“Kaya se siente poseída por la música en las rondas
de primavera y en la lucha de las aldeas en que el botín es ella misma. La
lucha por la doncella concluye y culmina en el cortejo del sabio anciano, que
ella en su pensamiento íntimo identifica con el viejo Rrrrabanito.”
Verdad es
Kepa
Uriberri
(Escritor chileno)
– Quisiera que –me dieras tu opinión sobre este
fragmento – dijo el albañil, acercándole el cuaderno Navegante, escrito con
letra dispareja.
El anciano leyó:
«Ella corrió hacia él con el rostro iluminado y los
brazos abiertos, como si fuera la pájara del triunfo que volaba al ras a
capturar a su presa desprevenida. Abrió, a su vez los brazos, lleno de sorpresa
y alegría. La recibió y la levantó brevemente del suelo. Al dejarla otra vez la
miró a los ojos y aprisionó su cara, suavemente, y luego la besó sin fuerzas.
Ella se dejó besar, pero luego se apartó, no con rechazo, sino con ironía.
«– ¿Qué cree que está haciendo? Tal vez está
confundido – dijo y soltó una risa que pretendía ser ingenua, pero que era
coqueta y llena de intención».
Empujó, con violencia y desagrado el cuaderno, de
vuelta hacia el albañil.
– Las cosas no sucedieron así de ese modo – dijo
con rabia. Alcanzó a leer sin embargo una línea suelta, más abajo, antes que al
albañil cerrara el cuaderno con sonrisa amarillosa y cínica, que decía: «... ¿o
acaso usted cree que entre nosotros no puede haber deseo?» y seguía más
adelante: «... siento deseos por usted...», pero el albañil cerró el cuaderno
antes que pudiera deducir quién, en esa versión mañosa, se expresaba de aquella
manera. En las imágenes profundas de su conciencia vio a Kaya que le decía, con
el rostro acongojado pero tranquilo: "¿Acaso usted cree que yo no puedo
amarlo? ¿O cree que yo no tengo deseos como cualquier mujer?". La imagen
disolvió la rabia que el escrito del albañil le había producido y sintió una calma
tal que se acercaba a la alegría, como si lo visto ahí, en esas páginas de
letras desordenadas que podían crecer o hacerse mínimas en su avance, a la vez
que se elevaban o caían en un raro caos, pero que no afectaba a la claridad de
su intención; hubiera sido un oráculo indesmentible.
– Pero así serán – respondió el albañil,
sosteniendo la sonrisa que siempre era casi un desafío y agregó: – La realidad
se va construyendo sólo muy lentamente. Nada más que el paso del tiempo y las
manos del artesano que maneja la fragua de los hechos llegan a darle su forma
definitiva y a endurecerla, sin importar como ocurrieron los sucesos. Al final
la verdad es lo que queda escrito.
– Eso es completamente ridículo. Las cosas son como
suceden. Esa es la verdad y la realidad. Sin importar como la percibas o lo que
crea cualquiera, lenta o rápidamente, con artesano o fragua: La verdad es una
sola e inmutable aunque se defienda otra diferente. Ya lo mostró a la historia
escrita Galileo cuando para evitar que la Inquisición le cortara el cogote o lo
quemara en una hoguera, purificadora de la fe, reconoció estar equivocado, a
pesar de conocer la verdad y abjuró del heliocentrismo. Después diría:
"Eppur si muove". Verdad única e inmutable.
– Mal ejemplo: Durante años el sol giró en torno a
la tierra. Así estaba escrito y así era. Luego cambió con Galileo y el sol se
detuvo. Entonces la tierra y todos los astros giraron en torno al inmutable
sol, hasta que vino Nietzche y su padrecito Zaratustra, espejo de Zoroastro y
asesinó de un plumazo a Dios y echó a correr al sol. Desde entonces hay una
nueva verdad escrita, donde todos los astros se mueven, palpitando, por ahora,
con el universo creciente.
Rrrrabanito estalló en risas, llenas de burla y
dijo:
– Estás lleno de confusiones. Nietzche sólo emplazó
al sol y su soberbia con su Zaratustra, que no es Zoroastro. Dijo que Dios
había muerto, pero todos hemos seguido venerándolo y lo mantenemos vivo. El
sol, la tierra, el universo y todas las cosas se han movido siempre unas en
torno a otras. Cuál se mueve y cuál está quieta es una cuestión de referencias
para la ciencia o para el observador. Para ti, el sol sigue saliendo cada día y
cada día se pone, rodando en torno a esta vieja bola por los siglos de los
siglos. ¡Nada ha cambiado! Lo que cambia es el conocimiento, no la verdad.
– Hablas de la verdad como si fuera algo tangible,
pero no es así. La verdad es una sustancia sutil que se forma en el éter que
nos envuelve, a partir de lo que cada uno cree cierto e inmutable. Esa
sustancia va tomando forma, hasta que finalmente es escrita, en una ley, en una
fórmula, en un código, una norma, una historia, una leyenda, una novela o una
fábula. Es el gran acuerdo de todos; lo que todos aceptan que sí: Que así es,
porque quedó escrito.
– Estás loco. No tiene sentido. La realidad no se
hace por mayorías. Sólo es así.
– Para que te doy vueltas tu argumento. Las cosas
son como quedan escritas y no hay caso de discutirlas: Dices... No dices...
Dijeron que... y lo escrito sigue escrito, tal como dijiste: Ya es inmutable;
es el acuerdo... todos lo aceptan y ya.
El viejo meneó la cabeza con impaciencia. En su
pensamiento profundo, naciente, vio una parvada de palomas, como las que había
en la plaza cuando fue niño, cuando quería alcanzarlas, cuando quería tener una
para sí y corría entre todas ellas intentando agarrar aquella casi blanca.
Entonces volaban todas: decenas o centenas, ¿miles? en un desorden caótico en
el que sin embargo jamás una paloma chocaba con otra y caía despaturrada y
sorprendida al suelo; tampoco chocaban con los paseantes o con otros niños, o
con él mismo, de modo que pudiera asir una. Los altoparlantes del ferrocarril
se abrieron y se oyó una voz femenina real, no automática: "Zeta siete,
zeta siete; estación Los Monjes. Supervisor de tráfico señor Rrrrabanito
Motototo". Dijo:
– Mira: ¡No! No pasó así y nunca, ¿te das cuenta?:
¡Nunca! va a ser pasó así ayer, mañana. ¡Qué estupidez! – y levantándose de la
silla se zampó el último sorbo de café de la taza, antes de agregar: – Me tengo
que ir – y señaló hacia donde venía la reproducción de los parlantes.
– La verdad fulmina a quien la conoce. Por eso la
negamos y no queremos conocerla. El que conoce la verdad verdadera se convierte
en estatua de sal. Quien pudiera ver el futuro estaría siempre anticipando la
verdad: Esa es la razón por la que se vive mirando al pasado, lo que no
significa que aquel no exista nunca, sino en tanto se hace presente. Está ahí;
inmutable como el pasado pero oculto al entendimiento, porque el futuro,
lentamente modela la verdad de modo que no destruya cuando se la reconozca.
