Y vuelvo a caer otra vez en la estúpida  reflexión sin fin:  ¿Para qué escribir? De manera recurrente, hoy, ahora, emprendo el mismo  inútil  camino de siempre: El obsesivo camino de siempre. Voy al principio: ¿Por  qué  empecé a escribir? ¿Para que me leyeran? ¿Para recordar lo que  discurría?  ¿Para qué? 
 Nada que decirDe repente me quedé sin más que decir. No: Me estoy explicando  mal. Tendría mucho que decir, mucho que relatar, tal vez; pero me pregunto: ¿Y  para qué? ¿Y para quién? Entonces me digo, a mí mismo, que no quiero decir nada.  No quiero hacer el esfuerzo de intentarlo. Me quedo mirando las cosas sobre mi  escritorio y veo que el ratón está sucio. Me paro a buscar un trapito húmedo  para limpiarlo. Mientras lo hago, veo el parque frente a mi ventana,  completamente verde hacia fines del verano y recuerdo cuan azul se veía el  jacarandá en primavera: ¿En qué minuto se cayeron sus flores?. Escribo todo  esto, casi como un borrador. Quizás nadie, nunca, lo lea.  Y vuelvo a caer otra vez en la estúpida reflexión sin fin:  ¿Para qué escribir?. De manera recurrente, hoy, ahora, emprendo el mismo inútil  camino de siempre: El obsesivo camino de siempre. Voy al principio: ¿Por qué  empecé a escribir?; ¿Para que me leyeran?, ¿Para recordar lo que discurría?  ¿Para qué?. En verdad no estoy muy seguro. Comencé a escribir lleno de pudor:  Escribía porque me era necesario, quizás compulsivo, pero no para ser leído,  sino para recordar, solo, escondido. Al recordarlo, lo veo casi onanista. Tal  vez era el resultado de una compulsión masturbatoria del pensamiento, de la  reflexión, de la imaginación. Al comienzo, escribía, escribía, escribía y cada  tanto, volvía atrás y me releía. Al hacerlo sentía un goce fantástico, que con  el tiempo fue decayendo. Me resultaba placentero leerme, pero quedaba  insatisfecho, o incluso, frustrado. En ese momento perdí el pudor y comencé a  buscar quien me leyera. Al decirlo parece haber un punto de quiebre, pero no es  así: Economizo espacio. Fue un proceso gradual, hasta llegar a la instancia en  que me fue necesario ser leído, y transitando por ese camino, llegó a ser  necesario un sentido o un objetivo para escribir. Nunca lo he tenido claro:  ¿Alguien sabe para qué practica una disciplina de arte? Yo no lo sé. Muchas  veces he buscado esa respuesta. Muchas veces me di alguna. Nunca completa, nunca  total, nunca definitiva.  Aquella pregunta, como el proceso de escribir, va erosionando  en un lento devenir. ¿El arte se practica para uno mismo? ¿Para los otros? ¿Para  ambos? ¿Para el propio arte?. Hay mas alternativas, quizás si sean infinitas.  Hasta aquí, en lo que va de esta reflexión, podría decir que como el sexo, se  comienza a practicar las artes como una autosatisfacción. Se pinta para uno  mismo, se hace música para uno, se escribe para reflexionarse o para decirse,  para autoamarse. Al madurar en la actividad, si es que se llega a madurar; la  obra personal se deviene una entrega. A veces implica, puede significar, un  profundo dolor, un íntimo reconocimiento, que deja a disposición del otro, el  que escucha, el que lee, el que mira o toca, lo más íntimo y preciado de uno  mismo. Pero aquí vienen las contraposiciones de conceptos, que nos llenan de  confusión, de discusiones con nuestros pares, de profundos desacuerdos, hasta el  punto en que se llega a dudar de uno mismo: De los propios por qué y para qué,  más aún de los para quienes y cómos. He oído a alguna escritora decir que jamás  se emociona cuando escribe, a otro, que escribe por el placer de crear, a uno  más, que lo hace para promover sus ideas y combatir por ellas.  