El Nudo
Treshkaya volvió a su casa
satisfecha de lo obrado. Se sentó en su cama y le dijo a su hijo, después de
acariciarlo a través de su vientre con el pañuelo: "Mi querido Rabanito,
ahora recibirás, al fin, la herencia de tu padre", y comenzó una lucha
intensa y difícil con el nudo gordiano del centro. Es muy posible que el tiempo
lo hubiera asentado, apretándolo. También es posible que el llanto de tantas
penas de la bailarina haya contribuido a endurecerlo. No se podría descartar,
tampoco, que el sentido de culpa, no del todo disipado por el permiso del
viejo, dificultara la tarea de la bailarina. El temor a lo que podría encontrar
ahí es, a la vez, un factor que habrá jugado a favor del nudo. Mientras lo
manipulaba, casi sin éxito, pensaba que las semillas podían ser un anuncio de
la nueva vida que estaba escrita en el destino del anciano. Se preguntó, de ser
así: ¿Por qué tres semillas? ¿Cómo podría ella haber engendrado tres hijos y no
saberlo? Se vio a sí misma con tres niños en los brazos, turnándolos en sus
pechos, aunque la mujer de sus imágenes no era ella misma, sino alguna mujer
ancestral, igual a ella, pero que vestía como hace dos siglos, vestidos largos,
llenos de pliegues, de color castaño oscuro. El pelo recogido sobre la nuca
dejaba escapar, con cierto descuido, algunos rizos que caían sobre el cuello.
Se preguntó por qué se veía así, a sí misma y por qué estaba sentada en una
silla de balancín de mimbre. Frente a ella había un brasero ceniciento, donde
entreverado en el gris, aún se veía el brillo rojizo de las últimas brasas
incandescentes. A su izquierda una alta ventana con los postigos abiertos
dejaba pasar la luz decadente de la tarde ya muerta. Pensó que aquella imagen
adolecía de una soledad atroz y que a pesar del brasero y los muchos ropajes de
uso en aquella época, entre chales, faldas, vestidos, miriñaques, corpiños,
refajos, calzones, bombachas, enaguas, sostenes, habría un frío que primero
congelaba el alma y después el corazón. Quizás si aquellas tres criaturas
sorbían de su pecho, porque sin ser ella misma, sí lo era de algún modo, el
calor vital, dejándola helada.
Después de mucho trabajar,
soportando contracciones y desesperados movimientos dentro de su vientre,
después de quebrarse las uñas y usar los dientes; después de inventar trucos
tales como enroscar la guía de la izquierda que parecía atravesar hacia atrás,
aprisionando con firmeza la otra guía, y empujarla brevemente hacia la derecha,
como para después jalar hacia abajo, cuando casi creía que en realidad Erre
Erre no había tenido intención alguna de permitir el acceso a sus secretos, una
parte del nudo cedió uno o dos milímetros, entonces una de las guías, aunque
con mucho esfuerzo, pudo avanzar, o mejor dicho retroceder, para deshacer el
nudo y volver todo a su estado natural. Danzaba, entretanto, en sus imágenes
interiores, en un enorme escenario sembrado de zarzas espinosas y escaramujos,
en el cual debía ejecutar una difícil coreografía, plena de jetes y pirouetes, que
requerían gran precisión para evitar las espinas y seguir una ruta exacta que
atravesaba una ancha planicie: "Ya soy una gran bailarina, soy una prima
ballerina" se dijo y se sintió segura de poder sortear aquel escenario
lleno de dificultades. "No sólo eso; ya podría bailar, en cualquier gran
escenario, la muerte del cisne". El vientre se comprimió y el niño en su
interior se movió con desesperación, aunque Kaya lo entendió como una expresión
de gozo. Imaginaba que de alguna manera extraña, pero imposible, a pesar de
hacerse cierta, el pequeño Rabanito jugaba con Rrrrabanito, ambos estremecidos
de alegría por el logro inminente con el nudo gordiano del pañuelo, que con
lentitud iba cediendo y se abría. Imaginó que era como una flor que se abre
sosegada en el amanecer; una rosa silvestre, bermellón, florecida en un gran
escaramujo en el centro del escenario de su pensamiento profundo. Creyó verlo
así. Los pétalos de modo lento se iban desplegando, estirando, de manera que la
forma de la corola, antes abombada y recogida, se transformaba para exhibir
toda su belleza y el secreto de sus colores. Así el nudo, al desplegarse, como
la flor, entregaría sus secretos guardados durante la noche larga de la muerte
de Erre Erre, que de cierta manera, al abrirse el pañuelo, resucitaría. El
sucio trapo fue cediendo entre los largos dedos de la bailarina, pasando bajo
sí mismo, entre sus vueltas, como una enredadera silvestre, dejando arrugas
donde había habido esfuerzo y secreto, hasta abrirse totalmente, lo mismo que la
flor. Sus propias manos eran los sépalos y el paño, aunque blanco sucio, era
pétalos de la corola, en cuyo centro quedaron exhibidos, como si se tratara de
los estambres y el estilo, un papelillo muy doblado, hasta formar un pequeño
bulto y tres semillas germinadas recién, quizás gracias a las lágrimas de Kaya.
