"Había intentado escribir su desilusión y
renuncia definitiva a ese amor. Quería llevar el hilo de la trama a una
ruptura. Ella debía decidir que no podía amar, que no amaba, a un viejo."
La palabra escrita
Kepa Uriberri desde la hermana república de Chile
Otra vez estaba sin trabajo. Se veía a sí mismo como
ese enorme pájaro, quizás un aguilucho o quizás un cóndor, que volaba en el
azul infinito, elevado por los vientos sobre los cerros más altos de la
cordillera: Libre de todo peso, con todo el espacio a su disposición; pero a la
vez el cielo enorme, la altura infinita, la libertad extrema eran su agobiante
prisión. No podía, como aquel mismo pájaro, renunciar a su condición; debía
vivir en aquella prisión terrible de la aparente libertad del vuelo en los
cielos, de la que el pájaro no podía escapar. De ese mismo modo, él no podía
escapar de su propia situación. Por eso hoy, aunque no tenía obligación alguna,
ni tampoco proyectos que resolver, se veía obligado a alzar el vuelo. Nadie
debía saber que no tenía trabajo, que estaba prisionero de su propia libertad.
Por eso estaba sentado aquí en el café de siempre, a la hora de siempre, en la
estación de La Plaza de los Constituyentes, con un café y su cuaderno Navegante
frente a él. Releía y escribía. Avanzaba y validaba lo escrito. Había relatado
la caída del viejo en el pasto falso y sus dudas. Escribía y borraba, llenando
de manchones los sentimientos de frustración de Tereshita ante la evidencia de su
enamoramiento de un hombre ya acabado. Había intentado escribir su desilusión y
renuncia definitiva a ese amor. Quería llevar el hilo de la trama a una
ruptura. Ella debía decidir que no podía amar, que no amaba, a un viejo. La
lucha final por la bailarina, el cisne o la princesa, la muñeca, la elegida, la
consagrada, debía ganarla la fuerza joven. Debía comprender que mientras ella
había luchado por ser primera bailarina, por triunfar, el viejo sólo buscaba
tener un nombre, ser alguien cuando ya había vivido una vida de fracaso.
Deseaba que Tereshita se enamorara del verdadero Sigfrido y no de Rotbart, del
fauno potente y no de Proteo, dios viejo y acabado pastor de bestias. Quería,
tal vez para liberarse de su libertad, entrar él mismo en su cuaderno Navegante,
irrumpir ahí, para tomar a Tereshita, para hacerla suya, pero no encontraba
aquella puerta que lo introdujera en la escena. Intentaba guiar a la bailarina
a esa encrucijada, pero cada intento resultaba fallido y terminaba en un nuevo
manchón difuso. Por fin decide tender una trampa al viejo y la bailarina en el
parque interior Vista Hermosa. Por eso había hecho caer al viejo y a ella la
había cargado de culpas y desazón. Los había llevado al salón de té El Pan
Alemán, donde él mismo llegaría después con una mujer más madura, para engañar
al anciano. Quizás un cisne negro, una mujer que, siendo atractiva, lo llenara
de confianza, lo hiciera sentir que era la mujer que le correspondía, aunque
más joven, suficientemente madura. Con ella haría una verdadera pareja y no una
zozobra permanente. A la vez él mismo debía ser la trampa para emboscar a la
bailarina y ejecutar el enroque que buscaba. Escribió:
«El anciano se puso de pie con dificultad. Cuando al
fin lo logró se dijo avergonzado: "¡Qué pareja somos! Una bailarina
frágil, con un viejo gordo y cabezón al apa". En el sendero que rodea el
parque, a Tereshita le gustó ese saloncito de té de aspecto alemán y quiso
sentarse ahí, a conversar. Sin embargo estaban en silencio. Él revolvía su
fracaso en el café helado, mirando la crema que se iba concentrando al centro
del remolino que formaba la cucharilla al agitarla. La sacaba, entonces,
empujaba el montecito de crema hacia el fondo y volvía a revolver en sentido
inverso, como si intentara, inútilmente, volver el tiempo atrás. Ella picaba,
con sus dedos, pequeñas migas del kujen de manzana, como si sus manos fueran
avecitas estilizadas». Se detuvo, leyó la última frase y repitió en voz baja:
"... avecitas estilizadas... avecitas... estili...". Sacudió la cabeza.
