lunes, 28 de noviembre de 2011

La palabra escrita

"Había intentado escribir su desilusión y renuncia definitiva a ese amor. Quería llevar el hilo de la trama a una ruptura. Ella debía decidir que no podía amar, que no amaba, a un viejo." 





La palabra escrita
 Kepa Uriberri desde la hermana república de Chile


Otra vez estaba sin trabajo. Se veía a sí mismo como ese enorme pájaro, quizás un aguilucho o quizás un cóndor, que volaba en el azul infinito, elevado por los vientos sobre los cerros más altos de la cordillera: Libre de todo peso, con todo el espacio a su disposición; pero a la vez el cielo enorme, la altura infinita, la libertad extrema eran su agobiante prisión. No podía, como aquel mismo pájaro, renunciar a su condición; debía vivir en aquella prisión terrible de la aparente libertad del vuelo en los cielos, de la que el pájaro no podía escapar. De ese mismo modo, él no podía escapar de su propia situación. Por eso hoy, aunque no tenía obligación alguna, ni tampoco proyectos que resolver, se veía obligado a alzar el vuelo. Nadie debía saber que no tenía trabajo, que estaba prisionero de su propia libertad. Por eso estaba sentado aquí en el café de siempre, a la hora de siempre, en la estación de La Plaza de los Constituyentes, con un café y su cuaderno Navegante frente a él. Releía y escribía. Avanzaba y validaba lo escrito. Había relatado la caída del viejo en el pasto falso y sus dudas. Escribía y borraba, llenando de manchones los sentimientos de frustración de Tereshita ante la evidencia de su enamoramiento de un hombre ya acabado. Había intentado escribir su desilusión y renuncia definitiva a ese amor. Quería llevar el hilo de la trama a una ruptura. Ella debía decidir que no podía amar, que no amaba, a un viejo. La lucha final por la bailarina, el cisne o la princesa, la muñeca, la elegida, la consagrada, debía ganarla la fuerza joven. Debía comprender que mientras ella había luchado por ser primera bailarina, por triunfar, el viejo sólo buscaba tener un nombre, ser alguien cuando ya había vivido una vida de fracaso. Deseaba que Tereshita se enamorara del verdadero Sigfrido y no de Rotbart, del fauno potente y no de Proteo, dios viejo y acabado pastor de bestias. Quería, tal vez para liberarse de su libertad, entrar él mismo en su cuaderno Navegante, irrumpir ahí, para tomar a Tereshita, para hacerla suya, pero no encontraba aquella puerta que lo introdujera en la escena. Intentaba guiar a la bailarina a esa encrucijada, pero cada intento resultaba fallido y terminaba en un nuevo manchón difuso. Por fin decide tender una trampa al viejo y la bailarina en el parque interior Vista Hermosa. Por eso había hecho caer al viejo y a ella la había cargado de culpas y desazón. Los había llevado al salón de té El Pan Alemán, donde él mismo llegaría después con una mujer más madura, para engañar al anciano. Quizás un cisne negro, una mujer que, siendo atractiva, lo llenara de confianza, lo hiciera sentir que era la mujer que le correspondía, aunque más joven, suficientemente madura. Con ella haría una verdadera pareja y no una zozobra permanente. A la vez él mismo debía ser la trampa para emboscar a la bailarina y ejecutar el enroque que buscaba. Escribió:
«El anciano se puso de pie con dificultad. Cuando al fin lo logró se dijo avergonzado: "¡Qué pareja somos! Una bailarina frágil, con un viejo gordo y cabezón al apa". En el sendero que rodea el parque, a Tereshita le gustó ese saloncito de té de aspecto alemán y quiso sentarse ahí, a conversar. Sin embargo estaban en silencio. Él revolvía su fracaso en el café helado, mirando la crema que se iba concentrando al centro del remolino que formaba la cucharilla al agitarla. La sacaba, entonces, empujaba el montecito de crema hacia el fondo y volvía a revolver en sentido inverso, como si intentara, inútilmente, volver el tiempo atrás. Ella picaba, con sus dedos, pequeñas migas del kujen de manzana, como si sus manos fueran avecitas estilizadas». Se detuvo, leyó la última frase y repitió en voz baja: "... avecitas estilizadas... avecitas... estili...". Sacudió la cabeza. "¡No!" se dijo y tachó, aunque suavemente, como si aún temiera dañar las manos de la bailarina, y escribió, en vez, «pajaritos; palomas claritas.» Volvió a leer y creyó que estaba bien. Continuó, entonces:
«Tereshita se vio, vestida para bailar, sobre el escenario. El viejo estaba al fondo, en la oscuridad de las últimas butacas de la platea. Lo acompañaba otra mujer, de extraña belleza silenciosa. No obstante, el viejo era parte del ballet. Era el mago Rotbart y aquella mujer era el cisne negro que intentaba engañar al príncipe Sigfrido. Este entraba desde la oscuridad de la escena buscando. Las luces lo encandilaban y tomaba a la mujer que Rotbart le ofrecía, creyéndola la princesa encantada, convertida en cisne. Tereshita sentía la desolación del engaño y se daba cuenta, al fin, que el príncipe Sigfrido, lo mismo que el fauno, antes, era...» iba a escribir "yo mismo" pero se detuvo. Pensó en escribir su nombre verdadero, pero se arrepintió. Miró al infinito, más allá de un rincón alto donde remataba una cenefa que cubría un manojo de cables que penetraban en un ducto de la pared, mal disimulado, como si de ahí pudiera surgir algún nombre inspirado. Dijo para sí: "Orgüel" pero no le pareció apropiado. Volvió a repetirlo en su mente: "Orgüel". Le añadió una ele final, alargando el golpe del sonido: "Orgüell... No. No" y le agregó una hache inicial, de modo que el sonido era algo aspirado: "Horgüell". Arrugó el gesto de nariz y boca, a la vez que negaba con la cabeza. Miró la hoja del cuaderno y dijo: "Zhardoff". Luego sonrió. "Idiamel está mejor" dijo en voz baja. Por fin, en un gesto de decisión, tomó el cuaderno y pasó todas las hojas, hasta el final. Ahí, sin razón ni concierto, había trozos de frases, palabras sueltas, pequeños dibujos, todos escritos o trazados en distintas direcciones. Retrocedió una hoja, dos, tres, hasta que encontró una casi en blanco. Ahí comenzó a anotar: «Idiamel, Sárdok, Yaison, Yeison, Beibydoc, Asrramel, Uriel, Huriel, Maikel, Maikol, Yacson, Bristol, Brandon, Gerzam, Brentam, Cerrik, Cerapín, Gérulin, Mátison, Yordan, Yeimibén, Yamitón, Waldo, Yelno, Edualdo, Donardo, Dardo, Lucero, Luzmel, Lucimel, Martel, Mardel, Martisán, Damián, Demian, Délibel, Drúmmell, Chramchrom, Kramkron, Krámizon, Kamarenco, Sigjeil, Jarefor, Yarefort, Latóyico, Espaniol, Alemaño, Niunion, Neperiano, Nerunzen, Noztell, Nortenio, Canio, Conio, Cenio, Suenio, Panio, Escanio, Escarño, Actiño, Heleño, Armeño, Dañel, Albaniil, Ratbon, Kolomaro, Karzon, Oregón, Arizón, Tenesí, Guartington, Páriz, Ñuyor, Ñuyersi, Jiuston, Claid, Elco, Rondal, Dannol, Monreal, Áidajo, Güisconsing, Mizuri, Hontario, Kévek, Grólinber, Fladimir, Múnster, Ulstei, Mónajan, Cástelber, Korke, Homaly, Macuín, Stiv, Clinton, Clín, Isgud, Bandrich, Lenin, Krúcheb, Asorin, Baroja, Valantrade, Orcado, Chetlan, Estálim, Nodgorov, Chérnot, Feodoro, Igor, Grégor, Sámarob, Odlanier, Léugim, Sámot, Oláznog, Zerréitug, Nítnelav, Lúar, Kazán, Racsó, Dimar, Digüén, Artesón, Tucapel, Lircay, Yumbel, Toltén, Maipú, Dermón, Ancud, Angol, Aysén, Anís, Drambuí, Chiguá, Mezcal, Pellótel» y ya no pudo seguir porque la hoja se había llenado con cuatro columnas de nombres. No obstante, en un rincón, de costado, aun anotó: «Maranión» y «Unamuño». Leyó, entonces, varias veces los nombres, primero de corrido, luego al azar. Después marcó algunos con una pequeña ve, en seguida recorrió los marcados y subrayó algunos de ellos y finalmente encerró con un óvalo unos cuantos y por último se quedó con Angol, Albaniil, Baroja y Oláznog. Los repitió mentalmente, muchas veces, en distintos órdenes: Alfabético, por cantidad de sílabas, por longitud en letras, también según sonido y de acuerdo a cómo creía que le gustaban más, aunque se arrepentía y volvía a cambiar. Al fin, de acuerdo a todos estos parámetros, eligió «Baroja», porque lo creyó más literario. Pero al mismo momento de escribirlo sintió que estaba mal; que ese no podía ser el nombre. Ensayó con Oláznog, pero ahora, en el contexto de lo escrito no le pareció un nombre, sino otra interjección, casi como un estornudo o un grito desesperado y eso no daba la idea de lo que quería decir de modo que empujara para siempre la realidad. Finalmente se decidió por Albaniil. Este nombre, además, reforzó la idea, que la profesión del autor de aquella historia, cuya contraparte es este relato, era la de albañil, por cuanto de todas las muchas alternativas que había analizado, sólo esta que refleja, posiblemente, aquella actividad, fue la única que lo satisfizo. Escribió entonces «Albaniil» y se quedó divagando en relación a la importancia de los nombres, o a la psicología que había tras ellos en casi la gran mayoría de los escritores y también otra gente que narra sucesos incluso a modo de ejemplo. Reflexionó que había muchas narraciones, hasta de grandes autores, o reputados grandes, cuyo primer impulso era poner un nombre a un protagonista, que luego, en el desarrollo del relato resultaban humanamente anónimos y que se habrían visto favorecidos sin un bautizo forzado. También pensó en el impulso frecuente, al reiniciar una escena o retomar un hilo narrativo, de escribir por ejemplo: "Baroja miraba por la ventana el gris atardecer..." o también: "Aún no amanecía, sin embargo, en medio de los reflejos color de plata de la madrugada, Osgualdo vio llover mientras planeaba su crimen..." y del mismo modo: "Mariú pensó que lo odiaba. Era cierto que la palabra corneta resultaba tanto más prosaica y menos literaria que trompeta, pero...". No era, de ninguna manera difícil recordar ejemplos como este: "Majestuoso, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera..." y este: "-Usted, Cochrane ¿qué ciudad mandó a buscarlo?", o también este otro: "A Mr. Leopold Bloom le gustaba saborear los órganos internos de reses y aves" y sucesivamente: "Martin Cunningham, primero, metió la cabeza con sombrero de copa en el coche...". Y en fin en otros es lo mismo: "Paró  el  coche  frente  a  un bar de aspecto miserable, y Gregory invitó a entrar a su compañero" y lo mismo, sin importar su grandeza: "Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificio de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski"; al fin Ivan Ilich muere gritando de dolor, y nunca se llega a saber quién es Iván Yegorovich, quien es mencionado en la novela la misma cantidad de veces que él lo recordó ahora. A pesar de todo, sostuvo su idea de bautizarse a sí mismo, con la secreta ilusión de hacerse presente en la historia más allá de su horizonte creativo, cuando ya todo fuera así como lo estaba relatando. "Me parece bien Albaniil" se dijo y tomó otra vez el lápiz de pasta transparente, al que había puesto en el reverso su correspondiente tapa, cuyo sujetador había mordido hasta la deformación. Releyó: «Tereshita sentía la desolación del engaño y se daba cuenta, al fin, que el príncipe Sigfrido, lo mismo que el fauno, antes, era Albaniil». Continuó: «Al verlo, ahora, creyó que era mucho más viril y quedó impresionada con su prestancia. Pensó que querría enamorarse de este hombre antes que de aquel viejo, que se ocultaba allá al fondo, entre sombras y artimañas. Pero no era real; sólo era el deseo de un sueño, producto de la frustración de un paseo en el que había fijado demasiadas expectativas. Entonces se presentó, junto a la mesa del Pan Alemán que compartían, silenciosos, ofuscados, Albaniil con aquella mujer cuyos ojos parecían interrogar siempre, aunque nada decían. Contrastando con su silencio, ellos, Albaniil y la Carmen, venían llenos de alegría, pidieron de comer y tomar, a la vez que levantaron la conversación que ahí estaba apagada. El viejo, como esperaba, había puesto los ojos en Carmen, de modo que le preguntó:
«- ¿Tú, eres su mujer?
«Carmen sólo sonrió. Albaniil la había traído, sin que ella lo supiera, para tentar al viejo de manera de distraerlo, mientras él iniciaba un acercamiento con Tereshita, de modo que quiso despejar la duda de inmediato:
«- Ella es la Carmen - aclaró -, sólo es una amiga - y sonriendo con expresión cómplice agregó: - No hay ningún compromiso -. Pero Tereshita quiso saber, por la propia Carmen, si era verdad.
«- ¿Y tú? ¿Qué dices, Carmen?
«- Nada... soy su amiga... Nada más.
«- ¿Y ustedes...? - preguntó Albaniil con ironía al viejo, aludiendo con esta a los progresos de pareja entre ellos, pero sin explicitar la pregunta».
