martes, 25 de octubre de 2011

El argumento precario y el recurso ingenuo



“La literatura no trabaja con la verdad, sino con lo verosímil; es decir con aquello que podría ser verdad, que parece ser verdad aunque no lo sea.”




El argumento precario y el recurso ingenuo
Kepa Uriberri



«Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo». Esta frase, que inicia El Proceso de Franz Kafka, tiene tres sentencias que construyen una aseveración lógica impecable y engañosa, como toda la lógica formal. Esta rara característica de esta disciplina matemática confunde a muchos de quienes se dedican a las letras, quienes terminan creyendo que la lógica semántica y la matemática son productos de la mente humana alejados uno del otro, y no es así. Hay dos antecedentes en la frase de Kafka: El primero asevera que Josef K fue detenido y el segundo asegura que no había hecho nada malo. Un lector literario dará por ciertas ambas sentencias. No tiene motivos para pensar que no lo son y por lo tanto, aceptará la consecuencia propuesta como cierta: Alguien calumnió a K. Sin embargo, el análisis lógico, que el lector literario suele no hacer, concluye que sólo si Josef K fue detenido y no había hecho nada malo, entonces es cierto que alguien lo ha calumniado. En cambio, en el evento que K no estuviera detenido, se concluye que no ha sido calumniado. Pero K. podría estar detenido y haber hecho algo malo, entonces sería falso que ha sido calumniado. Visto a la rápida, hacer este análisis parece absurdo. Pero si se le mira con calma, se ve que los tres elementos juegan entre ellos sin ninguna libertad, sino atados por la sentencia lógica, de modo que la calumnia sólo depende de la maldad y la detención. Para el universo de la lógica sería idéntico si dijera "Hubo una conspiración, pues Josef K fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo". También sería equivalente a esta otra: "La noche fue muy oscura, pues Josef K amaneció con dolor de cabeza, sin haber bebido una gota de alcohol" y por último, también es la misma construcción lógica que: "Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues amaneció con dolor de cabeza, sin haber bebido una gota de alcohol". No voy a aburrir más, reduciendo la sentencia a una fórmula de lógica matemática, porque me interesa llegar a lo literario. Sólo quiero hacer notar que hay, en esto, una cuestión lógica que se quiera o no, está presente. Ahora giro a lo semántico: La frase tiene una trampa formal, de la que la lógica no se hace cargo. Josef K puede no haber hecho nada malo y haber sido detenido, por ejemplo, por motivos políticos. También podría haber hecho algo malo sin que el lector lo sepa, o incluso podría ser mentira que ha sido detenido y tratarse de una broma. Es decir, la frase, semánticamente, es sólo una propuesta, pero cada sentencia que la compone debe ser considerada cierta, cuestión que no ocurre en la lógica matemática, para que adquiera un significado. Como argumento, la frase de Kafka, es precaria bajo el punto de vista de la semántica. Los antecedentes no son suficientes para acusar a alguien de haber calumniado a K. No obstante, la fuerza dramática del argumento empuja al lector a aceptar la aseveración. Al suceder este fenómeno, semántico, el lenguaje literario, que no el lógico matemático, se acerca a la música. Es aquí, en esta precariedad, donde la literatura se hace arte cuando este recurso lleno de libertades es manejado con talento por el autor.

La literatura no trabaja con la verdad, sino con lo verosímil; es decir con aquello que podría ser verdad, que parece ser verdad aunque no lo sea. Me atrevo a decir que esto es cierto en todos los géneros. Incluso el ensayo es apenas una propuesta, es como una sospecha de una verdad que quizás llegue a ser acogida por otras disciplinas. El escritor, ensayista, poeta o narrador, utiliza como principal recurso el engaño amable, por llamarlo de algún modo, para formar su creación. En este sentido casi podría decir que el mago y el escritor son metáforas uno de otro. Un movimiento preciso de la mano del mago, es un recurso que convierte una paloma en un pañuelo y un bastón en una flor. El escritor hace algo similar con la palabra: «Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo». Esta frase, que es un argumento idiota equivalente a tantos como él, que escuchamos a diario en tertulias, conversaciones, en televisión, en discursos políticos, en disculpas deportivas y más, construida por Franz Kafka, se convierte en una síntesis genial, que representa todo el desarrollo de una novela maravillosa como es El Proceso. Esta novela comienza con dicha frase, que en algo menos de una línea de texto define a K. como un acusado injusto, establece que no ha hecho nada malo, pero lo sumerge en un proceso judicial por el cual se le ha detenido. Sin decirlo, impone un enemigo oculto que calumnió al protagonista; sin que parezca intentarlo, nos pone del lado de Josef K y asegura que no ha hecho nada malo. Más aun, como estructura literaria, plantea de inmediato el drama que se desarrollará en trescientas páginas. ¡Qué uso tan maravilloso de un recurso tan sencillo y a la mano como el argumento idiota!. Lo llamo argumento idiota porque siendo una proposición, su antecedente no sustenta la consecuencia, sin embargo resulta aceptable y establece una conclusión que se asume solventada: La calumnia sustenta la detención y además confirma, al ser una calumnia, que el acusado no ha hecho nada malo. El equilibrio lógico precario, es suficiente en el argumento idiota.