Una de ellas tenía una florecita muy pequeña de color violeta, en cuya corola
tenía incrustada la segunda semilla que caprichosamente había echado raíces
ahí, mientras las otras dos las habían metido en el tejido del pañuelo. La
cáscara de los gérmenes aún estaba adherida a los bulbos de cada matita que
había comenzado a crecer. Kaya, con suavidad quiso separar aquellas dos que
estaban unidas, como si fueran madre e hija, pero desistió por temor a romper
ambas plantas incipientes. Por alguna razón, que no pudo explicarse, la tercera
le pareció que no le pertenecía o quizás algo en su forma retorcida, tal vez
debido al encierro, le produjo un rechazo visceral, de manera que la apartó a
un lado empujando con la uña para no sentirla.
Tomó el papelillo y lo
desdobló con cuidado. Debido a la humedad y al paso del tiempo, se había
acartonado y corría el riesgo de romperse, desgajándose. Era un trozo que había
sido desgarrado de otro más grande, o de una hoja de papel de un cuaderno, o
algo así, como si en él se hubiera tomado nota de un asunto importante y se
hubiera arrancado de la hoja completa, sólo aquella parte que resultaba útil.
El texto manuscrito posiblemente por la mano de un hombre por el lanzamiento y
alzada de la grafía, angulosa y fuerte, aunque no llegaba a ser agresiva,
estaba emborronado por la humedad que lo había atacado, dejando sombras azules
alrededor de las letras. Kaya imaginó que era la letra del anciano y sin
detenerse a leer, observó el ambiente regular, decidido, firme y cuidadoso, y
le pareció ver a Rrrrabanito escribiendo aquello, en el fondo de su
imaginación, no obstante no podía ver el detalle de las facciones ni la forma
de las manos, a pesar que se esforzó por figurarlo con nitidez. Sólo lograba
recordar aquella quilla en el rostro seco del cadáver que había visto por
última vez y la mano que escribía era como una pata de pollo reseca; a pesar de
todo estaba segura que era el anciano y al llegar al pensamiento evocador todo
se transformaba en un mero concepto que reflejaba al hombre amable, sabio,
sólido, que quizás ella misma había construido y sobrepuesto siempre sobre la
realidad de Rrrrabanito. Al darse cuenta del contrasentido que había en esa
manera de recordarlo, rechazó la evocación no por falsa ni por inconsecuente,
sino porque no quería contaminar más la imagen del viejo que se había
erosionado hasta desaparecer y ya se estaba convirtiendo en un mero
concepto separado de la verdad.
Leyó el texto, no sin
cierta dificultad. El tiempo y la humedad habían desvanecido la letra, pero
además su dibujo, no por armonioso, dejaba de ser algo críptico. Decía: «La
verdad tiene tres veces tres caras, pero sólo una de ellas es verdadera, sin
embargo nadie la ha visto». Debajo había unas iniciales que no tenían sentido
alguno para Treshkaya. Volvió varias veces a leer la cita, quizás creyendo que
al repetirla esta revelaría algún sentido hasta ahora oculto, pero no veía
ninguno. Se preguntó, entonces: "¿Quién escribió esto? y ¿Por qué? ¿Por
qué lo encerró dentro del nudo junto a tres semillas?". Elucubró sobre las
tres semillas y las tres caras de la verdad, pero: "¿Por qué se tendrían
que repetir cada una tres veces?". Pensó que podía referirse al viejo, al
albañil y a ella misma y que cada uno veía tres verdades: la propia y la de los
otros; que tenían, por tanto, tres interpretaciones que construían tres veces
tres caras de la verdad. Imaginó un dado de nueve caras, que en cada una de
ellas se dibujaba una interpretación, que iba variando de una a otra de manera
que cada una con su adyacente eran casi iguales, pero con diferencias sutiles,
de modo tal que vistas sin atención parecían todas iguales aún cuando al fin
una cara y su opuesta tenían significados absolutamente diversos, a base de
pequeñas variaciones. Pero todas ellas eran la verdad y significaban lo mismo.