"¡No!" se dijo y tachó, aunque suavemente, como si aún temiera dañar
las manos de la bailarina, y escribió, en vez, «pajaritos; palomas claritas.»
Volvió a leer y creyó que estaba bien. Continuó, entonces:
«Tereshita se vio, vestida para bailar, sobre el
escenario. El viejo estaba al fondo, en la oscuridad de las últimas butacas de
la platea. Lo acompañaba otra mujer, de extraña belleza silenciosa. No
obstante, el viejo era parte del ballet. Era el mago Rotbart y aquella mujer
era el cisne negro que intentaba engañar al príncipe Sigfrido. Este entraba
desde la oscuridad de la escena buscando. Las luces lo encandilaban y tomaba a
la mujer que Rotbart le ofrecía, creyéndola la princesa encantada, convertida
en cisne. Tereshita sentía la desolación del engaño y se daba cuenta, al fin,
que el príncipe Sigfrido, lo mismo que el fauno, antes, era...» iba a escribir
"yo mismo" pero se detuvo. Pensó en escribir su nombre verdadero,
pero se arrepintió. Miró al infinito, más allá de un rincón alto donde remataba
una cenefa que cubría un manojo de cables que penetraban en un ducto de la
pared, mal disimulado, como si de ahí pudiera surgir algún nombre inspirado.
Dijo para sí: "Orgüel" pero no le pareció apropiado. Volvió a
repetirlo en su mente: "Orgüel". Le añadió una ele final, alargando
el golpe del sonido: "Orgüell... No. No" y le agregó una hache
inicial, de modo que el sonido era algo aspirado: "Horgüell". Arrugó
el gesto de nariz y boca, a la vez que negaba con la cabeza. Miró la hoja del
cuaderno y dijo: "Zhardoff". Luego sonrió. "Idiamel está
mejor" dijo en voz baja. Por fin, en un gesto de decisión, tomó el
cuaderno y pasó todas las hojas, hasta el final. Ahí, sin razón ni concierto,
había trozos de frases, palabras sueltas, pequeños dibujos, todos escritos o
trazados en distintas direcciones. Retrocedió una hoja, dos, tres, hasta que
encontró una casi en blanco. Ahí comenzó a anotar: «Idiamel, Sárdok, Yaison,
Yeison, Beibydoc, Asrramel, Uriel, Huriel, Maikel, Maikol, Yacson, Bristol,
Brandon, Gerzam, Brentam, Cerrik, Cerapín, Gérulin, Mátison, Yordan, Yeimibén,
Yamitón, Waldo, Yelno, Edualdo, Donardo, Dardo, Lucero, Luzmel, Lucimel,
Martel, Mardel, Martisán, Damián, Demian, Délibel, Drúmmell, Chramchrom,
Kramkron, Krámizon, Kamarenco, Sigjeil, Jarefor, Yarefort, Latóyico, Espaniol,
Alemaño, Niunion, Neperiano, Nerunzen, Noztell, Nortenio, Canio, Conio, Cenio,
Suenio, Panio, Escanio, Escarño, Actiño, Heleño, Armeño, Dañel, Albaniil,
Ratbon, Kolomaro, Karzon, Oregón, Arizón, Tenesí, Guartington, Páriz, Ñuyor, Ñuyersi,
Jiuston, Claid, Elco, Rondal, Dannol, Monreal, Áidajo, Güisconsing, Mizuri,
Hontario, Kévek, Grólinber, Fladimir, Múnster, Ulstei, Mónajan, Cástelber,
Korke, Homaly, Macuín, Stiv, Clinton, Clín, Isgud, Bandrich, Lenin, Krúcheb,
Asorin, Baroja, Valantrade, Orcado, Chetlan, Estálim, Nodgorov, Chérnot,
Feodoro, Igor, Grégor, Sámarob, Odlanier, Léugim, Sámot, Oláznog, Zerréitug,
Nítnelav, Lúar, Kazán, Racsó, Dimar, Digüén, Artesón, Tucapel, Lircay, Yumbel,
Toltén, Maipú, Dermón, Ancud, Angol, Aysén, Anís, Drambuí, Chiguá, Mezcal,
Pellótel» y ya no pudo seguir porque la hoja se había llenado con cuatro
columnas de nombres. No obstante, en un rincón, de costado, aun anotó:
«Maranión» y «Unamuño». Leyó, entonces, varias veces los nombres, primero de
corrido, luego al azar. Después marcó algunos con una pequeña ve, en seguida
recorrió los marcados y subrayó algunos de ellos y finalmente encerró con un
óvalo unos cuantos y por último se quedó con Angol, Albaniil, Baroja y Oláznog.