En una tertulia que compartí, hace unos días, alguien decía a otro que escribe: "Tú pareces escribir con las tripas, con las entrañas, se siente tan profunda tu escritura que a ratos es casi autista; pero por desgracia, de repente, a veces, la ensucias con diálogos y opiniones contingentes que son hasta pueriles". En el largo tiempo que leo con seriedad y análisis, como método de aprendizaje, he dado infinidad de vueltas en torno a estos conceptos. Suelo ramonear en cuentos y novelas analizando diálogos, a veces tan sesudos y densos como los de Setembrini y Nafta en Thomas Mann y en otras tan sencillos y tiernos como los de Dostoievski en El Ladrón honrado. Este relato se va hilvanando sobre argumentos precarios y diálogos ingenuos. Va penetrando con ellos en lo profundo del alma del pobre Yamelia, en torno al robo pueril de unas calzas que este borrachito inútil y perdido comete por necesidad. Desbrozando el cuento, no hay un solo momento en que Dostoievski proponga una reflexión profunda, o que una frase tenga un sentido sentencioso. Toda la estructura es livianita, ingenua, sutil, pero penetra hasta lo más hondo como si fuera una afilada hoja de afeitar. La ingenuidad también es un recurso precario y como el argumento precario utilizado con talento, es una herramienta poderosa. Si alguien tiene dudas de esto, que se haga de un buen tomo de cuentos de Chejov, pero no lo lea como obras de Chejov, sino como material de estudio: Cuanta fuerza hay en "Ionich", por ejemplo, un relato precario sobre situaciones tan cotidianas, que demuestra que el arte no está en la pirotecnia, en lo raro, en lo difícil, sino, muchas veces, o casi siempre, en la mirada aguda de lo cotidiano.


Kepa Uriberri






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lunes, 17 de octubre de 2011

El Paseo


En lo más hondo de su ánimo recordaba un extraño árbol pelado y único de infinitas ramazones sin follaje que había a la entrada de alguna ciudad al borde del desierto. Parecía que aquel árbol era el único de toda la comarca.




El paseo



El domingo despertó de madrugada. Le parecía que el día era más luminoso, que las ramas de los álamos que divisaba a cierta distancia eran más blancas que nunca, con sus brotes como pecas oscuras y que las hojas habían perdido ese tono azuloso que les quita verde, para flamear ágiles en la brisa, llenas de primavera. Kaya creyó que la mañana era la más tibia que jamás conociera, tanto que el placer se hacía casi espeso, casi material, como si lo pudiera tomar entre las manos y derramarlo, lento, sobre su cuerpo. Sonrió como si ya fuera una realidad el paseo que había soñado con el anciano al Parque Real. Se levantó con infinita lentitud, como si el placer de la espera pudiera aumentar el que esperaba de su sueño. Desayunó sin prisa alguna, como si disfrutara cada momento del acercamiento. Se metió a la ducha y repasó, ahí, el paseo que le esperaba, como si ya hubiera sucedido y ella se lo estuviera relatando a alguien más, representado por sí misma. Veía resbalar el agua por su piel muy blanca, que con el calor de aquella se iba tiñiendo de rosado y brillo. Acarició ese brillo como si su mano fuera la del viejo y el viejo fuera ese hermoso joven de sus fantasías, igual al anciano pero esbelto y joven. Su relato se extendía y volvía luego sobre sí mismo. Bajo el rumor del agua que caía de la ducha se hacía casi visible, como si fuera real y ella misma se transformara en testigo de los sucesos y parte de los mismos, con los ojos entrecerrados, que a ratos miraban caer el agua surcando sus pechos, la piel del vientre y se perdía en la mata de pelo suave. Después de mucho rato en que la sensualidad se fundió con la fantasía del Parque Real, temió que el clímax de esta pudiera opacar la felicidad de la realidad esperada y apagó la ducha. Se secó con esa enorme toalla verde, que imagino un trozo de los prados del parque, con la misma lentitud del tiempo que envolvía esa mañana.

Se vistió lentamente y con esmero, como si cada detalle fuera necesario para cumplir un rito fantástico y por fin salió de su casa con ganas de echarse a correr, pero muy lentamente, como una pájara que corre para elevarse en el viento tibio de cualquier mañana de primavera y planear en el aire eternamente mirando la realidad luminosa y jovial. Nada en su camino fue real. Todo se cubría de una pátina romántica y falsa por fuera aunque de completa y feliz realidad, pero sólo por dentro. La gente sonreía incluso si iba ausente, ensimismada en sus problemas, de un modo oculto y misterioso sonreía, no para todos, sólo para ella. Nadie más lo notaba. Las luces en las galerías del metro eran más intensas que otras veces y más cálidas, como si el sol mismo penetrara ahí, a través de ellas, de una manera extraña y eso la hacía feliz. El bramido de los trenes en el metro, al cruzarse unos con otros le recordaba la Danza sagrada de la elegida y le producía un sobrecogimiento inusitado, como si cada cruce de trenes marcara un nuevo acercamiento a la culminación de su propio ballet.