Sintió que esa explicación solucionaba el sentido de la sentencia del papelito,
no obstante que visto desde otra cualquiera de las nueve caras que le
corresponderían, resultaba absurdo pensar en que cada vértice del asunto los
sostenían a ellos tres: Albañil, Rrrrabanito y ella misma. "¿Por qué no,
por ejemplo: mi mamá, Carmen y yo?" se argumentó casi al azar, por unir
tres miradas de mismo tipo. De repente sintió que se le helaba la sangre en el
cuerpo y el pecho se le llenaba de un flujo pleno de alertas y urgencias. Miró
las florcitas, nacidas de las tres semillas, que habían quedado sobre el
pañuelo desplegado encima de su propio vientre. Una semilla había germinado en el
cáliz de la otra, como ella de su madre, mientras la tercera, Carmen, estaba
separada e independiente. "¿Y por qué tendría que estar mi mamá encerrada
en el nudo de Erre Erre?" se preguntó, quizás como una forma de evitar la
alarma, "porque si las tres fuéramos las semillas de las tres caras de la
verdad, entonces las tres tendríamos que ser mujeres en su destino, pero mi
mamá ni siquiera lo conoce". Este argumento la tranquilizó, porque en
algún momento pensó que quizás significaba que Carmen también tendría un hijo
de Erre Erre. En una imagen grotesca, nacida de lo más inconsciente, y absurdo,
de su pensamiento primario, vio a su propia madre embarazada, como ella misma.
Estaba en una gran plaza, como la de Los Constituyentes, junto a la bajada del
metro, pero pavimentada en adoquines de piedra. En vez de las palomas que bajan
a comer en grandes bandadas, la rodeaban unos pajarotes como los que poblaban
el árbol pelado que había visto a la entrada de aquel pueblo del desierto. Eran
sin duda aves rapaces. Graznaban en una algarabía y desorden espantoso y
amenazador, aun cuando no le hacían daño alguno, como si de alguna manera los
hubiera domesticado. Sin embargo sentía que en cualquier momento podían alzar
el vuelo y atacarla a ella, sin razón ninguna. "¿Por qué habrían de
atacarme a mí?" se dijo y rechazó toda la imagen y cualquier sentido
oculto tras ella. "Por lo demás" argumento, "nadie me asegura
que ese papel lo escribió Erre Erre. Ni tampoco que él haya puesto las semillas
ahí. ¿Y si fue una gitana que le tiró la suerte?".
Se quedó pensando en esta
idea y vio en su imaginación un triángulo más inocente: El viejo, ella y la
gitana, eran los vértices de las tres caras de la verdad. Pero la letra no era
de una gitana. No podía ser: Una gitana tendría una letra más parecida a la del
albañil, aunque la frase tenía un sentido mágico que podría corresponder a una
gitana y de algún modo parecía marcar un rumbo del destino. Imaginó a la gitana
tirándole la suerte al anciano, en un parque, sobre el pasto verde y fresco, a
la sombra de las acacias. Él escribía esta sentencia como síntesis de su
oráculo. Entonces la gitana tomaba semillas del suelo, que recogía entre la
grama y las unía al papel, sellando todo en un nudo casi inviolable, de manera
que el destino, ahí revelado, convertido en ícono en esas tres semillas de
acacia, no pudiera escaparse y hacerse elusivo. Esta idea le pareció más cómoda
y quiso entenderla como definitiva, porque le permitía cerrar el tema. Así lo
hizo, a pesar que sin quererlo volvían algunas preguntas, una y otra vez, como
cuando se corretea a las palomas del alféizar de la ventana y al rato, con
porfía, quizás debido a la sobra que ahí disfrutan, vuelven a posarse y vuelven
una y otra vez. La figura del albañil aparecía alternativamente, completando un
puzzle que se ataba al misterio que sus escritos habían significado, con su
adelanto de los sucesos y la construcción de una verdad que siempre quiso negar
y al fin parecía resultar irrefutable. Con todo, si bien era posible que las piezas
calzaran perfectamente, no lograba hacer coincidir la expresión con los hechos
y decía "Es como si la muerte del cisne se interpretara en prestissimo y
Odette muriera como alcanzada de un balazo", sin embargo se reía de la
idea y la dejaba de lado. En otro momento se veía a sí misma como la gitana que
le veía la suerte, sentada en el césped sintético del Parque interior Vista
Hermosa; el viejo se acercaba a ella y le decía que le viera la fortuna, ella
lo invitaba a sentarse y el caía de espaldas a su lado, de manera aparatosa.
