Todo se
ha cumplido
Se asomó desde la
plataforma que da a los andenes y miró, desesperado, con la ilusión de ver a
Kaya ahí, aunque había oído partir, en tanto se acercaba a la baranda, a sendos
trenes en ambos sentidos. La parte de los andenes que alcanzaba a ver estaba
vacía. Alguna gente subía las escalas en ambos lados. Nada más. Con toda la
velocidad que podía, aunque escasa, bajó al andén del sur, sin saber por qué.
Al llegar abajo divisó a Kaya sentada, mirando al suelo, tal vez con tristeza,
en los últimos asientos amarillos adosados a la pared en la plataforma del
frente. Sin pensar un segundo gritó "¡Kaya! aquí estoy", pero la
magra potencia de su voz pareció diluirse en el ruido del ambiente. Volvió a
subir en actitud agitada, aunque ésta no le daba, en absoluto, mayor velocidad,
las escaleras y siempre agitado alcanzó las de bajada al andén del frente.
Mientras bajaba oyó el bramido de un tren que ingresaba a la estación.
"¡No! ¡No! ¡No!" gritó varias veces mientras alcanzaba la plataforma.
Intentó ver si Kaya abordaba, pero el tumulto de gente que descendía y subía le
cubría completamente la escena. "¡No! ¡No!" seguía gritando hasta que
todos pasaron junto a él y el campo visual se despejó. Los vibradores que
indicaban el cierre de puertas sonaban al interior de los carros. Kaya no
estaba en el asiento en que la había visto. Intentó abordar, pero las puertas
se cerraron dejándolo afuera. "¡No! ¡No! ¡Por favor!" gritó, aunque
nadie lo oía y el maquinista que pudo haber abortado la partida del tren, si lo
hubiera visto, ya había entrado en su cabina. El tren comenzó su estrépito en
tanto adquiría velocidad. El viejo alcanzó a dar dos palmazos, inútiles, en su
costado y se quedó viendo cómo se alejaba.
- ¡No qué!... ¡Por favor
qué!... viejo estúpido - dijo una vocecita, detrás de él, en tono de airado
desprecio.
- No te vayas, por favor -
dijo el viejo, vencido, y no era claro si respondía a la voz que le había
hablado entre el rugido del tren que se alejaba, o era esa súplica absurda que
se hace a las circunstancias cuando ya no hay solución alguna. Se dio vuelta
con tanta lentitud como si el esfuerzo estéril realizado lo hubiera dejado sin
fuerzas. Por fin quedó frente a la voz que lo interpelaba y al ver ahí a la
bailarina, con los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud de desafío, la
abrazó blandamente como si en ese gesto consumiera sus últimas fuerzas. Ella no
respondió al abrazo y continuó ahí enhiesta como una estatua, con los brazos
sobre el pecho. En su imaginario interior se vio a si misma como la estatua en
fierro negro del ángel de la justicia que con las manos posadas en el puño de
la espada de la verdad, defiende la puerta del Palacio de los Tribunales.
-Gracias a Dios - murmuró el viejo, - gracias a Dios - y se quedó mucho rato
como colgado de la figura del ángel frío de la justicia. Cuando al fin cedió el
abrazo y se apartó de ella para mirarla, vio su gesto duro. Kaya dijo:
- Ya no me engañes más. Si
te crees que eres algo así como un padre o mi protector, sabe de una buena vez
que no. No me interesa. Pero dilo ¡ya! Porque soy lo suficientemente estúpida
para haberme enamorado de un viejo que me ve como una jovencita tonta; pero eso
se acabó -. En su pensamiento interno veía al viejo sonriendo al sol de la
media tarde y la llevaba a ella tomada de la mano, de paseo por un alegre
parque. Pero ella no era ella misma sino una niña de no más diez años peinada
con dos trenzas, con un vestidito ligero y un delantal de organdí con mangas
voladizas, que trotaba con pas de cheval a su lado.
- Perdón... - murmuró. -
También estoy enamorado, pero soy un viejo. No creí... No sé que decir... En
verdad esa mujer me hace sentir que aún tengo la fuerza erótica del hombre que
era, pero no siento nada más que atracción física... Lo reconozco... No
debería... -. En su imagen interna se veía a sí mismo joven, abrazando
apasionadamente, lleno de ansias, a Carmen. - Es que ella... - intentó
explicar. Kaya lo imaginó joven, esbelto, varonil, abrazando a Carmen, lleno de
pasión y ansias eróticas y se sintió casi furiosa, casi derrotada.
