jueves, 30 de junio de 2011

Mi Eros

Hay una cosa que debo afirmar, y es que la vida nunca es generosa dos veces. En demasiadas ocasiones me he enterrado la daga yo mismo.


Mi Eros.
Anselmo Bautista López

Escritor, tira la botella al mar,
ten confianza, no traiciones tu propia palabra,
aunque hoy no la lea nadie,
espera, desea, desea aunque no te quieran…
Carlos Fuentes.


En algún momento de mi vida, Eros se apoderó de mi alma. No había espíritu femenino que resistiera a mis atrevidas seducciones. Tanto que parecía pulga saltando de un pelaje a otro.

Llegó otro tiempo en que Eros me abandonó (quiero pero no puedo) o bien, lo fulminé (puedo pero no quiero).

Independientemente, nada me ha producido más melancolía que los amores de las mujeres que nunca tendré. Y es que como tantos, yo también he aspirado al poder que ejerce Donjuán, sobretodo al Donjuán de Lenau, que quiere poseer a todas las mujeres al mismo tiempo. O al Donjuán de Gautier, que expulsado del paraíso conserva en la memoria a su Eva sujetado a la perpetua búsqueda de la amante y madre perdida. O la imagen del Donjuán de Musset, esperando encontrar a la “mujer desconocida” entre cantinas y burdeles.
A pesar de todos los Donjuanes que literatos hayan descrito en sus obras, por más cualidades que les sumen, ninguno se le iguala al Donjuán mexicano, cuya regla contundente reza: “Haber si es chicle y pega”.

Todo hombre, como Donjuán por definición, quiere hacer saber sus triunfos, quiere presumirlos, quiere ser envidiado. Y yo no quiero ser la excepción a la regla.

Hay una cosa que debo afirmar, y es que la vida nunca es generosa dos veces. En demasiadas ocasiones me he enterrado la daga yo mismo. Teniendo varias opciones en el horizonte con sólo estirar la mano, elijo el amor de una y gano el desprecio de otras. Más ese amor pende de un hilo. Basta un sospechoso número de teléfono para que caiga al vacío.

No hay derecho a herir a nadie. Jamás he querido herir a ninguna aunque siempre han salido lastimadas por causas ajenas a mi voluntad. Igual yo he salido herido, supongo, igualmente por causas ajenas a la voluntad de ellas. El caso es que siempre y después he terminado amorosamente intercambiando experiencias prácticas con otra.

También he recibido catedráticas lecciones muy importantes. Me había citado con una fugaz chica que conocí en el Chat. Se trataba de esos encuentros nada seguros. Antes de abandonar el motel, le sugerí que nos volviéramos a ver. Se negó. Tenía novio y pasaría, tal era su aspiración, el resto de sus días a su lado. Lo nuestro únicamente había sido curiosidad y deseo… pura distracción, según sus palabras.

En otra ocasión me echaron un balde de agua fría, ¿o hirviendo? Llevaba una semana distendiendo la cama con… ¡Va! El nombre no importa. La que sea. Una lujuriosa y activa noche se levantó con la sábana envuelta, se paró frente a mí, y antes de encender mi cigarrillo triunfal, me dijo: “¿Señor, lleva usted varios días de placer, algún día me lo dará a mí?”

No sólo me han abandonado por no poseer bienes o una pequeña riqueza, sino también por no ser lo suficientemente católico. Las hubo que me amaron por mí mismo, tal y como yo era. Hubo quienes llegaron a mí buscando una aventura o para matar su tedio, una curiosidad o fantasía. Otras, como palomas heridas quisieron hacer su nido en mis brazos extendidos. Han venido a mí con paciencia, bondad, rencor o venganza.

Siempre hubo las que no toleraban siquiera que mirara a otra, pero también estaban aquellas con las cuales podía regresar una y otra vez sin importar el número de infidelidades.

Confieso que me asustan las de naturaleza salvaje, inquietas, de sangre hirviendo, que saltan a su presa para destriparlo; que se comportan como un remolino donde mis tendones ya no son lo suficientemente elásticos para hacer imposibles acrobacias. Son como la reproducción de un instantáneo accidente donde al final uno se pregunta: ¿Sigo vivo?

