El
Funeral II
Kaya se llevó el pañuelo a
la nariz y aspiró profundo, intentando tal vez, por el olor, descubrir que
contenía aquel nudo. O, a lo mejor, sólo quería evocar, en el aroma del
pañuelo, algo del espíritu de Erre Erre. Mientras aspiraba el olor, más a
género antiguo que a semillas de albahaca, pensó que éstas eran demasiado
pequeñas y las que se podía palpar eran mayores, casi del tamaño de una
lenteja, pero con algo más de espesor. El olor a trapo, a su vez, sólo daba
cuenta del tiempo que tendría el pañuelo en el bolsillo de Erre Erre. Trató de
evocar el olor propio del viejo y no pudo. Se dijo que quizás si oliera a
rabanitos, y sonrió en un paréntesis culpable de su pena insondable, sin darse
cuenta se sorprendió pensando en que ya no lo llamaba Rrrrabanito, sino Erre
Erre. Trató de explicarse por qué. Recordó que la primera vez que le había
dicho así, había sido como una forma despectiva para rechazar su relación con
Carmen. Sin embargo después, aunque lo había perdonado, le había seguido
diciendo Erre Erre. "Tal vez sea que este nombre resulte más viril. Más
propio de un hombre que sabe traicionar y abandonar. De alguien por el que se
debe luchar, mientras que Rrrrabanito sí es una interjección y una interjección
de niño, nacida en su niñez y reflejaba la debilidad de un niño al que se debe
proteger". Pensó, entonces, que lo había conocido Rrrrabanito, que era un
viejito desvalido que no era capaz de comprarse un boleto de metro, digno de
aquel nombre o interjección de cuento infantil, pero de a poco se había
convertido en un hombre lleno de misterios y magias, capaz de enfrentar por
ella al albañil, mucho más joven y potente. Se había transformado en
Drosselmeyer del Cascanueces, en Rothbart del Lago de los cisnes, en Sigfrido,
y en todos los héroes mágicos de los ballet. También había sido de carne y
hueso al caerse en el parque y al convertirse en un traidor con Carmen. En esta
traición, finalmente, había demostrado ser un hombre entero, deseable, digno de
lucha más que de sueños mágicos y se preguntó donde habría escrito esto el
albañil. En ese instante pensó que cuando al fin habían vencido, todo había
terminado y se dio cuenta que el albañil no estaba aquí: No había venido al
funeral de su amigo enemigo, a acompañar a su desgraciada soñadora enemiga
amiga. Pero Carmen, con su hablar medio silencioso, medio a medias, sí había
venido.
El tren finalmente se
detuvo en la estación del Cementerio. La guardia de honor que rodeaba el ataúd
se lo echó sobre los hombros y salieron de la estación a paso calmo, seguidos
de Treshkaya, que cansada de llorar alternaba sus pensamientos entre los
momentos felices con Erre Erre y el contenido eventual de aquel pañuelo. A
ratos, mientras caminaban sobre el sendero de pétalos blancos que iban
sembrando las floristas delante del cortejo, pensaba si tendría derecho de
deshacer ese nudo y conocer aquella intimidad que él nunca había mencionado y
ni siquiera había intentado mostrarle. "Quizás es sólo que no tuvo
tiempo" se decía, intentando convencerse que no habría nada de malo en
desatarlo. "Tal vez ahí esté su nombre verdadero" pensaba también,
alimentando un raro sentido mágico sin asidero alguno. "O podría haber
oculto un secreto horroroso: ¿Por qué no? ¿Y si se había fugado de una cárcel
en Nueva Guinea? ¿O si es un perseguido político de Ukrania? ¿O un sabio Iraní
que huyó de la obligación atómica?. En realidad yo sólo conozco este trozo de
la verdad del cual hemos llegado a un acuerdo entre quienes lo conocimos aquí.
Quizás si sea cierto lo que dijo el albañil: La verdad es sólo un acuerdo y la
última verdad lo que queda escrito".