- Si estás enamorado de
ella: ¿Por qué no lo dices de una vez? - le gritó, bajando las manos empuñadas
desde el pecho y luego levantándolas bruscamente lo golpeó en los brazos y
soltó el llanto.
- No, no es así - intentó
abrazarla otra vez pero ella no lo dejó -, ella me atrae como un animal - se
daba cuenta que no lo estaba explicando bien, a la vez sentía que no tenía
perdón su actitud con Carmen y se veía de algún modo como perpetrando una
traición, aunque la imagen que la representaba era absurda: Él mismo se veía
escapando tras Carmen, encorvado y ocultando el costado izquierdo de su rostro
con los brazos y los puños cerrados, casi como si se protegiera de un golpe que
esperara que le cayera en cualquier instante. Sin embargo en esa imagen no se
veía a su agresor, de manera que la imagen construía una figura casi cobarde y
el aspecto despreciable de la traición parecía trocado por un tono miserable;
entonces el traidor: Él mismo, se erguía y en una actitud de cinismo absoluto
rodeaba con su brazo a Carmen y se iba caminando junto a ella, mirando por
sobre el hombro hacia atrás al punto donde su vista veía esta acción, pero que
sin embargo representaba el punto de vista de la traicionada. - Por favor
perdóname. No supe defenderme de la traición - concluyó.
- ¡Qué traición! ¿Quién te
traicionó a ti? ¿Yo, acaso?
- No. No supe defenderme de
mi propia traición. Entiendo tu enojo... Lo merezco... No supe evitar la
traición que cometí, pero no me interesa Carmen: Es sólo objeto de un deseo que
fue mayor que yo mismo, como si hubiera estado obligado a cometerlo, del mismo
modo que a ti te deseo de manera sublime, mientras que a ella la deseaba de
manera prosaica. Contigo me elevo como un pájaro en el cielo limpio, mientras
con ella cabalgo a lomos del vértigo cayendo en el abismo: Es como una droga
que aunque dañe es imposible no...
- Entonces ándate con ella.
Yo no quiero ser sublime: No soy la poesía - se vio convertida en la imagen de
la virgen María sobre un altar absurdo en el que era venerada y del cual no
podía saltar porque su naturaleza era de yeso y le gritó: - ¡Quiero ser la
demonia Lilith y ser el vértigo y caer contigo en todos los abismos
interminables para siempre! ¿Comprendes? ¿Lo entiendes? - y girando corrió
hacia las escaleras.
- ¡Espera! Te amo a ti -
suplicó el viejo - Te amo de todas las formas... Prosaicas, sublimes,
pasionales, tranquilas, fogosas, poéticas, locas, estúpidas, con entrega, con
envidias, sin límites, con vértigos, con risas eternas, con llantos de
ausencias, con esta súplica y con más súplicas, con por favor no te vayas y con
pedidos de compasión y comprensión, de rodillas para el perdón y de pie con la
mirada alta de orgullo de haberte elegido, quizás con agradecimiento si logro
que me aceptes y con más y también con más.
Kaya ya estaba en el tercer
peldaño. Pareció irse lentamente de bruces sobre la escalera, como si el
reclamo de Erre Erre la hubiera botado, y con sosiego posó ambas manos en el
peldaño frente a ella, estremecida por un llanto emocionado. De manera pausada
se giró hasta quedar sentada y metió la cara entre las manos. Entonces pensó:
"Odio haberme enamorado de un viejo que lo sabe todo".
La Carmen, al notar su
concentración en el cuaderno que se iba cubriendo de una caligrafía irregular,
como si sobre él se fuera desenrollando un hilo que adquiría distintos grosores
y dejaba una traza de vueltas y revueltas desordenada y azarosa, preguntó:
- ¿Qué ...crib... tan
...trado en ...rno?
- Nada -; contestó sin
dejar de escribir - sólo sobre la araña negra.
- ¿Tanta ...gen... ña
...gra? ¿P... qué? -. El albañil se detuvo, sin soltar el lápiz. Sólo tomó la
tapa que sostenía entre los dientes manchados y la acomodó en la parte
posterior de aquél. Dijo:
- ¿Sabías que la araña
negra después de tener sexo con el macho, una vez fecundada, lo asesina e
incluso se lo come?
La Carmen no contestó; nada
más se encogió de hombros y sonrió, aun cuando su expresión reflejaba sorpresa
o quizás desconcierto. El albañil continuó:
- Créeme que es cierto.
Algunas mujeres también son como la araña negra y resultan fatales para el
macho.
Ella dejó escapar una
risita y dijo:
- Yo no... ja... cosa
...si. ¿... n te ...res?
