“Al llegar
junto a la puerta, miró a su lado, como si esperara encontrar ahí al viejo.
Sorprendida quizás, por su ausencia, lo buscó, con la vista, en el asiento que
habían compartido.”
Invocaciones y profecías
Kepa Uriberri
El horario de alta acababa
de terminar, de modo que los trenes de la línea del sur oriente ya no
transitaban repletos de pasajeros. El anciano abordó y se sentó distraído junto
a una ventana. Sintió el peso de una mirada lanzada desde el otro extremo del
vagón. La buscó pero nadie lo observaba. Un hombre de aspecto desaseado
dormitaba reclinado sobre el vidrio. Dos mujeres que le daban la espalda
conversaban animadamente. Junto a la puerta una mujer, de pie, miraba la
oscuridad del túnel. Se quedó viéndola. Pensó que era una mujer de buen porte.
"Bien armada. Me gustas" se dijo. Después de un rato, aunque
distraído, volvió a sentir el mismo peso. La mujer junto a la puerta ahora lo
miraba con atención. Pareció sonreírle muy vagamente. Usaba un vestido de tela
liviana, que marcaba sensualmente sus formas. Imaginó que la abrazaba.
Percibió, sin el efecto físico, la sensación intelectual de la excitación
erótica al pensar en sus pechos de porte justo en contacto con el propio, e
imaginar que palpaba todas las formas de su torso. Intentó sugerir un gesto de
acercamiento, tan sutil que no resultara insolente, pero suficientemente
sugestivo como para poder establecer una secreta complicidad. Ella le devolvió
una sonrisa y sus labios dijeron algo, que quizás su voz no proyectó o que el
bramido del tren ahogó antes de llegar a destino. La expresión de su rostro, en
todo caso, era inocente y tranquila. Quizás lo saludaba. Este pensamiento hizo
girar un cúmulo de visiones superpuestas unas a otras, vertiginosas, en su
imaginación. De repente la vio desnuda sobre una cama deshecha, con el pelo
chorreando sobre el rostro, en actitud de entrega y espera; no obstante, la
imagen no era un recuerdo sino un deseo. O bien era el recuerdo de un deseo. Se
le añadió la imagen de Treshkaya escapando de él en el Die Deutsche Brot y
también una boca que se acercaba, trinchado en un tenedor, un trozo de pan y
carne. La boca era roja y sensual, los dientes blancos y perfectos, y al llegar
el bocado cerca de los labios, la lengua se asomaba para recibir su sabor
esperado. Entonces la reconoció y la saludó, avergonzado, como si todas las
imágenes interiores de su mente se hubieran exhibido, en ese momento,
públicamente. Se sintió expuesto y estúpido, de manera que su saludo fue casi
una disculpa, a la que Carmen respondió con una sonrisa asequible, aunque leve.
El viejo se levantó y la invitó a sentarse a su lado, lleno de vergüenza.
Se sentaron, uno junto a la
otra, él sin saber que decir, aún enredado en su turbación; ella musitó algo,
que el viejo no alcanzó a comprender:
- ... hermoso (¿o quizás
buenmozo? ¿o se refería al día y su clima?)... encontrarnos (¿o había dicho:
extraños?)... ¿no crees?
El viejo la quedó mirando
con una sonrisa estúpida, por un momento. Después, con cierto apremio, sonrió y
afirmó con la cabeza. Dijo:
- ¡Ah! Sí. Claro, por
supuesto... - Carmen rio bajito, pero expresiva. Posó su mano blanca y larga,
de uñas cuidadas en el brazo del viejo. Éste pensó en una paloma blanca que
aterrizara en su manga, con un peso leve pero certero y sintió que le agradaba
ese contacto. Ella musitó:
- ... perdido... ¿casa? ...
siempre creo... ¿no es cierto? - y sus ojos se habían iluminado con la sonrisa
alegre, que lo que había dicho, le provocaba.
- ¿Cómo? - dijo el viejo y
acercó levemente su cabeza, proyectando la oreja, para oírla mejor. Carmen
oprimió un poco más el brazo del viejo y acercó, a su vez, su cara a la de
aquél, hasta que su pelo castaño la rozó.
- Que fue tan gradable...
junt... dríamos... ¿no te parece?