Los repitió mentalmente, muchas veces, en distintos órdenes: Alfabético, por
cantidad de sílabas, por longitud en letras, también según sonido y de acuerdo
a cómo creía que le gustaban más, aunque se arrepentía y volvía a cambiar. Al
fin, de acuerdo a todos estos parámetros, eligió «Baroja», porque lo creyó más
literario. Pero al mismo momento de escribirlo sintió que estaba mal; que ese
no podía ser el nombre. Ensayó con Oláznog, pero ahora, en el contexto de lo
escrito no le pareció un nombre, sino otra interjección, casi como un estornudo
o un grito desesperado y eso no daba la idea de lo que quería decir de modo que
empujara para siempre la realidad. Finalmente se decidió por Albaniil. Este
nombre, además, reforzó la idea, que la profesión del autor de aquella
historia, cuya contraparte es este relato, era la de albañil, por cuanto de
todas las muchas alternativas que había analizado, sólo esta que refleja,
posiblemente, aquella actividad, fue la única que lo satisfizo. Escribió
entonces «Albaniil» y se quedó divagando en relación a la importancia de los
nombres, o a la psicología que había tras ellos en casi la gran mayoría de los
escritores y también otra gente que narra sucesos incluso a modo de ejemplo.
Reflexionó que había muchas narraciones, hasta de grandes autores, o reputados
grandes, cuyo primer impulso era poner un nombre a un protagonista, que luego,
en el desarrollo del relato resultaban humanamente anónimos y que se habrían
visto favorecidos sin un bautizo forzado. También pensó en el impulso
frecuente, al reiniciar una escena o retomar un hilo narrativo, de escribir por
ejemplo: "Baroja miraba por la ventana el gris atardecer..." o
también: "Aún no amanecía, sin embargo, en medio de los reflejos color de
plata de la madrugada, Osgualdo vio llover mientras planeaba su crimen..."
y del mismo modo: "Mariú pensó que lo odiaba. Era cierto que la palabra
corneta resultaba tanto más prosaica y menos literaria que trompeta,
pero...". No era, de ninguna manera difícil recordar ejemplos como este:
"Majestuoso, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la
escalera..." y este: "-Usted, Cochrane ¿qué ciudad mandó a
buscarlo?", o también este otro: "A Mr. Leopold Bloom le gustaba
saborear los órganos internos de reses y aves" y sucesivamente:
"Martin Cunningham, primero, metió la cabeza con sombrero de copa en el
coche...". Y en fin en otros es lo mismo: "Paró el
coche frente a un bar de aspecto miserable, y Gregory invitó
a entrar a su compañero" y lo mismo, sin importar su grandeza: "Durante
una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificio de la Audiencia, los
miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván
Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski"; al
fin Ivan Ilich muere gritando de dolor, y nunca se llega a saber quién es Iván
Yegorovich, quien es mencionado en la novela la misma cantidad de veces que él
lo recordó ahora. A pesar de todo, sostuvo su idea de bautizarse a sí mismo,
con la secreta ilusión de hacerse presente en la historia más allá de su
horizonte creativo, cuando ya todo fuera así como lo estaba relatando. "Me
parece bien Albaniil" se dijo y tomó otra vez el lápiz de pasta
transparente, al que había puesto en el reverso su correspondiente tapa, cuyo
sujetador había mordido hasta la deformación. Releyó: «Tereshita sentía la
desolación del engaño y se daba cuenta, al fin, que el príncipe Sigfrido, lo
mismo que el fauno, antes, era Albaniil». Continuó: «Al verlo, ahora, creyó que
era mucho más viril y quedó impresionada con su prestancia. Pensó que querría
enamorarse de este hombre antes que de aquel viejo, que se ocultaba allá al
fondo, entre sombras y artimañas. Pero no era real; sólo era el deseo de un
sueño, producto de la frustración de un paseo en el que había fijado demasiadas
expectativas. Entonces se presentó, junto a la mesa del Pan Alemán que
compartían, silenciosos, ofuscados, Albaniil con aquella mujer cuyos ojos
parecían interrogar siempre, aunque nada decían. Contrastando con su silencio,
ellos, Albaniil y la Carmen, venían llenos de alegría, pidieron de comer y
tomar, a la vez que levantaron la conversación que ahí estaba apagada. El
viejo, como esperaba, había puesto los ojos en Carmen, de modo que le preguntó:
«- ¿Tú, eres su mujer?