El anciano sólo hizo un gesto de rechazo con la
mano y dijo:
– La amistad no me obliga a creer en tus patrañas,
aunque estimo y admiro tu maquinaria de pensamientos – y se fue con cierta
prisa, aunque no iba rápido.
El albañil lo miró alejarse. No arrastraba los
pies, a pesar de su mucha edad, pero tenía ese andar de piernas rígidas y algo
arqueadas, que se veía poco ágil, de los viejos y la espalda daba la idea de
estar tiesa y ligeramente inclinada hacia adelante, como si le costara mucho
llegar, al fin, a la posición vertical. Eso, pensó, le da un aspecto casi
vencido, como si tuviera una tendencia a la derrota irremisible. Su aspecto
general lo imaginó como el de una pera que caminara sobre unas patas postizas
fabricadas por un dibujante de caricaturas. Mirando los bolsillos laterales,
abultados, de la chaqueta, imaginó que ahí llevaría, arrugados, todos sus
sueños. Cuando desapareció en un recodo, casi como si se esfumara de a poco; en
lo profundo de sus imágenes, lo vio como un enorme duende; un enano inmenso.
Entonces volvió a abrir su cuaderno Navegante y comenzó a escribir de manera
frenética, como si temiera que las ideas pudieran escapársele.
Al llegar al portal que separa la zona comercial de
la de servicios del ferrocarril, había un hombre desastrado, que lo miraba con
atención, aunque su mirada era extraña, como si no necesitara enfocarse en su
objetivo, sino por el contrario, envolverlo con la vista de modo permanente,
pero de manera extremadamente tímida e imprecisa, aunque lo miraba fijamente,
sin distraerse, tal que no era posible pensar que esa mirada se dirigía a otra
parte y sólo había caído sobre él de modo eventual y al pasar. Era por completo
claro que aquella mirada constituía el preludio de la voz que lo acompañaría,
inseparablemente. Cuando el anciano estuvo al alcance de esta, el hombre dijo:
– Excelente señoría: Si tuviera a bien facilitarme
cuarenta pesos para un litro de pan – y mostró la mano abierta, la palma hacia
el frente y el pulgar recogido sobre esta. Rrrrabanito metió las manos en los
bolsillos de la chaqueta y escarbó en ellos. Sintió algunos elementos sólidos,
"quizás monedas", pensó y las extrajo llenas de papeles de colores,
de los que algunos cayeron al suelo. Sin abrir los dedos, de manera que no se
cayera todo el puñado apretado que había entre ellos, miró sorteando las
rendijas. Ahí encontró, casi escapando, entre el cordial y el índice, una
moneda de cincuenta pesos. Sin abrir del todo los dedos de la otra mano, también
pletórica de papelitos de colores y objetos absurdos, hizo un esfuerzo y tomó
la moneda que, luego, alargó al hombre. Dijo:
– Los diez de vuelto son a cuenta de la próxima...
– Su magnífica señoría los tendrá. ¡Téngalo por
seguro! –. Hizo una profunda reverencia y al levantarse su vista, difusa del
todo, ya buscaba otro parroquiano.
En la zona de las boleterías del ferrocarril se
cruzó con una mujer muy alta, vestida elegante, maquillada como si fuera una
modelo a punto de entrar a la pasarela o como si fuera a una fiesta muy fina.
El vestido rojo fuerte, muy ceñido, sin embargo era demasiado vistoso y dejaba
sospechar toda la geometría de su cuerpo perfecto cuya distinción subrayaba con
los zapatos de tacos altísimos. Pensó: "¿Qué hace esta mujer tan bella,
con tanto estilo, en el metro?". La mujer le devolvió la mirada,
desafiante y fría como un cristal azul, como si hubiera escuchado todos sus
pensamientos. Entonces se dio cuenta que si bien juzgaba la imagen a la vista,
que permaneció mucho tiempo en su pensamiento, en lo profundo de su imaginación
la mujer estaba desnuda, sólo con los tacones altos. Resaltaba en aquella
imagen interior y espontánea, el vello púbico, el vientre suave y perfecto, los
pechos, los ojos claros, fríos y agresivos y la boca despectiva, en ese mismo
orden. Al hacer consciente esta imagen sintió un estremecimiento y quiso darse
vuelta para seguir a la figura que ya se alejaba, pero sólo suspiró. Entonces
recordó que ya había visto a la mujer, antes, en un vagón del metro. Subió al
tren hacia la estación de Los Monjes con la imagen visual de la mujer y aquella
otra nacida en lo hondo de su pensamiento perturbando su conciencia. Se sentó.
Frente a él estaba aquella otra mujer, a la que ya había visto varias veces, de
mirada plácida, que sin llegar a sonreír siempre parecía estar a punto de
hacerlo. No tenía maquillaje alguno y sin embargo todos sus rasgos parecían
subrayados por una suavidad especial que los llenaba de una belleza diferente.
No vestía de modo alguno con pretención, pero sí con regularidad y orden.
Recordó sus zapatos bajos, con suela de goma y sujetos con una trabilla;
también las medias de lana gris, llenas de pequeñas pelotillas producto del
lavado reiterado. Sus manos largas, como si fueran las de una artista o
ejecutante de piano, siempre juntas, jugaban con lentitud con algo
imperceptible que se escondía entre ellas. Al fondo de su pensamiento donde la
elucubración comienza en forma de imágenes primarias, se vio sentado sobre una
gran roca junto a esta mujer, conversando en absoluto y raro silencio. En
aquella imagen interior, volvió la mirada sobre ella y la vio vestida de monja:
"¡Es la madre Virtudes!" dijo, sorprendido, su pensamiento,
recordando a la severa monja rectora del colegio de su niñez, de la que él
estuvo enamorado hasta el día en que lo amonestó, en una rabia súbita. A partir
de entonces, aquella monja, había descendido del alto cielo, junto a Dios, ahí
donde el amor de niño es mágico y sublime, hasta un alto pedestal terreno,
donde se ama de un modo matriarcal, lleno de veneración, ansiedad y temor. Ese
día, que se repetía hoy, en este instante, como bandada de pájaros alborotados
en el interior de su pensamiento profundo, su primer amor se había reencarnado.
Tenía huesos y sangre, nervios y pellejo: Una piel rosada y hermosa, que
apelaba, que atraía. Esa piel estaba también bajo aquellos hábitos que se
estremecieron en el esfuerzo de dar el cachetazo que le había marcado la cara.
