–, cuidadosamente forradas para ocultar su contenido. Finalmente, entre las obras «científicas» figuran algunos tratados de sociología de inspiración nacionalsocialista y un estudio sobre la morfología de las manos como fuente de conocimiento de la personalidad humana, una pseudociencia a la que al parecer era muy aficionado. En este apartado de obras prácticas podría incluirse la titulada El arte de convertirse en orador en pocas horas, reveladora de la idea que tenía Hitler de su propia formación, como un proceso acelerado que debía subsanar, a la mayor brevedad posible, sus inmensas carencias intelectuales y hacer de él un agitador profesional. De su «despoblada vida espiritual», como la llama Ryback, da fe asimismo uno de los ochenta libros que tuvieron el raro privilegio de acompañar a Hitler al búnker berlinés en el que encontró la muerte: Die Weissagungen des Nostradamus [Las profecías de Nostradamus], obra de Carl Loog publicada en 1921.
Resulta fascinante la forma en que el historiador norteamericano ha conseguido reconstruir, por lo menos parcialmente, la biblioteca de Hitler, siguiendo la pista a los distintos lotes en que se dividió tras su muerte en 1945. Uno de ellos, de más de mil doscientos ejemplares, acabó en Estados Unidos, desperdigado a su vez entre varias bibliotecas de la costa Este. El minucioso trabajo realizado por el autor con los fondos conservados le ha permitido establecer las distintas interconexiones entre obras, temas y autores y acceder a los elementos más recónditos y tal vez más valiosos de toda biblioteca, como son las anotaciones personales de su dueño. Fotografías, dedicatorias, encuadernaciones, huellas diversas del paso del tiempo: de todo saca partido un autor habilidoso como Ryback. El puzle se hace aún más complejo y sugerente al incorporar retazos del pensamiento de Hitler e insertar todo ello en un conjunto internamente articulado de lecturas y escrituras que se explican mutuamente. No es que el resultado cambie lo que ya sabíamos del personaje, pero añade matices sorprendentes sobre la forma en que fue modelando su espíritu, en un proceso de descubrimiento interior menos caótico de lo que pudiera parecer. No se piense, pues, que otros libros e incluso esos mismos leídos en otro orden hubieran dado un resultado distinto. La impresión que deja la obra de Ryback es que la personalidad de Hitler era previa a sus lecturas y que éstas seguían un itinerario más o menos azaroso, pero con una única desembocadura posible. Si esta impresión sirve con carácter general, se diría que no somos lo que leemos, sino que leemos lo que somos.
Los libros del Gran Dictador ofrece otras provechosas enseñanzas al lector que, venciendo su natural prevención, se acerque a estas páginas. Hay mucho de biografía de Hitler a través de sus lecturas y de su propio testimonio escrito, en particular de su obra Mein Kampf, llena de elementos autobiográficos y concebida como un libro de autoayuda para un pueblo en horas bajas. En la biblia del nacionalsocialismo, sobre todo en los fragmentos del original que han llegado hasta nosotros, se aprecian todas las limitaciones intelectuales de su autor, sus problemas gramaticales, su tenaz lucha con la sintaxis y con algunos nombres propios –Schoppenhauer, así, con dos pes– y su permanente inseguridad de escritor autodidacta, que escribe por impulsos irracionales y en la mayoría de los casos banales. «No soy escritor», le confesó a uno de sus hombres de confianza, al comparar sus ocurrencias con el pensamiento relativamente elaborado de Mussolini. Sólo el estado de desesperación de una buena parte del pueblo alemán a partir de 1929 explica que una obra tan irrelevante, de puro estrafalaria, como Mein Kampf se convirtiera de repente en el libro sagrado de un movimiento de masas que no tardó en alcanzar el poder.