Primero se reía de ese recuerdo y la caída ridícula de Rrrrabanito, pero
entonces recordaba que ese había sido el día que Carmen había aparecido en sus
vidas y aparecía de nuevo la imagen de las tres mujeres preñadas: Carmen, su mamá
y ella misma; las veía a las tres sentadas en sillas de balancín de mimbre
dispersas en la plaza de Los Constituyentes de adoquines de piedra, con sus
tres altos mástiles al centro, con las tres banderas de las tres patrias, las
tres vestidas como aquella imagen de ella misma, cada una con tres niños que
succionaban alternadamente el calor sus tres pechos dobles, como si cada una
fuera la semilla que había germinado dentro de la otra y le parecía que quizás
esta figura fuera el vértice superior de las tres caras de la verdad y que
todas las otras eran nada más que las variaciones necesarias de las tres caras
tres veces repetidas con sutiles diferencias. Pero al lanzar el dado de la
verdad, esta era la cara que marcaba el destino: Así lo había escrito, de
seguro, el albañil. Se lamentaba, entonces, de no saber qué había pasado con él
y no poder preguntarle cómo había escrito estos hechos, para conocer la última
verdad; la verdad escrita, construida muy lentamente.
Por ese entonces, quizás
sólo unas cuantas semanas después, esos hombres se presentaron en su casa.
Ambos vestían de gris y azul, como si fueran gemelos, aunque eran muy
distintos, excepto porque los dos usaban bigote. Uno de ellos, el más
silencioso, lo usaba recto y cuidado, como si, con el corte preciso, intentara
dar forma a la boca subrayando un gesto decidido y cruel, mientras el otro
parecía dejarlo crecer con descuido, de modo que le tapaba la boca,
posiblemente para ocultar algún defecto del labio o la falta de algún diente. A
pesar de eso, producía un efecto contrario, porque era, precisamente él quien
hablaba por los dos y porque el desorden del bigote tenía el efecto de atraer
la vista a la boca del que lo llevaba, por lo abundante y espeso. El más alto,
el del bigote recto, se mantenía más atrás, como si escoltara al otro. Él
llevaba, firmemente sujeta, una carpeta roja de cartulina, muy ajada, como si
los papeles que llevaba ahí dentro fueran fundamentales en alguna cuestión de
gran importancia y estuvieran sujetos a permanentes consultas. Preguntaron por
Treshkaya Ivanovna Maureira, con una solemnidad que en ellos resultaba fuera de
lugar. Con modales certeros se metieron dentro de la casa, a pesar de la
reticencia de la madre. Brevemente la interrogaron sobre ella y su relación con
la "testiga" dijeron, como si para la mujer fuera evidente quiénes
eran ellos, cuál era su misión y para qué buscaban a Kaya. La madre llamó a la
"testiga" sin dejar a los hombres, que no esperaron a que se les
ofreciera asiento para instalarse en la salita de recibo. Ella permaneció de
pie vigilando y después la acompañó, en todo momento; asustada. Le hicieron
muchas preguntas vagas, primero, sobre ella, sobre sus ocupaciones y amistades.