- ¡Ah! Sí. Por mi no hay
problemas. ¡Encantado! - dijo sin saber con certeza qué le había dicho. Sólo
pensó que la presión de esa mano tan precisa y blanca, y el roce de ese pelo,
del que escapaba un aroma dulce y floral le agradaba hasta hacerlo sentir una
liviandad maravillosa. Imaginó que la paloma blanca, posada en su brazo, alzaba
el vuelo y lo convertía en el palomo del cortejo. Las palabras de Carmen le
sonaron, entonces, como el arrullo de las pajaritas y sólo pensó que ese
momento era feliz. De ese modo continuó la conversación, por varias estaciones,
se sentía estimulado por la coquetería sutil y vaga de ella, casi silenciosa,
de un estilo tal que decía más su expresión que las palabras que apenas se
elevaban sobre el silencio, igual que su risa, casi un murmullo cantarín. A
ratos, contento, sentía la tentación de abrazarla y acariciarla y decirle:
"No te entiendo nada", pero de algún modo creía que hacerlo podía
romper un sortilegio que hacía tan grato ese momento.
- Aquí... - musitó - ...
bajo (o quizás me bajo o pudo ser bajamos y también pudo haber interrogado
¿bajemos?)... tan agradable... encuentr... - y lo miró a lo ojos, tal vez como
si dijera: "¿No te parece?", pero llena de coquetería y se levantó.
El viejo se levantó,
también, y espero a un lado del asiento doble, a que ella pasara. Aun cuando no
había comprendido con claridad lo que Carmen había dicho, pensaba que se
refería a alguna vaga propuesta de juntarse, los mismos cuatro del Die Deutsche
Brot, para conocerse mejor, quizás en su casa u otro lugar y ahora comprendía,
aunque no con toda certeza, que ella se había despedido y bajaría en esta
parada del tren. Carmen pasó a su lado mientras él le posaba, para guiarla, la
mano en la cintura que sintió tensa y elástica. Ella se encaminó a la puerta
del vagón mientras el anciano juzgaba la cadencia de su caminar. Al llegar
junto a la puerta, miró a su lado, como si esperara encontrar ahí al viejo.
Sorprendida quizás, por su ausencia, lo buscó, con la vista, en el asiento que
habían compartido. El anciano todavía estaba de pie, mirando su figura. Carmen
sonrió y le extendió una mano. También lo invitaba con la sonrisa de los ojos y
la boca coquetos, musitó algo que él no oyó, pero que quizás decía:
- ¿Qué esperas? ¡Ven;
vamos! - en ese momento se oyó el resoplido neumático de las puertas al
abrirse, junto con la extinción del estruendo veloz del tren, al detenerse.
- ¿Qué? - preguntó
sorprendido.
- ¡... mos! -alcanzó a
entender que decía su sonrisa de dientes parejos y muy blancos, mientras su
mano pálida, grande, cuidada, se agitaba invitándolo con apremio. Carmen bajó
del vagón, siempre apurando al viejo. Cuando los vibradores que anunciaban el
cierre de las puertas comenzaron a sonar, el viejo dio dos saltos y salió del
tren. En su pensamiento vio su propio gesto, tenso en el rostro, con los ojos
muy abiertos y la boca apretada, guiando a su cuerpo grueso, culón y cabezón en
un salto más aparatoso que efectivo y se sintió estúpido. Asoció esta imagen a
la caída de espaldas en el parque interior Vista Hermosa. Quedó parado en el
andén, de espaldas al vagón que ya cerraba sus puertas, a la vez que el tren
emprendía bramando, ensordecedor, su nueva carrera. A su lado Carmen reía,
encogida, con las manos juntas metidas entre sus rodillas, mientras el pelo le
chorreaba sobre el rostro. Después de un momento dijo, bajito:
- ¿... so no ... ba ... nir
... migo? ¿No pe... rse? - el ceño fruncido quería simular un enojo que el
brillo alegre de los ojos y la sonrisa desmentían.
- Soy apenas un viejo
gordo, chico y cabezón - dijo con cierto agobio. Carmen posó sus manos en los
hombros del viejo y acercando la boca a su oído, como si tuviera conciencia que
de otro modo no sería escuchada, le dijo:
- No eres ni chico ni cabezón,
tal vez un poquito ordo, pero me gusta -. El viejo sintió el aliento tibio que
le cosquilleaba en la oreja. Tuvo, por un momento el impulso de preguntar:
"¿Qué?", porque no entendió si decía "gordo" o a lo mejor
"sordo" y temiendo que hubiera una pillería, prefirió callar. Después
de un silencio breve contestó:
- Sobre todo ordo... - y le
sonó como "tordo". Recordó el dicho burlesco, entonces; que define el
"Mal del tordo: Las patas flacas y el poto gordo" y se arrepintió de
haber dicho nada, a la vez que se veía a sí mismo como un pajarote negro, de
patas flacas color naranjas, con un enorme culo negro y su propia chaqueta de
bolsillos abultados. Agregó, al darse cuenta que podía ser una insinuación
malévola:
- Digo sólo estupideces.