Entró al café de la estación de la Plaza de los Constituyentes cerca de las cuatro. Sabía que Rrrrabanito llegaba a esa hora a tomar desayuno los domingo, aun cuando no sabía que día era, o que hora. Nunca lo sabía. No obstante sus horas estaban bastante reguladas según su propio capricho necesario, quizás reglado por algún reloj interno ganado en su vida larga de estimaciones, según lo había entrenado su padre desde siempre. Se sentó en la mesa cerca de la puerta que el viejo solía elegir y pidió un pastel de crema negra con chocolate y en jugo supuestamente natural, de algún color radiante inexistente en la naturaleza, pero que, según su alegría inmensa, resaltaba en rojo su propia felicidad. Ahí la encontró el viejo Rrrrabanito al entrar. Le pareció que irradiaba algún halo multicolor, iridiscente, a lo mejor encendido por la sonrisa satisfecha que le regaló al verlo y un "¡Hola!" sin sorpresa, pero lleno de placer esperado. De inmediato se sintió contagiado de ese ánimo alegre. Mientras pedía, en el mesón, su Barros Jarpa y un café muy cargado y dulce, se rió, en su pensamiento profundo de Barros el jamón y de Jarpa el queso, que se fundirían en su sandwich y pensó que era gracioso que existieran aquellas historias falsas de personajes que en su momento fueron conocidos por su obra y hoy sólo por el sabor deseado de un pan con gustos aliados. A la vez, más allá, como si fuera el fondo de toda alegría, de todo contento, quizás la escenografía de la felicidad, se repetía la imagen de Kaya y su saludo jovial: "¡Hola!" repetía la imagen y volvía a entregarle un trozo de alegría con la expresión feliz de su sonrisa y la belleza joven de su figura. Cuando se sentó junto a ella sintió una inquietud llena de ansias que hacía mucho que no experimentaba. De alguna manera extraña le trajo dos recuerdos: El de aquel día en que Kaya posó su mano sobre la de él y esa sensación perduró como un placer físico mucho más allá de su ocurrencia efímera, aun cuando asociado a un momento triste y a aquella otra mano, tan similar que se despidió de igual manera, para no regresar jamás, hace tantos años. Extrañamente, ahora, ambos momentos le parecía que formaban parte de su felicidad. Con todo, la creyó tan hermosa en ese preciso instante que no se resistió a hacerle una caricia en la mejilla. Dijo:– Estás tan linda. ¿Por qué?

– Es que quería hacerte una invitación.

– ¡Ah! bueno... No creo que sea un motivo...

– Quisiera convidarte a pasear al Parque Real: El tiempo está tan bueno y el parque es precioso. Me gustaría que camináramos juntos por los paseítos entre los árboles, que nos mojáramos las manos y la cara con el agua fresca de las piletas, sentarnos en el pasto húmedo y frío de la tarde y tomar el sol verdadero juntos: Es que ya es primavera y yo me preparo para bailarla y creo que me haces falta en eso... – se detuvo como si hubiera estado a punto de decir algo de lo que se arrepentía, pero luego siguió, quizás por otro rumbo, tal vez por el mismo:– ... y más.

– ¿Y por qué al Parque Real? Es demasiado amplio, demasiado popular. No todos van a pasear ahí. Y nos helaríamos de frío al llegar el atardecer –. A la vez al fondo de sus imágenes, esas que comienzan a conformar el pensamiento, se vio a sí mismo intentando sentarse en el pasto junto a ella. Bajaba hasta la posición en cuclillas con enorme dificultad. En ese punto intentaba sostener el cuerpo, ya muy pesado, y soportarlo con las manos por detrás. Se veía impulsándose suavemente, para posarse en el suelo, pero la falta de agilidad lo traicionaba y se iba aceleradamente de espaldas, de manera que quedaba tendido en el suelo con las manos y los pies en el aire, como una cucaracha a la que se la da vueltas, pataleando de manera ridícula. En su pensamiento se convirtió en una cucaracha, mientras Kaya se transformaba, a su lado, en una pájara de ojos fijos, de plumaje brillante y largo pico agresivo. Por un instante lo miraba con curiosidad y luego, en un movimiento rápido lo atravesaba de lado a lado, con un picotazo seco. – Ya no estoy para parques y paseos de juventud – dijo meneando una mano en movimiento negativo.

– Pero es tan lindo, tan soleado, con tanto pasto verde. Yo sé que te va a gustar: Es como un enorme escenario. Ahí quisiera estar contigo; o al menos caminar del brazo por sus alamedas.

– ¿Y helarnos de frío allá? ¿Por qué no vamos, mejor, al parque interior en la mole comercial de Vista Hermosa? Es techado, está climatizado, conecta directamente con el ferrocarril metropolitano; ¿Lo conoces?

– No; pero quisiera...

– Quisiera que lo conocieras.

– Sin embargo había soñado con ese paseo. Me veía contigo: Del brazo, caminando, al aire libre. Hay tanta gente que es feliz de ese modo. ¿No podríamos serlo nosotros?

– Quisiera que lo conocieras.

– Y yo que fuéramos al Parque Real...

– Quisiera que lo conocieras.