- Tereshita - contestó,
simplemente y volvió a quitar, con los dientes, la tapa del lápiz. Continuó
escribiendo con velocidad, como si temiera que de no aplicarse se perdiera el
momento creativo.
La Carmen vio en su
imaginación una araña muy diferente de la verdadera viuda negra, en algún
escarceo con otra de menor tamaño en una telaraña enorme enlazada en un paisaje
vegetal. De cierta manera, ahí, la hembra era Tereshita pero el macho no era el
viejo Rrrrabanito, sino el albañil y la hembra lo devoraba sin consumar el acto
de fertilización. En seguida giraba en torno a la trampa de hilos pero al
volver era ella misma que sellaba su unión con el viejo. Preguntó:
- ¿Y el ma... ficado;
qui... s?
- ¿Por qué lo preguntas?
¿Temes, acaso, por el macho o por la hembra? - apenas si levantó la vista del
cuaderno Navegante para contestar con estas interrogaciones, sin dejar de
escribir.
- Jajaja... - rio ella - de
ver... n... lsé -. Continuó jugando con las últimas flamas azules del pastel
que aún no se extinguían en el plato, donde apenas había ya unas pocas migas
flotando en el licor ardiente.
Mirando, sin ver, el techo
rudo del local, tendido en la cama, dijo, tal vez para sí mismo, quizás para
Treshkaya, o posiblemente para el universo o para nadie: "Sentí como si
estuviéramos flotando en música" y comenzó a silbar el rondó del concierto
para violín de Beethoven, a la vez que entrecerraba los ojos. Ella miró su
pecho desnudo, verde y lampiño, moteado de pecas típicas del cuero frágil y
gastado por la edad y lo comparó con el propio, albo y casi transparente.
Pensó: "Ahora, mi nombre es Catalina Pálida". Sonrió, posiblemente
por su propia reflexión o bien por la idea de Erre Erre. "Para mi"
dijo, "tú eras Rothbart y yo Odile, el cisne negro. Tú Sigfrido y yo
Odette, elevados al cielo en el gran finalle". El viejo suspendió su
concierto, que emulaba los violines del rondó, mientras entraba en las evocaciones
del lago, de las aves blancas desplazándose silenciosas hacia las orillas
llenas de juncos y envuelto en ese silencio le pareció escuchar los sonidos de
la hora de siesta de su niñez.
La Carmen inclinó el
platillo para llenar la cucharilla del último resto de licor donde no terminaba
de apagarse la última llamita azul. El albañil dijo:
- ¡Eso es! Así concluye
todo - y rayó bajo el último texto escrito una línea que no era recta sino
trémula, varias veces repetida de un lado a otro de la hoja. - ¿Quieres conocer
la verdad definitiva? - le preguntó girando el cuaderno hacia su lado.
- En ver... no. No ...sta
leer - respondió ella, pero alcanzó a ver en la caligrafía irregular, como un
hilo desenrollado al azar: «... tap, tap, tap, Tap, TAP; y otra vez tap, tap
... el ruido del martillo desde el patio vecino...» y más adelante «... muy
lejos pero nítidamente oyó "Coc co co coc" el canto de un gallo; raro
a media tarde». Dejó la cucharilla, paralela al tenedor, sobre el plato vacío y
sonrió meneando la cabeza y dijo: - No lo ... y ... rde ... voy - y
levantándose se inclinó hacia el albañil, le besó los labios y se fue,
dejándolo solo.
En el silencio recordó el
martillar de las obras de construcción de la casa vecina, el ruido de voces
lejanas, un gallo que extrañamente cantaba a media tarde, el sonido del motor
de un avión pequeño que se perdía distante mucho más allá, detrás de los dos
frondosos paltos del jardín entre cuyas hojas se colaba la luz del sol
fulgurante de las cuatro en punto. Reflexionó que quizás todos los placeres y
su sentir profundo provenían de esos primeros recuerdos de la niñez lejana.
Miró a esta Catalina Pálida y metió su mano entre su pelo enmarañado, que
descansaba sobre su pecho verde. Entonces sintió un vértigo súbito, como si
iniciara una caída al abismo y abrió los ojos con terror, deteniendo la caída.
El albañil cerró, con un
gesto rápido, el cuaderno en cuya tapa una carabela navegaba sobre un mar
encrespado, con sus gallardetes flameando en los tres palos, todos con las
cruces de la corona de la muy católica Isabel, y lo dejó frente a sí como si
fuera un libro ritual. Cruzó las manos por los dedos, y las posó sobre la mesa
y el cuaderno, y se quedó mirando la puerta de entrada del café. El dispensador
se acercó y retiró toda la vajilla vacía y sucia de la mesa. "¿Le sirvo
otro?" preguntó. El albañil no respondió nada, no obstante el mozo le
trajo otro chacarero como el que acostumbraba y un café en taza grande, muy
cargado, como si supiera que aún tenía una espera larga. Después de un rato
pareció percatarse que los tenía ahí, entonces bebió de éste y comió de aquel.