De entre este ramillete de manjares, de todas ellas, la que me pareció más interesante, fue aquella que sabe guardar los secretos, la que no le comunica a nadie su vida sexual, ni a su amiga más íntima. Nadie me ha intrigado ni estimulado tanto que ese tipo de mujer. Incluso, me he llegado a sentir desmerecedor de sus favores, firmeza y lealtad.

En fin, que sacrificarse al amor es como sacrificar el amor mismo.

Poseer a muchas es algo así como fraternizar con el cosmos. Es darle a la vida su esencia primera. El principio de todo. También sobreviene de un sentido pretencioso, errante, cosmopolita, universal. Es como tener amigos dispersos por todo el mundo. Se acaba por ser de todas partes y estar en todas partes. La tragedia es que no se llega a ser de ninguna parte y no se está en ningún lado. Se termina por sentirse errante hasta en su propia tierra. Es así como el sexo nos dice que estamos vivos y a veces que estamos muertos.

Tratando de hacer una analogía con la literatura, si todo marcha bien, el sexo se expone a la imperfección; si todo va mal, tiende a la perfección. Ambas, literatura y sexo, son un prolongado aprendizaje que siempre está en riesgo latente de ser una porquería o ser una excelencia.

¿Pero, quién realmente es el Donjuán? El sexo opuesto también tiene su gusto por transmutarse en un donjuanismo femenino. Con certeza lo negamos. Negamos en la mujer que pueda ser persistente o que tenga “suerte”. Negamos su capacidad de conquista. Somos muy vanidosos o ciegos para verlo porque nos puede revelar nuestra oculta e irresistible debilidad por desear humildemente el abrazo de la madre, de la amante protectora descubriéndose asimismo el misterio de nuestra fragilidad delicadamente maquillada, oculta, negada.

Esa capacidad de seducción de la mujer nos encanta a los hombres, nos embriaga, nos transforma, anula nuestra capacidad de juicio, nuestro raciocino se quebranta. Es una incitación, un regalo, una locura.

El sexo –según San Agustín- es una araña peluda. Una tarántula que todo lo devora, un hoyo negro del que nunca sale el que entra a él. Ahora entiendo porqué mi madre siempre me decía cuando contestaba el teléfono: “Te habla una araña”.

Luis Buñuel pregonaba la castidad para aumentar el deseo. Para él, el sexo sin pecado es como un huevo sin sal. Quizá consideraba que en la abstención abunda el apetito sexual.

A veces vivimos con el sentido del Poder sobre la vanidad y el capricho femenino. No nos dejamos subyugar. Nuestra voluntad pretende imponerse a la primera muestra de sometimiento a través de la vanidad, capricho u orgullo femenino. Las tratamos de chiquillas insoportables, intransigentes, sin imaginación ni vigor de aventura, con principios pasados de moda. Cuando en realidad lo que queremos decirle es que no se dé golpes de santa cuando ya hemos pagado el motel. Nos imponemos: el harén no manda al eunuco, sino el sultán. O bien, nos mandan a la chingada.

Pero cuando se vuelven terriblemente débiles y dulces al suplicar uno se siente culpable de no darles gusto. Ésta es la forma más sutil de la mujer para dar órdenes y uno obedecerlas sin discusión.

La mujer es una fuente de pasión y ternura y nosotros los hombres demasiado orgullosos y afortunados para darnos cuenta.

Los poetas han hecho de la Luna una diosa romántica… las mujeres también.

¡Oh! Ángel de amor.
¿Es verdad que en esta apartada orilla
Más clara la Luna brilla
Y se respira mejor?

Cuando supe que el hombre “…dio un gran paso para la humanidad”, aquel 21 de julio de 1968, yo me pregunté, si ese satélite plateado puede seguir siendo la Diosa romántica después de que Neil Alden Armstrong dejó allí regada su mierda.

