“Veía, en lo
hondo de su pensamiento, al felino potente corriendo a su saga, a punto de
saltar y atraparla antes que se pudiera poner a salvo. Se vio a sí misma como
la gacela que escucha cada crujir de cada palito, de cada hoja seca de la
selva, que le avisa el peligro.”
Desafíos
Kepa Uriberri
En
la estación San Francisco a veces, dependiendo de la hora en que llegara, Kaya
encontró al flaquito que tocaba muy tieso el acordeón, a la negra que sin saber
por qué, creía que era haitiana, aunque todos los parroquianos del lugar
aseguraban que era de La Martinica y que hacía unas joyas de artesanía hermosas
con trocitos muy pequeños y pulidos de botellas de vidrio, que iba quebrando
con un alicate pequeñito, a la pareja que tocaba a dúo una trompa y un oboe,
piezas cojas de jazz, al ciego que acompañaba con su violín a la joven que
cantaba el brindis de Violetta en la Traviata, sin un Alfredo y, que desafinaba
en "È il gaudio dell’amore è un fior che nasce e muore, nè più si può
goder". Siempre estaba el cojo que vendía caramelos de mentol fuerte y
pateaba una piedrita con la muleta para no aburrirse. Kaya se preguntaba si al
terminar su venta recogería la piedra y se la llevaría para usarla al día
siguiente, porque siempre se distraía en lo mismo. Si era muy temprano
encontraba a las gemelas que vendían sándwiches de palta y pollo o palta y
jamón, que cada una voceaba de manera alternada: La de calcetas rosadas el de
jamón y la de calcetas amarillas el de pollo. Nunca las vio cambiar de voz, aunque
quizás lo hacían siempre, día por medio, pero también se cambiaban el color de
las calcetas, porque ellas eran idénticas. Nunca faltaba el gordo inmenso, que
le costaba ofrecer sus anteojos ópticos chinos, con voz acezatne: "Para
descansar la vista... para leer..." decía y Kaya pensaba que su enorme
gordura no lo dejaba descansar a él mismo; siempre a su lado estaba la mujer
morena, obesa, aunque no tanto como él, que podría ser su madre y vendía unas
bolitas de manjar blanco con avena, recubiertas de coco rallado: Tres en una
bolsita. Alguna vez Kaya le compró, pero al tomar una para llevársela a la boca
la notó sebosa y en su imaginación vio a la mujer, desnuda, amasando las
bolitas sobre su vientre, en las axilas, en las nalgas, en los pechos o en los
muslos, mientras cantaba canciones tropicales y de rap. Había un viejo, ciego,
vestido muy raído, alrededor del cual correteaba un niño, que había de ser su
lazarillo, con los mocos colgando que jugaba con un perrito sucio y ordinario
que el ciego llevaba atado a una muñeca con una tira de trapo que alguna vez
fue de colores vivos, quizás parte de un vestido de mujer, y ahora desteñido y
opaco. A ratos el perrito dejaba de saltar con el niño y ladraba al flaquito del
acordeón o intentaba cazar la piedra del cojo de los caramelos. Cuando el del
acordeón terminaba su canción, entonces, tocaba un acorde de sol en fortísimo y
el perrito aterrado corría a refugiarse entre las piernas del ciego. El cojo,
por su parte, a veces jugaba a darle a la piedra de modo que llegara a unos
pocos centímetros del alcance del perro, que corría como un loco a alcanzarla,
pero al llegar al límite del trapo que lo ataba, quedaba en la mitad de un
salto y rebotaba hacia atrás, provocando el regocijo del otro. Cerca de la escala
que bajaba al área de servicio había unas bancas de cemento y baldosa, donde
Kaya se sentaba a esperar por si veía aparecer al vejete que vendía cuentos.
Cada vez que veía pasar a un viejo chico pensaba que podía ser el escritor de
cuentos, pero pasaron muchos días sin que, a ninguna hora, apareciera nadie
así. Cerca de su lugar de observación una mujercita muy desarrapada y casi
insustancial, vendía gomitas de eucaliptus a ciento cincuenta, o dos por
trescientos. Mantenía los pequeños paquetes de gomitas abrazados sobre su
vientre y acomodados contra los senos, de manera que ahí le cabía una gran
cantidad y decía con una voz difícil de entender "Uno ciento cincuenta dos
por chrescientos lleve uno doh o chreh..." sólo al final del canto hacía
una variación de la entonación para dar la sensación que gritaba. Al fin Kaya
se acercó a esta mujercita y le preguntó por el cuentista.