Esa carne era inquietantes piernas, a las que se había asido al recibir el
castigo, para no caer. Había, bajo aquellos hábitos grises, casi arcangélicos,
un vientre de suave curvatura, donde se había apoyado su mejilla herida,
buscando absurdo consuelo en su agresora. Entonces los pájaros se posaron en
las escolleras de la costanera otra vez, en reposo. Miró hacia la arena, frente
al mar, y ahí estaba tendida, con su mirar de hielo azul, completamente
desnuda, sólo cubierto su pubis de un sedoso vello color miel, que atraía su
mirada y deseo, la otra mujer; la elegante, la fría. Se dio cuenta que de una
extraña manera la mujer monja y la puta eran la misma, como dos gemelas y una
misma mujer dividida. Su conciencia dijo que era una sincronía extraña,
encontrar de manera sucesiva a ambas mujeres, a las que ya había encontrado
antes. Ya las conocía; pero sólo ahora las reconocía. "Quizás estoy
loco" se dijo. Recordó que antes de entrar al recinto de servicios del
metro, en el portal de entrada, había encontrado a ese hombre raro que le había
pedido cuarenta pesos para un litro de pan. Sólo ahora percibió la razón por la
que le había llamado la atención ese personaje que también había encontrado en
otro momento: "¡Por supuesto!" exclamó para sí. "Debe haber
leído la Montaña Mágica de Mann. Mynheer Peeperkorn hablaba de la ginebra como
el pan transparente, que se derrama". Pensó que "todos son
arquetipos: el mendigo y las mujeres. Más aún" agregó, "el mendigo
era la expresión del loco. Es un loco solitario. Quizás sea el loco del cartel
de Hesse: «Velada Anarquista, Teatro mágico, Entrada no para cualquiera. Sólo
para locos». Además estaba justo a la entrada en el portal que separa el
servicio del metro de las galerías de comercio". Sintió un torbellino en
su pensamiento y se preguntó: "¿Por qué? ¿Por qué pasó esto? Todo sincronizado,
como si fuera un aviso; una señal. Pero no puede ser. Si estuviera relacionado
cada suceso con el siguiente, entonces habría una voluntad guiando todo. Si así
fuera yo no tendría libertad ni voluntad: Todo estaría escrito de antemano; o
al menos sucedería según un plan escrito y entonces seríamos, Treshkaya y
yo y el mendigo y estas mujeres, una creación del albañil". De nuevo los
pajarotes, posados en las escolleras que defendían la costanera, volaron en
desbandada como si alguien hubiera lanzado una piedra en medio de ellos y
nublaron la escena profunda del pensamiento. "¡Imposible!" dijo para
sí, pero meneó la cabeza suavemente, esbozando casi una sonrisa. En ese momento
su mirada cruzó la de la mujer que tenía al frente, que sonrió como si hubiera
escuchado todos sus pensamientos y entornó comprensivamente los ojos. Los
pajarotes se disolvieron en el aire y en esa imagen interior profunda sólo
quedaron ella y él, sentados en la arena de la playa, conversando animadamente,
aunque no sabía de qué hablaban; quizás de algo tan secreto como los
pensamientos tranquilos de ella, que se tejían entre sus dedos, los cuales no
paraban de jugar entre sí y con algún elemento que nunca llegaba a ver. En la
lejanía, junto al portal por el que se salía de la playa estaba la mujer de
mirar de hielo, desnuda, sólo cubierta del vello púbico, que desde aquí no
alcanzaba a distinguir de ningún modo, e intentaba salir, sin conseguirlo,
porque el hombre extraño le pedía: "Su excelente hermosura: Si tuviera
cuarenta pesos para un litro de pan", pero ella no los tenía: Su cartera
estaba tan desnuda como ella. Rrrrabanito pensó que el mendigo era el guardián
de aquel portal, "por el que sólo me dejaría pasar a mi, o tal vez no.
Quizás sea sólo para mi, pero tampoco podría pasar porque ya no tengo cuarenta
pesos". La monja dejó de jugar con sus dedos por un instante y dijo:
– Ella ya no puede pasar porque está desnuda. Porque está desnuda ya no tiene
misterio –, y retomó el juego de sus dedos. El viejo miró otra vez el portal y vio
a la mujer desnuda que estaba sentada, ahora, a un costado de la puerta, en
actitud de espera y a pesar de estar demasiado lejos, su mirada de hielo le
llegaba amenazadora, de manera que tuvo que guardar silencio y olvidó
completamente de qué había estado conversando con la monja. En ese momento el
tren se detuvo y por los altavoces una voz automática dijo: "Estación del
Cacique, combinación con la línea del sur oriente". La mujer se levantó de
su asiento e hizo una muy leve inclinación de cabeza, como si se tratara de una
despedida casi imperceptible y descendió. Dejó tras de sí un aroma que apenas
se distinguía a colonia Ideal Quimera, como si sólo propusiera su fragancia.
Junto a la gran cantidad de gente que entró al vagón, penetró un olor a carne cruda
caliente, como una vaharada que ocupara el sitio de los muchos que habían
descendido. Durante el resto del trayecto, hasta la estación de Los Monjes, el
anciano intentó, sin éxito, explicarse por qué habría tenido aquel encuentro
con esas personas y cual era su significado. "Debe tenerlo" se decía.
"Todas ellas, esas personas y sus circunstancias, todas, encerraban en sí
mismas algún tótem místico y trinitario: El evangelista, la virgen y la
prostituta".
Ensayaban La Consagración de la Primavera de Igor Stravinsky, para el siguiente
ciclo de la temporada de ballet. Treshkaya encarna a la doncella, sobre la cual
se ejecutará el rito de consagración que culmina el ballet. Los bailarines
comienzan la danza en un apretado círculo, recogidos. Al centro de este,
envuelta en sí misma está la doncella, como una semilla de la enorme flor
compuesta por el cuerpo del ballet. La flor se abre acompañada de un sobreagudo
del solo de fagot. De ella surge al mismo ritmo la doncella, desnuda, lenta
mientras la flor estalla y se disgrega. La doncella parece una semilla que
germina, mientras de la flor van surgiendo los jóvenes hombres que esperan su
metamorfosis. Al terminar ésta, ella huye, perseguida por los hombres que le
dan caza y alcance, en el juego del rapto. Tanto la música como la coreografía
son extrañas, diferentes. Kaya se siente poseída por la música en las rondas de
primavera y en la lucha de las aldeas en que el botín es ella misma. La lucha
por la doncella concluye y culmina en el cortejo del sabio anciano, que ella en
su pensamiento íntimo identifica con el viejo Rrrrabanito. Ahí, en esas
imágenes primarias, antes que estas se aten a la razón o la voluntad, el baile
es un largo paseo por el Parque Real, donde ella va de la mano de Rrrrabanito.
El no habla. La música lo hace por él. Ella danza a su alrededor sobre los
prados. El cuerpo del ballet se ha transformado en paseantes silenciosos de
domingo por la tarde que se deslizan por los senderitos del parque. El anciano
y ella de pronto están en los juegos de agua de la gran pileta: Limpios,
hermosos, poseídos en el cortejo por un amor alegre y completo. Los juegos del
agua son música que los conduce. El cortejo culmina con la unión de ambos
rodeados, en medio del agua, por el cuerpo de ballet compuesto de los paseantes
silenciosos de domingo, en la flor que recoge sus pétalos al caer la tarde. El
anciano es ahora igual a sí mismo, pero joven y hermoso. En el agua ejecutan la
danza sagrada de la primavera en la que el joven anciano posee a la doncella.