Abrió el cuaderno y comenzó a revisarlo. De repente tomaba el lápiz y hacía una
corrección, o anotaba algo al margen. A veces tachaba y reescribía, o marcaba
señas indicando cambios de orden del texto, pero todo al azar. De pronto
avanzaba diez o quince páginas, o buscaba algo hacia atrás. El café se enfriaba
lento a su lado, lo mismo que el chacarero mordido perdía su frescura. Sólo
leía, podaba, corregía, enmendaba o pulía sin escribir, ya, nada nuevo.
Entonces llegaron esos dos
hombres, con aire distraído, aunque su intención era clara; se notaba en que
llevaban ambos, ambas manos en los bolsillos y habían llegado hasta la puerta
acompañados por Yac Legromand, el que vendía "cuentos a trescientos y tres
por mil, si prefiere la oferta". Ahí el viejecito, con su sombrero calado
casi hasta las cejas, como si no quisiera ser visto por nadie se detuvo y con
una mano temblorosa señaló al albañil. Después giró y quedó semi oculto por el
propio umbral de la entrada al café. Los otros lo dejaron y se dirigieron a la
mesa de aquél. Sin decir nada se sentaron ahí, uno a cada lado. Uno de ellos le
dijo algo, en tanto que con el dedo índice de una mano golpeaba, señalando,
sobre el cuaderno Navegante. El otro sólo observó. Ambos llevaban el pelo muy
corto y vestían de gris y azul oscuro, como si la tenida fuera parte de un
uniforme, aun cuando no había en ellos seña alguna que indicara pertenencia. El
albañil dio alguna explicación, en tanto que la expresión de su rostro era de
sorpresa. Con cierta vehemencia mostraba, también, su cuaderno Navegante y
luego con ambas manos se señalaba su propio pecho, quizás indicando alguna
responsabilidad o tal vez aventurando una explicación. Uno de los hombres usaba
un bigote abundante y desordenado que le cubría la boca, como si intentara
ocultar lo que hablaba; el otro lo llevaba recortado y recto. Éste se
incorporó, en un momento dado y fue al mesón de atención. Ahí habló con el
dependiente. Hizo algún pedido y dio instrucciones al mesonero con gestos
amplios y autoritarios. El dependiente le sirvió dos cafés en tazas grandes.
Luego, con expresión de temor se quitó el delantal, lo dejó ahí encima, habló
al cajero y ambos salieron fuera del local. Desde ahí bajaron la cortina
metálica hasta la altura de sus rodillas. El hombre con las dos tazas, una en
cada mano, volvió lentamente a la mesa, atento al equilibrio del líquido negro.
Al dejar una de las tazas junto a su compañero, perdió la estabilidad que
sostenía precaria, y salpicó café sobre el platillo. La reacción de desagrado
del otro, dejó claro que era su superior jerárquico. Después de sentarse y
cambiar las tazas, de manera que se dejó para sí la que estaba salpicada, sacó
del interior de su casaca azul, un cuadernillo y un lápiz, sobre el cual
comenzó a tomar notas. A ratos se agachaba mucho sobre su taza de café y la
sorbía levantándola apenas. El otro, parecía interrogar al albañil, que se veía
a cada momento más desolado. Después de un rato hizo un gesto amplio de
cansancio y protesta e intentó incorporarse, a la vez que levantó y cerró su
cuaderno Navegante. El que lo interrogaba pareció acusarlo con el otro, el que
tenía el bigote recortado y tomaba notas. Este último se incorporó, entonces, y
tomó con fuerza al albañil de la ropa, a la altura del pecho y lo sentó, de
nuevo, de modo brusco. Él mismo no se sentó. Permaneció de pie junto a él, pero
inclinándose hacia su oído le gritó algo, furioso, con tanta vehemencia que le
salpicaba saliva mientras lo hacía. Después, bruscamente, se apaciguó y sonrió,
como si hubiera sido otra persona diferente y de manera casi cariñosa, con una
mano oscura y gruesa, le acarició la nuca y le revolvió el pelo. En seguida se
ubicó detrás de él siempre sonriendo, con un gesto casi beatífico, y le hacía
preguntas y le hablaba, oprimiéndole, a lo mejor bruscamente, el hombro. El del
bigote espeso lo miraba con atención y desprecio, mientras se tomaba a sorbitos
cortos, como si estuviera muy caliente, su café. En algún momento vio el
chacarero, a medio comer y agarrándolo con autoridad y decisión, le dio un
enorme mordisco. Masticó y tragó con avidez y le dio otro mordisco haciendo un
gesto de aprobación. Después de tragar, distraído, eructó sonoro sobre el pan
que tenía en la mano y lo devolvió al plato. Se lo acercó al albañil e hizo un
gesto de aprobación e invitación, a la vez que le decía algo. Tal vez lo
invitaba a comerse lo que quedaba.