Detrás venía Gabor que
abrazaba por la cintura a Carmen. Ella miraba el ataúd, aunque su mirada estaba
extraviada; sólo se estrellaba con esa realidad que ni siquiera le pertenecía,
sino de manera absolutamente eventual: Ayer había sido ese hombre, hoy este
gitano, nunca el albañil y luego nadie. Otra vez sola, buscando ansiosa un
lugar donde su mirada se ancle en una mirada que la convierta en deseo y quizás
ese deseo se convierta un día, si estuviere escrito, en definitivo remedio de su
soledad silenciosa, que nadie escucha: "Porque nadie escucha mi grito de
socorro" se argumentó. "Sólo tal vez, ese viejo ahí tieso y amarillo,
me haya dado alguna esperanza para siempre y sin embargo siento más lástima por
mi que por él". Dos o tres pasos más atrás, aunque delante de las gitanas,
Janikosh miraba, como si fuera una clase magistral de la vida, a Gabor que
oprimía contra sí a Carmen y pensaba: "¿Pero... por qué si ella no es una
gitana?" Entonces juzgaba el andar de hembra voluptuosa, como si el
hacerlo sólo estuviera destinado a preparar las ansias del hombre y creía
entender que al no ser ella una gitana, entonces no tenía importancia el
respeto, o los sentimientos de la hembra, porque, en fin, no era nadie: No era
Romanovski, no era Nicolich, no era una Montana ni una Vladimirivich; nadie: Se
la podía tener y luego dejar. Sí. Es lo que haría Gabor, sin duda. Entonces
sentía esas ansias que se piensan en el vientre bajo y parecen contraer la
energía e impulsar el deseo. Detrás las gitanas venían flanqueadas por la
guardia del ferrocarril metropolitano y los supervisores, los jefes de estación
y algunos que sin ser más que maquinistas, cajeros, boleteros, siempre sabían
encontrar ubicación y prosperar. Todos ellos miraban y eran mirados por las
gitanas, compartiendo sonrisas cínicas y pensamientos prohibidos. Todos
compartían, de algún modo raro, el pensamiento de Janikosh, aunque entre ellos
ninguno lo hiciera explícito ni siquiera para sí mismo.
Finalmente, detrás venía
todo el personal de línea, los que cuidan los andenes, los maquinistas y
acompañantes, los ayudantes administrativos y todo ese conjunto de seres casi
tan invisibles como los mismos pasajeros, pero que tenían el encargo de algún
detalle menor en la operación de este enorme monstruo subterráneo de mil
cabezas en el que se había paseado hasta ser conocido de todos y saberlo todo,
como si hubiera sido gran mayordomo del ferrocarril, el hombre que ya no era, y
que iba tendido en ese envase de palo último, a quien nadie le sabía el nombre
y había sido conocido con una interjección que recordó de su niñez, la primera
vez que subió a la cabina de mandos de un tren: "¡Rrrrabanito
Motototo!". De todos ellos, algunos lloraban, otros conversaban de la vida
y también del futuro. Casi cerrando el cortejo, sin ninguna urgencia, una mujer
gruesa, cuya belleza triste se había perdido en Nueva York, en Barcelona, en
Avignon y París, cuyo mérito final había sido la lealtad plena, incluso hasta
el límite de la crueldad y hasta la pérdida de sus atributos femeninos, ajados
y revenidos; buscaba con la mirada a Yac el Inútil francés. A ratos recordaba
su ingenuidad y sonreía; entonces multiplicaba trescientos por cada cuento, por
mil... o digamos, para ser ilusos, dos mil cuentos al mes, nunca alcanzaría
para pagar una renta de un departamento decente, o una casa de barrio bajo, la
cuenta del almacén y la de luz. Pero, contra su propia voluntad, había llegado
a amar a ese estúpido que la había perseguido por el mundo, quizás
precisamente, porque era un estúpido. Entonces sintió ternura al recordarlo
vendiendo en alguna estación de metro, vuelto tres cuartos hacia una pared y
voceando con gañidos bajitos: "¡Hay cuentos!... Lleve cuentos a
trescientos".
