La Peste
y Ensayo sobre la ceguera
"¿Para qué lees
tú?" me dijo, casi más como un emplazamiento que como una consulta.
"Mira como tienes un montón de libros ahí encima, como si los leyeras
todos, pero vas picoteando uno y otro y otro. Después vas a las estanterías y
sacas otro más del mismo autor y suma y sigue". Miré la mesita y sin
sorpresa, ya estaba acostumbrado, se había vuelto a llenar de libros abiertos
boca abajo, o marcados con un clip o un palito, con una servilleta doblada, o
con las bases del próximo premio Max Aub, con una regla, o un marcador de
regalo de alguna librería. También estaba ahí encima mi pequeño pececito
portátil, con una versión en PDF de Rayuela de Cortázar, que a la vez había
leído, en ese momento en papel. Detrás, tenía un archivo abierto, donde iba
desarrollando este comentario, que no tenía nada que ver con Cortázar ni con
Sándor Márai que en ese momento tenía en las manos. Era El último encuentro.
Cómo penetra Sándor, lento, persistente, sin descanso, como si fuera un médico
con un bisturí, en una herida de cuarenta años hasta llegar al centro mismo de
la infección. Escarbo en sus letras varias veces leídas, a saltos, reviviendo
la trama, el contenido, las pasiones, amores y venganzas, engaños y despechos,
hasta que revivo toda la cita del general y Konrad, todos los recuerdos
pulverizados de Krisztina y al final me planteo una pregunta, no sobre las que
el general hace a Konrad y éste no contesta, ni sobre el último encuentro de
Márai, sino sobre la inmensa distancia que hay entre éste y Cortázar, a quien
leí su Rayuela, sin comprender para qué la escribe, ni para qué la he leído.
Hace nada, leí el Ulises de Joyce. Quien haya leído mis comentarios habrá visto
que con el transcurrir de las páginas, sin voluntad de hacerlo, se me abrió
algún sentido para ese día larguísimo de junio; pero Cortázar no es Joyce ni
aunque la mitad de su obra no hable sobre nada preciso. Vagamente escribe sobre
Morelli, atropellado mientras Oliveira pasea de manera inútil, bajo la lluvia
persistente de París a una pésima pianista. ¿Morelli es Cortázar? Al fin sólo
rescato una sincronía extraña: Hay un editor de libros de vanguardia que vive
en la Rue de l'Arbre Sec. Quizás sea que editó al viejo Yac, el viejo de los
cuentos, que en su Club de París menciona esta callecita cercana a la Gu de
Begtán Puagué. El viejo Yac sólo vive en un relato del albañil, creador de lo
que hoy escribo. En fin, todo esto es la digresión a que me ha llevado una
interrupción admonitoria de mi trabajo y el contraste de estilos entre
escritores como Joyce o Cortázar con otros como Márai, Faulkner y Camus. Este
último es mi motivo verdadero. El otro es el contraste, pero no tan severo como
el mencionado, sino justo el inverso: El contraste que bordea y analiza el
plagio o al menos la copia.
¿Qué sucede si, de pronto,
de manera impensada, la sociedad se ve enfrentada a una situación que la
encierra y la limita, que la ataca de modo artero, de manera que nadie sabe,
con claridad, como enfrentar la amenaza? Hago esta pregunta, quizás de modo
lúdico, en una sobremesa, a pesar que me motiva una cuestión seria, un análisis
comparativo que me facilite un juicio contrastado de dos especulaciones. No es
necesario el relato de las respuestas. Estoy seguro que coinciden con las que
cualquiera obtendría y daría, según el caso. Si las resumo, se centrarían en
una expresión grosera, cuyo significado es: "Caos".
Hago la siguiente pregunta,
útil para mi, que motiva lo que continúa de este comentario. ¿Conocen alguna
novela que trate de este tema? Es triste constatar que la mayoría lee poco o
nada, pero de todos modos, algunos pocos mencionan alguna. Unos, los más,
recuerdan a José Saramago y su Ensayo sobre la ceguera. Tengo la tentación de
decir "sin embargo los mejores recuerdan La Peste de Albert Camus",
pero prefiero ser más prudente y afirmar: Unos pocos recordaron La Peste. La
gran diferencia entre cualquiera de estas dos obras con El Ulises o con
Rayuela, es que estas escarban, quizás si lo hagan, en los mecanismos internos
del ser humano. Los imagino abriendo al hombre, despiezándolo para ver cómo es
su mecanismo interior; por qué vive lo que vive y cómo lo vive: Debido a qué.