Después sugiere que el efecto habría sido el esperado. El viejo, asegura, habría manifestado interés por Carmen, desatando el enojo de Tereshita que, al fin, habría querido irse, pero él la detuvo, no tanto porque ella se quedara, sino por no tener que irse él mismo; sostiene. El relato de esta escena es largo y lleno de digresiones, cuyo único fin, al parecer, es instalar en la historia al nuevo personaje, Albaniil, definiendo su personalidad de un modo caprichoso y sesgado: «Era sin duda un intelectual, desposeído, por lo que se había visto obligado a ganar el sustento con sus propias manos, y así era notorio en su vestimenta quizás ajada, gastada, pero que sin embargo subrayaba su personalidad y su natural creador, lo mismo que su carisma, por lo que proyectaba la imagen de un hombre luminoso, lleno de atractivo». En otro momento alarga, inútil, una escena en la que habla de los parroquianos del entorno, asegurando que estos se mantienen atentos a su conversación. Más todavía, asume que ellos incorporan la conversación y los conceptos sostenidos por Albaniil, en la tertulia de sus propias mesas. Escribe:
«Hacia las tres de la madrugada, alguien llamado Bagner, o quizás sólo fuera un apodo, debido a su actividad, aunque no tiene importancia alguna, en una mesa vecina, a la izquierda, defendía la realidad del amor emocional, como un fenómeno inevitable, en tanto que en la de ellos, el viejo daba razones para sostener que éste no tenía componente alguno emocional, sino era un proceso colateral de la razón.
«- La atracción entre las personas no es el amor. Este viene mucho después - alegaba -. Si el amor fuera emociones, a la larga siempre perecería. Si existe amor para siempre es por la razón, por el entendimiento.
«Bagner, en tanto, en la mesa vecina, defendía el amor como algo idílico, como la expresión del arte, afincado en la persona: Lo poético, unido a una cuestión misteriosa de orden fisiológico es lo que reconocemos como amor. A la vez parecía imponer su idea elevando la voz por sobre la de sus contertulios que sostenían opiniones diversas. En un momento dado, Albaniil y su propio grupo pasaron por un silencio y todos prestaron atención a los argumentos de Bagner. Carmen hacía algún movimiento por debajo de la mesa y se pudo ver cierta reacción del viejo, de manera que parecía que de algún modo secreto se comunicaban. Albaniil sonrió. Tereshita creyó que lo hacía porque compartía la opinión de Bagner y le dijo:
«- ¡Qué romántico!... Me encanta esa idea...
«El viejo no alcanzó, distraído por la Carmen, a entender con claridad lo que había sucedido y lo interpretó de una manera torcida. Quizás creyó que Bagner coqueteaba con Tereshita, o que ella lo hacía con Albaniil, de manera que en tono contestatario y de indudable desagrado, dijo:
«- Eso es una estupidez»
Esta frase está tachada con una línea, luego, al parecer, fue ovalada alrededor y acompañada de una seña en forma de ve corta que la revalida. Podría ser a la inversa, aunque sería extraño. Finalmente está desechada con tres equis encima da la frase y de la propia marca que la aprueba. En la línea siguiente fue reemplazada por:
«- No, no, no. No es así - y continúa argumentando -: Finalmente, toda manifestación vital encierra un proceso fisiológico, de manera que no existiría ni la razón no los sentimientos, sólo un estúpido flujo de jugos orgánicos -. El tono era claramente apabullante por lo irónico, además que lo había dicho en voz muy alta, para asegurarse de ser oído por Bagner y sus compañeros».
A su vez, esta redacción está llena de enmendaduras; originalmente dice "Por último" en vez de "Finalmente" que cambia un sentido alternativo por otro definitivo. La frase que sigue, desde "toda manifestación..." no está escrita de manera contigua. En ese punto hay un manchón muy empastado que refleja varias posibles sobreescrituras, que en definitiva fueron borradas con mucha presión en el trazo, como si se intentara evitar que un eventual lector pudiera descubrir lo que el escritor quiso decir de modo fallido, o como si se avergonzara de lo escrito. Lo acompaña una seña, un llamado, que apunta al reemplazo definitivo, que está escrito algunas líneas más abajo. Así mismo, la palabra fisiológico que califica al proceso, originalmente fue "químico", luego fue cambiado por "orgánico", el que en definitiva derivó en "fisiológico", al parecer como una manera de levantar una redundancia de la redacción definitiva, ya que más adelante, donde dice "jugos orgánicos" en principio decía "fluidos corporales", donde tanto "fluidos" como "flujo" fueron subrayados, antes de tachar lo segundo y escribir sobre la línea con una letra microscópica la fórmula definitiva. El comentario a la frase del viejo, es a su vez, también enmendado, reemplazando "agresivo" por "irónico". En principio había un punto después de "asegurarse de ser oído" que fue suprimido con una cruz, para luego añadir "por Bagner y sus compañeros".
Según el relato del albañil, se habría hecho un pesado silencio en todas las mesas del entorno, en ese momento el carillón de la plaza habría marcado las tres en punto, después de lo cual pareció que sólo se escuchaba el denso tic-tac de la maquinaria. Después Bagner habría respondido, para su propia mesa, en voz muy alta y de manera despectiva, la idea del viejo. «Se produjo un diálogo sordo, de mesa a mesa, donde argumentos y respuestas no se dirigían de uno a otro, sino cada cual argumentaba para su propia mesa, pero respondiendo al adversario de la otra, hasta que en un momento de máxima tensión, ambos se pusieron de pie y se enfrentaron, dispuestos a irse a las manos. Bagner llegó a levantar un puño amenazador. El viejo sostuvo su mirada durante largos segundos sin intentar defensa alguna. Finalmente, de manera inesperada, sonrió, levantó los brazos y rodeó a Bagner con un abrazo del todo pacífico. Dijo:
«- Hay tantas verdades que se hace innecesario imponerte la mía, cuando la tuya también tiene mucha belleza».
Se sabe que Treshkaya, y también Bagner, se habría emocionado profundamente con esta acción. Ella habría abrazado al viejo y luego habrían abandonado el Die Deutsche Brot. El relato del albañil omite esta parte. Tal vez haya hecho negación porque habría perdido el lance que había intentado.