Por fin el cortejo llegó al
mausoleo del sindicato de empleados del ferrocarril metropolitano. Ahí los
portadores dejaron descansar en el atrio, sobre sus pedestales, el ataúd del
viejo. Unos a otros se miraron, el presidente del sindicato hizo una seña casi
imperceptible al protesorero. Este a su vez le hizo otra al secretario y este
carraspeó mientras escarbaba el bolsillo interior de su uniforme de jefe de
maquinistas, de donde extrajo un legajo de unas cinco hojas de papel, dobladas
en cuatro. Las estiró y las examinó con atención, se arregló el nudo de la corbata
y fue a instalarse frente a la cabecera del ataúd y comenzó a leer: "A las
cuatro treinta y ocho de la madrugada de un veinticinco de octubre el cuarenta
ciento tres ingresó a tiempo a la estación de La Plaza de Los Constituyentes
por la línea del poniente donde se encontraba el supervisor de tráfico. Ese día
lo conocí". Hizo una pausa para mirar a la gente que lo escuchaba. Más
allá de ésta, al fondo de la avenida de cipreses por donde habían entrado le
llamó la atención alguien vestido de riguroso negro que se acercaba al mausoleo
con apuro, haciendo señas con urgencia. Pensó en lo extraño que resultaba que
alguien saludara de manera tan aparatosa desde tan lejos, casi como si quisiera
detener la ceremonia mientras llegaba. Pero el secretario del sindicato se dijo
que no iba a detener el ritmo de su discurso por cualquier persona que llegara
con atraso y continuó su lectura. El hombre de negro siguió, a su vez,
acercándose mientras hacía señas aparatosas. Después de un rato el secretario
escuchó voces que hablaban interrumpiendo su lectura. Levantó la vista y
encontró al hombre de negro que hablaba en voz irrespetuosamente alta al
presidente del sindicato, que intentaba argumentar algo, sin tomar en cuenta su
despedida oficial "a uno de los miembros más queridos del sindicato de
empleados del ferrocarril metropolitano y compañero de trabajo abnegado"
según leyera en su discurso. El hombre de negro decía:
- Si no trae el permiso de
sepultación no puede enterrar a ese hombre. No hay nada que yo pueda hacer.
- Pero si el mausoleo es
nuestro. ¿Por qué no podemos enterrar ahí a nuestro compañero?
- La cuestión, señor mío,
no es que lo vaya a enterrar en su mausoleo. La cuestión es que no puede
enterrarlo en ninguna parte si no tiene el permiso correspondiente.
El secretario interrumpió
su discurso y miró al presidente con ojos interrogadores, a la vez que detenía
su discurso. El presidente se encogió de hombros y miró a Treshkaya que le
devolvió una mirada compungida. Kaya no comprendía la razón por la que detenían
tan abruptamente la ceremonia y miró alrededor esperando que la solución del
problema viniera de algún lugar en cualquier momento. Detuvo la vista en Gabor
que se veía el más respetable de todos los presentes. Gabor miró a Carmen y sus
ojos expresaron lujuria. Carmen miró al secretario que no sabía si continuar
las tres páginas de su discurso que restaban y miró al protesorero en busca de
una respuesta. Este miró al presidente del sindicato; le preguntó:
- ¿Quién estaba a cargo de
ese permiso?
El presidente se encogió de
hombros. Dijo:
- La viuda; supongo.
El protesorero y el
presidente miraron a la viuda. Este último le preguntó:
- Señorita: ¿Usted trae el
permiso de sepultación?
Kaya dijo:
- No sé. No. ¿Qué es eso? -
y se echó a llorar con el pañuelo del viejo sobre la nariz y la boca.
La idea absurda de que
quizás era el papel que se palpaba ahí atado dentro de ese nudo paso por su
mente, volando como un pájaro de colores que estallaba, como una pompa de
jabón, tan pronto como percibía que la idea era ridícula.
- ¿Tiene un certificado de
defunción? - preguntó el funcionario del cementerio, vestido de negro riguroso.
- No comprendo - respondió
Kaya. - ¿Para qué querría un certificado si lo veo que está muerto? ¿O acaso no
puede morirse una sin un permiso?
- Señora; ¿Lo visitó un
médico para certificar que había muerto?
- Usted disculpe. ¿Acaso
cree que yo soy idiota, que no me doy cuenta cuando alguien está muerto? ¿O
cree que yo lo inventé?
El funcionario creyó que
estaba perdiendo el tiempo; entonces dijo:
- Bueno, si no tienen los
permisos no lo pueden sepultar. Tienen que llevárselo y hacer los trámites que
corresponde - y se retiró por la avenida de cipreses camino de las oficinas de
administración del cementerio.