Márai, en cambio, también Faulkner quieren desmenuzar las pasiones, los
sentimientos: Cómo son, por qué existen y para qué. Albert Camus por su lado,
desarrolla una historia. No abre al hombre o a la sociedad para escarbar sus
piezas. Los mira desde alguna distancia, a veces desde dentro, pero no como
quien sacó ciertos tornillos, violó algún remache y se metió dentro, sino como
alguien que estando dentro es un testigo. Camus es testimonial, mientras los
otros son inquisitivos, de distintas formas pero su curiosidad es de la misma
traza.
La peste de Camus, si bien
es ficción, es un testimonio sobre la crisis y las reacciones de sus
protagonistas. A sabiendas que no es real, puede ser una referencia para un
suceso real, en el que se requiere diagnóstico y pronóstico. En este sentido,
el autor es siempre, no sólo en esta obra, sino también, por ejemplo, en El
extranjero, un analista certero. En esta última mencionada va mostrando
descarnadamente el significado del nihilismo y marca al lector para siempre con
la imagen de Meursault, que es llevado por sus avatares sin lucha, sin
oposición: Nada le interesa. Es quizás el reverso de la medalla de Bernard
Rieux, el doctor de La peste, o de cualquiera de sus personajes; incluso
Cottard, que es un egoísta reconcentrado, pero activo aun cuando sólo lucha por
sus intereses personales. Así La peste, también El extranjero, de Camus pueden
ser paradigmas de una idea central que emerge de la obra.
Hace ya mucho, comenté El
ensayo sobre la ceguera de Saramago. No había leído La peste en aquel entonces.
Me pareció una novela pobre, escrita con un estilo forzado y un contenido lleno
de lugares comunes. Otra sincronía inexplicable la hace coincidir, buscando El
extranjero, a su lado, quizás para forzar la comparación. Ambas lecturas pasan
a acompañar el comentario sobre La peste y motivan las pregunta que planteo al comienzo.
¿Será la novela de Saramago más nítida que la de Camus? ¿Sólo será más actual?
y digo más actual en términos estrictamente cronológicos.
Decido leer por tramos una
y otra, a fin de comparar sus contenidos y combatir sospechas. Una rata, o un
par, muertas en una escalera, y un hombre que queda inexplicablemente ciego
inician en uno y otro caso la misma historia, contada por voces diferentes. El
desarrollo de ambas novelas es en lo general, en la historia, idéntico. Es como
si José, después de leer atentamente a Albert, hubiera querido hacer suya la
frase de Daniel de Foe que Camus escoge como epígrafe: «Tan
razonable como representar una prisión de cierto género por
otra diferente es representar algo qué existe realmente por algo que no
existe». Entonces decide escribir su propia novela, protegido por el amparo
razonable de Daniel. Al repasar, sin embargo, en paralelo, ambas novelas,
vuelvo a percibir la inutilidad del relato de Saramago, que me resulta como
esas películas de tardes de cine rotativo: Todas iguales, hay policías, hay
ladrones, hay un héroe que triunfa y a veces una moraleja repetida. Más allá de
los discursos de uno y otro, de sus estilos y formas, se descubre en las
diferencias, el valor de ciertos recursos que Camus maneja con maestría y que
deben ser recogidos por quienes disfrutan la buena lectura y más aún por
quienes quieren, a su vez, sacar lección para escribir. Entre ellos es
interesante la digresión. Saramago no la usa, quizás no la conoce. En Camus
quisiera destacar al viejecito que escupe a los gatos. Parece ser una escena
superpuesta, útil para llenar la escenografía; sin embargo está tan bien
integrada que el viejecito se constituye en un personaje de la novela, que la
va cruzando con su presencia, a través de otro, que lo observa y sigue. El
viejo de los gatos, sin que el lector lo perciba con claridad, se adhiere al
sentimiento de éste, tanto que hacia el final, vencida la peste, el viejo no
vuelve a abrir su ventana para engañar a los gatos con papel picado, para escupirlos.
Entonces, el pesar de su ausencia nos hace notar que era entrañable y esta
característica le otorga realidad y vida verdadera no sólo al personaje, sino
al relato todo, a la novela completa. En Saramago no hay nada parecido. Nada
profundiza el drama ni lo hace veraz. Quizás si en aquel tiempo, cuando comenté
El ensayo sobre la ceguera hubiera leído La Peste de Camus, habría añadido a la
crítica que era una mala copia de esta.
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