Kepa Uriberri






Editamos, publicamos y promovemos tu libro. 






Alejados del Instinto ¡YA A LA VENTA!






                  Manuel Murrieta Saldívar (Ciudad Obregón, Sonora, México), doctor en letras hispanoamericanas por Arizona State University—Tempe y licenciado en literaturas hispánicas por la Universidad de Sonora. Fundador de Editorial Orbis Press (www.orbispress.com) y de la publicación Culturadoor (www.culturadoor.com). 
                Ha obtenido premios como periodista, autor y editor—Premio Estatal de Periodismo en Sonora, tres veces ganador del Concurso del Libro Sonorense, mejor delegación editorial en IX Feria Internacional del Libro de Puerto Rico (2006), premio al editor hispano revista Panorama, Phoenix, Arizona (2000). 
                Actualmente reside en el área de Modesto, norte de California, donde se desempeña como investigador y profesor de literatura chicana, mexicana y latinoamericana en California State University, campus Stanislaus.


 








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Fragamento:


“Y si estoy a tu lado sin cansancios
no esperaré un recuerdo para tocar
tu vientre.
Y si no quieres oír mis ceremonias,
escribiré un libro hueco, sin ámbar,
sin metáforas.”




Alejados del Instinto, un canto a la mujer, al erotismo; una  sublime conexión entre el Ser y el Universo. ¿Y si no es lo sensual, qué es?



***



Editamos, publicamos y promovemos tu libro. 