– Bueno. Quiero conocerlo, pero dime: ¿Por qué no quieres ir al Parque Real?

La mole comercial Vista Hermosa está en los aledaños del sur oriente de la urbe, en los primeros faldeos de la cordillera. La penúltima estación del ferrocarril metropolitano, la estación Del Rey y la última, Cordillera, se ubican en su perímetro, haciendo que la línea del tren la rodee, pasando elevada y a cierta distancia de los enormes espejos de los muros de la mole inmensa. Al acercarse desde cierta distancia resulta sobrecogedor el sentido de futuro y su promesa de autoencierro, como si el hombre se precipitara hacia su conversión en una especie de insecto multitudinario, encerrado en una red de galerías de las que sólo emerge por estricta necesidad. Casi la mayoría que la ve por primera vez queda sobrecogido por una extraña sensación de minusculización vertiginosa.

Kaya había recorrido las veintidós estaciones en un silencio triste. El anciano había tratado de animarla, haciéndole ver que proponer el lugar, "que por lo demás es como si fuera el mismo", argumentaba, no significaba en absoluto que el paseo propuesto por ella dejara de pertenecerle.

– Vamos a hacer el mismo paseo, pero sólo que también será una sorpresa para ti, como ya lo es para mí, ¿no lo ves?

– Tal vez sí... – Todos los argumentos del viejo recibían una respuesta así, casi monosilábica. En su interior Kaya iba dibujando una imagen triste, desordenada, pobre y gris del paseo al que había consentido. Gran parte de la línea que lleva al sur oriente corre a nivel de la superficie o algunos metros sobre ella y a los bordes de la línea se ve pobreza y a ratos miseria, suciedad y abandono. Sólo a cierta distancia, casi en el horizonte, difusas, se ve poblaciones de pequeñas casitas todas iguales, como si fuera un prado sembrado de miles de pequeñas construcciones iguales una a otra, al lado una de otra, con igual estructura y ubicación, como si hubieran sido puestas ahí por máquinas poderosísimas y perfectas. Con todo, parece como si el metropolitano estableciera un cinturón de pobreza que dividiera y limitara una gran solución económica de eficiente minimización de costo que convierte al ser humano en una enorme crianza avícola, o en una industria del robot feliz. Treshkaya sentía que se estaba dejando tragar de esa pobreza humana que solucionaba de manera egoísta la economía social. En lo más hondo de su ánimo recordaba un extraño árbol pelado y único de infinitas ramazones sin follaje que había a la entrada de alguna ciudad al borde del desierto. Parecía que aquel árbol era el único de toda la comarca. Parecía que la ciudad había crecido a partir de él. Sentía que en su espíritu había una gran pantalla donde sólo había luz de anochecer, cuando pierde el brillo de plata y se hace polvosa y sucia, triste; en esa pantalla se proyectaba la imagen de aquel árbol enorme de infinitas ramazones desnudas. En estas se posaban enormes pájaros de rapiña negros y de cogote rojo, de mirada recelosa pero tranquila. Con lentitud inexorable emergían de la semioscuridad pájaros y pájaros que planeaban en torno al árbol, hasta posarse en alguna rama donde hubiera lugar. Nunca se producía un conflicto por el espacio, por más que se llenaran las ramas del árbol, siempre, cada pajarote descendía aleteando suave y desordenadamente, con enorme tristeza y mirada tranquila pero recelosa, en un espacio vacío, que parecía de antemano destinado sólo a él. A medida que se posaban recogían las alas y hundían el cogote pelado y rojo entre los hombros y se quedaban estáticos, como si fueran frutos de aquel árbol sin sentido alguno, cuyo único destino era dar origen a una ciudad con tan poco sentido como él mismo y albergar, en el anochecer infinito, aquellos pájaros que nadie sabía explicar de dónde venían.

De pronto, después del largo viaje, cuyas imágenes guardaría siempre como agobiantes, se hizo literalmente la luz: Al salir de una curva, el sol poniente se refleja con toda su fuerza en los muros de cortina especulares del centro comercial y lanzan una potente centella sobre el metro que se acerca. La fuerte luz que enceguece borró todas las imágenes y cualquier otra sensación del ánimo de Kaya. Después del primer impacto, recordó el despertar de esa mañana, cuando creyó que no podía haber un momento más luminoso y alegre que aquél; pero este lo hacía trizas, lo incendiaba, como si fuera una polilla que se precipita sobre un gran fuego abrasador. Después de un momento, lentamente, la mole del centro comercial comenzó a tomar su forma en la retina. Era como entrar en el futuro, luminoso plano, lleno de aristas y vértices, de vidrio y baldosas todo de colores extremos: Plata radiante, oro fundido, negro y albo enceguecedor. Algunas personas caminaban en su entorno, no muchas, todas hacia el enorme edificio, como si este tuviera una enorme fuerza centrípeta. Del mismo modo el tren se precipitaba hacia aquella luz, sin remedio ninguno, hasta que de pronto fue tragado por el túnel de la estación que forma una sola estructura con la mole. Una y otra sorpresa, la ausencia de la imagen de luz, hicieron parecer que esta se acababa para dar paso a la conciencia del bramido del tren al penetrar en sus entrañas, produciendo el contraste del raro silencio, de la extraña ceguera del pensamiento. Kaya quedo clavada en el asiento mirando la relativa penumbra que parecía haberse tragado todo mientras un mar de gente era atraída hacia el vientre centrípeto de la mole.