Después de unos cuarenta
minutos, el hombre del bigote recortado, que permanecía de pie, detrás del
albañil, miró al otro, al del bigote espeso, y negó con la cabeza, abriendo
mucho los ojos, como si todo fuera imposible. Entonces el que estaba sentado se
incorporó, a su vez, tomó el cuaderno navegante, lo cerró, lo dobló
longitudinalmente, y se lo metió en el bolsillo de un costado de la casaca. Ahí
mismo tenía tres o cuatro delgados cuadernillos de hojas carta, doblados de la
misma forma. En seguida, entre ambos tomaron al albañil de los brazos, por
debajo de las axilas y lo sacaron de ahí. El del bigote recortado golpeó la
cortina metálica con su dedo cordial y esta se alzó de inmediato. Los empleados
del local miraron a los hombres con cierto temor y se apartaron. A un lado, sin
levantar la vista, con el sombrero cubriendo casi totalmente el rostro,
encogido, y con ambas manos empuñadas temerosamente sobre el pecho, estaba el
viejecito que vendía cuentos a trescientos y en oferta a tres por mil. Parecía
gemir. El del bigote espeso y desordenado, que le cubría la boca se metió la
mano al bolsillo del pantalón gris y sacó un fajo de billetes. Separó tres de
color azul y se los alargó al viejecito. Este sólo gimió algo inaudible y no
hizo amago de aceptarlos. El albañil, entonces, lo miró hacia abajo y le
reprochó:- ¿Por treinta lucas me vendes? Sólo se escuchó un gemido. El hombre
del bigote espeso le metió, a la fuerza, los tres billetes en el bolsillo del
costado de la chamarra y le dijo con desprecio:- Este fue el trato... - Se
alejaron de ahí llevándose al albañil, mientras el viejecito, encogido, gemía
apoyado en el portal de la cafetería.
Con los ojos cerrados,
mientras seguía el ritmo instintivo de su propio cuerpo, sentía la respiración
agitada y áspera en su oído y el fuelle amarillo verde, que subía y cedía bajo
sus pechos, cuya ansiedad la llenaba de placer. De repente un gemido ronco,
tumultuoso, colapsó el ritmo, y el pecho del anciano cayó vencido, callando el
ruido rasposo de su respiración. Kaya se irguió, alarmada y lo miró. Los ojos
del viejo la miraron inexpresivos un momento, después se ciñieron levemente a
la vez que su boca casi alcanzaba a esbozar una sonrisa, pero de inmediato
rodaron hacia atrás y miraron sólo hacia sí mismo, perdiendo toda expresión.
Desde el infinito placer del vuelo de los violines en que había flotado en su
propio mundo interior al fundirlo al de ella, cayó con violencia al fondo del
abismo con el pecho verde partido por el intenso sufrimiento del vértigo
extremo que lo asfixiaba. Kaya fue una roca de fino cristal de peso
inconmensurable, a pesar de la perfecta belleza de su cuerpo, que lo aplastaba
con pasión.
Desde el patio vecino le
llegó el sonido de un martillo que golpeaba incesante: Tap, tap, tap, Tap, TAP
¡TAP! y volvía a repetirse otra vez: Tap, tap, tap, Tap, TAP ¡TAP! y otra y
otra vez. Por un momento cesó el martillar y sólo quedo el silbido del viento
suave que temblaba entre las hojas de los paltos. Antes que comenzara, de nuevo
el martillar, oyó nítido, aunque muy lejos, en algún lugar indefinible, el
canto de un gallo: Coc co co coooc que se repitió hasta tres veces. Otra vez
oyó el trabajo del martillo y pensó que de nuevo era niño, a la hora feliz de
la siesta, a las cuatro de la tarde. Recostado, miró por la ventana y vio la
luz reverberante del sol de verano, sobre las verdes copas de los paltos que
siempre a esa hora se le imaginaban de metal. Entonces le extrañó que aquí no
hubiera una ventana mientras todo se iba difuminando y volviendo negro.
Kepa Uriberri
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