Carmen soltó una risa
cantarina y tomándolo de la mano emprendió la marcha con él, mientras decía
vagamente algo, que se perdía entre sus risas y que se parecía a
"canto" o "canta" y quizás había dicho "humor" o
"amor". Rrrrabanito se dejó guiar y se perdieron entre la gente.
- No es verdad - contestó
Tereshita -. ¿Por qué habrían de estar juntos si apenas se conocen? Además:
¿Por qué habrías de saberlo tú y yo no?
- De modo que sólo existe
lo que tú puedes certificar o lo que quieres creer - dijo, siempre sonriendo,
el albañil.
- No he dicho tal cosa...
- Ese es el club de París -
completó el otro -, tal vez, al fin, cuando llegamos a París, París no existe;
sólo está el viejo Yac vendiendo sus cuentos.
Tereshita se quedó
pensando. Le pareció que veía un cúmulo de imágenes dispersas y superpuestas:
Un viejecito inmaterial, compuesto de alambres y pelos, cuya sustancia era solo
ropa gruesa, sin cuerpo por dentro, además de su estatura mínima, un llano
desolado en el que se veía un avión abandonado, cerca de un edificio ruinoso.
Hacia él corría una pareja a la que no alcanzaba a distinguir bien, pero que
sin dudas eran Carmen y Rrrrabanito. Todo el escenario era de algún modo
transparente pero sólido, lo más sólido era la figura del albañil que abarcaba
toda la escena, rodeándola con su sonrisa, como si todo estuviera envuelto por
su figura. Sólo ella misma estaba acá afuera, de este lado y sentía una enorme
desazón al ver que todo era de esa manera. Sin embargo aquella "ella
misma" era una figura, en la escena, de sí misma y el sentimiento que la
embargaba ahí era del todo distinto a cierta rabia que sentía aquí, sentada
frente al albañil, al percibir que él la había vuelto a envolver con sus
historias en las que insistía en asegurar que anticipaba los hechos, de acuerdo
a cómo los escribía en su cuaderno Navegante. Vagamente flotaba en torno a
todas las figuras que se formaban y desaparecían en su imaginación, la idea que
efectivamente el viejo podía encontrarse en este mismo momento con Carmen,
porque ya había sucedido antes que las predicciones del albañil resultaban
finalmente verdaderas; pero se hacían verdad en la medida que ella misma se
resistía a creerlas, casi como si fuera una burla irónica del albañil. Sentía,
por tanto, una cierta responsabilidad en la realidad de los pronósticos del
otro, como si ella misma fuera la causa, o al menos un catalizador necesario,
para que todo sucediera, de manera que se sintió anticipadamente culpable de
que el anciano se burlara de ella con Carmen. Trataba, entonces, de ignorar el
pronóstico del albañil y quería pensar en algo diferente, pero no lo lograba.
La imagen, en el aeropuerto desolado se hacía más y más patente, en ella corría
Carmen, arrastrando al viejo de una mano, que con dificultad la seguía, aunque
reía gozoso de ir con ella.
Llevándolo de la mano,
Carmen subió las escaleras de la boca de salida de las galerías de la estación
a la calle. De pronto vieron la luz exterior, que caía a plomo desde el
mediodía sobre el último tramo de peldaños. El viejo vio a la gente que bajaba
desde la calle, otros que pasaban junto a la boca sin entrar, había una vieja
mal vestida, sentada con un tarro de café vacío en el regazo y una mano
estirada, casi al llegar a la calle misma, con voz plañidera pedía limosnas,
alcanzó a ver y oír algún vehículo que pasó zumbando por la calzada exterior,
cercana a la boca de entrada, divisó las cornisas de los grandes edificios,
algunos altos ventanales y sin verlos, sintió en su imaginación el tráfago de
personas que deambulaban de un lado a otro, los vehículos que surcaban a gran
velocidad la calzada, el ruido urbano diferente, las voces enmudecidas de la
gente, transformadas en murmullos confusos, pero ensordecedores. Se detuvo de
improviso. Dijo:
- ¡No puedo! ¡Al menos no
salgamos del metro!