Quizás la dificultad de ser leído nos cae sobre las espaldas  mucho antes que la página blanca a la que muchos temen. Tal vez esta última sea  una consecuencia de lo primero. Cuando se llega a creer que nadie está  interesado en leer lo que se hace como una entrega, sin importar si es o no  valioso, aunque uno siempre lo cree tal, o bien, que nadie valioso considera  leíble lo que uno pare con tanto cariño, entonces cae en las manos de uno el  peso enorme de la pantalla en blanco, sobre la que no se siente tener nada que  derramar que valga una lágrima, una sonrisa, o una reflexión. Entonces veo el  sarro en el ratón, las flores del viejo jacarandá del parque y limpio el lomo  del animalito plástico con un paño húmedo durante muchos minutos, hasta que  Susana deja de cantar "A pesar de todo". Así es que busco otra música, tal vez  Lucho Gatica, Mercedes Soza, ahí donde canta "La Cigarra" y voy ya por el  senderito que me saca de la escritura y me distrae en otras cosas. Puede ser que  dé una vuelta por el parque para ver si hay otros jacarandás que aún tengan  flores y me enrede en el nombre de las azucenas con su aroma profundo. Al volver  ya es tarde, ya queda para mañana.  No recuerdo, ya, por qué llegué a leer a alguien que escribía  que esperaba ser descubierto por la industria editorial. Ese anhelo tan tonto e  irreal me hizo sentir identificado. La trayectoria natural de todo artista tiene  esa falsa lucecita al fondo del camino. ¿Acaso escribe uno para ser descubierto  y masificado por la industria del arte? ¿Cuántas veces sumadas, o de a una,  quienes me leen, ahora, habrán tenido esa discusión tan vana? A raíz de ella  escribí hace tiempo un ensayo sobre el Epifenómeno; por ahí está en algún  recoveco de la enorme red universal. A un extremo de la discusión está el  intimismo, o al menos una postura a la que puedo llamar así, porque si se  sostiene que se escribe para el arte, no debe ser la finalidad el gusto masivo  que cultiva la industria editorial. Al extremar esta posición, cuando se escribe  no se debería pensar en el lector, sino sólo en el arte. Ni siquiera en la  belleza: Sólo arte. La belleza es belleza, no es arte. Puede ser utilizada o no  en él, pero no es arte. ¿Entonces se escribe para mostrar una reflexión de  autor? ¿Y si es así, es una reflexión íntima, poco compartible? Pienso que la  reflexión es un camino a la verdad, aunque esta no exista, aunque el sendero al  fin no conduzca a ella, pero surge de aquí, en todo caso, la pregunta: ¿La  verdad que la reflexión busca, debe ser privada, no compartida? Y si la  respuesta fuera: Sí; entonces el arte sería egoísta, o la verdad inútil y  digresiva. El arte se habría quedado en esa situación inmadura, regresiva,  onanista. Es un concepto demasiado Hessiano que no puedo aceptar. No entiendo a  su Siddharta cuyo proceso, finalmente, lo conduce sólo sobre sí mismo y para sí  mismo. Sólo el amor por Kamala es generoso y refleja una entrega. No obstante es  visto, desde Hesse, por Siddharta como una digresión en su proceso, un error que  se ha de superar. El hijo resulta una suerte de vicio que lo impulsa y resulta  colateral al numen del proceso Hessiano de Siddharta. Tampoco me identifica el  Lobo Estepario o su lema central: "esto es sólo para ti". Y sin embargo, esta  idea promovida por Hermman Hesse no le resta un ápice de genialidad como  escritor o como artista. Es que contra su dogma, Hesse es entrega y difusión, es  lo contrario de su postura. Quizás él mismo sea más su Demian que su Siddharta.  Pero no es el único: Otro gran intimista es Kafka, que llega al extremo de negar  su obra: "Cuando muera quémalo todo" le dice a Max Brod. A la vez, en su "El  Proceso", hacia la conclusión moral de la novela, en la catedral, le entrega al  lector el relato de la puerta de la justicia: "Fue construida sólo para ti. Una  vez que mueras la cerrare para siempre y podré irme" le dice el guardián de la  puerta al campesino.  En el otro extremo se encuentra tantos y tantos súper ventas  sin contenido alguno, cuyo fin sólo es el éxito editorial. Pero pregunto: ¿Por  qué cada uno, cuando escribe, en lo más íntimo siempre espera ese "ser  descubierto"? Estoy convencido que nadie deja de albergar un secreto afán de  éxito. Más aún, creo que el éxito editorial no resta arte a la obra, ¿o este se  desvanece en Dostoievsky, o en Hesse, en Kafka, Tolstoi, García Márquez, Borges,  Kundera, Melville, y tantos y tantos más? La negación al éxito editorial es una  forma de inmadurez, es el Oskar Matzerath de Günter Grass, que se niega a  crecer. O tal vez es una forma reactiva y rencorosa a la falta de  reconocimiento. Tiendo a creer que quienes defienden que el arte no ha de ser  público o masivo, basados en que lo masivo es comercial, escinden de modo vano  los conceptos. Mucho de lo masivo, exitoso, súper vendido está vacío; pero no  todo. El concepto inverso no es válido. No todo lo masivo carece de arte y  tampoco todo lo íntimo lo es. Conozco mucha obra íntima que permanece íntima, no  por una disposición íntima del autor, sino por carecer de valor.  