José Emilio Pacheco, poeta mexicano, hace una analogía entre un libro y una mujer. Dice que antes de comprar un libro lo abre al azar y mete su nariz entre las páginas, porque su olor es comparable al que se pueda hallar entre los senos o entre las piernas de una mujer.

Al fin y al cabo poeta. Personalmente nunca he tenido experiencia tan elevada.

Al paso del tiempo he construido mi Constitución del Afecto donde el artículo XI, párrafo tercero, dice:

“Todo lo que hagas será usado en tu contra. Discreción es tu principal defensa.”

Esto es que, la mujer algún día tendrá necesidad de atacar. Es quizá algo sustancial. Acumulan en la memoria nuestros yerros y los descargan cuando menos lo esperamos. No lo hacen defendiendo algo sino como una necesidad.

Yo, estupendo arquetipo de la generosidad, jamás les daría armas y municiones para que apunten a mi pecho.
Según Norman Mailer: “Las parejas modernas son un hombre, una mujer y un psiquiatra.”

Y es que el problema de toda pareja es dejar de inventarse. Dejan de imponerse retos imposibles. Se conformaron con el éxito primero desde el momento en que ella dijo: “Sí”. Se vuelven repeticiones fáciles protegidos por la seguridad. Han dejado de asumir riesgos compartidos. La mujer ha perdido su potencial imaginativo y de fantasía. Y el hombre por mantener su amor, termina por matarlo.

En cuanto a mi, los celos han matado mi amor más no mi deseo. Cuando la pasión es traicionada se odia a la que rompió el pacto de amor pero se le sigue deseando con la maldad carnal de los celos. Esto es lo trágico. Terminar con ese veneno intravenoso que no celebra nada y nos hace atole la panza. Transita por todo el cuerpo sin detenerse en ningún lugar. De la cabeza a las tripas, de aquí al inútil pene que ha quedado como pollo torcido. Ganas dan de quitarle sus medallas y ponerle una corona fúnebre.

Los celos no ansían demoler el cuerpo; quiere humillarlo, consumirlo, pudrirlo, traerlo pendejo.

Alguna vez he tenido que esconder mis celos, tragármelos como flemas que me saben a hiel para evitar compadecerme, para evitar que otro me compadezca. Pero sobre todo para evitar hacer el ridículo y no ser objeto de risa burlona. Otros dicen para cuidar el decoro.

Y todo queda en la ambigüedad, en el pudo ser y no fue, en cosa no resuelta. Todo abandonado al maravilloso reino de lo posible, exiliado al angustiante mundo del “hubiera”, a lo intolerable de las preguntas no contestadas. Quedamos expulsados de todo escenario que le de sentido a la vida.

De pronto aparece una luz que nos da algo de consuelo y libertad como queriéndonos convencer de nuestra superioridad, diciendo para nuestros adentros: “Mejor así que vivir con una lonjuda porosa dentro de una década”. Pero al pasar esos diez años, vemos que esa mujer se ve mucho mejor que la que tenemos. ¿Será que el hombre es la causa primera de la fodonguez femenina?

Pude crear una historia con la pretensión ingenua de poder liberar a todo el que estuviera en circunstancias amorosas desfavorables. Me pregunté si ello sería posible sin dañar a nadie. Recapitulé pronto y me abstuve de ello de inmediato.

Hacer un ensayo de la mujer es al mismo tiempo hacerlo del hombre. Y hablar de la mujer es hablar de mí mismo. Si la insulto, me insulto. Si la menosprecio, me menos precio. Si la trato como basura, es porque yo mismo soy basura. Si la amo, es porque necesito ser amado; si la acaricio es porque necesito caricias. Si la celo es porque me está cargando la chingada.

Dependo de la mujer. Vengo de una mujer. No nos queda otra salida más que enaltecerla sea cual haya sido su permanencia con nosotros: una madre, una hermana, una esposa, una hija, una amiga, una amante, una ramera.

Mi corazón está con ellas.


Este texto fue publicado por vez primera en la revista CULTURAdoor, y en el blog Sinopsis-Conocimiento Vital, el 4 de julio del 2008.