«Carmen sólo sonrió. Albaniil la había traído, sin que
ella lo supiera, para tentar al viejo de manera de distraerlo, mientras él
iniciaba un acercamiento con Tereshita, de modo que quiso despejar la duda de
inmediato:
«- Ella es la Carmen - aclaró -, sólo es una amiga - y
sonriendo con expresión cómplice agregó: - No hay ningún compromiso -. Pero
Tereshita quiso saber, por la propia Carmen, si era verdad.
«- ¿Y tú? ¿Qué dices, Carmen?
«- ¿Y tú? ¿Qué dices, Carmen?
«- Nada... soy su amiga... Nada más.
«- ¿Y ustedes...? - preguntó Albaniil con ironía al
viejo, aludiendo con esta a los progresos de pareja entre ellos, pero sin
explicitar la pregunta».
Después sugiere que el efecto habría sido el esperado.
El viejo, asegura, habría manifestado interés por Carmen, desatando el enojo de
Tereshita que, al fin, habría querido irse, pero él la detuvo, no tanto porque
ella se quedara, sino por no tener que irse él mismo; sostiene. El relato de
esta escena es largo y lleno de digresiones, cuyo único fin, al parecer, es
instalar en la historia al nuevo personaje, Albaniil, definiendo su
personalidad de un modo caprichoso y sesgado: «Era sin duda un intelectual,
desposeído, por lo que se había visto obligado a ganar el sustento con sus
propias manos, y así era notorio en su vestimenta quizás ajada, gastada, pero
que sin embargo subrayaba su personalidad y su natural creador, lo mismo que su
carisma, por lo que proyectaba la imagen de un hombre luminoso, lleno de
atractivo». En otro momento alarga, inútil, una escena en la que habla de los
parroquianos del entorno, asegurando que estos se mantienen atentos a su conversación.
Más todavía, asume que ellos incorporan la conversación y los conceptos
sostenidos por Albaniil, en la tertulia de sus propias mesas. Escribe:
«Hacia las tres de la madrugada, alguien llamado
Bagner, o quizás sólo fuera un apodo, debido a su actividad, aunque no tiene
importancia alguna, en una mesa vecina, a la izquierda, defendía la realidad
del amor emocional, como un fenómeno inevitable, en tanto que en la de ellos,
el viejo daba razones para sostener que éste no tenía componente alguno emocional,
sino era un proceso colateral de la razón.
«- La atracción entre las personas no es el amor. Este
viene mucho después - alegaba -. Si el amor fuera emociones, a la larga siempre
perecería. Si existe amor para siempre es por la razón, por el entendimiento.
«Bagner, en tanto, en la mesa vecina, defendía el amor como algo idílico, como la expresión del arte, afincado en la persona: Lo poético, unido a una cuestión misteriosa de orden fisiológico es lo que reconocemos como amor. A la vez parecía imponer su idea elevando la voz por sobre la de sus contertulios que sostenían opiniones diversas. En un momento dado, Albaniil y su propio grupo pasaron por un silencio y todos prestaron atención a los argumentos de Bagner. Carmen hacía algún movimiento por debajo de la mesa y se pudo ver cierta reacción del viejo, de manera que parecía que de algún modo secreto se comunicaban. Albaniil sonrió. Tereshita creyó que lo hacía porque compartía la opinión de Bagner y le dijo:
«Bagner, en tanto, en la mesa vecina, defendía el amor como algo idílico, como la expresión del arte, afincado en la persona: Lo poético, unido a una cuestión misteriosa de orden fisiológico es lo que reconocemos como amor. A la vez parecía imponer su idea elevando la voz por sobre la de sus contertulios que sostenían opiniones diversas. En un momento dado, Albaniil y su propio grupo pasaron por un silencio y todos prestaron atención a los argumentos de Bagner. Carmen hacía algún movimiento por debajo de la mesa y se pudo ver cierta reacción del viejo, de manera que parecía que de algún modo secreto se comunicaban. Albaniil sonrió. Tereshita creyó que lo hacía porque compartía la opinión de Bagner y le dijo:
«- ¡Qué romántico!... Me encanta esa idea...