-
¿De parte de quién? - le dijo la vendedora, como si contestara un teléfono.
-
Mía... - dijo Kaya desconcertada.
- ¿Y
quién es Mía?
-
Yo... yo misma... Soy Kaya - y como la otra la quedara mirando, siempre
interrogadora, agregó: - soy bailarina, pero leí un cuento de él, sobre París,
y quería conocerlo.
-
¿Parííís? - respondió dudosa - ¿Y qué es París? ¿Dónde queda París? ¡París no existe!
- confirmó finalmente, aunque llena de dudas, como si confirmara un hecho que
sabía que podía ser contradicho por su interlocutora.
-
¿Usted lo leyó? - preguntó Kaya sorprendida.
- ¿A
quién?
-
París... El club de París... El cuento del viejito.
- ¿Cuál?
- El
que vende sus cuentos aquí...
-
Nooo... Aquí naiden vende cuentos.
- ¿Y
por qué me preguntó de parte de quién, entonces?
-
Creí que hablaba del otro caballero...
-
¿Cuál caballero?
- El
joven buenmozo que me compra en cuotas.
- ¿Y
cuál es ese?
- El
que me da doscientos al contado y dos cuotas de cincuenta...
-
¿Le queda debiendo plata por las gomitas?
-
¡Ah! No. Él dice, no más. Pero me da doh monedah de cincuenta que saca del otro
bolsillo; por éso. Ademáh él me gusta a mí, porque siempre sonríe y tiene
dientes bonitos, así, aunque un poquito amarillos...
-
Pero... ¿Escribe cuentos?
-
Escribe... ¡Pero no los vende na! También escribió de mí - se ríe -. Con él
andaba un viejito una veh. Uno así con una barbita blanca y hartas cejas que se
le veía los ojitos así chiquititos. El viejito estuvo harto rato mirando a la
pared allá - señaló alzando la barbilla- y de repente no lo vi máh, como si se
hubiera fumao.
-
¿Pero viene siempre?
-
No. Esa veh no máh.
En
el café de la estación de la Plaza de los Constituyentes el albañil
garrapateaba en su cuaderno Navegante, con un café y un chacarero a medio comer
a un lado. Tereshita se asomó a la puerta del café y lo quedó mirando. Venía
decidida, segura, dispuesta a enfrentarlo y preguntarle por el autor del Club
de París, un viejito que tal vez se llamara Borelli o Barolli. Al ver al
albañil ahí, con la frente apoyada sobre la mano izquierda, mientras el lápiz
de plástico transparente se agitaba sobre el cuaderno, en su mente apareció la
imagen de un enorme felino, de melena amarilla desordenada, royendo una presa
entre la maleza seca. La tapa azul se movía entre los dientes del felino, como
si fuera un huesecillo del animal al que roía con fruición; el sujetador
torcido y muy mordido daba cuentas del apetito ansioso del animal. Esta imagen
la detuvo y la atemorizó. Se preguntó si valía la pena. Se dijo que no había
razón para confiar en los dichos de una vendedora ambulante de caluguitas de
eucaliptus. La imagen felina, además, daba cuenta de la capacidad de embrujo
envolvente que poseía el albañil. Pensó que si lo intentaba era seguro que
terminarían hablando del viejo Rrrrabanito, de su relación con él, de los
escritos que determinaban la verdad y finalmente, ella sentiría que de algún
modo casi secreto, el felino estaría al acecho para esperar el momento propicio
de abalanzarse sobre ella y conquistar sus derechos de sangre y propiedad.