Editamos, publicamos y promovemos tu libro. 

Los Libros

Los que no valoran los libros ni siquiera para sus hijos siempre será más barato el cartón de cerveza. 



Los Libros.
Por Anselmo Bautita López.

Ningún libro es malo si no lo es el lector. Definitivamente existen libros que no son muy de nuestro agrado. Pero ningún buen lector dejará de leerlo. Bien sabe que de las opiniones contrarias se refuerzan las propias. La gracia de la lectura no sólo se haya en aquellos texto que nos agradan sino también radica en saborear distintas opiniones. De hecho el crecimiento intelectual sobreviene de las opiniones contrarias o desconocidas. Cuando se haya una opinión opuesta, nuestro cerebro funciona más rápidamente buscando la objeción y al buscarla lo que hacemos es hallar una respuesta. De esta manera es como hacemos funcionar todo nuestro engranaje cerebral. Desde luego que, al final, podemos darle credibilidad a la opinión opuesta y adoptarla o de lo contrario reforzamos la ya existente en nuestra conciencia. A esto se llama formulación de alegatos en donde cada quién da su opinión y sus razones.

Leer un libro es, entonces, charlar con el autor como si éste fuera un amigo. Ya sea que el autor nos cuente una historia fantástica, nos plantee un problema, nos ilustre sobre alguna técnica o descubrimiento, nos narre la historia de nuestro pueblo o país, nos sensibilice con sus poesías, nos aumente nuestro acervo cultural o sencillamente nos entretenga.

No hablo de escritores buenos o escritores malos. Hablo de lectores buenos y lectores malos. Los malos lectores son aquellos que ven la portada, leen el título y creen ya saber lo que se dice en sus páginas y para confirmarlo le echan una ojeada al índice para luego dejarlo.

El lector bueno, observa la portada y de inmediato lee la sinopsis de la contraportada. No escudriña más. Eso es suficiente para comprarlo o elegir otro. Jamás abre el libro por la mitad ni lee una de sus líneas interiores. Sabe que el libro se vende y que, además, obrar así sería un insulto al esfuerzo intelectual del escritor. Un esfuerzo que él comprende muy bien y que admira. Sabe o intuye que no cualquiera puede escribir un libro, que se requiere mucha paciencia y mucha concentración, cientos de horas de aislamiento, pensando, formulando frases, reordenando textos, leyendo una y otra vez sus notas, detectando errores, corrigiendo, atrapando ideas, definiendo, trazando a sus personajes. En fin, lo sabe, porque él mismo lo ha intentado.

Para los malos lectores, los libros ocupan espacio y estorban; los rayan, anotan el teléfono de alguna chica; desgarran sus hojas, terminan en algún rincón olvidados o de plano en la basura. Ni siquiera pasa por sus mentes donarlos a alguna biblioteca escolar.

Pero el peor de los lectores es aquél que se convierte en tirano del libro, el que acecha el momento oportuno para quemarlos en nombre de la patria o creencias.

Un buen lector ateo, por ejemplo, leerá la Biblia en algún momento de su vida a pesar de no creer en Dios. Un buen lector religioso no dejará pasar los libros de Nietzsché. Pues doy por hecho que ambos, como buenos lectores, darán lectura positiva aunque sea para sí mismos.

Si alguna vez compra o le regalan un libro, léalo y, si éste no es digno de conservarlo en su casa, entonces, dónelo. Siempre habrá alguien que lo apreciará así como usted conserva sus libros predilectos.

¿Recuerda si alguna vez su hijo de primaria le pidió comprarle un libro? Si no lo hizo o no lo ha hecho este es un buen síntoma de que usted no sólo es un mal lector sino uno de los pésimos lectores. Y no culpe al trabajo ni a la falta de tiempo o al cansancio. No se convierta en tirano del libro ni haga que su hijo los repudie.

Si su hijo de primaria, secundaria o de plano su hijo adulto no gusta por la lectura a pesar de que usted se esforzó por darle “educación”, es porque jamás lo vio a usted entregado a un libro. ¿Cómo espera que su hijo haga la tarea si no es a regañadientes? ¿Y si a esto le aunamos la existencia de maestros que convierten los libros en “el coco”?