Todos se miraron, unos a
otros, en busca de una decisión. Los funcionarios que no habían conocido a
Rrrrabanito comenzaron a irse, poco a poco, hasta que no quedó ninguno. Muchos
de los que lo conocieron también comenzaron a irse, convencidos de que ellos no
tenían nada que aportar en la solución del problema pero que podían tener un
problema con la empresa si no se reportaban en sus trabajos. Después se fueron,
también, algunos que se sentían comprometidos con él, pero a pesar de la culpa,
creyeron que no tenían por qué estar ahí. Lo mismo hubo otros que no se
quedaron porque, aunque estimaban al difunto e incluso habían sido favorecidos
por él, no estaban de acuerdo con los dirigentes del sindicato y pensaban que
por el muerto no había nada que hacer: Ya no resucitaría y fuera cual fuera su
suerte, él no la sabría. En cambio el sindicato era algo vivo por lo que había
que luchar. De este modo, cuando llegaron los carabineros con funcionarios del
Servicio Médico Legal sólo estaban ahí los gitanos, con Gabor a la cabeza,
asido a la cintura de Carmen, que miraba de manera difusa al ataúd y Janikosh
que pensaba que la lujuria era mejor con la mujer del prójimo, tal como lo
demostraba su mentor, el presidente del sindicato y Kaya que no comprendía bien
la razón por la que no se podía enterrar a Erre Erre si era indudable que
estaba muerto: "¿Acaso pretendían que su pudriera un poquito, para estar
seguros de que no estaba vivo?" y reflexionaba que quién más que ella
misma querría que estuviera vivo y se veía bailando, vestida de blanco, en un
escenario donde yacía, al centro, en un atrio como el de este mausoleo, pero
sobre una lápida de mármol, el viejo, representando el amor infinito y la
sabiduría final. Ella danzaba con el pañuelo apretado en su mano, en torno al
anciano. En el gran final ponía el pañuelo sobre su pecho y lo desataba. Al
abrirlo las semillas germinaban y las florecillas blancas emanaban un perfume
salvífico y mágico que lo resucitaba. Entonces desde todos los rincones de la
escena volvía todo el pueblo que se había ido y bailaban alrededor festejando
la resurrección en la que nadie creía. El cabo de carabineros preguntó quien
estaba a cargo del funeral y miró a Gabor que se veía como el de mayor
prestancia en el grupo. Gabor miró a la viuda e hizo un gesto apenas
perceptible aunque significativo hacia ella. El cabo le preguntó a Kaya acaso
era gitana. Kaya negó. Entonces le pidió los papeles del muerto. Como nadie
tenía papeles del difunto, ni manera de certificar su identidad, ni menos
tenían como certificar que había muerto, ni en qué circunstancias, entonces
presentó al funcionario del Servicio Médico Legal. Dijo:
- El señor aquí tiene orden
de retirar el cuerpo del occiso y conducirlo a la morgue del servicio.
El funcionario se presentó y sin más se acercó al ataúd, miró el rostro amarillo, de facciones ya hundidas del anciano, levanto las cejas y movió la cabeza en un gesto que tanto podía significar "Sí. Sin duda está muerto" o también "¡Qué estupidez tan grande!". Este gesto, en todo caso, fue necesario y suficiente para tomar el control de la situación; levanto la mano e hizo un gesto, tras el cual se acercó un furgón fiscal, del cual descendieron cuatro hombres que metieron el ataúd en la parte trasera. Mientras carabineros tomaba nota de la identidad y relación con el occiso de todos los presentes, el furgón se retiró con el funcionario y el viejo Rrrrabanito en su interior.
El funcionario se presentó y sin más se acercó al ataúd, miró el rostro amarillo, de facciones ya hundidas del anciano, levanto las cejas y movió la cabeza en un gesto que tanto podía significar "Sí. Sin duda está muerto" o también "¡Qué estupidez tan grande!". Este gesto, en todo caso, fue necesario y suficiente para tomar el control de la situación; levanto la mano e hizo un gesto, tras el cual se acercó un furgón fiscal, del cual descendieron cuatro hombres que metieron el ataúd en la parte trasera. Mientras carabineros tomaba nota de la identidad y relación con el occiso de todos los presentes, el furgón se retiró con el funcionario y el viejo Rrrrabanito en su interior.