Entonces sintió algo parecido al pavor y cuidadosamente, para no ser notada por
el cazador, giro y salió del café con una rara sensación de persecución: Veía,
en lo hondo de su pensamiento, al felino potente corriendo a su saga, a punto
de saltar y atraparla antes que se pudiera poner a salvo. Se vio a sí misma
como la gacela que escucha cada crujir de cada palito, de cada hoja seca de la
selva, que le avisa el peligro. Escapaba entre las malezas secas de la sabana
mientras a sus espaldas se oía el silbar del roce del veloz enemigo con la
vegetación y el golpe rítmico y acojinado de sus patas en cada impulso, hasta
que al fin llegó a la esquina de la galería que conecta con la bajada a los
andenes del ferrocarril y la imagen de su paranoia se esfumó. Sabía que era una
sensación irracional y absurda, pero una vez instalada se percibía tan real que
no podía evitar el pavor. Sentada en una de las bancas de fierro y madera del
centro de la galería recuperó el ánimo, la tranquilidad y el uso del
pensamiento. "¿Y por qué voy a tenerle miedo?" se dijo. "¿Y si
no lo dejo hablar de sus profecías? ¿Si sólo le pregunto por el viejito de los
cuentos? ¿Si no respondo nada más? ¿Por qué no? A fin de cuentas él es un
obrero y yo una artista: ¡Soy más que él!". Se le apareció entonces en su
pensamiento, con esa risa de aspecto sardónico, sentado en la mesa del café.
Era extraño que en aquella imagen, en la que en todo era el albañil de siempre,
ella lo veía ahora, desde un plano más alto. Estaba sentado en la misma mesa en
que recién lo había visto, a un lado estaba el café a medio consumir con ese
aspecto de abandono que da la sensación de frío y el chacarero medio mordido,
del cual asoman y caen verduras e hilachas de carnes de aspecto mustio, a la
vez que el pan de miga se ve aplastado y húmedo de mayonesa y jugos de las
verduras y otros. Hay migas esparcidas alrededor y el cuaderno con sus patas de
gallo está frente a él, que mueve el lápiz tan mordido haciéndolo vibrar; pero
él mismo, sentado frente a esta escena, sin ser más pequeño, se ve hundido ante
la mesa, como si el asiento de la silla fuera muy bajo o la cubierta de
aquella, muy alta, de manera que la superficie estaba al nivel de lo más alto
del pecho, de modo que parecía ser un niño, un alumno pequeño frente a su
pupitre escolar, con los brazos sobre la mesa desde las mismas axilas.
Tereshita lo consideró despreciable e inofensivo: "¿Por qué tendría que
asustarme?" pensó. Se argumentó que a fin de cuentas ella como bailarina
tenía cierta importancia, mientras el albañil era sólo aficionado a las letras,
y sus escritos, por lo demás, eran sueños locos, mesiánicos, construidos con una
habilidad que a veces la confundía, pero nada más. "¿Por qué tendría que
temerle, entonces?". De este modo se fue dando ánimos, hasta que
envalentonada, siempre con la imagen del albañil en una mesa que le quedaba
grande, mientras ella lo veía desde lo alto, se puso de pie y volvió a paso
firme al café, como volvería el búfalo salvaje, por las suyas, ante el felino
que duerme entre la hierba, a espantarlo a cornadas.
Al
entrar al café y verlo sentado ahí, de su porte verdadero, con el ceño arrugado
que denotaba la concentración en su actividad, sintió vértigo en el estómago,
pero la decisión estaba tomada: Ya no era cuestión de averiguar quién era el
viejito de los cuentos, sino un desafío entre ella y el albañil, para vencerlo
de una vez por todas en su propia batalla dialéctica. La información que
buscaba sería apenas parte del botín del triunfo. Caminó recto y decidida,
hacia su mesa y se sentó frente a él, que no la vio ni le prestó atención hasta
una cierta fracción de segundo después que ella se había acomodado. Dijo:
-
¿Lidiando con el caos de la caligrafía? - Se le ocurrió esta frase como esas
ideas maravillosas que se creen intuitivas, pero no lo son. Nacen, al menos en
este caso, de un sentir reflexivo y de observación profundo, tan profundo como
todas las imágenes que comienzan a formar el pensamiento, son como el agua
madre que al verla se le piensa obvia, pero que nunca es fruto de la reflexión
consciente, sino de un juicio primario. Tal vez por eso al pronunciarla, al ver
su efecto, Tereshita sintió una alegría que rayaba en el triunfo: Había sido
capaz de iniciar la conversación dando el primer golpe. En su pensamiento
repitió la imagen de las páginas del cuaderno Navegante de papel cuadriculado,
cubierto de aquella rara caligrafía dispareja que ella racionalizaba como patas
de pajarito. Mostró entonces una sonrisa exultante y abierta, sin defensas,
dominante.