– ¡Kaya! Es aquí. Llegamos... – la tomó del brazo y la forzó suavemente para ponerla de pie y sacarla de su estado de obnubilación.

La estación Vista Hermosa está diseñada para jugar con la arquitectura de la mole, en un estilo moderno y especular, lleno de luces tenues, pero que asemejan chorros estelares que se multiplican del mismo modo que todas las paredes multiplican a la gente, los trenes, las escaleras, hasta la desorientación. Sin embargo, una vez que se sale del área de servicio del ferrocarril y se penetra en la galería que la conecta con el centro comercial, el agobio exterior del edificio parece atenuarse, aunque conserva un aire de falsa elegancia, de cínica alegría y una confusión hábil de brillos que emulan belleza. Hay muchas tiendas apretujadas en esta galería, como si se hubiera querido hacer un compendio de lo que podrá encontrarse al interior, aun cuando también parece ser una especie de interludio que pretende suavizar en el paseante el paso entre la realidad exterior y la fantasía interior que podría, de otro modo, agobiar. Todo ahí parece fino y de valor alto, quizás más por el ornato de su entorno que por su mérito. Tiendas de bisutería parecen joyerías finísimas, de ropa interior de algodón simulan lencería fina, librerías de literatura masiva exhiben sus tomos añadiendo valor a sus autores, que no tienen, con atriles de cristal de colores, brillos y opacidades de trozos de cristal quebrado y arena blanca en sus vitrinas, de las que emergen obritas absurdas de autoayuda o novelitas de experiencias personales de rostros de televisión, deportistas y gente de farándula. Pequeños kioscos donde se vende confitería, cigarrillos de marcas masivas que aquí no se comercializa, cigarros puros de origen dudoso, tabaco de pipas, revistas de papel couché casi sin sustancia y con mucha publicidad y fotos de modelos con breves comentarios, papelillos para liar cigarrillos en su típico envase rojo, que se vende para hacer pitos de marihuana, diarios en idiomas extranjeros y nacionales de regiones y provincias principales, encendedores desechables de plástico y metal, teléfonos celulares, células de memoria para computadores, reproductores digitales de música, chocolate suizo y argentino y más. Alguna zapatería de calzado masivo, de plástico, de poliuretano, de genero, fabricados en China, en la India, Tailandia o Corea, para adultos y para niños, para mujeres en colores rosa y verde, todos exhibidos en pequeñas repisas cubiertas de piedrecilla y hábilmente instalados para emular el caminar natural. Una perfumería donde los colores y formas de las miles de botellitas sueltas o en raros estuches sobre espejos negros daban la sensación de emitir aromas riquísimos y fragancias exclusivas. Botellitas alargadas de cuello muy alto o de vientre grueso y biselado, pequeñas de colores licorosos o a veces enormes conteniendo líquidos de color cítrico, de manera que Kaya recordó el agua de colonias Ideal Quimera que siempre tenía su madre en la cómoda. Recordó aquellas enfermedades que parecían eternas y la obligaban a guardar cama, cuando su mamá la aseaba con un algodón empapado en esa colonia y quedaba por horas envuelta en ese aroma que recordaba delicioso. Todo en esta galería parecía envuelto y rodeado de fantasía, de manera que Kaya sintió una rara fascinación, que producía en su imaginación profunda la sensación de flotar en el aire a unos diez centímetros del suelo que era albo y brillante como si se esmerara en lograr la irrealidad. Aquella pantalla interior donde se dibujaban y representaban todos sus primeros pensamientos se transformó en cristal negro y espejado. Ahí se veía a sí misma, llena de gozo, ataviada de un tutú blanco iridiscente, de seda y espuma, lleno de pliegues haciendo eternos giros como esas bailarinas de cajitas musicales que le regalaban de niña y representaban toda la felicidad tranquila, apacible, plena.
Se aferró, riendo, del brazo del anciano y dijo:

– ¡Qué lindo! – y lo besó en la mejilla. Rrrrabanito sintió su alegría y un orgullo torpe de haber elegido este destino.