Sorprende menos la estrecha relación entre guerra y lectura en la biografía de Hitler. Los libros lo acompañaron en su azarosa vida en las trincheras en la Primera Guerra Mundial, como si en ellas dieran lo mejor de sí mismos y la brutal experiencia de aquella guerra iluminara la lección escondida en esas páginas que el cabo Hitler leía con fruición. En otros casos, lo escrito sobre las guerras pasadas le instruía sobre la naturaleza de la inevitable guerra futura, esa obsesión que lo acompañaba desde que, según él, los enemigos de Alemania perpetraron en 1918 la famosa «puñalada por la espalda». Las treinta y dos marcas de su puño y letra que dejó Hitler en una biografía del general Schlieffen, autor del plan de ataque sobre Francia ejecutado al comienzo de la Primera Guerra Mundial, son como un mapa en clave de la ofensiva alemana lanzada sobre Francia en 1940 a través de Holanda y Bélgica. Ya se ve, pues, que si es cierto que los libros se escriben a menudo a remolque de los acontecimientos pasados, no lo es menos que en ocasiones anticipan los sucesos futuros.
Este ensayo tiene, además de todo lo dicho, una vertiente fascinante como crónica de la aventura personal del autor, con momentos algo novelescos, a lo Dan Brown, y la sensación final de que, en su recorrido en busca de vestigios de la biblioteca del Führer, Ryback estuvo persiguiendo a un fantasma que iba dejándole señales de su presencia. Un libro de Max Osborn que acompañó al joven Hitler por las trincheras del frente occidental soltó, dice el autor, una «llovizna de arenilla» al abrirlo en medio del silencio sepulcral de la sección de raros de la Biblioteca del Congreso, como si se tratara de un libro momificado que, al volver al reino de los vivos, liberara el espíritu maléfico que llevaba en su interior. Leyendo estas páginas, nos asalta la idea de que el Führer concibiera su biblioteca, más aún que su búnker, como una especie de tumba egipcia, en la que intentó sobrevivir a su derrota aguardando entre sus libros, esparcidos por medio mundo, a que alguien o algo volviera a juntarlos. ¿No dice Ryback que la venganza fue lo que impulsó a Hitler a escribir? Hasta ahora, para explicar la relación que el nacionalsocialismo mantuvo con la letra impresa, parecía bastar con la imagen de libros «degenerados» entregados a las llamas por los nazis y con la célebre frase atribuida al mariscal del Reich, Hermann Göring: «Cuando oigo la palabra cultura, desenfundo mi pistola». La minuciosa investigación de Ryback incide en una vertiente mucho menos conocida de esa relación y nos recuerda que los libros –algunos libros– fueron no sólo víctimas del nacionalsocialismo, sino también motivo de inspiración de una gran venganza contra la humanidad.
Fuente: http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4730
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viernes, 3 de septiembre de 2010
Idilio Salvaje de Manuel José Othón
Idilio Salvaje.
¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?… Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?… Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.
Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.
Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.
Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amarguísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.
en el mar amarguísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.
Idilio Salvaje es uno de los considerados más representativos de México que, además, cuenta con reconocimiento internacional.
Su autor, Manuel José Othón, poeta, político y dramaturgo, ejerció la profesión de abogado. Y desde los 13 años comenzó a escribir poemas. Fue a sus 21 años cuando se publicó su primera obra: “Poesías”. Tres años después se publicaron sus “Nuevas poesías”.
Su trabajo ha sido relegado, en virtud de que no presenta grandes gestos elocuentes ni escándalos personales, no tiene nada llamativo para darle fama. Y por otra parte, su tipo de poesía requiere de un lector muy atento, contemplativo y paciente, por su corte paisajista.
Idilio salvaje, uno de los más grandes trabajos de las letras mexicanas lo llevó a la fama pero también al olvido. Es un poema que contrasta con el resto de su poesía.
A 104 años de su muerte, su poesía tiene un panorama distinto. A decir de Elsa Cross, escritora y ganadora del Premio Xavier Villaurrutia 2008:
“Se lee más a Othón porque su poesía es más limpia, no hay pretensiones como las tuvo Amado Nervo.”