-
Escribía sobre ti - esbozó apenas una sonrisa condescendiente.
Tereshita
tuvo el impulso de preguntar: "¿Por qué sobre mi?" a la vez que la
imagen interior del albañil, sentado a una mesa enorme en la que alcanzaba con
dificultad a asomar sobre la cubierta y posar los brazos desde las axilas, se
trocó por la de un ser enorme, sentado a una mesa enorme, en la que ella
disminuía como Alicia ante la Reina de Corazones. Dijo:
-
¿Existe París? - Con sólo decir esta frase, en un tono que no fue de pregunta,
sino de desafío, sintió que volvía a crecer hasta su verdadero tamaño; pero
ahora el albañil también era de su porte verdadero. En su interior sintió más
que placer, una cierta satisfacción de sentirse de igual a igual. En sus
imágenes internas vislumbró desde un ángulo bajo, como la vista de un niño, dos
figuras hieráticas, de piedra; un hombre y una mujer, sentados a una mesa
contra un horizonte infinito lejano, que trazaba una perspectiva leonardina
desde un azul puro y saturado, hasta un blanco muy pálido en la línea de fuga.
En ese cielo había, de tanto en tanto, pájaros que surcaban, en absoluta
quietud, el cielo eterno.
-
¡Hahaha...! - rio sin alegría, quizás con ironía, como si hubiera, al fin,
recibido la pregunta esperada -. Estuviste leyendo los cuentos del viejo Yac.
Ella
pensó que no debía sonrojarse con esta aseveración que la anticipaba y
evidenciaba la lucidez del otro. Volvió a preguntar:
-
¿Existe París? - y ahora la pregunta no dejaba dudas de que conllevaba un
desafío ineludible.
- El
París del que el viejo Yac habla en ese cuento es un arquetipo, no se refiere a
la ciudad de París -. Extrañamente su sonrisa de dientes manchados era ahora
suave, amistosa. No había en su expresión ni un sólo gramo de confrontación o
de superioridad.
-
¿Cómo sabes a qué París me refiero? - y en su expresión sí había desafío. No
sólo lo había, sino que Tereshita se sentía intensamente satisfecha de éste, como
si la figura de piedra de la mujer, en su imagen interior creciera por sobre la
otra. - ¿Cómo podrías saber que me refiero a algún cuento? - y pensó que tal
vez debió decir "a ningún cuento" a pesar de la incorrección, porque
reflejaba mejor su desafío.
-
¿Quieres leerlo? - dijo el albañil acreciendo su sonrisa hasta aquel tamaño que
figuraba su dominio sobre los demás, a la vez que posó su mano gruesa y curtida
sobre el cuaderno Navegante, que desplazó un tramo preciso para hacerse
amenazante.
-
Cuando menos no quisiera, en modo alguno... - el blanco pálido del horizonte se
extendió, subiendo por el cielo que perdió su azul progresivo.
-
¡Léelo! - desafió el albañil.
- No
tendría ningún motivo para hacerlo - aseguró, mientras en su imagen interna los
pájaros que surcaban el cielo se inquietaron en su vuelo como si de repente un
disparo hubiera atronado en el silencio de su trayecto calmo. Todo el cielo se
llenó de bruma lechosa.
-
¿Acaso temes hacerlo? - y sin borrar su sonrisa de fiera entrecerró los ojos
como si a la vez estuviera lleno de ternura.
- No
quiero hacerlo - aseguró Tereshita y su sonrisa también se volvió desafiante,
aunque en su interior la figura de la mujer había agachado la cabeza y en el
cielo ya gris y amenazante, los pajarotes graznaban alterados -. ¿Dónde
encuentro al viejo Yac? - dijo después de una pausa breve.
-
¿Quién sabe? Nadie sabe donde vive ni donde va a aparecer la próxima vez,
aunque es como ese engranaje pequeño y necesario para la sincronía total de la
máquina. Cuando ya sabes de él, se hace imprescindible para siempre.
-
¿Acaso tú también crees que sólo existe lo que tú creas?