Carmen lo miró,
desconcertada, dijo algo que se perdió en el ruido que ya llegaba de la
calle y chocaba con el de la galería del metro; jalándolo intentó seguir, pero
el anciano no se movió.
- Prefiero no salir -
insistió.
- No ... gado ... da...
pe... caso? - oyó que decía difusamente Carmen.
- No, no, no. Preferiría
que no -. Dijo, volviéndose escaleras abajo. Ella lo dejó hacer y poniéndose
junto a él le susurró al oído:
- ¿Es ... casono... gusto?
El viejo sintió el soplo
tibio de su aliento cosquilleando en el oído y aunque sin certeza alguna,
entendió que ella le preguntaba si acaso no le gustaba.
- En fin -, dijo el albañil
echándose atrás sobre el respaldo de su silla - basta que digas que no, para
que no sea cierto. Toda historia es cuestión de fe; pero tienes que negarlo sin
duda ninguna; entonces será como crees mientras no haya algo que te haga pensar
lo contrario. De cualquier modo, lo que te doy a conocer siempre será una
cadena de plata que mueve la verdad hacia un acuerdo diferente, aunque sea muy
lentamente.
Tereshita sintió que perdía
el desafío. Al fin, de alguna manera, el albañil lograba hacerla sentirse
sometida a sus palabras y conceptos. No podía quitarse del fondo de su
imaginario diversas configuraciones de las metáforas que él había anclado ahí y
que bailaban suavemente alternando figuras: El avión solitario en la gran
planicie, Carmen y el anciano corriendo de la mano y riendo juntos,
alegremente, el edificio que quizás en algún momento habría sido el del
aeropuerto, ahora era una casona, con ventanales iluminados, desde la cual
salía música frívola y romántica. A la puerta había varias mujeres sentadas que
conversaban a gritos, de manera vulgar y se empujaban con los hombros entre
bromas. Ella misma estaba aquí al borde de la escena e intentaba correr y
alcanzar a la pareja, pero no avanzaba porque en la perspectiva de la imagen
ella era enorme y pesada y eso la hacía muy lenta, mientras los otros ya
estaban llegando al portal de la casa y se veían mucho más pequeños y ágiles.
En torno a toda esta escena se veía la risa desbordante del albañil, con sus
dientes manchados de amarillo. A la vez decía: "Sé que hay alguien que
también escribe más allá de mí, pero él escribe siempre lo que yo le sugiero,
pudiendo no hacerlo". - Si puedes definirlo todo, si basta la fe que se
vierte en un cuaderno: ¿Cómo entonces no sabes dónde encontrar al vendedor de
cuentos? y si tus profecías son verdaderas y determinan lentamente la realidad:
¿Cuánto tiempo necesitas para que ese viejecito aparezca aquí con sus cuentos?
y ¿Cuánto para que entren por ese portal la Carmen con Rrrrabanito? - dijo
desafiante.
El viejo la rodeó con el
brazo por la cintura y la oprimió suavemente contra sí mismo. Dijo:
- Si sólo fuera por gusto; si nada más importara; si todo fuera inmediato, no sólo saldría contigo, sino que no habría compromiso ni existiría la felicidad en el mundo y la vida sería una máquina sin valor. Sólo por eso preferiría no hacerlo.
- Si sólo fuera por gusto; si nada más importara; si todo fuera inmediato, no sólo saldría contigo, sino que no habría compromiso ni existiría la felicidad en el mundo y la vida sería una máquina sin valor. Sólo por eso preferiría no hacerlo.
- ¿De qu... iedo? -
respondió.
-¿Cómo?
- Mie... ¿Qué te... sar? -.
El viejo se quedó pensando un momento, intentando descifrar lo que Carmen le
había dicho, pero no lograba comprender; no obstante sabía que debía referirse
a por qué no se iba con ella.
- Allá afuera soy
culpable... - Carmen lo miró asustada y dijo algo, extrañada. - Sí. Allá arriba
me culparían de asesinar a mi padre, en cambio aquí nadie me conoce de ese
modo, aquí he nacido de nuevo y tengo un poco de tiempo para ser libre. Antes
yo no existía, sólo era la voluntad de mi padre. Él mismo nunca lo supo,
tampoco yo. Pero al fin un día le hice una pregunta y me respondió exasperado
que por qué no lo resolvía solo. Entonces entendió que yo no podía. "Ni
siquiera has conocido, jamás, el ferrocarril metropolitano", me acusó.