"Muchos modernistas lo despreciaron, entre ellos Nervo, siendo que a estas alturas, Othón se lee mucho mejor que Nervo. Uno lee a Amado Nervo y es cursi, anticuado, anacrónico.”
Y es que la poesía de Othón, que se enmarca dentro del Romanticismo y Modernismo nos brinda un esplendoroso despliegue de sensaciones en contacto con la naturaleza. Es la naturaleza cantada por Othón, cual sinfonía en concierto de increíbles sonidos y colores dinámicos.
Su obra póstuma más importante, El himno de los bosques, lo realizó en la bella región de la huasteca tamaulipeca en el ejido Gallitos y la cual le abre las puertas de la Academia de las Letras.
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Germán Dehesa, en paz descanse.
Germán Dehesa, en paz descanse.
No existe mayor tributo a un escritor que leer sus obras. Y aquí les presentamos la reproducción de una interesante entrevista que le hace Susana Garduño para Club de Lectores.
No existe mayor tributo a un escritor que leer sus obras. Y aquí les presentamos la reproducción de una interesante entrevista que le hace Susana Garduño para Club de Lectores.
Germán Dehesa, con todo y el cansancio que traía a cuestas de un viaje a Coatzacoalcos, Veracruz, tuvo la gentileza de recibir en su estudio a Club de Lectores y nos habló del poder mágico de las palabras y los libros.
El poder mágico de la palabra “Alfalfa”. (Del griego: Alfa = comienzo) Seguramente esa palabra debe tener un poder mágico tremendo, puesto que puede convocar, puede incitar un volver a comenzar algo. Entonces yo se la recomiendo mucho a aquellos amantes que tuvieron alguna ruptura, pero que tienen franca voluntad de volver a comenzar, de tener una segunda oportunidad, que se miren a los ojos y se digan “alfalfa”, y se abracen y verán como todo comienza otra vez.
¿Usted diría que los libros tienen un gran impacto en la vida de las personas?
¡Enorme! No porque haya lecciones inmediatas, ni moralejas; todo eso es muy trivial, es como la epidermis de un libro. La forma es la que siempre acaba pegando, te hace entender que hay un milagro en todo. Porque yo no veo una rosa y digo: ¡Ah, mira! Una rosa divina que en gentil cultura /es con su fragante sutileza/ magisterio purpúreo a la belleza/ enseñanza nevada a la hermosura; yo ya me conformo con saber que es una rosa, pero Sor Juana… la veía y encontraba en ella un amago de la humana arquitectura y simplemente esa música que ella creaba con las palabras, hace darme cuenta de que se puede hacer una flor de puras palabras, es decir, Sor Juana termina, no hablando de la rosa, sino edificando una rosa verbal. Y eso es ¡alucinante! Entonces se puede ir creando una especie de mundo paralelo y entendiendo mejor este mundo. Casi como el lobo de Caperucita, para entenderte mejor … para eso leo, para eso escribo, para mirarte mejor ... Seguramente pasé por la etapa narcisista de la lectura donde uno al leer se está buscando a uno mismo. Es decir, el libro funciona como un espejo y el libro que más nos gusta es el que nos refleja mejor. Leía en la infancia, febrilmente, a Los tres mosqueteros , porque en mis delirios imaginativos pensaba que podría haber sido uno de ellos, que sólo las circunstancias de espacio-tiempo ya no me permitían ser D'Artagnan, Aramis, Porthos o todos juntos. Era para mí un gran espejo.
Hay lectores que mueren en esta etapa narcisista, de “espejito, espejito, dime que soy bello, dime que soy valiente o el más malo de toda la región”. Pero debería haber siempre un momento en que descubres que no hay tal, que más que un espejo, el libro es una ventana. En el momento en que la ventana te es revelada, la lectura se vuelve absolutamente imprescindible. Porque desde ahí tienes el mejor mirador hacia el mundo.