«El viejo no alcanzó, distraído por la Carmen, a
entender con claridad lo que había sucedido y lo interpretó de una manera
torcida. Quizás creyó que Bagner coqueteaba con Tereshita, o que ella lo hacía
con Albaniil, de manera que en tono contestatario y de indudable desagrado,
dijo:
«- Eso es una estupidez»
«- Eso es una estupidez»
Esta frase está tachada con una línea, luego, al
parecer, fue ovalada alrededor y acompañada de una seña en forma de ve corta
que la revalida. Podría ser a la inversa, aunque sería extraño. Finalmente está
desechada con tres equis encima da la frase y de la propia marca que la
aprueba. En la línea siguiente fue reemplazada por:
«- No, no, no. No es así - y continúa argumentando -:
Finalmente, toda manifestación vital encierra un proceso fisiológico, de manera
que no existiría ni la razón no los sentimientos, sólo un estúpido flujo de
jugos orgánicos -. El tono era claramente apabullante por lo irónico, además
que lo había dicho en voz muy alta, para asegurarse de ser oído por Bagner y
sus compañeros».
A su vez, esta redacción está llena de enmendaduras;
originalmente dice "Por último" en vez de "Finalmente" que
cambia un sentido alternativo por otro definitivo. La frase que sigue, desde
"toda manifestación..." no está escrita de manera contigua. En ese
punto hay un manchón muy empastado que refleja varias posibles sobreescrituras,
que en definitiva fueron borradas con mucha presión en el trazo, como si se
intentara evitar que un eventual lector pudiera descubrir lo que el escritor
quiso decir de modo fallido, o como si se avergonzara de lo escrito. Lo
acompaña una seña, un llamado, que apunta al reemplazo definitivo, que está
escrito algunas líneas más abajo. Así mismo, la palabra fisiológico que
califica al proceso, originalmente fue "químico", luego fue cambiado
por "orgánico", el que en definitiva derivó en
"fisiológico", al parecer como una manera de levantar una redundancia
de la redacción definitiva, ya que más adelante, donde dice "jugos
orgánicos" en principio decía "fluidos corporales", donde tanto
"fluidos" como "flujo" fueron subrayados, antes de tachar
lo segundo y escribir sobre la línea con una letra microscópica la fórmula
definitiva. El comentario a la frase del viejo, es a su vez, también enmendado,
reemplazando "agresivo" por "irónico". En principio había
un punto después de "asegurarse de ser oído" que fue suprimido con
una cruz, para luego añadir "por Bagner y sus compañeros".
Según el relato del albañil, se habría hecho un pesado
silencio en todas las mesas del entorno, en ese momento el carillón de la plaza
habría marcado las tres en punto, después de lo cual pareció que sólo se
escuchaba el denso tic-tac de la maquinaria. Después Bagner habría respondido,
para su propia mesa, en voz muy alta y de manera despectiva, la idea del viejo.
«Se produjo un diálogo sordo, de mesa a mesa, donde argumentos y respuestas no
se dirigían de uno a otro, sino cada cual argumentaba para su propia mesa, pero
respondiendo al adversario de la otra, hasta que en un momento de máxima
tensión, ambos se pusieron de pie y se enfrentaron, dispuestos a irse a las
manos. Bagner llegó a levantar un puño amenazador. El viejo sostuvo su mirada
durante largos segundos sin intentar defensa alguna. Finalmente, de manera
inesperada, sonrió, levantó los brazos y rodeó a Bagner con un abrazo del todo
pacífico. Dijo:
«- Hay tantas verdades que se hace innecesario
imponerte la mía, cuando la tuya también tiene mucha belleza».
Se sabe que Treshkaya, y también Bagner, se habría
emocionado profundamente con esta acción. Ella habría abrazado al viejo y luego
habrían abandonado el Die Deutsche Brot. El relato del albañil omite esta
parte. Tal vez haya hecho negación porque habría perdido el lance que había
intentado.
Kepa Uriberri
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