jueves, 10 de noviembre de 2011

Encuentro inoportuno

 
Encuentro inoportuno
 Kepa Uriberri




Kaya negó con la cabeza, iba a explicar que no tenía importancia, pero no lo hizo al darse cuenta que sería absurdo expresar una preocupación que era ajena a la situación que vivían; en ese momento apareció junto a la mesa, saludando con alegría y sorpresa, el albañil.
- ¡Miren a quiénes me encuentro juntos mirándose a los ojos! - dijo.
Venía acompañado de una mujer, que lo tomaba de la mano y sonreía con expresión ausente y ajena. Rrrrabanito todavía creía que podía alegrar a Kaya; pero la llegada del albañil apagaba de manera abrupta esa oportunidad al invadir su intimidad. Saludó casi con un gruñido. Kaya recordó la última vez que había estado con ambos y tuvo miedo de ser parte de un nuevo conflicto. El albañil dijo:
- ¿Nos podemos sentar aquí? - a la vez que separaba las dos sillas vacías y se sentaba. Miró a la mujer que lo acompañaba con gesto seguro, de manera que ella también se sentó y murmuró, tímida, pero casi sonriendo, algo que podía ser un saludo. El viejo, sobreponiéndose a su molestia saludó y preguntó:
- ¿Es tu mujer?
- No. Ella es la Carmen - dijo, sin hacer mayor presentación y miró en torno, buscando a la mujer que atendía las mesas. - Me trae un fanschop y un chacarero, con bastante ají verde -, dijo cuando esta se acercó.
- ¿Y para usted? - preguntó la mujer a Carmen.
- Lo mismo - respondió el albañil. La Carmen sólo esbozó un atisbo de sonrisa.
- Y... ¿Qué haces tú, Carmen? - preguntó Kaya, por gentileza con la mujer a la que el albañil no había presentado.
- Nada... soy su amiga... - iba a agregar algo, pero se quedó indecisa después de mirar por un breve momento al albañil, con expresión tímida.
- Anda conmigo - concluyó el albañil, como si eso fuera todo.
El viejo la miró con curiosidad y pensó que era bella, que esa timidez tenía algún encanto. A la vez, pensó, que tenía un porte interesante y su geometría construía una hembra atractiva. En lo íntimo de su pensamiento la imaginó desnuda; primero de pie, sujeta de la mano del albañil. Después imaginó su mata de pelo y finalmente juzgó esos pechos grandes; los imaginó de pezones desteñidos y sintió cómo venía, a su propio vientre, el deseo. Entonces la recostó en una cama desarmada, con el pelo cayendo sobre el rostro, los ojos semicerrados, en actitud de espera, las piernas ligeramente abiertas, como si estuviera dispuesta a recibir, quizás húmeda. Como si su conciencia hubiera entrado, en ese momento en sus imágenes, sintió culpa y le quitó la vista, sorprendido. Sólo pensó que le gustaba esa hembra: "Sí. Se lo haría, mi amorcito" le dijo desde su pensamiento.
- ¿Y ustedes? - preguntó el albañil - ¿Escarceando amores? - y se rió ruidoso, aunque al viejo le pareció que había algo diferente en esa risa, que podía ser celos, resentimiento, algo que no podía precisar.
Kaya se puso roja y se sintió sorprendida como si el exabrupto del albañil y su risa de dientes manchados fueran una acusación sobre un pecado cuidadosamente escondido. Dijo, con la voz tenue, casi en silencio, y estremecida:
- ¿Y a ti qué te importa? ¡Idiota!
El albañil rio más fuerte y golpeó con las palmas sobre la mesa. La Carmen, casi inexpresiva, lo miró un momento y bajó la vista, como si se avergonzara con la vergüenza indignada de Kaya. El anciano lo miró con un gesto de desprecio y molestia. Dijo:
- ¿De dónde sacas eso?.
- ¡Pero si es un secreto a voces! Todos ya lo saben.
- Todos quiénes. ¿Tú, que lo inventas, y quién más?
Treshkaya lo miró y en su imaginario interno volvió la representación de la caída del viejo, pero ahora la imagen parecía ser de cristal y se quebraba al caer, como si en ese momento se hubieran roto todas sus ilusiones. Sintió cómo la invadía la tristeza y la desazón y le llegaba a la garganta. Pensó, a la misma vez, que era absurdo, y que no tenía sentido discutir al respecto, pero era como si en una frase se hubiera roto un globo de goma como esos que se cuelgan en las fiestas y que al cabo quedan tirados, opacos, en un rincón, arrugados. Nadie se interesa, al fin, en ellos.
- ¡Todos! ¡Todos! - repitió -. Tu, yo, Tereshita: ¡Todos!
El viejo se sintió avergonzado, como si lo dicho por el otro sólo le afectara a él y lo dejara en evidencia frente a los demás. Pensó que su disimulo era precario y que la evidencia lo haría merecedor del desprecio de Kaya. "Ella es joven y yo no" pensó. Se le apareció en su interior la imagen de su caída ridícula en el pasto falso y apretó con furia la cucharita que tenía entre los dedos. La golpeó con cierta fuerza en el vaso que salpicó leche con café y crema sobre el mantel. La imagen interna se le repetía una y otra vez, como una tortura, en diferentes instantes de la caída. "No merezco una mujer joven" pensó mientras se veía tirado de espaldas y se imaginaba como la cucaracha en que se había convertido el Gregorio Samsa, de Kafka. "Soy un viejo" pensó con rabia "mi vida ya pasó irremisiblemente" y se veía cayendo de espaldas, en el aire, con una expresión ridícula en la cara. Dijo:
- ¿Qué sabes tú? - pero quizás el sentido de la pregunta no significaba que el albañil ignorara sus sentimientos, sino tal vez, que no pudiera imaginar lo que para él mismo significaba sentir lo que sentía, ni comprender el tremendo desafío que enfrentaba de manejar un sentimiento que se suponía que ya no le correspondía. "El tiempo para mí ya pasó", y volvió a verse caído y vio su propia expresión de sorpresa en el suelo, intentando recuperar una dignidad arrasada en una torpeza. "¿Qué vida pretendo construir de nuevo?" pensó, "cuando ya no me queda ninguna. Sólo voy de salida, sólo tengo tiempo para buscar una salida digna frente a mí mismo. ¡Nada más!"
- Nada... No sé nada... Sólo admiro tu lucha por hacerte de nuevo, por construir otra vida, por alcanzar un nombre, aunque sólo sea una pobre interjección. Así lo tengo escrito. Te lo puedo mostrar si lo quieres. Y por lo demás, es cuestión que nos pusiéramos todos de acuerdo: Si ya sabemos todos que están enamorados.
Kaya enrojeció de vergüenza y se sintió puesta en evidencia. Quería gritar que no, que no era así, que el albañil no sabía nada y miró a todos, uno a uno. Al final miró a Carmen que con los ojos bajos jugaba con una hebra del mantel, como si en el universo no hubiera nada más que ella misma, ese mantel y aquella hebra. Aunque no parecía interesada, Kaya sintió que el hecho que estuviera ahí aumentaba su vergüenza: "¿Por qué tiene, ella, que enterarse de mis sentimientos, si yo misma no estoy segura de ellos?" pensó, pero de inmediato se le cruzaron las imágenes idílicas del paseo al Parque Real que ella misma se había inventado y odió ser puesta en evidencia frente a una desconocida. Se vio a sí misma desnuda, tapando sus partes íntimas, mientras conversaba con Carmen en algún lugar muy concurrido. Un ruedo de gente se había parado en torno a ellas. A Carmen parecía no importarle. La gente parecía ignorar a Carmen, como si ni siquiera estuviera ahí; todos la miraban a ella, como si al fin se mostrara tal cual era, pero en las miradas no había malicia por su desnudez, pero sí sorpresa porque se mostraba sin disimular. Ella, sin embargo, quería irse de ahí, pero no podía. Sólo si Carmen se iba primero, ella podría irse, pero Carmen se quedaba, aunque no le hablaba, sino sólo la miraba con interés. Dijo:
- ¡Idiota! ¡Estúpido! si el amor no es una cosa de acuerdos de todos. Tampoco de que quede escrito como tu quieres. El amor es algo íntimo de cada cual. ¿Es que no lo entiendes?
-  ¿Por qué tú? - preguntó el viejo -. Si correspondiera tendría que ponerse de acuerdo Kaya conmigo solamente. En ésto, tú, nada tienes que ver.
Ella sintió que el anciano veía las cosas de un modo del todo relativo. "Si él me amara estaría seguro. No diría: Si correspondiera... como poniendo en dudas que lo amo o que me ama". Sintió el fracaso en el pecho como una desazón que se extendía desde el centro de éste, hacia todos lados y se extendía por los brazos y las piernas, dejándolos laxos. "No me ama" concluyó y recordó su resistencia a sentarse junto a ella en el pasto: "Por eso quizás se cayó. Es porque no quería" y volvió a ver la caída del viejo como si ella lo hubiera forzado a caer y recordó a la primera bailarina caída junto al escenario. "Sólo deseo imposibles y por eso los daño" pensó y los vio a ambos caídos, pero ahora estaban los dos junto a un enorme escenario al centro del cual estaba el reloj del parque, bajo el cielo de la última tarde, por la que pasó un queltehue graznando su reclamo lúgubre.
La mujer que atendía la mesa apareció con una bandeja. Sacó un plato con un enorme chacarero que el albañil se apresuró en tomar y poner frente a sí, después, sin esperar, sacó de la bandeja un schop de cerveza con bebida de naranja, y tomó un largo sorbo. La mujer sonrió y le sirvió a Carmen su chacarero y su bebida. Kaya, se dirigió a Carmen, que acomodaba el plato frente a sí y buscaba los cubiertos y le preguntó:
- ¿Y ustedes; se conocen hace mucho tiempo? - Carmen sujetó el chacarero, pinchando el pan inferior con el tenedor, y con el cuchillo levantó la tapa superior de pan. Luego, con el tenedor barrió el ají verde y el ajo picados, hacia afuera del sandwich. Después cortó con los cubiertos un trozo del chacarero y se lo llevó a la boca. Kaya la miraba hacer, esperando una respuesta. El albañil dijo:
- Ni tanto... - y se encogió de hombros. Carmen casi sonrió.
El viejo miró a Carmen llevarse el trozo de pan con carne y verduras a la boca. La vio abrir los labios, observó sus dientes parejos, la lengua, que se asomaba ligeramente y se preparaba a recibir el sabor del bocado. Tenía los labios pintados de rojo, muy intenso y brillante. Algo le agradó en esa boca un poco gruesa y pensó que le gustaría morderla. Carmen sorprendió su mirada y sonrió de manera leve. Kaya miró entonces al viejo y sintió que la invadía la rabia. Por debajo de la mesa le dio una patada en las canillas y mirando a Carmen le dijo:
- ¡Ay! Disculpa. ¿Te pegué? -. Ella miró al albañil, como si la pregunta fuera para él, o bien como si le pidiera permiso para responder. El albañil la miró y elevó las cejas. Después miró a Tereshita. Dijo:
- No. A mi no. Quizás a la Carmen... - y hundió la cabeza entre los hombros, mientras daba un enorme mordisco a su chacarero.
Kaya miró al viejo y le dijo:
- ¿Sabes? me quiero ir. Ya se está haciendo tarde.
- En un ratito - respondió el anciano -. Ni siquiera nos hemos comido el kujen.
- Nos vamos a quedar sin metro.
- Esta línea circula toda la noche.
- Bueno, pero yo ya estoy aburrida: ¡Me quiero ir!
- ¡Ya!, ¡ya!, en seguida.
- ¡Ah no! - intervino el albañil - cómo se van a ir, si acabo de llegar. Esperen un rato, a lo menos.
Kaya iba a decir que sí, que por eso quería irse: "Porque llegas preguntando estupideces", se dijo a si misma, pero en su pensamiento profundo se reflejó la imagen de Carmen que tomaba algo de su plato y hacía ademán de llevarlo a la boca. Abría los labios muy rojos y sacaba ligeramente la lengua, entonces aproximaba a ésta el bocado, pero no era un trozo del chacarero, sino la mano de Rrrrabanito. Se la llevaba a la boca y la chupaba con suavidad, con humedad, la mordía apenas y miraba con ojos sonrientes al viejo en una escena asquerosa. El viejo se acercaba a ella y la besaba con pasión, como nunca había logrado soñar que la besaba a ella misma.
- ¿Y a ti no te importa nada tu pareja? - le gritó al albañil.
- ¿Quién? ¿La Carmen? - se rio fuerte -. La Carmen puede hacer lo que quiera.
Carmen mantenía la vista baja y cortaba el pan y la carne de su chacarero con delicadeza, como si los demás hablaran de otra persona. Rrrrabanito le miró las manos, muy blancas y grandes. Pensó que le gustaban las manos grandes y las imaginó tibias y suaves. Se fijó en las uñas, que las tenía apenas un poco largas y pintadas muy rojas, muy cuidadas. Recordó a su propia mujer, siempre impecable, maquillada, correcta, casi como un maniquí. Mientras más tiempo había sido su propiedad, más perfecta, más protocolar y más fría. Por un momento breve odió a todas las mujeres y su inevitable actitud estatuaria. El albañil bebió el último sorbo de su jarrito de cerveza y agregó, ahora mirando al viejo, que seguía examinando a Carmen:
- ¡Ah! las mujeres... las mujeres. Las mujeres son nuestras dueñas y nuestras esclavas. Nos poseen con su sensualidad y nos dirigen con su inteligencia. Nosotros somos la acción; somos los que hacemos las cosas. Ellas las piensan y las empujan, Ellas nos dan y nos quitan, nos sugieren y obligan. Si una mujer te niega la sal y el agua, no hay futuro para ti. Si tu mujer te ama y te regala su cariño, eres el dueño del mundo, del poder, de la riqueza, de la fortuna: La mujer como la tierra es la que produce para ti, no importa de donde coseches; es la mujer la que te da, como la tierra que germina y florece. Es así. Nosotros sólo somos la expresión de la mujer -. Se detuvo un momento, meneando la cabeza de un lado a otro. Después le echo una mirada rápida, casi sin interés, a Carmen y dirigiéndose al anciano le pregunto: - ¿Conoces la historia del herrero el caballo y la mujer?; pues así son las mujeres.
- No la conozco - respondió el viejo.