"Antes de morir" me dijo, "te voy a llevar a eso". Al
llegar a las escaleras mecánicas de la estación de La Plaza de los
Constituyentes se apoyó en mi brazo, me lo estremeció como si estuviera
despertándome de un largo sueño y dijo: "Esta es la única manera que
llegues a ser libre" y empujándose en mi brazo, se lanzó de espaldas por
las escaleras. El era un anciano, ya muy frágil. Al caer se golpeó la crisma y
murió de inmediato: Yo, sin hacerlo, lo había empujado; lo había asesinado.
Carmen lo miró sorprendida
un instante, como si el relato le hubiera causado una honda impresión. Después
sonrió dudosa, meneó la cabeza negando y dijo:
- Jaja... No... sible.
Nun... lo po... creer! - y explotó en una larga carcajada. Al fin cuando logró
controlarse apoyó las manos en el pecho del viejo y mirándolo con alegría dijo:
- Es fan... Te ...ro que
... ido al prin... mente -
agregó algún otro concepto modulado entre una risa suave, que quizás
significara una alabanza al ingenio del otro, que había sido capaz de engañarla
por un momento. Finalmente como un premio o recompensa a su inteligencia, lo
besó en los labios y le dijo al oído:
- M ... tas mucho.
El viejo sintió la
temperatura tibia de ese susurro en su oído y en lo profundo de su pensamiento
vio la imagen de aquella lejana despedida en el tiempo: "¡Adiós! Que estés
bien". Se dijo que el suave calor de aquel susurro en el oído era como
aquella mano entera y suave que se había posado sobre el dorso de la propia, y
aquellas palabras, que no alcanzaba a oír, tenían el mismo color y tono que
recordaba de las de aquella mujer lejana, no resuelta; entonces recordó esa
escena antigua y el rostro de aquel recuerdo era, en su imagen interior, el de
Carmen. Quizás en ese entonces no lo había sido, o tal vez sí: Había pasado
tanto tiempo que no era capaz de saberlo, sólo sabía que en el recuerdo el
rostro de ella se había apoderado de la imagen de aquel tiempo. ¿Es posible
que, por eso, tal vez, la haya llevado de la mano hasta la estación de la
Universidad, por las galerías que nadie visita, donde se vende revistas de
culto, juguetes de colección y está casi lleno de locales vacíos?
- Sólo el tiempo necesario
- dijo y levantó las manos hacia el cielo, a la vez que miraba en esa
dirección, como si se tratara de una invocación. - Me bastaría con escribirlo -
añadió bajando las manos y posándolas sobre su cuaderno Navegante. - ¿Sería un
pedido? ¿un desafío? ¿una súplica? - mientras decía esto tomo su lápiz de pasta
transparente, con la tapa arruinada por el acoso de sus dientes nerviosos y la
quitó. -¡Tú dirás! - concluyó poniendo su herramienta en ristre ante el
cuaderno.
- Al menos quisiera
comprobar tu magia -, respondió Tereshita, y de inmediato sintió el golpe del
vértigo en el pecho. Se formaba, en su pensamiento profundo una vorágine de
imágenes donde se confundía el rostro burlón del albañil, ella misma al centro
o al interior de aquella imagen que se reía, vistiendo un tutú blanco, como el
de Odette, vencida sobre un escenario blanco pero ominoso. Ahora quedaba claro,
por fin, que el albañil era Rothbart y su magia: Irreductible. Entonces, aún
cuando estaban petrificados, quietos, sin movimiento ninguno, se avenían hacia
el centro en el que ella misma, Odette, moría encarnada en la reina de los
cisnes, la imagen que se había formado del viejecito de los cuentos, una
esmirriada figura de pelo y barbas muy blancas, con un sombrero francés de
tiempos de la revolución, levita, gorgueras y encajes en los puños, culottes
negros con una trabita sobre el costado de la rodilla y medias gruesas de lana
cruda, zapatos enormes protegidos con polainas de material burdo, muy gastadas;
en las manos, entre ambas y al frente, tenía un grueso hato de papeles que
parecía ofrecer, mientras susurraba con voz gastada: "¡Los buenos
cuentos!... ¡Hay ofertas de cuentos!"; también el viejo Rrrrabanito y Carmen
entrelazados, mirándose a los ojos, él agitaba con suavidad una mano como si
condujera el ritmo de un vals que ellos bailaban aunque estaban quietos en un
mismo lugar y sin embargo avanzaban centrípetos hacia el punto donde era
avasallada por la magia de Rothbart, que con todo no era amenazante sino que
constituía una ofrenda salvífica. Toda la escena, excepto ella misma, giraba en
torno a su figura, incluso Rothbart el albañil que reía envolviéndolo todo.