En las imágenes interiores el anciano no se parece a sí propio, mientras la
bailarina sin dejar de representarla a ella no es ella misma sino una
interpretación. Kaya se pregunta, mientras danza en el ensayo: "¿Por qué
nosotros no somos nosotros? ¿Cuál es el sentido de esa escena donde la danza de
la tierra está trocada por la del agua, como si la fertilidad estuviera trocada
por el perdón? ¿Por qué el anciano que representa la sabiduría está cambiado
por la juventud, cuyo signo es la fuerza? ¿Y por qué yo misma no soy yo, sino
alguien diferente que representa mi rol?". No encontró respuestas, en
especial a lo último, entonces creyó que quizás lo interpretaba de un modo
engañoso. La música que se escuchaba en el ensayo, en uno de sus raros
contrapuntos estalló en la danza del sacrificio de la doncella, los timbales
golpeaban; quizás los fagotes, extremaban el sobreagudo y la orquesta se iba
integrando al drama de la danza. "¿O soy yo, pero en representación
de alguien anterior?" pensó, como si también en su interior, en el
pensamiento que no razona, sino que es sólo fuerza, impulso, semilla, también
estallara la intensidad de la orquesta.
Por fin concluyó el ensayo, pero Kaya continuaba
cavilando en el sentido que esta danza tenía para ella, aún cuando a ratos intentaba
deshacerse de estas divagaciones, cuando le parecía absurdo que hubiera una
real sincronía entre la música de Stravinsky, esta coreografía y su vida
personal. Recordó el cuaderno Navegante del albañil, vio la letra dispareja que
parecía variar sus formas y tamaños como si emulara las variaciones de ritmo,
tono, intensidad y fuerza de la música. Pensó que el albañil no podía, con sus
historias, crear la suya. Del mismo modo, "con más razón", se dijo,
"es imposible que La consagración de la primavera haya sido escrita para
mi. Y de ningún modo quisiera creerlo, por lo menos". Con todo, la asaltó
la duda irracional, esa que se construye a partir de la caca de los pájaros que
vuelan en el pensamiento y se convierten en supersticiones y temores absurdos.
Entonces sintió la necesidad imperiosa de hablar con el anciano, de llevarlo el
domingo a un paseo al Parque Real y visitar sus pardos soleados de primavera,
caminar sus senderos de maicillo, vivir, ahí, algo de la nueva explosión de la
vida, visitar la pileta y quizás mojarse las manos y las caras con sus juegos
de aguas, desafiando los augurios y temores, a la vez que hacerlos, de algún
modo, reales, o sepultar cualquier esperanza o temor vano, para siempre:
"Necesito saber si Rrrrabanito me ve como una mujer o como una hija, o
¿tal vez soy sólo parte de su propio rito sabio de otra nueva primavera?".
De regreso, en el metro, se veía caminando lento,
de la mano del viejo que en su ensueño era joven y más alto. Sin dejar de ser
él mismo, era más hermoso y sus manos duras y llenas de carácter no parecían de
cuero curtido, sino de piel lozana y apretaban suavemente al caminar, tomados,
por una alameda larga que no existe en el Parque Real y que se veía dorada por
el tapiz de hojas otoñales a la luz filtrada entre las ramazones casi desnudas
de los álamos. La escena, que no era de primavera, la llenó de melancolía y le
produjo una sensación física en el vientre y el pecho como cuando se espera una
sorpresa inminente, pero largamente deseada. Al final de la alameda había un
prado enorme, rodeado de pequeños macizos de acantos y rosas florecidas en
plena primavera; al centro está la fuente de agua con sus juegos danzantes.
Ella corre y baila en el prado que no es obstáculo para las pirouttes y otras
figuras. Kaya se ve desde fuera de sí misma, desdoblada, como si fuera
espectadora de su danza en el escenario verde. Oye en su interior la
Glorificación de la elegida mientras el anciano, joven, se acerca a la
bailarina. Ahora el prado y los juegos de agua son un gran escenario donde Kaya
se contempla a sí misma y se dice: "Esto no es real. No puede ser
real". Este raciocinio la trae de vuelta al carro del metro, sin embargo
en sus imágenes interiores el gran escenario es el Parque Real y está, junto a
la pileta en el prado fresco del verano, sentada junto al joven viejo. Se miran
a los ojos y saben que se aman. Es la culminación de su paseo necesario,
mientras se escucha la acción ritual de los ancestros. La primavera es
romántica y está floreciendo en las rosas y en las raras flores de los acantos
de cáliz duro y dulce. "Pero qué importa" se dijo; "en mi sueño
es real, y ahí puede ser como yo lo deseo". Este pensamiento destruyó sus
imágenes interiores, como si de pronto un pájaro se posara con estrépito en
ellos y apareció, a lomos de este pájaro la sonrisa manchada de amarillos del
albañil y en torno a esta la expresión cínica de aquél, sosteniendo el cuaderno
Navegante en su mano tosca, que hacía pasar las hojas donde estaban escritos
con anticipación los sucesos que poco a poco se iban haciendo realidad.
"Pero es muy distinto" pensó Treshkaya. "Yo no pretendo que mis
sueños sean la realidad". Miró, sentenciando el final de aquel pensamiento
perturbador, a los escasos pasajeros del tren, cada uno sumido, tal vez, en
otros sueños cuya suma, podía ser que en algún momento lograran sincronizar la
realidad y se hicieran vivos. Volvió entonces sobre los pasos de sus sueños y
razones y creyó que quizás si llegaban a ser suficientemente intensos pudieran
atravesar la cortinilla sutil e imposible que separa la realidad de los deseos.
Bajó en la estación terminal del Parque de las
Empresas. Mientras las largas escaleras mecánicas lo subían hacia la
superficie, poblada de la modernidad imaginada por el sueño de arquitectos,
sintió el peso de la inminente realidad que se acercaba. "Ya llega el
final y es inevitable" pensó. Subió al montacarga junto a muchos, que iban
descendiendo luego, en las obras aceleradas de terminación en los pisos
inferiores, a los que daba prioridad la constructora como si quisiera dejar muy
avanzadas y vendibles las obras antes de un desastre inminente.
– Usted que es enterado, compañero: ¿Qué ha
escuchado de los despidos? – le preguntó uno de los pocos que lo acompañaba
hasta los pisos más altos. Como si no saliera del todo de los pensamientos más
profundos, sólo dijo:
– Ya comenzó la crisis del noventa y siete.
– ¿Cómo es eso, compañero?
– Ya llegamos al piso noventa y siete – aclaró –.
Aquí se tranca todo. La empresa tiene problemas en todos lados, en todas las
obras. Pero no es problema de esta obra. Es de la inmobiliaria que tiene
problemas de platas con otros proyectos mucho más grandes que este. A esta obra
le llega de afuera el problema, de rebote: ¿Me entiende usted?. De ese modo no
podemos hacer nada para solucionarlo, según dicen los jefes de acá. Sólo pueden
despedir gente en cuanto van terminando lo que hacen. Yo por ejemplo me voy en
el noventa y ocho; ya casi no me queda nada, porque estamos terminando lo
último del noventa y siete. Si ya casi no tengo nada que hacer que no sea
esperar instrucciones.