- Bueno; yo no se contar historias, por eso las escribo en mis cuadernos; por eso son verdad, pero es la historia de ese príncipe que discute con uno de sus señores de la corte sobre el poder de las mujeres y hacen una apuesta. El príncipe apuesta que en la casa de sus vasallos es la mujer la que manda, en cambio su contradictor piensa que son los hombres. Establecen una apuesta, entonces. Por cada casa en que el que manda es el hombre, el príncipe regalará un caballo, mientras que en cada una que la que manda sea la mujer, el señor de su corte, el detractor, regalará de su ganado, una vaca. Así entonces recorren el reino los emisarios regalando vacas a todas las familias. Después de meses, no se ha regalado caballo alguno, hasta que llegan a casa del herrero. Los enviados del príncipe y la corte llaman a la puerta y sale una mujer pequeñita, flaca, desgreñada, mínima y les pregunta qué desean. "Buscamos al herrero" dice el emisario. Ella con una vocecita que casi no se oye les pide que esperen mientras los anuncia. Al rato aparece el herrero; un hombrón de ciento veinte kilos, macizo, peludo, transpirado por el calor de la fragua, moreno, rudo, muy alto; de torso y brazos musculosos y pregunta con voz tonante: "¡Quién me busca!". Los emisarios de la corte llenos de ilusión, creen que al fin se regalará el primer caballo y explican los motivos de su visita. Finalmente lo interrogan: "Entonces, señor Herrero: ¿Quién manda en esta casa?". "¡Jajajá!" ríe el herrero. "¡Jájaja!" vuelve a reír; "¡en esta casa mando yo!" concluye con decisión. Entonces los heraldos del príncipe preguntan a la mujercita: "¿Quién manda?" y ella, sin dudar, responde con una vocecita mínima: "¡Él!". Estalla la algarabía entre los enviados, que después de meses, al fin, regalarán un caballo. Después de los ¡hurras! y gritos, después de festejos y felicitaciones, llevan al herrero a ver la manada de caballos, para que elija el que desee. La mujercita, alegre también, lo sigue, sonriendo silenciosa, detrás. El herrero lanza una mirada sobre la recua y ve, allá, al fondo, un hermoso y brioso potro blanco, grande y  fuerte. "¡Aquél!" dice el herrero, sin dudar. "Ese hermoso potro blanco lo quiero para mi". Los enviados aplauden, los mirones festejan, los admiradores ríen y palmotean al hombre. Entonces la mujercita, detrás de él, le tironea la manga. "¿Qué quieres mujer?" le dice con voz de trueno el herrero. "No" responde ella, que casi no se oye, en medio de la alegría y los festejos; "es que estaba pensando que ese caballito blanco, si bien es muy hermoso, se te va a ensuciar con el hollín de la fragua: ¿No crees?". "¡Ah bueno,sí!" responde el hombrón. "Y te lo vas a pasar bañándolo y limpiándolo. ¿No crees?". "¡Ah bueno,sí! Es cierto eso" responde el herrero. "En cambio, mira este otro de aquí; este gris, si bien no es tan bello ni tan fuerte, no deja de tener su hermosura y no te dará tanto trabajo, porque la mugre y el hollín y el humo no se notarán en su pelaje más discreto. ¿No crees?". "¡Ah! ¡Sí! Es cierto mujer" dice el herrero. "Bueno" pregunta el enviado de la corte, "¿Cuál va a elegir? El blanco o el gris". El herrero, convencido, mira a su mujer, que de inmediato baja la vista y dice: "Ella tiene razón: Denme el caballito gris. ¡Jajajajá!" ríe satisfecho. Entre los enviados y los espectadores se hace un pesado silencio y el emisario del señor de la corte le entrega, al herrero, otra vaca overa más, y se va con su cohorte. Así son las mujeres - agregó el albañil -, con su vocecita delicada nos cuentan mentiras, nos manejan y hacen con nosotros lo que quieren -. Volvió a tomar su jarrito de cerveza con bebida gaseosa de naranja y lo empinó; pero ya estaba vacío, entonces lo dejó con fuerza sobre la mesa y tomó el jarrito de la Carmen. Ella sólo bajó la vista. Lo levantó, hasta que la luz atravesó su contenido y dijo: - Por ellas multiplicamos los panes, por ellas transformamos las aguas, por ellas levantamos las ciudades y las destruimos, por ellas traicionamos y somos leales, por ellas mentimos y somos honestos, por ellas lloramos y abandonamos a nuestros amigos. ¡Por ellas! - y bajó el jarrito y bebió de su contenido hasta la mitad. Lo dejó sobre la mesa y tomando el chacarero de ella con las manos, lo abrió y le metió con los dedos el ají verde y el ajo que Carmen le había sustraído, lo levantó hasta que quedó bien iluminado y dijo: - Las mujeres son nuestra bendición y nuestra perdición. Ellas nos nutren y nos guían, hasta que llegamos a ser lo que somos y nos hacen creer que nos pertenecen aunque siempre, sólo les pertenecemos. Ellas nos prestan el poder y los honores para que juguemos nuestros juegos de hombres niños, pero si nos abandonan no somos nada -. Se llevó el chacarero a la boca y comió de él hasta saciarse. Luego lo devolvió al plato de Carmen, que lo miró con cierta tristeza. Había sobrado, quizás, para doce mordiscos.
- En definitiva - dijo como conclusión el albañil -, si todos estuviéramos de acuerdo, quedaría establecido como verdadero. Entonces yo lo escribiría y quedaría consagrado, com se debe -. Se echó hacia atrás en su silla, con las manos extendidas apoyadas en la superficie de la mesa y una amplia sonrisa manchada, como si festejara el gran acuerdo alcanzado. El viejo se sintió avergonzado, como si esta conclusión definitiva lo dejara en evidencia culposa. Pensó que no le correspondía enamorarse de una mujer joven como Kaya, sino, quizás, de otra más madura como Carmen y creyó que le era atractiva. Repasó con velocidad, como un pájaro que atraviesa el campo visual y desaparece luego por la izquierda, sus manos grandes y blancas, pero decididas, de rasgos firmes, suaves pero sólidas; su boca roja, algo gruesa, los dientes parejos que sólo semisonríen de manera casi misteriosa, la lengua húmeda y ansiosa que busca el sabor de la carne al comer, los ojos tímidos, el silencio, la curva de las caderas y la forma de su vientre bajo, que lo habían hecho imaginarla desnuda, con sus pechos poderosos y los pezones pálidos, su mata de pelo íntimo abundante, sinónimo de tibieza ansiosa. Por un momento le pareció oír, en el fondo de sí mismo, el quejido de su voz al ser poseída y se sobresaltó. El pájaro había desaparecido por la izquierda y se sintió turbado.
Kaya se paró, enfurecida, y recogió sus cosas. Dijo:
- ¡No aguanto oír estupideces! - y mirando al viejo, agregó: - Yo, por lo menos, me voy. No sé si tú te quedas con tus amigotes y sus mujeres - y sin esperar respuesta se fue caminando rápido, con un mohín de molestia. En su interior veía al viejo abrazando a Carmen. Su actitud, sin decirlo, era como una respuesta a sus interrogantes: "En definitiva no me ama. Siempre fui como su hija". El abrazo a Carmen, que ella imaginaba, era natural, no había expresión de culpa o predilección. El viejo no ofendía con ese abrazo, quizás, incluso, le mostraba que gracias a ella él había encontrado a esta mujer. Todo esto, añadido a la satisfacción del albañil por haber forzado los hechos, la ofendía y la destrozaba: No podía tolerarlo. Le parecía que todos se habían coludido contra ella. Apareció en sus imágenes interiores el cuaderno Navegante del albañil. Él lo levantaba, abierto, al revés, de manera que al hacerlo ella podía leer su contenido y decía, como si fuera una oración: "Aquí está la verdad. Ella prevalecerá por esta consagración. Ha sido escrito y leído y se ha visto que es bueno: ¡Es letra escrita!". Ella miraba el cuaderno y ahí estaba escrito que el anciano amaba a Carmen y se revelaba su pecado: Haber hecho caer a la primera bailarina al bajar del escenario y haber botado a Rrrrabanito en el pasto del parque. También haber intentado amar a un viejo y hacer lo posible por seducirlo.
El anciano se levantó y se fue tras ella, tropezando con las sillas y mesas del entorno. Le gritaba su nombre, en tono suplicante.