"¿Por qué todo gira en torno a mi?" se preguntó, sorprendida "¿Y
por qué la fuerza que lo impulsa es el albañil, si no debe serlo en modo
alguno?". Vio que este se había inclinado sobre su cuaderno y escribía con
velocidad, con letra perfeta, armónica, igual, en líneas clarísimas, como si
gozara de un momento de perfecta epifanía y casi como si su mano danzara al
hacerlo, mientras su rostro parecía iluminado de una placidez completa. Sus
propias imágenes interiores adquirieron colores como si en ellas de pronto se
hubiera despejado un cielo tormentoso y quedaran expuestas a un sol alegre de
primaveras y le pareció que el albañil escribía, tal vez, el clímax de su obra
en esas páginas ya tan trabajadas que las esquinas de las hojas se habían
encrespado reviniéndose sobre sí mismas. De improviso se detuvo, dejó caer el
lápiz, y tomando con su mano la tapa plástica que había estado torturando entre
los dientes, la miró con alegría triunfante y abriendo los brazos dijo:
- ¡Ya está hecho! ¡Nunca se
debe tentar al destino! El castigo mayor es que éste te conceda tu deseo: ¡Ahí
lo tienes! -; señaló con ambas manos hacia la puerta. Tereshita miró a la
puerta; vio como pasaba por la galería la gente de siempre, con la mirada ajena
de siempre, con el paso de marcha de siempre.
- ¿Qué? ... - preguntó,
porque no había, ahí, nada. El albañil sonreía plácido, como si disfrutara de
una broma y sostenía el gesto de ambas manos, como si estuviera concediendo una
gracia especial a la escena que ocurría allá en la puerta del café, aunque esta
no se presentaba aún. - ¿Qué? - insistió Tereshita - No hay nadie.
¿Entonces...? -. La imagen interior se había disuelto y el vértigo estaba
detenido, pero como el otro insistía en señalar con ambas manos hacia la puerta
como si de ellas manara un cierto artilugio, con alguna extrañeza pensó:
"Este tipo es un idiota" y sin embargo, desorientada, al fin volvió a
mirar hacia la puerta del café. En ese momento entraba un personaje que se le
antojó un duende raro. Parecía colgar de un gorro a cuadros grises oscuros, de
algún tipo de tweed rudo, con la copa abatida hacia la visera y sujeta a ella
con un broche. Del interior del gorro salía una mata blanca de pelos que cubría
las orejas y se juntaba en lo que parecía una especie de tejido de nido de
pajaritos, con una barba tupida e hirsuta. Las cejas muy espesas parecían tener
un flujo de continuidad con la barba y el pelo, de manera que entre el desorden
blanco y desordenado aparecían los ojos muy claros y clavados en cierto lugar
indefinible y lejano donde algo bailaba a juzgar por el rápido y breve
movimiento de las pupilas. Tereshita sospechó, por alguna razón inexplicable,
que detrás de la barba tupida, de gnomo, sonreía, aunque no podía ver sus
labios; pero sabía que era una sonrisa tan ingenua como la mirada de los ojos.
A pesar que el clima era caluroso, parecía en extremo abrigado, con un
cortavientos acolchado, de color oscuro, muy grande para su tamaño breve, que
no superaba demasiado su altura sentada. Remataba la figura, que aparentaba
colgar del gorro, unos pantalones de lanilla bastos de color gris oscuro y unos
bototos macizos y enormes. Caminó directo hacia ellos, pero sin nunca mirarlos,
hasta que estuvo de pie junto a su mesa entre ambos. Tereshita vio que traía
bajo el brazo, muy apretado contra el cuerpo, como si temiera que pudieran
escapárseles, tres o cuatro fajitos de papeles, que además protegía con la otra
mano, como si fuera necesario mantenerlos al abrigo de las inclemencias del
frío. Entonces se escucho, apenas, un gañido:
- Hay cuentos... para
señoritas - y giró brevemente, aunque sin mirarla, hacia ella - ... para
caballeros - y giró hacia el albañil -, para amores, para desengaños, para
configurar la felicidad, para prevenir el olvido... cuentos. Los tenemos a
trescientos los cuentos... lleve cuentos... y si prefiere: En oferta a tres por
mil hay cuentos... - había sacado los fajos de papeles de debajo del brazo y
los ofrecía entre ambas manos que Tereshita juzgó enormes. Le preguntó:
- ¿Usted es Yac, el de los
cuentos? - el hombre detuvo el gañido de su pregón y la miró con atención.