El
albañil levantó las manos más arriba que su cabeza, abriendo los brazos, y miró
a lo alto, hacia algún lugar impreciso. Dijo:
-
«¡Tú gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a
quienes iluminas!» -. Después la miró, profundo a los ojos, y le dijo: - ¿Cómo
puedes saber que el sol no brilla sólo para ti? ¿Cómo puedes estar segura que
yo mismo no existo sino sólo para ti? ¿Cómo puedes demostrar que algo es por sí
mismo y no como una extensión de ti? ¿Acaso todo no se mueve sino según tu
voluntad?
Tereshita
pensó que todo eso era absurdo, sin embargo era innegable, no por verdadero,
sino por falta de argumentos filosóficos sólidos. Entonces los pájaros
volvieron a su vuelo tranquilo y el cielo se despejó otra vez. No obstante la
mujer ahora era ella misma, el hombre sentado frente a ella no era el albañil
sino Nijinski caracterizado como el fauno del ballet. Su mirada aviesa y su
sonrisa cínica eran, de todos modos, las del albañil y eso la alegró. Por un
momento muy breve pensó que amaba esa imagen, pero lo rechazó de inmediato, con
temor, pues significaría que amaba al albañil y eso la escandalizó, a pesar de
cierta felicidad morbosa que no quería reconocer.
-
... amor es una cuestión de voluntad -, oyó que decía el albañil, y se percató
que sus reflexiones interiores la habían privado de parte del razonamiento de
este. Preguntó:
- ¿A
qué te refieres?
- Es
lo mismo - sonrió -, si existe, para cada uno, un solo sujeto: Yo; y todo lo
demás son objetos, entonces todo lo que yo asigno a los objetos es mi voluntad.
Así, por ejemplo, cuando dices que soy odioso, que miento y engaño, pero te
sorprendes de lo que digo y escribo, es tu decisión porque haces de este objeto
- se señaló a sí mismo - odioso, mentiroso, engañador, en vez de amable, cierto
y veraz. Un objeto no ama. Yo, como sujeto, decido que me ama. Así, y por eso,
muy lentamente, lo que escribo se convierte en verdad: Tú lo vas convirtiendo
en verdad. Tú lo construyes. ¿Has pensado que yo soy sólo tu capricho?
Tereshita
entrecerró los ojos, como si le costara entender el raciocinio. Se veía a sí
misma como una figura ínfima, frente a una montaña, en cuya cúspide el albañil
era un leñador enorme, que con un hacha pequeñita astillaba un grueso y alto
árbol, que se estremecía como una varita con cada golpe que lo iba dañando. Con
cada golpe, con cada estremecimiento, volaban, de entre las ramazones, bandadas
de pájaros que intentaban elevar el vuelo a lo alto, pero que sin embargo caían
hacia donde ella estaba, como si el aire sobre las aves fuera tan espeso que no
pudieran surcarlo y su inútil aleteo sólo les permitiera caer lentamente hacia
donde ella se encontraba. Ella cazaba algunos y los lanzaba otra vez al aire,
esforzándose por lograr que se elevaran. Unos pocos lo hacían y volvían a
refugiarse entre las ramas del árbol, entonces ella parecía crecer, aún cuando
siempre era del mismo tamaño. Finalmente creyó comprender la idea del albañil.
Dijo, entonces:
- Si
así fuera, tu serías mi objeto mientras yo soy la sujeto, pero yo sería, para
ti, como sujeto, un objeto. Cada uno, tú, yo, el hombre que sirve en el mesón,
el viejito de los cuentos, todos seríamos sujeto y tendríamos propiedad sobre
un universo de objetos, cada uno de los que a su vez serían sujetos
propietarios de su universo propio. Quizás yo soy ese gran astro que te ilumina
o quizás si no fuera por aquel astro, Zaratustra, su burro, su pájara y su
culebra no tendrían a quién reprochar. Y entonces: ¿Qué sería de ellos?.
-
Así es - y la sonrisa de dientes manchados había desaparecido de su rostro,
reemplazada por un gesto incómodo. Tereshita se vio entonces en la cima de la
montaña golpeando el enorme árbol con su hacha. Allá abajo en la profunda sima
estaba el albañil. Ella dio un último golpe y gritó "¡Árbol abajo!".