Al concluir, este es el gran problema: La falta de  reconocimiento editorial, previo al enfrentamiento del mercado de la masa. Aquel  ojo que juzga y acepta o rechaza ve principalmente lo comercial, porque es más  abundante que lo artístico. Se agrega aquí lo que siempre subyace y nunca llega  a tener una definición final, cuantificable: ¿Qué es arte y qué no lo es?. Más  aun, el que escribe, cuando lo hace: ¿Quiere hacer arte, o sólo quiere  entregarse al lector? Después de terminada la obra viene el juicio relativo a si  es o no arte. El arte es algo abstracto, conceptual y elusivo. Quizás el arte  más reúne una obra en conjunto que un escrito preciso. Creo que sólo Juan Rulfo  ha podido hacer arte en una sola gran novela y un tomo magro de cuentos. Mucho  antes que arte, en el escritor hay sólo talento y este casi siempre es un  producto deseado por el mundo editorial. Después vienen las razones del  escritor, la discusión de los por qué y más. Es decir, se escribe; yo al menos  lo hago, para producir un regalo que se dona: ¡Nada más!. El escritor verdadero,  el descubrible, escribe una obra invalorable, impagable. Ningún volumen de  ventas podría pagar La Montaña Mágica o Los Buddenbrok, ni El Quijote o siquiera  el mínimo y tierno Ladrón honrado de Dostoievsky. Son sólo regalos que se dan y  dan y dan en el tiempo. Esa, creo, es la búsqueda del escritor. Ser descubierto,  como deseaba aquel aficionado, es nada más la oportunidad de hacer  inconmensurable el regalo. Hacerlo reverberar en su propio eco.  Por cierto, la aceptación editorial, incluso antes del éxito,  es parte del epifenómeno que rodea al arte, o la disciplina que busca serlo,  pero a la vez es una forma de consagración que está en el camino de maduración  del escritor, como lo es la galería para el pintor, o el escenario para el  actor. En este sentido, los intimismos y purismos virginales o son absurdos o  son disculpas que se comparte en cofradías secretas. El artista, y entre ellos  el escritor, ignorado, muere como demiurgo: Se queda vacío porque necesita  saberse recibido. A veces en el hogar de un desconocido se rechaza, por pudor,  la hospitalidad ofrecida: "No. ¡Muchas gracias!. No quisiera molestar". Suele  ser tanto más frecuente de lo creído, que ese rechazo es ofensivo para quien  hace la oferta, más, le resulta doloroso; lo hace sentirse despreciado. Es tanto  más doloroso no ser recibido que no recibir.  Para eso se hace el mejor esfuerzo y aunque sabes que no es  cierto, es casi siempre tu mejor parto; pares la mejor de tus obras y la pones  en manos de tu más implacable juez. Entre todos los fracasos, éste quizás sea el  peor de todos, este es el que enfrenta, por fin, a la verdad con uno mismo.  Quizás sea como el gran espejo, donde te ves desnudo, con un sello en el pecho  que muchas veces dice: No. Entonces sabes por qué nunca fuiste descubierto,  amigo. Nunca lo serías. No era cuestión de embarrar a los que pasaban a tu vera  sin descubrirte, ni de reunir a otros que tenían ese mismo sello y editar un  protocolo que convierta una suma de fracasos en arte. Habría que mirar por esta  ventana, el jardín cultivado y ver si las flores azules del jacarandá no decían,  en sí mismas, nada, si quizás decía más el ratón sucio y el hombre solo que lo  limpia con un trapito mojado, porque ya se quedó, por fin, frente a su espejo,  sin nada que decir. O peor, con tanto que decir que no vale nada y se pregunta:  ¿Y para qué? ¿Y para quién? y se responde, a sí mismo, que ya no quiere decir  nada.   | 
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