- ¡Kaya! ¡Espérame! Kaya, por favor... Escúchame un momento... ¿Por qué te vas? ¿Por qué te enojaste?... ¿Qué te hice yo? - Era un acto automático, no obstante en su interior lo veía como uno definitivo. Sentía la desesperación de la derrota definitiva, del fracaso final. De algún modo se preguntó, para sí mismo: "¿Qué voy a hacer ahora? ¡si ya no queda nada!". Le pareció verse como un ser ridículo, que no era capaz de alcanzarla, que sólo bastaría que la mujer que deseaba, en verdad, diera dos pasos de baile para alejarse irremisiblemente de él, quedando para siempre fuera de su alcance, mientras él, un anciano grueso, pequeño y cabezón, como todos los ancianos que recordaba, arrastraba absurdo, los pies tras ella, lloriqueando. "Ni siquiera la merezco" se dijo, "sería imposible alcanzarla, salvo que ella se dejara" - Kaya, por favor... ¡Espérame! - suplicó -. Ella se detuvo, giró, y desafiante apoyó sus manos empuñadas en las caderas. Dijo:
- ¡Qué!
- Espérame. Conversemos...
- ¡Qué! - repitió -. ¿Que estás baboso con esa Carmen?, ¿que te aburres conmigo y quieres quedarte con ese obrero de la construcción, que se cree que se las sabe todas porque escribe esas patas de pájaro en su cuaderno de colegial? ¿Qué?
- Todo lo contrario. Que quiero que te quedes conmigo. Estábamos juntos. Ellos llegaron a invadirnos: No puedes irte. No quiero que me dejes solo. ¿No lo entiendes? - y la tomó por los brazos. Vio el gesto de su boca que expresaba rabia, con los labios apretados y sintió miedo, sintió admiración, y sintió deseo. Sin embargo no era el reflejo del deseo erótico instintivo y joven que en su imaginación había llegado a sentir por Carmen, sino un deseo de acariciar ese cuello terso, el pelo desordenado, el talle flexible, deseo de sentir en sus labios la textura delicada de esos brazos tan lisos y redondos. Y sí. Al fin, deseo de poseerla, pero delicadamente, de manera lenta y cuidadosa, tibia, alargando cada instante hasta otro infinito, en un ocaso de luz tenue, en un paraje irreal, quizás de arenas amarillas y doradas, desde el que surgiera, suavemente, el gemido de un bandoneón y la música de un tango etéreo, sutil. Como un ave delicada, que planea en silencio se le atravesó este pensamiento: "La amo y la deseo de modo intelectual, de manera poética; quizás mística. Te disfrutaría como a una pieza de arte exquisito".
- No. No lo entiendo. No sé qué pretendes de mi - dijo desafiante.
- Te quiero - dijo y sintió que se le tropezaban las palabras en la garganta -. Te amo, pero soy un viejo y no lo merezco. Tampoco quiero que nadie lo sepa antes que yo.
- Pero sólo tenías ojos para esa Carmen -. Al terminar la frase ya se había arrepentido de decirla. En su interior se sintió estúpida y apareció una puerta de madera enorme, hecha de tablones rudos, sujetos por una estructura basta de palos clavados. Ella misma empujaba y atrancaba la puerta con un tablón atravesado, cortado longitudinal de un tronco de árbol. Una vez cerrada, ella miraba en torno, y todo era miserable, sucio y despreciable. "¿Por qué lo hice?" pensó. "Ya no podría decirle: Perdona, quería decirte que también te amo. Tampoco me gusta que otros te lo digan antes que yo misma".
- No lo sé. Tal vez sea atractiva... ¡Perdona! Sólo te pido que no me dejes solo.
- ¡Odio a ese hombre! y odio sus ideas y su cuaderno y ahora también odio a su Carmen - dijo mansamente pero con decisión y se dejó caer sobre el pecho del anciano.
Volvieron, tomados del brazo, al  Die Deutsche Brot. Ella se sentó muy cerca del anciano y apoyó la cabeza en su hombro, con una sonrisa plácida. Carmen la miró un momento, inexpresiva, luego lo miró a él, como si quisiera, sin atreverse, a preguntar algo. Kaya sin alterar la expresión de su cara se quedó mirándola fijo, largo rato. El albañil miró expectante, alternativamente a Tereshita y al viejo, como si esperara una explicación, o algún reconocimiento definitivo de parte de ellos. El viejo le tomó la mano a Kaya y la posó, junto a las suyas, en sus piernas y comenzó a juguetear de manera suave con sus dedos, que observaba con atención. El albañil tomo su jarro de cerveza vacío y levantó la mano, chasqueando los dedos. La mesera que atendía, se acercó sonriendo.
- Cerveza con naranja - ordenó. Kaya lo vio como si fuera el fauno del ballet. La expresión de su sonrisa y los ojos aviesos le recordaron a Nijinski. Pensó que a pesar de todo, el albañil era un hombre atractivo y por un instante absurdo, imaginó que el anciano era el albañil y viceversa.
La mesera miró interrogadora a Carmen. Esta iba a levantar la voz, pero el albañil dijo:
- Lo mismo -. Entonces la mujer miró a Kaya, que pidió un jugo natural de frutas.
- ¿Qué cerveza envasada tiene? - quiso saber el anciano.
- Todas las nacionales y, Spaten y Löwenbrau importadas.
- Löwenbrau, por favor.
La mesera se retiró y quedaron en silencio, escuchando el tic-tac sereno del reloj.
- Ahora no me quiero ir - dijo Treshkaya, mucho más tarde, sentados en el tren de las tres y treinta y dos de la madrugada, aprisionando el brazo del viejo, rumbo a la Plaza de los Constituyentes.
- Quédate conmigo - propuso el viejo.
Poco después la conducía por los pasillos casi abandonados de la estación de la Universidad, en el nivel de servicio de la línea aún no construida que habría de atravesar la principal, con rumbo al norte, entre los cerros y avenidas que ya se poblaban de barrios suburbanos industriales. Se detuvieron en alguna de las galerías semiabandonadas, ante la puerta de un local comercial cuyo interior estaba oculto tras gruesos papeles kraft de color beige. El anciano saco un llavero macizo del bolsillo izquierdo de su chaqueta, lleno de innumerables llaves y las observó, cuidadoso, cada una de ellas, hasta que encontró la apropiada. Kaya preguntó:
- ¿De qué son todas esas llaves?
- De ninguna parte, o de todas: Aquí están todas las llaves de las puertas que alguna vez he abierto en la historia de mi vida que dejé atrás. Hoy sólo me sirve esta - y exhibió la que acababa de seleccionar, con la que después abrió esta última puerta frente a la que ahora se encontraban.
- ¿Y por qué las guardas?
- ¿Quién puede deshacerse de sus recuerdos; o negar su pasado? - y después de una pausa, antes de cruzar el vano de la puerta: - No tenemos nada del futuro. Todo lo que somos es el pasado; al fin somos sólo la suma de las puertas que abrimos, de los umbrales que atravesamos.
Al encender la luz, quedó a la vista un mobiliario escaso, casi ascético, aunque no pobre: Una cama ancha, un velador a un lado, al otro una mesita baja, a los pies un librero no lleno, pero con libros de literatura de diversos autores, todos clásicos; en un rincón una silla y entre ambos una mesa más alta sobre la que descansaba un televisor. Al fondo, a un costado, una puerta conducía a un baño pequeño. Ella preguntó:
- ¿Aquí vives? - Él afirmó con la cabeza y se sentó a un costado de la cama.


Kepa Uriberri





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