Y tal como fue, cumplida la sentencia se me quitó la
venda entre cactus, nopaleras, sol incandescente, zopilotes, coyotes y
cascabeles, y se me dejó abandonado sin agua y sin comida, perdido en el mar de
arena, sediento y asechado por carroñeros.
El poder de los apellidos
Por: Anselmo Bautista López.
Dicen que los
apellidos son una bendición; en mi caso fueron más bien una maldición, verá
usted:
Fui registrado
como Ramos de la Vereda Rocosa del Monte, nombre que hace a la vez una
descripción de mis primeros años, aunque a mi modo de ver, es propiamente una
sentencia.
Soy en todo caso
la excepción al dicho aquel que dice que los grandes poetas no tienen biografía
pero sí un destino. Yo tengo biografía, borrosa pero la tengo; lo que no he
tenido es un destino.
Pero déjeme
contarle. Mi nacimiento fue circunstancial y por aquí la cosa empieza mal.
Digo, los padres tienden a tener a sus hijos en el mismo lugar en que residen.
Pero mis padres eran carreteros, y daba lo mismo que yo naciera en Veracruz que
en el Estado de México. Asi que nací donde el parto los sorprendió: en una
vereda sobre una piedra rocosa a mitad del monte donde mi padre tendió sobre
unas ramas a mi madre. Ahí lancé mi primer chillido y me convertí en carretero
colgando del reboso a espaldas de mi madre o metido en un cesto enganchado a la
carreta.
De joven me
ocupé de una sucursal del negocio familiar. Por razones de mis estudios no
podía alejarme mucho por tanto tiempo como ellos, así que me tocaba atender los
pueblos aledaños.
Debido a mis
actividades de carretero me interesé por estudiar Geofísica, teniendo más
habilidades en Cartografía. Tuve algunos éxitos en la nomenclatura de algunas
parcelas. Pero tanto número y planos me desarrollaron el sentido de la
monotonía. Quizá no logré captar la verdadera pasión de esa profesión. De
cualquier modo, renuncié a los placeres matemáticos.
Lo cierto es que
retomé la carrera de mis padres, la de Carretero, tal vez por llevarlo en la
sangre o como un gen maldito. En esta ocasión y siendo un joven preparado,
pensé en modernizar el negocio familiar comprando carretas acopladas. Algo
bueno había salido con tanto gasto escolar y sacrificio familiar, lo dio a
suponer mi padre que estaba tan entusiasmado como yo.
–Déjelo en mis
manos que yo me encargo –recuerdo haberle dicho con cierto aire altivo.
–¡Este es mi
hijo! – exclamo con orgullo mi padre de su joven emprendedor, o sea yo.
Y dejó todo en
mis manos. Mal hecho, mal hecho: el diente retorcido no debe dejar que muerda
el coco el diente de leche. Todo lo que obtuvimos fueron interminables quejas
de los pasajeros y un nivel de mortandad de los caballos de tiro.
La empresa –está
demás decirlo–, la llevé directo a la bancarrota.
Por dignidad y
honradez moral renuncié a mi cargo y decidí embarcarme a una vida de aventura,
misterio y tientos. Más que por dignidad, renuncié por vergüenza y evitar oír
los dimes y diretes. Además, no podía mirar a los ojos a mi padre, mucho menos
a mi madre que tantas veces le encorvé su pequeña espalda cuando era yo un
mocoso.
Gracias a mis
conocimientos de carretero, comerciante y cartógrafo (que fue lo que mejor
aprendí), vagué sin rumbo y menesteroso hasta que alguien supo valorar mis
talentos. Era un artista de teatro sin teatro y sin chamba. Nos asociamos: yo
pondría mis virtudes y él montaría las obras. Así que fundé una compañía
ambulante de teatro con los pocos actores desempleados que pudo reunír: él, su
esposa y su amigo, que se ganaban los centavos en las plazas haciendo una que
otra maromería.
Y así nos fuimos
a recorrer veredas, cruzar montes, zonas rocosas hasta montar funciones en cada
pueblo que nos topábamos con dirección al norte, siempre hacia el norte, como
si quisiéramos huir después de nuestros últimos espectadores. Bueno, algo hay
de esto, porque en cada pueblo y después de pasar –cosa buena– con alguna
espectadora me terminaban armando una que otra trifulca en donde –cosa mala–
terminaba yo ejemplarmente golpeado. Y por si fuera poco más de una vez pisé
con mi inocencia la cárcel donde no se me hicieron juicios justos. Eramos
foráneos, así que pienso que los gendarmes veían más en mí una alcancía que un
criminal.
No sé porqué
pero siempre me sentí inclinado hacia las damiselas que llevaran entre sus
apellidos un visible “de”. Era muy explosivo jugar con ellas a las
escondidillas como también muy explosivo era cuando el marido nos hallaba en
plena faena. Si Dios quería, lograba huir con los calzones volando, y sino,
pues terminaba yo con el rostro desencajado y en la cárcel.