Desolada y sola, Treshkaya
apretaba en un puño el pañuelo de Erre Erre. Era la única seña que le quedaba
de él. Incluso cuando trataba de evocar su imagen, no le era posible. Su rostro
era borroso, la línea de los ojos no expresaba esa bondad dura, sin
concesiones, que parecía querer esconderse en el gesto, pero que sin embargo en
los momentos fundamentales se hacía nítida tras la humedad de la emoción. ¿Cómo
sonreía? Ya no podía recordarlo, sólo sabía que lo hacía y que cuando lo hacía,
ella podía amarlo para siempre. Intentaba reproducir su lenguaje que le parecía
siempre poético, aunque no había poesía en él en lo absoluto, pero no lograba
recordar cómo construía las frases cuando le decía sin mencionarlo, que estaba
enamorado de ella. ¿Cómo era? Quizás algo como "Si siempre estuviera
contigo, nunca estaría solo", pero no tan pueril y obvio. Comprimía el
pañuelo y su nudo gordiano central, intentando interrogarlo: ¿Cómo lo decía? y
¿Cómo era su rostro? ¿Y el gesto de sus manos con esas bellas pecas de viejo?
Pero el pañuelo no contestaba. "Quizás sí contestara si lo desato, pero si
lo hago y a él no le parece bien, ¿o si descubro algo que no debería saber?".
Sentía entonces ansias de verlo, "aunque esté muerto, seco y verde. No me
importa. Yo tengo que rescatarlo y enterrarlo como a todos los que mueren...
¡Es injusto!".
La primera vez que fue a la
morgue, pensando en recuperar su cuerpo y sepultarlo le preguntaron quién era
ella, qué relación de parentesco tenía con el occiso, como se llamaba él y si
tenía sus papeles. Como no tenía nada, ni sabía su verdadero nombre ni podía
explicar correctamente las circunstancias de su muerte ni por qué lo buscaba, excepto
que lo amaba y era su pareja, el funcionario que la atendió se negó a
mostrárselo siquiera para un reconocimiento. Le dijo:
- Pero si usted no sabe
quién es: ¿Cómo pretende reconocerlo?
Entonces lloró. Se enjugó
el llanto con el pañuelo de Erre Erre, se lo mostró al funcionario y le
explicó:
- Este es su pañuelo. Adentro tiene algo: Quizás explique quién es él, pero temo abrirlo. ¡Tómelo! Ábralo usted y vea si sirve.
- Este es su pañuelo. Adentro tiene algo: Quizás explique quién es él, pero temo abrirlo. ¡Tómelo! Ábralo usted y vea si sirve.
El funcionario sonrió, tal
vez con desdén, o quizás con lástima. Quizás era lástima porque accedió a
mostrarle al occiso a sabiendas que no serviría de nada. Después de
interrogarla sobre las circunstancias en que había ingresado a la morgue, la
fecha y otros datos, la condujo hasta una ventana desde la cual pudo ver a Erre
Erre al revés, pues estaba recostado de espaldas, con la cabeza hacia ella. El
tono de su piel había perdido algo de la translucencia del verde amarillo de la
piel recién muerta y se había acartonado. El color se había profundizado hacia
el amarillo sucio, como de hoja muerta y los rasgos se habían afilado. La nariz
que siempre le pareció graciosa en compañía de su sonrisa llana, ahora era como
la quilla de un barco volteado al revés y la boca se había curvado hacia la
crueldad que él nunca tuvo. Sintió que se le recogía el corazón y las tripas.
En silencio le pidió permiso para abrir el nudo de su pañuelo, pero él no
respondió nada, ni en su lecho ni en su pensamiento, donde permaneció, también,
estólido y silencioso, sentado con el mismo color y gesto que ahí detrás de la
ventana, en un sillón de mimbre, con una pierna cruzada sobre la otra en una
ancha explanada cuyo horizonte se ennegrecía por la nubes de borrasca a punto
de desatarse, mientras en el cielo gris, sobre él, volaban pajarotes que
graznaban esperando que ella dejara de mirarlo.
Preguntó cuándo podría
sepultarlo como Dios manda. El funcionario meneó la cabeza con actitud triste.
- Cuando venga alguien con
los papeles de identificación y lo retire.
- Pero yo lo identifico...
- No es suficiente.
- ¿Y si nunca viene nadie?
- En ese caso, debe esperar
ciento veinte días y será enterrado como Ene Ene.