La galería con su pretensión desemboca de pronto en el enorme espacio abierto, en cuyo centro se encuentra el inmenso reloj carillón, que emerge de una pileta con juegos de agua que parecen varas de junco líquidos, recordando la vegetación que aquí no existe. Alrededor se extiende un vasto prado falso de poliuretano, surcado de caminitos embaldosados de color arenilla opaca, limitado por clavelinas de mentiras; con bancas de madera cada tanto. La gran explanada está sembrada de juegos infantiles de plástico rígido de colores vistosos: Castillos con resbalines que caen en piletas llenas de pelotas de colores donde los niños flotan, nadan y saltan, laberintos de barras y tubos que recorren sin sentido ninguno, columpios, carruseles y otros. En las orillas donde conecta el parque con otras galerías hay canchas de patinajes de hielo y ruedas, circuitos para bicicletas de exhibición y para tablas de patinar. Cientos de restoranes, cafés, heladerías, salones de té, de comidas exóticas, de comida rápida, de comida chatarra internacional y mucho más, rodean toda la explanada que queda separada de ellos por árboles verdaderos o falsos y macetas de loza azul y blanco con plantas imposibles, sin un detenido examen, de determinar su naturaleza real: Geranios de colores diversos, margaritas y azaleas, azucenas, hortensias, calas lujuriosas, crisantemos, rosas siempre floridas, manzanillones quizás sin olor, gladiolos, laureles de flor blanca, todos ellos tal vez falsos o quizás verdaderos, pero que dan un toque de realidad, como si todo estuviera al aire libre. Al entrar en el parque sintético, repleto de niños correteando y jugando, de padres jóvenes sentados en las bancas, de familias tomando té o café de arvejas tostadas con leche en polvo hidratada y espumas de lata, Kaya sintió el éxtasis de la expectativa cumplida y soltándose del brazo que aferraba corrió en puntas y con un grand jeté cayó al centro del prado de césped de poliuretano y con alegría incontenible comenzó a girar en sucesivos fouettés. De pronto el carillón del reloj marcó, lleno de armonías, las seis de la tarde que ella imaginó, en lo hondo de su apreciación primaria, que era la explosión de alegría de la elegida al ser seleccionada por el anciano sabio, para ser glorificada. Se dejó caer, entonces, llena de gozo, sobre el pasto falso, cuyo frío inorgánico se le antojó humedad de rocío y le extendió, desde su mundo interior exultante, los brazos al viejo, invitándolo a acompañarla. Dijo:

– ¡Esto es precioso! Ven conmigo –. En su imaginario interior se proyectó la imagen de ella, vestida de rojo, como la escogida, y del viejo, esbelto, desnudo el torso cultivado. Él se acerca a ella, la elegida, y la levanta iniciando la danza de la glorificación.

El viejo sonrió avergonzado. Se acercó lento, casi sin intención, hasta quedar casi al alcance de las manos de ella. Pensó que esos brazos, desnudos y redondos, eran de una belleza exquisita, no sólo por su forma, sino también por el color perfecto de la piel, tan suave, sin imperfecciones y tan bellamente extendidos hacia él, como sólo una bailarina excelsa podría extenderlos. Apreció la postura de las manos, largas y delgadas, donde cada dedo, perfecto, adoptaba una posición de baile y entrega, de invitación y acogida que en su pecho producía un placer casi sublime, a la vez que sensual. Una mezcla de deseo inmerecido e irrealidad física y cumplida que lo cohibía. Le asió apenas la punta de los dedos. Ella entonces tomo la mano del viejo con decisión y lo atrajo, contra la oposición de éste, hacia sí, hasta que quedó parado a su lado embobado, como un niño al que de pronto empujan sobre un escenario a recitar un poema: Avergonzado. Sonríe sin saber por qué, mira en torno sintiendo todas las miradas sobre él, aunque nadie lo mira. En su pensamiento primario se vio sentado junto a Kaya. Él se veía, a sí mismo, joven, y a ella la veía inclinarse hacia él. Entonces se abrazaban y se besaban. El sol era tibio y al aspirar, intensamente, el aire contenía ese aroma ancestral de pasto y humedad. Creyó sentir el preludio de la felicidad de estar enamorado y ser correspondido, como cuando tenía veinte años. Sintió que su potencia viril era real y comenzó a sentarse en el poliuretano verde. Se inclinó a un costado para soportar su peso en una mano mientras se posaba, hasta que llegó a ese punto de quiebre en que ya las piernas no lo sostienen y la muñeca de la mano de apoyo no es suficiente para resistir su peso. Sintió un dolor sordo en la articulación en tanto que cedía y todo el sostén del brazo colapsaba. Alcanzó a verse en su imaginación cayendo de costado con las piernas alzadas y la mano sana sosteniendo a la otra. Después todo fue de un color amarillo semiluminoso, como si se hubiera encandilado y en el segundo siguiente estaba dando de bruces en el pasto de mentiras. La vergüenza fue superior a la caída, al golpe, al dolor, de modo que se incorporó, sonriendo y dijo:

– ¡Vaya! Creo que me resbalé. No siempre me siento así.

Kaya le tomó la mano con la de ella y la comprimió contra su pecho como si de ese modo pudiera absorber el dolor, con la otra le acarició la frente, donde se había golpeado. Dijo:

– ¡Pobrecito! ¿Le dolió mucho?

– ¡Nada! No pasó nada.

Mintió disimulando la vergüenza. Recordó que había prefigurado esta caída, quizás como una advertencia para tener mayor cuidado, pero la estúpida emoción lo había engañado. La condena de su propio descuido tuvo el mérito de apaciguar la vergüenza, pero a la vez transformó la emoción que había surgido de algún raro rincón escondido de su espíritu, donde aun era casi un niño haciendo sus primeras armas en el amor, en una rabia sorda contra sí mismo: "¡Putas qué imbécil soy!" se dijo, apretando los dientes, mientras apartaba a Kaya que intentaba consolarlo. Ella percibió la rabia de Rrrrabanito como una acusación. "Yo lo obligué" pensó. "Tengo la culpa" se dijo con tristeza, pensando que todo su sueño, casi logrado, se había derrumbado en un instante. Entonces creyó que era un castigo y pensó que no lo merecía: "¿Por qué? si yo sólo buscaba que fuéramos felices". Dijo:

– ¡Discúlpame! – su voz apenas superaba el volumen de un susurro. Mucho después recordaría que le pareció en ese momento, que había caído la tarde y comenzaba a anochecer.