Sintió una honda satisfacción y miró al otro con orgullo: Era sólo un hombre; y
aunque no lo estaba, lo vio desnudo y precario. - Cada uno de nosotros tiene la
punta de una cadena de plata - continuó el albañil -, la otra punta, de todas
las cadenas de todos los sujetos, están unidas en un eslabón común, al centro
de todo. Todos tiran para vencer la fuerza de los otros. A veces aprovechamos
la fuerza de nuestro vecino, a veces somos aprovechados. A veces atraemos el
centro hacia nosotros, otras veces nos vencen y siempre la fuerza o la
debilidad de nuestra acción sólo depende de nuestra fe. A veces el centro está
quieto y todas las fuerzas equilibradas; otras corre veloz en algún sentido, en
busca de un nuevo equilibrio. Ese es el acuerdo social: Ahí está la realidad a
la que llaman la única verdad objetiva. Es ese punto donde nadie es sujeto,
donde todos somos objetos, pero conformamos un solo gran sujeto universal.
-
Eso es ridículo... ¿Un sujeto colectivo? ¡No lo creo! - Se vio, intentando
imaginarlo, como una célula de una rodilla de un enorme gigante.
- Y
sin embargo es así. Más - dijo -: Nosotros mismos somos sujetos colectivos, por
eso puedes reírte a pesar de estar enferma en un pie, por ejemplo. Nuestra
conciencia es aquel nudo central de nuestras propias cadenas de plata. Muchas
de esas cadenas que convergen en tu conciencia, me aman. Otras, algunas pocas,
me odian o me resisten. Lentamente todas llegarán a amarme. Por ahora, tal vez,
tu cabeza me ama y tu corazón me rechaza.
-
Jajaja - rio sin risa -; ninguna de ellas, tenlo por seguro... ¿O acaso así lo
estás escribiendo?
-
Poco a poco - y su sonrisa, ahora, pretendía ser seductora -. Ya hay veces que
crees que puedes amarme. ¿No es así?
-
¡Jamás! - En su interior otra vez apareció como si fuera Nijinsky,
caracterizado como el fauno. Se repitió, con cierta ira, a sí misma: "¡No!
¡Nunca, jamás!", mientras los pajarotes revoloteaban alborotando. Sabía
que ellos decían en sus graznidos: "¡Muchas veces!... ¡Muchas!... Por eso
lo odias". Por un instante volvió a aparecer la figura del enorme felino,
que ahora jugaba a placer con su presa, viva, entre sus garras. Por momentos la
dejaba escapar, pero apenas esta lo intentaba, el felino la volvía a atrapar.
-
¿Quisieras leer cómo el viejo se va con la Carmen? - oyó que decía.
- El
amor no se maneja así, por escrito. Es absurdo.
- Si
fuera absurdo, entonces: ¿Por qué vienes a preguntarme por el viejo Yac y sus
cuentos de París?
-
Eso no tiene que ver...
El
albañil puso la mano sobre el cuaderno y lo empujó hacia ella, nuevamente.
Dijo:
-
¿No? ¿Crees que no?...
-
Prefiero no leer tus patas de pajarito.
-
Porque sabes que puedo arreglarlo. Me bastaría un párrafo.
-
Pretendes negar mi libertad. Es tonto que lo hagas.
- No
lo eres: No eres libre. No puedes serlo. La libertad es una ilusión que nace de
la ignorancia sobre el futuro: A eso le llamamos libertad.
- No
te comprendo. El futuro no ha sucedido, de manera que yo lo voy construyendo
libremente: ¡Soy libre!
- No
eres libre; no existe tal cosa. Si fueras libre serías superior a tu creador
que te creó completa, incluida tu historia. No eres sólo tu cuerpo, ni la
voluntad que parece moverlo, también eres tus anhelos, los actos que nacen de
ellos, lo que sientes hoy y lo que desearás mañana. Todo eso ha sido creado por
alguien; si tú pudieras enmendar a tu creador, entonces la creadora serías tú y
él sería tu creación. ¿Te das cuenta que no puede ser?
-
Son sofismas... De ese modo se demuestra cualquier cosa.
-
Hasta que el nudo de la cadena de plata se detenga. Entonces dirás,
sorprendida: ¿Cómo supo?
- Y
si sabes, entonces: ¿Dónde está el viejito Yac; el de los cuentos?