– A nosotros, los capataces sólo nos dicen que cuidemos el trabajo porque la
cosa viene dura. Todos los días llaman a una cuadrilla y los despiden a todos,
así que no sabemos qué esperar.
– Agarrarse firme no más compañero, esto ya se veía desde hace mucho que venía.
El piso noventa y siete ya estaba terminado. Sólo
faltaba que las cuadrillas de instaladores y terminaciones hicieran su trabajo,
de manera que el albañil bajó del montacarga y subió al plano del piso noventa
y ocho donde lentamente se armaban las enfierraduras y los paneles de madera
para recibir el concreto. Todo se hacía a un ritmo lento como de espera, como
si de algún modo todo fuera inútil, de manera que había largos períodos en que
toda la obra se detenía. El albañil se sentaba, entonces, mirando hacia los
altos cerros de la cordillera y los enormes edificios que emulaban su
geometría. Miró el cielo inmenso y vacío donde siempre planeaba algún enorme
pájaro en las alturas, como si vigilara la lenta invasión de estos montes
regulares, elevados por los hombres, que pretendían engañar a la naturaleza con
sus formas iguales aunque disparejas. Se imaginó a sí mismo como ese enorme
pájaro mirando la realidad desde alguna altura inconmensurable, donde era
posible avisorarlo todo. Buscó su morral y sacó el lápiz que mordió por la tapa
cuyo sujetador muy abusado había perdido toda la forma y parecía dispararse
apuntando a un lado cualquiera. Sacó el cuaderno Navegante, ya casi
completamente lleno y lo abrió en las últimas páginas. Durante un rato leyó lo
que ya estaba escrito, como si quisiera de ese modo adentrarse otra vez en la
ficción que se alojaba ahí, en letras despaturradas, aunque muy legibles, a
pesar de las variaciones de tamaño dramáticas o del ascenso y descenso
sorpresivo de la línea de escritura. Pasados unos minutos tiró el lápiz,
dejando aprisionada entre sus dientes, por el sujetador, la tapa plástica y
trazó muchas líneas una sobre otra, hasta conformar una separación gruesa entre
el texto último y lo que venía, aún en blanco. Ahí escribió: "Es trece de
noviembre", la letra era grande y pesada aunque la caligrafía parecía
intencionalmente infantil, quizás porque la fecha era del todo falsa. Es
posible que correspondiera a la fecha de la ficción o algo así; noviembre había
quedado atrás hacía mucho tiempo y tampoco era trece del mes en curso. Quizás
sentía alguna culpa que debía afirmar con una letra sólida, gruesa, redondeada,
gladiola, como la que enseñan las monjas en los colegios religiosos para niños
pobres. «Al fin quedó terminado el noventa y siete y este noventa y ocho sólo
será un fracaso dentro de lo que queda. Por mi lado casi sólo me ocupo de los
aguiluchos y cóndores que nos sobrevuelan, llenos de burla. Ellos, como yo mismo,
mientras escribo estas líneas, saltan de lo alto de los riscos donde tocan la
tierra que enjuician desde lo inconmensurable y sobrevuelan las miserias que
voy escribiendo hasta construir, con precisión y lentitud, la realidad de hoy,
vista desde lo más alto de algún futuro». Releyó, dio algunos toques a la
redacción, cambió, tachando "de la nada que resta" y escribió debajo
con letra casi microscópica como si fuera una nueva forma destinada a crecer y
sobreponer a lo tachado: "de lo que queda"; añadió "aguiluchos
y" encima y delante de cóndores y marcó una seña para indicar la
inserción. Volvió a leer e hizo un gesto de insatisfacción. Quizás pensaba:
"En fin; no me gusta pero después puede ser pulido, cambiado o
suprimido". También es posible que se dijera: "No tiene importancia;
sólo es una digresión de lugar" probablemente a esta idea correspondió el
encogimiento de hombros. Miró largo rato lo escrito, miró también el cielo
donde evolucionaba un sólo pajarote enorme. Posó, como si él mismo fuera ese pájaro,
la punta del lápiz sobre "aguiluchos", luego sobre la "ese"
final, como si quisiera eliminarla; luego hizo lo mismo sobre
"cóndores" pero tampoco pudo decidir nada, como si sostuviera una
discusión con una voz interior que le argumentara que sólo había un pájaro en
la inmensidad del cielo, pero que él mismo argumentara que al no lograr saber
cuál pájaro era, entonces se hacía, no sólo plural, sino que de vaga estirpe,
justificando la multiplicidad de especies e individuos. Pareció quedar casi
convencido y sonrió, tal vez festejando su triunfo y trazó, de nuevo, bajo la
digresión, una raya múltiple y horizontal, que la cerraba. La certeza notoria
en la velocidad del trazo, parecía decir con alegría: "¡Eso es! ¡Nada
más!".
A continuación escribió:
«Lo esperó todo lo que fue necesario en aquel café,
en alguna de las galerías de la estación de la Plaza de los Constituyentes.
Sabía que tarde o temprano el viejo pasaría por ahí a tomar desayuno, sin
importar si era martes o sábado, ni tampoco si eran las siete de la mañana o de
la tarde: "Él nunca sabe, no quiere nunca saberlo, o no puede, en qué día
está o qué hora es. Sólo vive del impulso de su fisiología" se dijo
Tereshita, no sin un esfuerzo por sostener aquella posible ilusión. Es que
quizás el viejo sí sabía todo, pero sólo era un simulador. Así lo creo yo, al
menos debo creerlo; porque él está intentando nacer de nuevo o bien trazar
gruesas líneas bajo el texto del relato pasado: Aún no lo sé; aún no lo decido.
La única hora más conveniente, como se quiera que sea, eran las cuatro de la
tarde, porque el día era de sol y los parques, de seguro, florearían a esa
hora, con aquella magia tan especial que sólo se da a esa hora. Es posible que
en alguna época del año las siete; hora del atardecer, sea más romántica y
llame a las parejas a abrigarse uno contra el otro, sin embargo, no estimo que
ese pueda ser el caso; de manera que eran casi las cuatro cuando el viejo
apareció en el café donde Tereshita se había instalado a las siete y veinte de
la mañana. A ratos había salido a mirarlo por las galerías, pero había vuelto,
una y otra vez, convencida que si lo encontraba, sería en este lugar. Tal vez
había anclado, a ratos, en alguna vitrina de lencerías o de zapatos, a perder
el tiempo; quizás haya entrado en más de alguna tienda de aquellas vitrinas, e
incluso es muy posible que se haya probado una blusa, zapatos, un sostén de
encajes, que se haya enrollado al cuello un pañuelo naranja y otro calipso.