– Está bien –. Su voz, en cambio, sonó dura como el metal que relumbra en el filo de los cuchillos. En tono recto, sin ninguna declinación. "Yo lo boté" pensó. "Lo hice caer. Este es mi castigo por robar el puesto de la primera bailarina... El castigo no es de palo ni de piedra". Al imaginar este contrapunto vio en su escenario interior al viejo tendido tieso, de espaldas, en el papel del anciano, con los brazos extendidos, rectos a media altura en el ritual de los ancestros; pero a su lado, casi confundida, como si fueran una misma persona, pero contorsionada sobre si misma como un caracol, llorando sobre su pecho, se tomaba un tobillo herido la primera bailarina. Sin embargo, al mirarla atentamente, esa primera bailarina era su propia madre, que tendría que morir sacrificada, sobre el viejo, como si antes hubiera sido, en otra vida ancestral, la elegida del anciano sabio. Se dijo: "Debo hacerme vieja para poder amarlo"; y después de un momento volvió a repetirse: "El castigo no es de palo ni de piedra".

Los ojos se le habían entristecido y llenado de lágrimas.

– ¿Por qué lloras, si no es tu culpa? Hay ocasiones en que soy mucho más airoso para sentarme – dijo sonriendo forzado.

A pesar de la oscuridad que se veía a través de los cristales del techo, entraba a través de ellos, desde algún lugar no visible, una luz suficiente en intensidad para mantener el parque a las siete y media de la tarde de modo persistente. Sin embargo, las familias terminaban sus té con leche, sus café helados con vainilla y las mesitas de los salones y restoranes iban quedando abandonadas con los vasos largos, sucios y vacíos, algunos con sus pajillas de colores, otros con cucharillas rehogadas en un fondo de leche y crema, servilletas de papel, y también de paño, arrugadas, manteles manchados con mermelada, platillos de cartón y loza, tazas, vasos de cartulina encerada con restos de bebidas gaseosas o jugos con aspartamo, trozos desechados de pasteles de crema o chocolate, sandwiches de queso, de jamón de ambos, fríos o fritos como le gustaba a Barros y a Jarpa, que unieron en él, más que en ningún éxito político sus nombres para siempre, colgándolos al borde de la historia de la nación. Los prados, en torno al reloj, que dio la media hora con una musiquilla, que cantaba en italiano "Nel questo orologio, quell ore è?", fueron quedando lentamente vacíos, lo mismo que los senderos que lo surcaban y las bancas de palo de sus orillas. Sólo Kaya y Rrrrabanito estaban sentados, junto a los juegos de agua, bajo el amparo de la enorme máquina cuyo tic tac comenzaba a hacerse tan claro como el hondo silencio en que ellos se encontraban. No se miraban. No se tocaban. Kaya parecía repetirse pertinaz: "... ni de palo ni de piedra", mientras el viejo, con las piernas extendidas, las manos apoyadas en el suelo detrás de la espalda, y la cabeza hundida entre los hombros, miraba atentamente, sin ver nada, algún punto entre sus rodillas, en el cual es posible que se estuviera proyectando la imagen interna de un enorme pajarote que planeaba en un cielo gris, con un cartel colgado de las patas que decía: "Imbécil". A ratos aparecía otro, que volaba en sentido inverso y luego desaparecía, graznando un canto lúgubre que parecía decir: "...¡Aja ajaja! una jovencita ¡Jaja!..." y lo repetía burlón hasta que desaparecía en lontananza.

Cuando los platos y tazas sucias se recogieron, cuando ya no hubo niños ni familias, cuando los manteles se hicieron de género blanco o de encajes, también de cuadros rojos y blancos, cuando las sillas se veían de madera barnizada en vez de plástico de colores, cuando en cada puesto de cada mesa descansó una servilleta de genero artísticamente enlazada formando la figura de un cono, o un ave, o una barca, entonces llegaron los intelectuales, vinieron las parejas de jóvenes verdaderamente enamorados, los pequeños grupos de mujeres jóvenes en busca de pequeños grupos de hombres jóvenes y comenzaron a beber cervezas y otros licores, también bebidas con gas y mucho vodka o whiskey, ron u otros alcoholes fuertes. También bebieron vino blanco semillón o chardonay helado o carmenere tinto, también shyraz, o cabernet con aromas frutosos y sabores intensos en el paladar y casi dulces en la garganta. Comían pizzas o sandwiches llenos de vegetales y carne o papas fritas o enormes platos colectivos con papas y cebolla frita y trocitos de carne, que cada cual sacaba con su tenedor en una competencia amistosa de apetitos e ideas encontradas, o de carcajadas y bromas. Entonces el anciano se percató que estaban casi solos en ese prado enorme y en silencio, sin siquiera mirarse uno a otro. Miró a la bailarina que levantó brevemente los ojos, llenos de pesar y culpa y los volvió a bajar. Dijo:

– Vamos a comer algo. Aquí parecemos estatuas: El monumento a la desazón – y se rió burlándose de sí mismo. Con dificultad giró hasta quedar en esa posición que de niño llamaba pamburro, cuando, con los pantalones abajo, su madre lo limpiaba después de cagar. El recuerdo lo hizo reír, ahora de verdad. Se empujó con las manos hasta que llegó a una posición que le permitía ponerse de pie. Cuando lo consiguió, con dificultad, Kaya ya estaba de pie viéndolo con mirada triste. El anciano pensó: "Vaya pareja que podríamos ser: Una bailarina con un enorme viejo al apa". Se fueron en silencio hasta los negocios que rodean el parque y eligieron uno de aspecto europeo de nombre "Die Deutsche Brot" y pidieron Apfelkuchen y Eiskaffee mit Sahne. Pero ninguno de los dos lo disfrutaba. Ella pensaba que sólo era parte del castigo y él no tenía hambre en absoluto, de manera que revolvía el café con crema helado, con la cucharita larga, evolucionando pausadamente desde el fondo del vaso, por su borde cónico, hasta emerger sobre la espuma de café con crema, que entonces empujaba suavemente hasta el fondo del vaso, para comenzar una nueva evolución. Kaya desmigaba el pastel de manzana lentamente. Cuando alguna miga era más grande, la trinchaba con el tenedor, la enterraba en las tiras de manzana de la parte de arriba y se la llevaba a la boca; la masticaba con los dientes de adelante con suavidad, hasta triturar la pequeña miga que nunca tragaba, sino sólo se deslizaba junto con la saliva endulzada ligeramente, por la garganta. Se veía bailando sola en un escenario enorme de un anfiteatro enorme donde no había público; sólo muchos asientos vacíos en la platea y los innumerables palcos en pisos sucesivos e incontables. Todo estaba a oscuras y sólo ella era visible en este universo ominoso, iluminada por una luz tenue, difusa que posiblemente provenía de algunos focos a nivel del piso del escenario, que proyectaban su silueta hacia el público ausente. Ella estaba vestida con un tutú rojo, del color de la túnica de la elegida, pero cuya forma se adaptaba más bien a la representación del cisne, excepto por el color. La música no se escuchaba, pero ella sabía que el público ausente si la oía. Ella debía bailar, desplazándose a lo largo del escenario, como si este fuera el lago del ave que representaba, pero al momento de ponerse en puntas se percataba que estaba descalza: Había olvidado sus zapatillas de punta. Miraba, pues, al público, que no estaba, pero ahora al centro de la platea estaba la primera bailarina, a la que ella había hecho caer, abrazada con Rrrrabanito, y reían, y reían y reían. Ella sólo escuchaba las risas, pero no la música. Todo quedaba representado en una sola imagen única, cuya génesis no comprendía. Sacó entonces, con el tenedor un trozo de pastel de manzana y mientras se lo llevaba a la boca dijo:

– ¿Cómo el pensamiento puede representar en una sola imagen una larga escena que requiere de tiempo para desarrollarse? – a la vez pensó que no había en ésta, ni palo ni piedra.

– ¿Cómo? – dijo el viejo. Pensó que había dejado escapar la frase de Treshkaya cuando más urgencia tenía de mostrarse atento y preocupado por ella, "justo cuando debo demostrarle que, no por viejo, no la merezco". Su distracción y este pensamiento lo hicieron sentirse miserable. Sintió que otra vez era víctima de los muchos años y el cansancio y elucubró sobre la inutilidad del tiempo y la forma en que está dispuesto, de manera que la sabiduría y el conocimiento se van acumulando en su transcurso, así, cuando un hombre puede ser considerado sabio, esa sabiduría ya no le sirve de nada y su destino es ponerla de manifiesto a los más jóvenes, que a su vez sólo pretenden imponer alguna forma de sabiduría nueva y rebelde en contraposición a la del anciano. "La verdad" pensó, "nunca da frutos, sino sólo se multiplica a sí misma". Concluyó que su verdad y la de Kaya miraban los mismos sucesos, que eran unos y únicos, pero sin embargo, ambos veían en ellos una verdad distinta que los dejaba perprlejos. "Ella sólo ve a un viejo, quizás paternal, y se ve a sí misma casi como una niña que disfruta de la compañía del anciano, mientras yo, como un niño, quiero ver una oportunidad de iniciar una vida nueva con una mujer joven; pero es imposible. Ella es dueña de todo el tiempo, mientras yo ya no tengo casi nada". Se quedó cavilando sobre lo raro que era poseer el tiempo: "Se tiene el que resta, el que aún no se tiene; ese es el tiempo propio, mientras que el que ya tenemos está perdido. Ya no sirve de nada; en tanto que en la imaginación el tiempo no existe. Por eso un suceso completo puede representarse ahí con una sola imagen".


Kepa Uriberri







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