- ¿Y por qué no lo puedo
sepultar ahora, de inmediato, como Erre Erre?
- No es posible... Si nadie
lo identifica hay que esperar el plazo legal. Después de eso se debe sepultar
en el patio ciento veintinueve como No Nominado, ¿comprende?
- No. Es que yo ya lo
identifiqué, yo sé quién es...
- Sí; pero no es el nombre
verdadero.
Cada semana durante los
ciento veinte días que dispone la ley, Kaya iba a la morgue y sostenía un
diálogo parecido. También preguntaba, con vana esperanza, si alguien más había
intentado reconocerlo o visitarlo. A veces conseguía que se lo volvieran a
mostrar. Cada vez su piel estaba más curtida como si la hubieran mojado mil
veces en agua de mar y la hubieran secado al sol. Ya no parecía piel sino cuero
y después, con el tiempo, del color de las castañas más oscuras, pero sin
brillo alguno, parecía ser de lona; de esa lona que usan los pescadores en alta
mar, ya sea como velas o como cobertura para protegerse en las tormentas. Seca
y quebradiza. Había adelgazado y todas las facciones se habían aguzado o
hundido, de modo que ya no se podía recordar, al verlo, al hombre que había
sido y que Kaya quería mantener en su recuerdo. No obstante porfiaba en verlo
con la ilusión de recobrar la figura que de su imaginario interior se había
esfumado y diluido, como si pretendiera escapar. Cada vez que lo veía lo miraba
con extrema atención, intentando reconstruir su mirar sereno, su sonrisa
bondadosa y hasta intentaba recobrar el sonido de su voz a partir de la forma
de los labios ahora secos. De vuelta a su casa trataba de ir fijando la última
visión y quizás superponerla con la imagen de Erre Erre vivo, de manera de
recuperarlo. A veces creía volver a ver el instante en que la miró por última
vez, antes que los ojos se dieran vuelta hacia adentro y se le abrieran las
pupilas, como si necesitara que en ese momento final estas dejaran paso a todas
las imágenes de su vida. Pero al tratar de capturar el recuerdo, la boca se
torcía hacia abajo, los labios se hacían de cartón y los ojos se hundían.
"Tal vez sea que se resiste a morir. Por eso no permite que lo entierren.
Por eso me dejó el pañuelo con su misterio insoluble. Por eso no me da una seña
que me permita desatarlo" pensaba a veces mientras ensayaba una
coreografía y volvía a pensar en la magia del relato que lo traía de vuelta,
"pero eso sólo es posible en el escenario" se decía. Aunque ya no
bailaba en las escaleras del metro, o en los andenes, mientras esperaba su
tren, de todos modos al llegar a la plataforma recorría a todos los pasajeros
que esperaban con la tonta ilusión de encontrarlo. Otras veces se sentaba en el
café de la estación de la Plaza de los Constituyentes, durante largas tardes, a
esperar. Aunque no sabía qué esperaba. Al principio pensaba que podía
contentarse con encontrar, al menos, al albañil con su cuaderno. "Quizás
él haya escrito la solución" argumentaba para sí misma, pero nunca
conseguía encontrar a qué podría dar solución el albañil: "¿A la muerte
del viejo? Podría haber escrito que no había muerto que ese era otro; pero
no". No tenía sentido. Ella misma estaba sobre él y en contacto íntimo, de
manera que era imposible: Lo sabía. Y aunque pudiera, tampoco había encontrado
jamás al albañil. "Quizás murieron juntos. Tal vez como en el ballet eran
la misma persona pero de modos diferentes, como el cisne negro y el cisne
blanco, como Odette y Odile". Por fin cuando se hacía muy tarde sentía que
se estaba escapando de la realidad y se iba de ahí.
Cuando se cumplieron los
ciento veinte días, Kaya ya sabía que estaba preñada y solía acariciarse el
vientre con el pañuelo, aún atado al centro y le decía: "Aquí está la
esencia de tu papá, o quizás su herencia". En la morgue le informaron que
el cadáver Ene Ene dos cuatro cinco... había cumplido su plazo hacía tres días
y había sido sepultado en el patio ciento veintinueve del cementerio con todos
los desconocidos. Cuando oyó la sentencia que condenaba, finalmente, a muerte a
Rrrrabanito, se echó a llorar sin consuelo y volvió a empapar el pañuelo con su
llanto y sus mocos. Preguntó cómo podía encontrar su tumba y el funcionario,
quizás con más conmiseración que desidia, le dio una ubicación en el patio que
creyó que difícilmente encontraría y que en todo caso podía darle algún
consuelo, sin importar quien estuviera sepultado en el lugar. Se dijo a sí
mismo que después de todo ella tampoco sabía quien era a quien buscaba, con lo
que se liberó de cualquier cargo de conciencia.