Los libros nos dan conocimiento, expanden nuestra imaginación y despiertan nuestra curiosidad. Estos tres son la fuente de la creatividad, y la creatividad es el principio de la innovación y el invento, elementos de los cuales no debemos privar al niño.

Un niño y cualquier persona, entre más culto más ambicioso. No hablo de la ambición del beneficio rápido ni la ambición del mediocre o la del envidioso. No hablo ni siquiera de la ambición al dinero. Un hombre culto jamás piensa en ganarse la lotería ni el reconocimiento. Un hombre culto piensa en innovar, en perfeccionar lo que hace y hacer algo nuevo con todo lo que sabe en beneficio de él y para los demás. Hacerse de las cosas ajenas jamás pasa por su mente. Un hombre culto no pretende convencer ni siquiera tener la razón. Es crítico y analiza las cosas. Jamás se le verá de intrigoso ni chismoso.

Los que no valoran los libros ni siquiera para sus hijos siempre será más barato el cartón de cerveza. ¿Cómo poder canalizar la energía y la educación de nuestros hijos a falta del conocimiento que nos dan los libros? ¿Cree usted que el hombre haya podido llegar hasta aquí sin los libros que registran los conocimientos matemáticos, los descubrimientos de la física, etc., que otros hombres escribieron? ¿Usted hubiese conocido la Biblia si ésta no hubiese sido escrita? ¿Cree que los descubrimientos sobre el Gen Humano se están dando sin la ayuda de libros, sin ningún apunte anterior? ¿O cree usted que el medicamento que está tomando para contrarrestar su enfermedad se dio de la nada, es decir, sin ningún conocimiento previo?

Reflexione. Mucho o poco de lo que usted sabe hoy proviene de hombres cuyos conocimientos dejaron impresos en libros. ¿A caso Dios no escribió en piedra los Diez Mandamientos para que usted los conociera?
No sea un tirano del libro. Compre por lo menos uno al año y si no está acostumbrado a la lectura porque le da sueño y flojera leer, entonces dónelo a alguna biblioteca escolar. Créame que habrá alguien en el anonimato que se lo agradecerá eternamente, menos su hijo…


Este texto fue publicado por vez primera el 22 de abril del 2008, en la revista CULTURAdoor.


Editamos, publicamos y promovemos tu libro.