Gañó:
- Mmmmñññ... Güi... Yac...
Yac Legromand, señorita. Le traigo cuentos: De París, de Madrid, de Roma, de
Atenas, de Constantinopla, de Babilonia, Samarkanda, Alejandría, cuentos de
bibliotecas infinitas, ínfimas bibliotecas, privadas, públicas, de un solo
libro, de civilizaciones perdidas, de libros de la antigua Grecia, de la Troya
arruinada, del Cártago desconocido, bibliotecas simétricas, hexagonales,
geométricas, azarosas, con o sin espejos, silenciosas, rumorosas, de todos los libros,
incluso los perdidos; cuentos de guerra, de conquista, de revoluciones, de
caudillos, de reivindicaciones, de represiones... cuentos para usted - y la
quedó mirando, pero como si ella estuviera mucho más allá, quizás en el
horizonte más lejano; y parecía sonreír.
- Leí su cuento sobre
París... Dice que París es un mito...
- ¡Ahh! ¡París! Amo París,
la ciudad más bella, con sus paseos, sus parques, gggñññ... su eter... ete...
eterna bohemia, los escritores creando en los cafés, en las buhardillas, en las
embajadas, gnn... g g ñññ... bajo los árboles en pequeñas libretas que luego
lanzan al Sena, en los banquitos de las plazas, en los retretes de los teatros
de vodevil, en los de ópera, en los dormitorios de enamorados y especialmente
las celdas de las cárceles y manicomios... ¡Moi... Yo nací en París! ¿Sabe?
P... Pe... Pee... pero me vine siguiendo un amor, una pasión enorme... - se
quedó pensativo. Sus ojos reflejaban tristeza. - Ella hacía haute
couture, trajes de novias, vestidos de fiesta, gñgññ... de noche, de cocktail,
gggñ... de... paseos campestres ¿sí? ¿puede ser?, en fin, toda la sociedad de
Avignon y luego de París, también de Lyon y Reims, de provincias y ciudades
pequeñas, ñññ todas las mujeres vestían los modelos de Camille y si eran pobres:
De las que copiaban a Camille. Entonces ella prefirió ir a París y representar
a los escritores y poetas. ¿Sabe que empezó consiguiendo que Gallimard editara
a su amante del que había huido a Francia? U... Un... Un buen día decidí ir a
verla y entregarle mis cuentos para que me representara. "Son
pésimos" me dijo, "pero ten paciencia. A Proust lo rechazaron sobre
setenta veces antes editarlo y a Joyce sus Dublineses le costó cuatro años de
discusión con su editor". Entonces nos hicimos amantes. Vivimos años de
lujuria, en hoteles de gran categoría, en pensiones de segunda donde vivían
escritores de tercera, en el metro, en los campos Elíseos, en el café de la
esquina de la Avenue d'Arbre Sec al anochecer, en las madrugadas bajo la torre
Eiffel, a mediodía en el Quai de l'Horlogerie, al amanecer en la puerta de la
Conciergerie por donde sacaron a la reina de los franceses para llevarla al
cadalso y en cada tienda de antigüedades que visitó Juan Emar mientras vivió
ahí. Pero... n... ñññg... gggñ... nada es para siem... siempre. Un día
cualquiera al despertar dijo: "Honoré, ya esta bueno" (en esa época
yo me llamaba con mi nombre verdadero: Honoré de Beau Sac). "Búscate otra
amante porque yo vuelvo a vengarme del que tuve allá" y pa... partió
ñññgg, antes que yo pudiera terminar el desayuno. Le grité, mientras escapaba:
"¡P... Pre... Preferiría no hacerlo jamás!" y me vine tras ella.
Kepa Uriberri
Editamos, publicamos y promovemos tu libro.
Visítanos: http://editorialatreyo.yolasite.com