También puede haber pensado en la bailarina que interpreta el papel de la
segunda elegida en la lucha de las aldeas, que se haya mirado al espejo
pensando en ella cuando se probó ese sombrerito de alas anchas del color del
café aguado, o habrá pensado en su madre cuando se calzó esos guantes de punto,
o en Mrs. Crownhead cuando se envolvió los hombros en un chal de espuma que
parecía demodé. Sin embargo siempre volvió al café con la esperanza de
encontrar ahí al anciano tomando desayuno. Ninguna distracción fue suficiente
para olvidar su propósito. Ni esos zapatos de tacones muy altos y agudos, con
los que se habría visto sorprendentemente elegante, ni aquella blusa muy
escotada que le daba un aire tan audaz y refinado, ni esos pantalones de raso
que parecían convertirla casi en una princesa del glamour, o aquellos otros,
que siendo bellísimos, por desgracia no estaban en su talla, ni menos esa
colección que tanto le había gustado excepto que no había un color que le
satisficiera del todo, ni aún aquellos del color de las rosas mustias. Así le
dieron las once de la mañana, hora en que, ella misma, tomó un segundo
desayuno: Café con leche y galletitas saladas de dieta; antes de volver a
aquella tienda donde había visto esa lencería negra o quizás del color del café
muy cargado, con calados de encaje tan pequeñitos que parecían una fina tela
transparente. Se probó el conjunto completo, se miró en los espejos de cuerpo
entero, imaginó que aparecía en algún dormitorio lujoso, donde el viejo la
esperaba en una cama enorme, con esta fina lencería y abría los brazos en un aleteo
como el de Odile, vestida de cisne negro. También encontró una tienda de
adornos kitsch, donde estuvo a punto de comprar unas bailarinas de baquelita
vestidas de Carmen bailando la danza de Escamillo y una lamparita pequeña, de
velador, que simulaba un borrachito, hecho de trapo, a punto de caer al suelo,
sujeto de un farol con globo empavonado, que decía "BAR". Pensó que
podía comprarle esta lámpara al viejo, como regalo, pero luego se arrepintió,
porque creyó que podría parecer una insinuación impropia. En ese momento había
visto que eran ya las dos y cuarenta de la tarde, de modo que volvió al café y
aprovechó de hacer un almuerzo liviano, con una ensalada verde, salpicada de
trocitos menudos de jamón y ave. Al término del almuerzo salió a recorrer tiendas
de baratijas y revolvió hilos, botones diversos de múltiples formas con
triángulos, discos, bolitas, ovales, oblongos, cóncavos, de dos agujeros para
el hilo o de un pasador, de baquelita, de nácar, de cuero endurecido, de
ebonita áspera, verdes vejiga, rojos sangre, azules eléctricos, marrones,
bermellones, con cuatro agujeros e incluso unos tan extraños que tenían tres y
también agujas de diversos tamaños y tipos, para tejer croché, para bordar,
para urdir, para coser simple, para surcir calcetines, con su correspondiente
huevo de palo brillante, botines de niños pequeños, hechos de lana rosa y
celeste, con cintas de raso. Muchas cintas de distintos grosores y colores
todos fuertes y atractivos, también de satín y hasta algunas más oscuras del
color de los malos pensamientos o de la baja lujuria. Al pensar en lujuria,
creyó prudente visitar alguna joyería vecina, que exhibía anillos, pulseras y
collares de fantasía, con piedras de lapislázuli, de jade, esmeraldas, de plata
opaca, de plata brillante, de plata española y mejicana, o también de alpaca de
Bolivia, oro de tíbar y también obrizo. Se probó anillos de diamantes
verdaderos y falsos, de brillantes pequeñitos como ojos de musaraña, montados
en platino u oro blanco, joyas de cobalto y níquel o de estaño y cadmio; hasta
que fueron las tres y media y volvió al café, casi vacío. Sólo dos escolares
que hablaban a gritos sobre la nada, llena, para ellos de algún significado
gracioso y frívolo, una pareja de cierta edad que no se miraba pero que parecía
estar forzosamente de acuerdo en todo, un estafeta de alguna empresa que leía
el vespertino, abierto en la página de deportes, donde se elucubraba con la
transferencia de algún jugador nacional, por cifras siderales, de un club
italiano a otro inglés y una señorita de lindos ojos y boquita pintada que
comía pastel de crema y parecía sonreír permanentemente. Tereshita buscó al
viejo y no lo vio. Fijó la vista en la señorita, por un breve instante y pensó
que le gustaría ser ella, o al menos serlo por un momento, y sentirse tan feliz
y plena como ella, pero luego pensó que una felicidad tan solitaria no podía
sino ser producto de una tristeza casi perenne, si no una falsa felicidad.
"La verdadera felicidad no es persistente" pensó, "sino fruto del
contraste con el conocimiento de tantas tristezas y angustias". Volvió a
salir del café, siempre pensando en aquella señorita, sin saber por qué. Se
decía que alguien que es capaz de sonreír en soledad, está evocando una alegría
reciente, tan esencial que borra muchas tristezas, muchas penas, capaces de
ensombrecer por muchos días la expresión de cualquier rostro. "Alguien que
sólo vive alegrías, tiene emociones tan iguales, sin matices, que su rostro no
es capaz de mostrar sino el vacío". Cavilando en esto, se sentó en un
asiento de madera en la mitad de una galería, tratando de encontrarle algún
sentido persistente a la alegría, a la felicidad, a la pena y la tristeza y su
valor en la construcción de la felicidad, mientras tan lentamente se hacían las
cuatro de la tarde.
«A esa hora apareció el viejo, con su andar lento,
como si la vida no requiriera jamás de apuro alguno, con el rostro
absolutamente inexpresivo como el de todos los trashumantes urbanos. Al ver a
Tereshita sonrió como sonríen los viejos cuando al fin encuentran a sus hijas,
o hijos, en medio de la multitud, en esa mezcla de amparo y alivio que sigue a
la soledad cada vez más acuciante de los años. Pensó que le agradaba tener a
alguien a quien amparar y también en quien refugiarse. Ella sintió la alegría del
plan cumplido, a la vez que la sorpresa del momento de ver realizado un deseo
tan acariciado. Se levantó de un salto y corrió hacia el viejo los escasos
metros que los separaban. Se colgó de su cuello con alegría y hubiera querido
besarlo en la boca, porque de verdad lo amaba, pero pensó que quizás al viejo
le molestaría. Oprimida contra su brazo, caminó junto a él hacia el café donde
se sentaría a tomar su desayuno. Una vez instalados en alguna mesa, al momento
de tomar el primer sorbo de café, el viejo se detuvo y dijo:
«– ¿Tú no comes nada? ¿Es que no tomas desayuno?
«– Ya tomé dos veces mientras esperaba. Incluso
almorcé – respondió sonriendo–, te estaba esperando desde temprano para
invitarte a pasear al Parque Real.
«Tomó un sorbo largo de café, mordió el pan con
jamón y queso derretido. Masticó lentamente. Tragó sin apuro, como si no
hubiera nada que decir. Con los ojos entrecerrados la miró en silencio,
mientras agitaba muy lentamente, arriba y abajo, como si confirmara, la cabeza.
Por fin dijo:
«– ¿Con que al Parque Real? ¿Y por qué al Parque
Real?
«– Es tan bonito, tan soleado y con tanto pasto
verde. Es como un enorme escenario. Ahí me gustaría bailar contigo; o al menos
caminar del brazo.