Kaya buscó las señas en el
patio ciento veintinueve, que estaba sembrado de cruces de latón olvidadas y
oxidadas, puestas en cierto orden, de modo que marcaban filas y columnas
orientadas unas de norte a sur y las otras de oriente a poniente pero con los
travesaños mirando a la cordillera. Hizo las cuentas varias veces para
asegurarse que la tumba encontrada, igual a todas las innumerables otras, a
pesar que la tierra removida era más reciente, fuera, con certeza, la correcta.
Le ató una cinta de regalo de color verde y en ella sujetó un geranio blanco,
que lamentó fuera una flor sin aroma alguno. Después de algunos días volvió con
una lápida de marmolina, pequeña, grabada, en la que se leía: "Erre Erre
te llevo conmigo" y la fecha de su muerte. Se arrodilló entonces frente a
la cruz de latón, a la cual había cambiado la cinta verde por otra amarilla que
sujetó un nuevo geranio blanco y en absoluto silencio, en una conversación
íntima de espíritu a espíritu, según se dijo a sí misma, después de declararle
su amor para siempre, le pidió permiso para desatar el pañuelo. Creyó que el
viejo le volvía a decir: "Te amo de todas las formas: Prosaicas, sublimes,
pasionales, tranquilas, fogosas, poéticas, locas, estúpidas, con entrega, con
envidias, sin límites, con vértigos, con risas eternas, con llantos de
ausencias, con esta súplica y con más súplicas, con por favor recuérdame y con
pedidos de compasión y comprensión, de rodillas para el perdón y de pie con la
mirada alta de orgullo de haberte elegido, quizás con agradecimiento si logro que
me aceptes y con más y también con más y para siempre aunque ya no esté" y
además la autorizaba a desatar el nudo del pañuelo y guardar para su hijo el
contenido, sin importar lo que fuera.
«El papel lo conserva
Tereshita, pero está en blanco. Quizás se haya borrado o nunca se habría
escrito», habría escrito el albañil en su cuaderno. No obstante no hay
constancia alguna ya que esa parte del cuaderno forma parte del expediente que
lo condenó en un proceso reservado en el que las pruebas fueron las declaraciones
de sus captores y el propio cuaderno, que se mantiene en el expediente secreto.
También se dice que el nudo sólo contenía tres semillas secas de girasol que
Tereshita sembró frente a la tumba del anciano, de las cuales sólo habría
germinado una. Esto es falso, de manera que tampoco puede estar escrito en la
historia del albañil y pone en duda lo que se dice que habría sostenido sobre
el trozo de papel. Quizás exista la intención de poner en dudas todo lo
escrito.
El albañil cumplía condena
en la cárcel, con los prisioneros de más alta peligrosidad. Se dice que ahí
habría fundado una religión basada en el poder de la adivinación que el gran
demiurgo universal habría otorgado a quienes escriben. Estas creencias habrían
desatado una gran controversia entre los presos comunes, divididos en bandos
irreconciliables que se acusaban mutuamente de imbecilidad. Tal vez por esta
razón, en alguna madrugada cuya fecha se desconoce, habría sido sacado de la
cárcel y trasladado a un penal de alta seguridad junto a los presos políticos
enemigos de la tercera democracia. Sin embargo no hay constancia alguna de
ésto. Hay quienes aseguran que se habrían fugado gracias a la colaboración de
ciertos secuaces que lo habrían hecho ascender al cielo hasta un globo
aerostático en el que habría navegado a algún lugar secreto en las selvas
centrales del continente. Desde ahí vendría a liberar a todos los pueblos
oprimidos por el poder concentrado en manos de la oligarquía, en alguna fecha
que sólo podía interpretarse a partir de sus escritos. No obstante, nada de
ello es verdad ni está escrito en lugar alguno.
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Kepa Uriberri
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