Aprendes a leer, para leer mejor a tu pareja, para leer mejor a tus amigos, para entender mejor a tu país. Para ubicarte de mejor manera en el mundo, hasta donde eso es posible. Tomar conciencia del misterio, no resolverlo, pero por lo menos, adivinar las orillas del misterio o, como proponía Sor Juana, “ Rotular el silencio ”. Esa es nuestra tarea.
Usted es un gran admirador de Sor Juan, ¿verdad? La cita frecuentemente.
Sor Juana, Quevedo, Lope de Vega, Fray Luis de León. Son nuestros poetas. Pero también de pronto Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, el humor implacable de Cortázar y tantos y tantos autores que pasan por tu vida. Hay veces que regresas a tu casa después de una jornada en la Ciudad de México y de veras te sientes Ulises regresando a Itaca. Tratando de recuperar a una Penélope que ya no te reconoce, como ocurre en el libro original. Él se fue 20 años. Tú te vas un día y ya no te reconocen de la friega que te pone un día en esta ciudad. Entonces tienes que darles pruebas de que sí eres tú, como lo hace Ulises.
¡En fin! Los libros atraviesan por mi vida y yo voy circulando entre los coches y los libros y alcanzando la vida y queriendo siempre salirle al encuentro. El mexicano siempre está sentado, a ver qué le trae la vida. Y así nos ha ido. Creo que lo que tenemos que hacer es salirle al paso a la vida, no esperar que llegue, sino encontrarla, agarrarla de buenas y con un libro en la mano, porque el libro te va a permitir descifrarla mejor.
En su libro "¡Qué modos! Usos y costumbres Tenochcas", usted cita como especies en peligro de extinción a: El buen hombre, la buena mujer... ¿En qué condiciones cree que se encuentre el buen lector?
También amenazado. Las formas electrónicas de comunicación, están arrinconando e imponiéndole una aparente obsolescencia a la lectura. Aunque siempre es el impacto de lo nuevo. Creo que el libro tiene con qué resistir. Pero nuestro problema no son los autores, ni los libros. Nuestro problema es hasta cierto punto de librerías, pero ya estamos mejor que hace treinta años. Creo que el problema básico son los lectores, que no creamos lectores. Entonces, ¿para qué más autores, para qué más libros, para qué más esfuerzos por reunir bibliotecas si no hay quien lea, quien se acerque a los libros?
Lo nuestro tiene que consagrarse a la formación de lectores y la única manera de formar al lector es explicándole que leer es la segunda forma de recreo que tiene el ser humano. La primera se cumple entre hombre y mujer y no voy a dar detalles. Pero la otra es la lectura. La conversación con los difuntos / en músicos callados contrapuntos , como decía Quevedo.
¿Cree usted que los libros debieran también evolucionar en alguna manera?
Sí yo creo que ya hay ciertos géneros que se van quedando viejos. Ciertos géneros a los que les hemos concedido demasiada importancia por demasiado tiempo. Pienso sobre todo en la novela, que ya prácticamente ser escritor equivale a ser novelista. Cuando se pueden escribir estupendas crónicas. Juan Villoro, entre nosotros, es un cronista sensacional. Se puede escribir excelentes ensayos y tenemos ensayistas de primera: Federico Reyes Heroles, Silva Herzog Márquez, Lorenzo Meyer. Te puedo dar el nombre de muchos extraordinarios ensayistas.
No es por la vía de la ficción por la única que se accede al conocimiento. Tampoco quiero que desaparezca la novela, sino que atemperemos y nos demos cuenta de que El buen lector siempre terminará leyendo poesía.
Previamente hay que convencerlo de que aquello que nos decían de que leyendo tienes más poder, leyendo aprendes más… en el fondo te están diciendo “y entonces más pronto te convertirás en el Fidel Velázquez de tu grupo y controlarás a todo mundo”. Borrar eso y decirle: “Tú olvídate, tú métete a un libro como quien se mete a una fiesta, si en la página 70 la fiesta no te interesa, no sabes ni de qué se trata, tienes todo el derecho de largarte, no todos nacimos para todos los libros”.