«– ¿Y helarnos de frío allá afuera? ¿Por qué no te
llevo, mejor, a conocer el parque interior en la mole comercial de Vista
Hermosa? Es techado, está climatizado, conecta directamente con el ferrocarril
metropolitano y así no tengo que abandonar mi trabajo –. El viejo sabía que
todas esas razones eran falsas, que mentía, que no quería ir al Parque Real
para no salir del interior del metro, porque tenía terror de enfrentarse a sí
mismo allá afuera y volver a ser aquel otro que había sido. Quizás allá afuera
había quedado, incluso, la culpa por la muerte de su padre. Quizás aquí abajo,
donde la ciudad se trazaba de nuevo, copiando calles y avenidas de la
superficie, era inocente porque había iniciado todo de nuevo, aunque fuera
tarde, pero de algún modo había cruzado al otro lado del espejo desde el que no
quería volver.
«Las razones de Tereshita fueron inútiles: Que el
sol era bueno, que no hacía frío, que volverían temprano, que era más
romántico, que el parque con sus árboles y amplios pastos tenían un sentido de
libertad que acá abajo sólo se emulaban en el encierro, y por último, que eso
era lo que ella hubiera querido y que si acaso no quería hacerla, al menos, un
poquito feliz. Por fin el viejo cedió, "pero no ahora; tal vez la próxima
semana o en un mes". Pero ahora no, dijo:
«– Hoy vamos al Parque interior Vista Hermosa – y
al parque interior fueron.
«Tereshita sentía su ilusión y su felicidad
degradada, lo mismo que sus expectativas y su imagen romántica del paseo, pero
tenía que creer que así era mejor, que respetando al otro le mostraba su
entrega y amor.
«El Parque interior Vista Hermosa está en la mole
comercial de ese nombre, conectado a la estación Del Rey. Está justo al centro
del enorme edificio, en un plano amplio al que asoman desde todos los cuatro
pisos de la mole, terrazas que permiten ver a los paseantes en torno al enorme
reloj carillón de estructura metálica bruñida, cuyo tic–tac es perfectamente
audible cuando la noche avanza y el público se retira, dejando a los bohemios e
intelectuales de pacotilla que se sientan en las mesas de los restorancitos y
cafetines del entorno, a solucionar el mundo con utopías imposibles. Pero a
esta hora, cuando las familias pasean, se sientan en los bancos junto a los
árboles interiores, quizás de imitación, a tomar el sol que traspasa el techo
de cristal y a mirar a los niños que gritan y juegan en los parados de
poliuretano, a tomar té falso con leche reconstituida, y café de arvejas en
polvo, a beber bebidas de fantasía coloreadas con aspartamo y amarillo
crepúsculo, de sabor agradable, muy parecido al real e insufladas de gorgoritos
de carbonato que hacen felices a los niños y los llenan de flatos que disparan
cuando se columpian o se dejan caer por resbalines plásticos verdes desde
ventanas azules de castillos de imitación; a esta hora, con su bulla ensordecedora,
el solemne tic–tac del reloj enorme que mira paciente cómo los visitantes
gastan el tiempo de modo artificial y de manera inconsciente, no se escucha,
apagando la angustia de todos por el irrecuperable paso del tiempo cuyo destino
quizás sólo el viejo, ni siquiera Tereshita, tenía a la vista o más cercano. La
estación, a través de un portal amplio y una galería híbrida, entre el ambiente
de elegancia fingida de la mole y el utilitario del metro, con tiendas grandes
de joyerías y bisutería, de zapatos finos y otros masivos de precio general,
tiendas de lencería y de venta de calcetines y calzoncillos de algodón,
pequeños estancos de tabaquería y relojería, de venta de diarios y revistas,
también otras de alta tecnología donde se exhibe pequeños computadores abiertos
en ele, mostrando animaciones del ícono de la tienda o librerías de finos
libros de papel couché y otros portables para leer en el ferrocarril, de
autoras desechables y famosas, nacionales y extranjeras, de autoayuda, de
aventuras, otra de detectives y putas, alguna de misterios y mitos sobre Judas
y Magdalena, y uno que otro autor clásico en tapas duras, con grandes volúmenes
de mil tres páginas, como si el autor, en una faceta íntima y muy humana, antes
de alcanzar la gloria hubiera querido cumplir el desafío de sobrepasar el
millar de páginas con una novela, cuestión que después se convirtió, para él,
al menos, en algo fútil, pero para otros, obnubilados con la posible fama que
casi veían en su propio horizonte, quisieron imitar, doblando, aunque sea en el
título de la obra dicho número. Esta breve galería parecía ser una especie de
tránsito sabio entre ambos ambientes que luego se abre a la Plaza Mayor o
Parque Interior Vista Hermosa, de manera que quien llega desde el metro, al
avanzar por ella, va subconscientemente abandonando la imagen del viaje muchas
veces largo, para acceder a la del paseo que la mole le ofrece. Tereshita quedó
deslumbrada al atravesar esta breve galería de frívola belleza tan plástica, y
más aun al entrar al parque, construido con un sentido arquitectónico de
inmensidad agobiante, con la alta cúpula del techo de cristal trasparente y una
enorme explanada de pasto falso, con macizos de flores falsas en maceteros
verdaderos de cerámica de colores fríos, entibiados por el sol que caía a
través del techo vidriado, sobre las copas de árboles de naturaleza dudosa,
pero que parecían de verdad. Al entrar a este parque casi cinematográfico, casi
de fantasía, se soltó del brazo del viejo y dando un jeté largo, cayó en el
prado de poliuretano donde comenzó a girar en fouettés riendo con alegría
infinita. En ese mismo instante sintió que desaparecía una cierta molestia que
le comprimía el pecho.
«Después de bailar largo rato, ensimismada, aunque
siempre consciente que bailaba más que para sí misma, que para el viejo, el
enorme reloj, al centro del prado, detrás de ella, marcó seis largas campanadas
musicales que imaginó que emulaban a la Glorificación de la elegida, de la Consagración
de la primavera, entonces se dejó caer, llena de alegría sobre el fresco pasto
sintético, que se le antojó ligeramente húmedo de rocío, y sentada ahí le
extendió los brazos al viejo, invitándolo a sentarse junto a ella.
«– Ven – le dijo – siéntate conmigo aquí en el
pasto húmedo. Esto es tan lindo.
«El viejo sonrió como se sonríe al capricho de una
niña. Extendió su mano, que sacó de un bolsillo, y rozó con la punta de los
suyos, los dedos de la bailarina, casi como si se avergonzara de hacerlo. Ella
se inclinó para alcanzar la mano de él, que tomó con decisión y atrajo hacia
sí. El viejo cediendo a la presión se acercó hasta quedar junto a ella de pie,
sonriendo como niño estúpido y avergonzado: Así lo sentía. Pero de modo alguno
se sentó en el pasto de poliuretano, quizás más porque éste era falso y
sentarse ahí es posible que le pareciera que declinaba su imagen, como si
estuviera engañado inadvertidamente por el césped de mentiras.