De cualquier
modo, nada de esto hizo mella en mi impulso sanguineo de tintes lascivos. Pero
la siempre constante me llevó a la desintegración de la sociedad teatral, la
cual concluyó definivamente y de manera inmediata –vaya, ni revisión de cuentas
hubo–, cuando mi socio el primer actor me encontró en una situación muy
comprometedora con su mujer. Después de la ejemplar golpiza, esta vez pasé
algunos años en la cárcel dizque por actos incriminatorios a la sociedad
teatral y a su persona. Y aún no conforme pagó para que cuando saliera fuera
llevado por los guardias a lo más apartado del desierto de Sonora. Sí señor,
hasta allá llegamos en nuestro ambulantaje.
Y tal como fue,
cumplida la sentencia se me quitó la venda entre cactus, nopaleras, sol
incandescente, zopilotes, coyotes y cascabeles, y se me dejó abandonado sin
agua y sin comida, perdido en el mar de arena, sediento y asechado por
carroñeros.
Ahí recibí la
devoción como baño en suave brisa del amor a la poesía. Sí señor, como lo lee
usted aunque se ría de mi. Ahí me convertí en poeta, ahí compuse mi primera
estrofa.
¡Oh!, mar de desaliento / terruño de olvido sagrado
/
aunque con sed y hambriento / va al frente mi cuerpo
alado.
Y sin más me
decido a entregarme por el resto de mis días a la rima, al verso, al canto del
amor no correspondido, a la tragedia mágica.
Me repongo en un
pueblo llamado Pisinemo. Me pareció un pueblo fantasma. Cuando logré ver a
alguien quise acercarme a preguntar por orientación, pero me agitó la mano
diciendo que me fuera, se aleja y me ignora. Pues dónde estoy, me pregunto. Y
con miedo me interno otra vez al desierto. Llego a otro pueblo con la misma
apariencia fantasmal llamado Santa Rosa. Me largo de allí hasta que llegué a
Stanfield, un lugar más poblado, más movimiento. Pero nadie habla mi idioma.
Nadie me entiende.
–Estás en
Estados Unidos, man –me dice un paisano que ronda por allí.
–¿Qué significa
¿aryu ilegoal? –le pregunto ya en confianza.
–¡Oh, man…!
Decido quedarme
en Maricopa, un lugar más adentro ya con una producción poética de gran
calibre. Ahí me hice famoso por mis versos sincopados, de temas diversos, de
extraña sonoridad, pero principalmente por mis exabruptos provenientes –creo
yo– por las excesivas palizas pretéritas y presentes, y por mis incesantes
excursiones a cuanto prostíbulo encontrara.
Más de una vez
–dicen, porque a mí no me consta–, me hallaron gritando abrazado a un hermoso
cactus: “Chavelita, Chavelita, tus desaires se clavan como espinas en mi pecho
desnudo, ay, Chavelita”.
Y debe ser
cierto porque el Sheriff, aprovechándose de mi sangre congestionada de alcohol
me llevó, no a la cárcel sino directo a migración y éstos, sin saber mi
nacionalidad y con tal de deshacerse de mi, del gran poeta, me embarcaron en un
carguero con destino a la India desde Port of Los Angeles.
Allá me enrolé
entre hindues, jainistas, sijis, zoroastrianos... conocí a Shivá, Rama,
Krishná, y muchos otros más, lo que vino a enriquecer mi poesía dejando a un
lado el desprecio femenino para buscar al Mesías negro con el influjo de unos
buenos tragos de fenny. Pero aquellos hombres son igualmente desagradecidos o
más, cuando uno se presta a atender a la mujer que ellos no atienden. Así que
también probé sus buenas y más violentas palizas que me obligaron a treparme en
el primer carguero que me trajera de contrabando a mi país.
Y es que verme
entre musulmanes que le cortan las manos al ladrón, por deducción no quise
quedar falto de algún miembro de mi cuerpo.
Volví como un
viejo poeta caido en desgracia. En el puerto de Veracruz hice mi asentamiento.
Los parroquianos se apiadaron de mí dándome techo y comida, así como un puesto
de docente en la escuela pública para enseñar literatura universal. Ahí conocí
a Flor Silvestre, hija de un influyente terrateniente a quien di clases que no
fueron muy bien vistas. Lo deduzco porque a patadas me deportaron directamente
a mi tierra poblana donde a la fecha sigo buscando a mis ancestros, viviendo
como ermitaño de inflexión casi religiosa en la choza perdida entre el monte de
un lugar rocoso.
Sé que aquí he
de morir después de haberme enfrentado a la injusticia y a la incomprensión,
sobretodo a la de los maridos. Pero hoy mis versos me eternizan y me dan la paz
que el mundo me negó. Bienaventurados sean los que descubran los goces de la
vida y la poesía. Y bienaventurados los que sus apellidos los bendigan y no los
sentencien como a mí.
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