Aunque sean obras maestras, yo, a las 15 páginas de leer a James Joyce dije: “no nací para esto, mi vida es otra”. Y me dediqué a leer otros autores que me decían más y me resultaban más intelegibles.
Tampoco hay que castigar o censurar. Por ejemplo, imponen “lecturas obligatorias”. Eso es terrible. Es como el matrimonio, donde tienes que ser feliz a ‘güevo', no se puede. A veces uno es feliz, a veces uno tiene promontorios de serenidad, y luego de pronto también unas llanuras de depresión, todo eso es el caminar por la vida. Y lo mismo pasa con la lectura. ¿Cómo “lectura obligatoria”? ¡No! Cuando yo fui maestro de literatura en preparatoria, mi táctica era ofrecer por lo menos 100 libros y decirles: Este es breve y trata de esto… este es largo y este… tá-tá-tá. Y no les voy a pedir que me hagan una monografía. Yo voy a venir todas las tardes y quiero que vengan, cualquiera de esas tardes a contarme de algún libro de los que hayan leído. Si leen cinco, están del otro lado, si no leen esos cinco, ni siquiera se presenten a examen. Y si leen 25 tampoco se presenten a examen porque ya están aprobados.
¡Y no sabes qué deleite! ¡Se hacían las colas inmensas de muchachos para irme a contar su experiencia de lector y compartirla! Y que yo les dijera lo que a mí me había dicho el libro. O muchas veces cacharlos en que ni habían leído. Les decía:
–Y, ¿qué pasó, te acuerdas cuando se le viene encima la piedrota a Porthos?
–¡Ah, sí qué momento!
–Y le digo “No hay ninguna piedrota, baboso, vete a leer” ¡Y ya! Pero esa idea de que es una obligación… ¡No, hombre, si es lo más divertido de este mundo leer! ¡Lo más tranquilizante!
Bueno… por ejemplo, tenía la horrible costumbre de leer el domingo por la noche El Proceso (de Kafka) y no dormía, me quedaba con los ojos pelones hasta el lunes. Entonces mejor tengo a San Juan de la Cruz, mejor tengo a Jaime Sabines, mejor tengo a Juan Ramón Jiménez. Hay libros que no hay que leer en la noche, porque de veras, se le meten a uno en los sueños. Si es que llega uno a tener sueños.
¿Qué le aconsejaría a quien quisiera convertirse en escritor?
En escritor… pues que trate de ser un excelente lector. Que no tenga miedo de imitar a alguien a quien le conceda autoridad magisterial. Que es cierto que en literatura, la única manera de superar una influencia, es cediendo a ella y asimilándola a tu estilo. De esa manera, poco a poco podrás ir encontrando tu voz.
Pero si quieres ser escritor, primero pregúntate: “¿tengo algo qué decir? ¿Qué herida traigo?” Y si no traes herida… ¡los que no traen herida no escriben! Todo escritor habla por la herida. De algún modo la vida, la realidad, lo lastimó. Si no, no se proponen la tarea de recomponer esa realidad. Psss… está a toda madre, está muy bien instalado, ¿cuál es el problema?
Pero cuando de pronto te atropella la vida, cuando traes una herida, ¡de muchos tipos! Porque además, ahora todo mundo pensará: “me tiene que abandonar un ser amado” No, no, no, ¡espérate! De muchas maneras la vida te desacomoda y necesitas de las palabras, las “palabras mágicas”, para reacomodarte. Si no tienes esto, ni lo pienses, ni te pongas a escribir. Si no estás dispuesto al gran impudor… porque escribir es encuerarse y si no estás dispuesto a eso…
Me acuerdo que me pasó una vez con una alumna talentosa en un taller de literatura que yo tenía, que llegó con una propuesta para una novela. Y le digo: es una propuesta excelente, pero tú eres una señora y las señoras no cuentan estas historias. Entonces pregúntate: ¿quieres ser escritora o quieres ser señora ? Porque las dos cosas no se pueden. Entonces, si estás dispuesta a la indecencia de encuerarte, nos vemos la semana que entra.