«– ¿Acaso te avergüenza sentarte conmigo? –
preguntó Tereshita, al notar la reticencia.
«Rio bajito, avergonzado, y no dijo nada. Miró a su
alrededor, como si auscultara a la gente que paseaba, como si temiera que ellos
lo estuvieran examinando, como si recelara de su juicio, que sentía adverso.
«– ¡Vamos! ¡Ven! – insistió la bailarina. Sentía ella, en su fantasía interna,
que el viejo se negaba a elegirla para el cortejo del sabio anciano y sintió
una tristeza que ensombreció la alegría que le había producido la sorpresa del
paisaje de la plaza interior. Pensó que se traicionaba a sí misma y al ballet,
como si destruyera la Consagración de la primavera, al obligarlo. Se dio, pues,
por vencida y soltó los dedos del viejo y bajó la vista con tristeza».
La letra del albañil, mientras escribía, había ido
creciendo, lentamente, a la vez que se iba inclinando hacia la derecha, como si
quisiera avanzar más rápido, como si quisiera imprimir vértigo al texto. A la
vez, se iba elevando sobre las líneas del cuadriculado del cuaderno Navegante,
como si flotaran en el aire; como si se llenaran de alegría y optimismo, en
tanto que también ganaba en densidad y peso. Pero, al llegar a esta escena del
prado falso, de la oposición de Rrrrabanito a sentarse con Kaya, en la medida
que ella era invadida por la desazón y finalmente la tristeza y el fracaso, la
letra se hizo débil, pequeña, filiforme e irregular, con la misma precipitación
con que cayó hacia abajo, no sólo para chocar con su línea de base sino que,
incluso, traspasar su nivel, mientras la inclinación de la hampas y jambas se
invertía regresivamente, como si su ánimo frenara con intensidad. Finalmente se
detuvo, como si se hubiera desvanecido. Al hacerlo, la punta del lápiz quedó
clavada, paralogizada, en la "a" final de la "tristeza".
Después de un momento el lápiz se movió, repasando, sutil, la "a",
varias veces, obsesivo. El peso sobre ella aumentó, enegreciéndola, casi con
rabia, como si esa "a" concluyera, por sí sola y no por la voluntad
de su trazado, una acción que él aborrecía, que condenaba y le era impuesta, a
pesar de todo. De repente, con ira, el repaso retrocedió, casi rasgando el
papel, sobre la "tristeza". Al llegar a la "t", avanzó otra
vez hacia adelante, ahora con fuerza inusitada, creciendo sobre la letra
primitiva, como si al hacerlo provocara el mismo dolor cercano al placer
perverso que se siente al rascar la piel urente. El proceso se repitió dos,
tres veces, hasta que al final el lápiz cayó vencido sobre el texto y la mano
que lo había sostenido se elevó, junto a la otra, frenéticas, sobre los ojos
llenos de lágrimas.
Después de un momento, ya sereno, volvió atrás las
páginas escritas y leyó. Corrigió errores, cambió "suguro" por
seguro, se detuvo en "calzó" y creyó haber repetido la palabra de
modo redundante, de manera que retrocedió y volvió a leer las ultimas cuatro o
cinco líneas, sin encontrar nada. Leyó desde media página más atrás, pero
tampoco encontró nada, de modo que siguió leyendo no sin cierta molestia. Le
pareció que la frase "tomó un segundo desayuno, con café con leche y
galletitas saladas de dieta" estaba pésima; esos dos "con",
raspaban el oído aun sin leerlos en voz alta, pero no encontró una alternativa,
de manera que quiso forzarse a seguir, pero no pudo. Dijo a media voz: "de
café con leche...", marcando el "de" y se quedó pensando.
Argumentó: "Una estatua es de piedra, pero un desayuno no está hecho de
café con leche", subrayando siempre los "de", y se dijo
entonces: "Un desayuno se hace con café y con leche, entonces podría decir
con café y leche y ga..." pero se detuvo. No, así no podía ser.
"Lleno de yes suena pésimo". Intentó varias fórmulas que rechazó por
rebuscadas y absurdas, hasta que al fin, tachó y corrigió dejándolo así:
"tomó un segundo desayuno: Café con leche y galletitas saladas de
dieta". Se detuvo en "kish" y escribió una "t" dudosa
encima y una seña también dudosa que apuntaba desde la "t" a la
posición entre la "i" la "s". Pensó que luego buscaría la
palabra correcta y su significado preciso. Le parecía recordar una digresión de
Milan Kundera sobre esta palabra, que evocó como algo maravilloso.
"Quisiera escribir como alguno de esos monstruos", se dijo. Más
adelante se encontró con un asiento de palo y recordó haber escrito "para
surcir calcetines, con su correspondiente huevo de palo brillante". Le pareció
poco imaginativo que el huevo y el asiento fueran de "palo". Pensó
que le gustaban las cosas de palo y que solía cambiar madera por palo y se
avergonzó de ese ripio absurdo. Se acusó a sí mismo de "Midas del
palo" y cambió el asiento, haciéndolo de madera. Mas adelante tuvo dudas
de la palabra "trashumantes": ¿Llevaba esa "h"? ¿No le
faltaría una "n" antes de la "s"? ¿Y qué significaba, en
definitiva?: ¿Acaso se refiere a los eternos nómades? ¿Sólo a aquellos que
deambulan en ámbitos reducidos?. No podía asegurarlo, de manera que subrayó con
suavidad muy tenue la palabra pensando en recordar consultarla más tarde. Tuvo
el impulso de borrar donde decía ", porque de verdad lo amaba," y
llegó a apoyar el lápiz, casi iniciando la raya cargada, que la eliminaría,
pensando que con ella su escrito se convertía en una novelita rosa. Se detuvo,
sin embargo, y pensó en su propio pudor y dificultad para expresar
sentimientos. "Lo pueril también es un recurso" pensó y se argumentó
que Tereshita era, en cierta medida pueril, de modo que la frase le quedaba.
"¡Sólo me justifico!" se retrucó de inmediato y recordó que en algún
taller lo habían acusado del uso de diálogos livianos, que ensuciaban mucho su
estilo. "¡Me cago!" concluyó por fin: "Faulkner es mi maestro.
Él dijo El artista es responsable sólo ante su obra" y dejó la frase.
Al terminar la lectura de lo escrito se avergonzó.
"No tenía tanta fuerza" pensó; "no había razón para
emocionarse" y sintiendo desazón en el pecho, cerró el cuaderno casi con
rabia. Se quedó mirando un rato y luego, mas sereno, volvió a abrirlo. Trazó,
bajo lo escrito una línea sinuosa y transversal, que repasó varias veces y a
continuación escribió con letra recta, pesada, lenta, angular, como si fuera un
cuchillo de dos filos que rasgara una tela para mostrar, debajo, una realidad
ineludible, ineluctable: "Viejo imbécil" y volvió a trazar una línea
transversal que limitó esta realidad, como si hubiera saltado desde el escrito
y quedara danzando en el aire.
Kepa Uriberri
Editamos, publicamos y promovemos tu libro.