Luego, casi incidentalmente hablaron del anciano. Como si fuera una casualidad
interesante le preguntaron sobre él: ¿Quién era? ¿Cómo lo había conocido? ¿Qué
sabía de él? y de pronto la conversación se había convertido en un
interrogatorio sobre el viejo. El hombre del bigote espeso, que le cubría la
boca como si intentara esconder lo que decía, lo conducía , mientras el otro
había sacado un cuadernillo del interior de la carpeta, donde tomaba notas de
todo lo que se decía. Cada tanto interrumpía para confirmar algún dato, o dar
un rumbo a las preguntas, como si fuera quien estuviera a cargo de la
inteligencia en el interrogatorio.
- ¿Cómo dijo que se
llamaba? ¿Rrrrabanito Motototo? Pero eso no es un nombre, es apenas una
interjección.
- Nunca le conocí otro.
- ¿Y donde podemos
encontrarlo?
- ¿Y para qué lo quieren
encontrar?
- Porque mató a su padre.
Lo empujó por la escalera mecánica del metro -, aseveró detrás de sus bigotes
de morsa de mar.
- Pero eso no es cierto...
- Hay muchos testigos.
¿Usted sabe dónde está?
- Sí. Murió hace dos meses
- dijo.
- Pero... ¿Cómo murió?
- Lo mató su propio hijo -
sonrió con tristeza y se llevó las manos a ambos lados del vientre.
- ¿Era este hombre? -
pregunto el del bigote recortado, sonriendo con cierta crueldad, como si la
pregunta pudiera causar enorme daño y eso le proporcionara un placer infinito,
y sacó una fotografía grande de Rrrrabanito, que llevaba en la carpeta roja.
Kaya la tomo en sus manos y al mirar la imagen, en la que se veía casi joven,
dejó escapar un sollozo. Su madre le arrancó, la fotografía de las manos
agitada por la sorpresa. Dijo:
- ¿Este es él? ¡Dios
mío!... pero si es... es... - iba a agregar algo más, pero se retuvo y se llevó
las manos al pecho, abandonando la fotografía. Después de un largo silencio,
como si hubiera quedado en deuda con la frase interrumpida, dijo: - ... es...
es... tan parecido...
Junto con la fotografía,
aquel hombre tenía un cuaderno Navegante muy ajado y usado, que se había usado
como testimonio para reconstruir los hechos. Como sea, ese cuaderno aportaba
gran cantidad de datos aunque la historia en general estaba llena de
situaciones que se consideraron mágicas, casi como si se hubieran escrito
previendo, con cierta inteligencia, muchos de los sucesos antes que ocurrieran.
Otros muchos parecían imposibles y se explicaban, en aquel relato, como
producto de ciertas sincronías inevitables. Todo esto introdujo dudas en la
veracidad y hasta en la verosimilitud de los hechos. De todos modos el relato
de aquel cuaderno Navegante, escrito por uno de los sospechosos, más sus
declaraciones y otras investigaciones, ha servido para reconstruir esta
historia según se estima que ocurrió en realidad.
Desde ese día y hasta el
del nacimiento de su hijo, Rabanito, los dos hombres visitaron e interrogaron
inútilmente a la "testiga", y a su madre. Exhumaron, también, aunque
sin resultado alguno, dos tumbas del patio ciento veintinueve del cementerio,
donde reposan todos los que mueren sin un nombre satisfactorio: Una de ellas
tenía el cuerpo de una mujer, y estaba en la ubicación indicada por Treshkaya
Ivanovna; su data de muerte era anterior a tres años; la otra contenía un
cadáver despedazado, como si hubiera sido arrollado en un accidente.
Hay quienes sostienen que
el albañil habría sido capturado en las selvas centrales y acribillado a
mansalva por las tropas de la Operación Unidad y Patria. Antes de morir se
habría acusado de la muerte del padre de Rrrrabanito. A pesar que es imposible
que esto sea cierto, coincide con el cierre del caso, que pasó a caratularse
como "Cuasi delito de homicidio por imprudencia, sin fines
políticos".
Aunque el cuaderno ha sido
incautado como prueba, el abogado del sospechoso consiguió que éste pudiera
retener una copia fotoestática del material, que hasta donde se sabe ha sido
rechazado por varias editoriales, como plagio de una parte de la obra épica de
Rubirosa.
Kepa Uriberri
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