Y llegó la semana siguiente y me dijo “¡Ya! Ya hablé con mi familia, y les dije que voy a perder toda compostura”. Y fue un libro muy bonito que se llama Quién como Dios que ya está traducido como a ocho idiomas. Y le fue muy bien, pero pues Doña Eladia, alias Lali, renunció a ser señora.
Un mensaje a nuestros lectores:
¡Que se pongan a leer! ¡Que lo disfruten! Es un gozo inmenso, es la gran compañía, lo que nunca te falta. En los momentos de soledad, es lo único que te ilumina cuando de pronto ya te apagaron la luz, o ya te la cortaron (la luz). Entonces ahí está la literatura, ahí están los poetas. Y ya desde los poetas empezamos a navegar. Porque los poetas son las cumbres y todos los demás como que escurren desde esas cumbres que son los grandes poetas. Y más México, que en el siglo XX, ¡qué lujo de poetas tuvimos! Pellicer, Novo, Villaurrutia… es una nómina que remata con Octavio Paz y Jaime Sabines y dice uno: De veras, qué sabia es la condición humana que se da cuenta de que en un país donde la palabra va a ser violentamente agredida y prostituida por los medios de comunicación, pero sobre todo, por los políticos, es necesario generar anticuerpos.
Y esos anticuerpos son los poetas, son los que le devuelven su pureza original, los que alivian a las palabras y las vuelven otra vez mágicas. Por eso hay que leerlos, disfrutarlos. Y luego regalarle el poema a alguien que amemos y firmarlo nosotros. De aquí a que se entera ya hasta hijos tuvimos con ella. ¡Que hagan lo que quieran! Pero yo he sido muy feliz leyendo y escribiendo.
Germán Dehesa, "El Chilango Mayor", dramaturgo, columnista y catedrático murió ayer 2 de septiembre del 2010, a las 18:35 horas rodeado por su familia en su casa de la Ciudad de México, víctima de cáncer.
Nació en el DF el 1 de julio de 1944. Estudió becado con los hermanos maristas e ingresó a la UNAM donde cursó estudios de Ingeniería Química y de Letras Hispánicas.
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martes, 31 de agosto de 2010
Toca guitarra mía.
Toca guitarra mía.
Por: Anselmo Bautista.
Sentado con mi guitarra toco una melodía sin sentido que en mi alma apesadumbrada encuentran buen asilo. Miro hacia atrás un tiempo ya lejano, embadurnado de dolor y conmiseraciones. ¿Dónde están los sueños que volaron como águilas a un cielo claro? ¿Dónde está el destino que me deparaba a tu lado? Encanto abrumado que el tiempo ha coartado.
He dejado entrar a la intrusa que de este corazón tuyo se ha adueñado. ¿Para olvidarte? Confieso que en mis intentos he fracasado capturando una que otra ilusión para sobrevivir como esta melancólica canción que de mi alma brota sin hallar más que insípidas notas. ¿Qué me hace poseer un maldito corazón que calcina con dolor amargo cualquier acorde a la razón?
¿Dónde estás tú que no te veo? Aún existes porque te recuerdo. ¡Desaparece aunque me hagas falta! Toca, toca guitarra mía y sácala de aquí que mis canciones no han de ser de ella ni mis pensamientos hasta el fin. Arráncame su cuerpo de mi piel con tu melodía triste hasta que me hagas llorar y cada lágrima que ruede ahogue su sonrisa y su perfume en altamar.
Sí, ya lo sé. Como siempre tienes la razón. Acaba ya con la última nota para acabar yo con mi dolor. Y aquí nos vemos otro día para echarnos esta misma canción.
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