-
¡Qué tienes con ese viejo mentiroso! ¿Por qué sólo te buscas gente vieja?
Nosotros somos jóvenes, estamos construyendo. Deja a los viejos llorar solos
sus nostalgias. Deja a Yac, a Rrrrabanito y a la Carmen vivir sus propios
cuentos.
-
Tal vez no depende de mí, sino del libretista del gran ballet universal -
sonrió con desdén.
- Él
dice que ya no busques más a tu padre.
-
Tal vez no depende de mí.
-
¿Sabes dónde está tu padre?
-
Tal vez - sintió que quería escapar de la imagen que le ponía al frente el
albañil. Se dio cuenta que en vez de decir "No lo sé; no tengo idea",
había respondido con un lugar común, ambiguo, elusivo. Se vio a sí misma
escapando al pie de la montaña, en tanto el albañil, convertido en leñador,
enorme, desde lo alto derribaba el enorme árbol que amenazaba caerle encima.
Ella era pequeñísima, o el punto de vista de la escena era tan alto como el
propio árbol que se precipitaba hacia ella, mientras el leñador le gritaba,
burlón: "¡Áááárboooool abaaaajoooo....!". Recién ahora, al apreciar
esta imagen interior, se percató que en toda la conversación nunca se había
visto representada como bailarina, o en alguna escena de ballet. Ahora sólo
corría; corría sin agilidad. No había jetés ni pirouettes, sólo era muy pequeña
y corría, mientras al fondo, en el sentido de su carrera estaba su padre,
aunque era incapaz de determinar su forma y sus facciones, pero estaba allá y
en esa dirección estaba su salvación.
- ¿Y
por que buscas al viejo Yac, entonces?
-
Quiero leer sus cuentos. Me interesó.
- El
está enfermo de la cabeza. Sólo escribe historias absurdas.
-
Pero todo lo que está escrito, poco a poco, se convierte en la verdad - sonrió
-. Tú lo dijiste: Recuerdas?
- Su
verdad es que él escribe mentiras... Está enfermo de la cabeza. Todo lo que
escribe llega a ser mentira.
-
¿Has estado en París?
-
No.
- ¿Y
cómo sabes que la historia del viejecito es mentira? Quizás París no existe.
- No
voy a seguirte el juego, Tereshita.
-
¿Le temes? ¿Le temes al viejito de los cuentos? ¿Tal vez la verdad que escribe
es más real que la tuya?
- No
en esta historia que aquí se escribe - dijo.
-
Sin embargo ahí no está toda nuestra historia: ¿Por qué, si lo que escribes se
convierte en la verdad?
-
Sí. Lo que aquí queda escrito llega a ser la verdad última en nuestra historia,
sin embargo hay alguien superior a mí, que también escribe. El escribe la
historia de nuestra historia y la suya es definitiva para nosotros.
- No
te entiendo. ¿Quién es él? ¿Dónde está? ¿Es, acaso, el viejito de los cuentos?
-
No. Él está más allá de nuestra historia. Es nuestro creador; yo escribo por su
inspiración.
-
¿Es decir que tu eres como una célula de la rodilla del gigante? ¿Tú escribes
la historia de la rodilla?
-
Y él, el gigante, es una célula de la rodilla de otro gigante mayor y así
sucesivamente hasta el infinito. Sólo si hubiera un último gigante universal,
existiría la libertad real. De no ser así, es sólo un concepto, una ilusión,
una utopía irrealizable.
Tereshita
lo quedó mirando asombrada. En su interior se había formado la imagen de un
túnel vertiginoso, enorme, al final del cual había un gigante inconmensurable.
Comprendía el concepto, pero no llegaba a representarlo de un modo definitivo.
Oía, desde el túnel, una voz que decía: "Él sí puede". El albañil
sonrió, con esa sonrisa amplia, burlona, con los dientes manchados, sonrió con
los ojos, sonrió en silencio, sonrió apropiándose del tiempo, hasta que
Tereshita se sintió turbada bajo la mirada sonriente que la fascinaba como el
felino fascina a su presa. Le pareció que había, tal vez, una continuidad entre
la imagen de su conciencia profunda y la de este felino cazador. Entonces él
dijo:
-
¿Sabías que en este momento Rrrrabanito está con la Carmen?
Kepa Uriberri
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