jueves, 23 de junio de 2011

Heladería de la Conciliación


Heladería de la Conciliación

Kaya besó a su madre y la despidió. Ella tenía lágrimas en los ojos. Dijo:
- Fuiste la mejor. Merecías ser la prima ballerina: Bailas mejor que ella. Lo sé.
Treshkaya sólo bajó los ojos avergonzada y miró los pies de quienes estaban cerca, rogando a Dios que no hubieran escuchado a su madre, tan inocente. Sabía que se había equivocado dos veces, por mirar al público, con la vana esperanza de ver a Rrrrabanito. ¿Pero cómo podría estar ahí, si ella no lo había invitado, ni le había informado que ese día sería el estreno?
- Mamá, no diga tonteras - respondió. En el fondo de su pensamiento se proyectó la escena del baile. Ella equivocaba el paso y al hacerlo veía al anciano en medio del público. Enrojecía y se cubría el rostro con sus manos arrugadas y pecosas. No estaba elegantemente vestido, como ella hubiera querido, ni ocupaba un lugar junto a su madre. Al lado del viejo estaba, en vez, el albañil, que sonreía con expresión despiadada y tomaba notas en su cuaderno. De alguna forma ella podía ver nítidamente lo que escribía ahí, como si estuviera leyendo sobre su hombro, pero no lograba entender el significado de lo que leía, ni siquiera las palabras le sonaban conocidas, aunque claramente tenían un sentido crítico, que reflejaba todos sus errores y debilidades en el baile, como si hubieran estado escritos de antemano; una voz, o quizás una luz, o algo que no era posible explicar, le decía o le daba a entender que lo que el albañil escribía aún estaba por ocurrir y por eso ella podía leerlo pero no comprenderlo, aun cuando todo, cada palabra y cada frase, eran del todo sencillas. Sin levantar la vista dijo: - Lo hice pésimo. Usted lo sabe. Ahora váyase. Yo tengo que hablar con el director y esperar que todo termine.
Se dejó caer en la butaca, en la semioscuridad de entre las bambalinas viendo las evoluciones de los personajes que entran a escena: El duque en su disfraz andrajoso de utilería, la propia Giselle, en la que se veía reflejada, en algún día futuro, Hilarión, la venganza de éste, un quinteto danzante y más. Se imaginaba a sí misma como una pilastra de la arquitectura del viejo teatro, sin sensibilidad, con sólo presencia. Todo sucede en el entorno, como si el pilar fuera nada más que un punto de referencia para relatar los sucesos. No podía medir los sentimientos, las pasiones de la interpretación o las de la representación, no le interesaba si la prima ballerina estaba exultante por su actuación perfecta, o transida de tristeza por la desgracia de Giselle. No le importaba; del mismo modo que no le importaba a la pilastra, frente a ella, su frustración de ser una mala tercera bailarina. Ambas eran testigos mudas, mientras los hechos sucedían alrededor: Los aplausos en el público, el ballet en el escenario, la tramoya y las luces en la maquinaria, con sus pesas, engranajes y telones. "A mi podrían reemplazarme por una piedra o un inútil pedazo de palo" se dijo.
Esperó, quizás como una estatua de piedra, a que terminara Giselle, que se apagaran las luces. Miró perfección y errores sutiles en el coro y en la primera bailarina, en el duque e Hilarión, pero todas le parecieron casi la fuerza del estilo, más que ripios. Ninguno era tan grueso como los errores propios, y si no había sido reprendida, ese "¡Bien! ¡Muy bien, Kaya!" junto con la caricia en la nuca, habían sido, así lo creía, una especie de perdón porque el cuadro en general había resultado bello. Su bailarín promesa había puesto el máximo para ser casi un Nijinsky, o todo lo cercano que un bailarín podía llegar a Nijinsky. Afuera del teatro estaba oscuro, las luces no parecían arrojar luz; era como si se la guardaran de modo egoísta. Apenas se avenían a marcar el rumbo solitario, acompañado por los últimos asistentes que, elegantes, satisfechos, buscaban su automóvil o caminaban sin dirección fija previsible, comentando entre alegres risas el espectáculo. Bajó al andén, anónima, ella no era nadie. Última bailarina del coro, cuyos errores ya no valía la pena corregir. Su esfuerzo, marrado, al momento de evaluar, sólo merecía ese "tap tap" en la nuca, como se hace con la niña que se echa a dormir, "para que no moleste". Al abordar el tren imaginó el café, ahí estaba Rrrrabanito, le preguntaba  por el baile, le preguntaba por qué no lo había invitado, le preguntaba como había resultado el estreno. Sintió ganas de llorar y se le escapó un sollozo. Antes que el tren cerrara las puertas saltó fuera y se sentó en uno de los descansos amarillos de plástico, adosados a la pared. Dejó pasar uno, dos trenes. En su imagen interior se veía a sí misma parada en una inmensa explanada vacía, los hombros caídos, el enorme bolso que siempre la acompañaba echado a sus pies y apenas sujeto, por el largo tirante, entre sus manos. El escenario, desierto, y ella misma, no tenían colores, los que, en vez, estaban delineados en suaves grises diluidos, como si fuera el relieve de un frontispicio de mármol griego. "Los peores momentos se viven a solas" dijo para sí misma y sintió en esa verdad un raro placer; como si de ese modo, en soledad, castigara al resto del mundo, hostil, que la llenaba de fracaso. Decidió buscar consuelo, también a solas. Vio en la pantalla interior de sus pensamientos la heladería de la avenida de la Conciliación; su interminable lona blanca cubriendo las mesitas redondas, de vidrio, adornada con manteles de color té con leche, como si invitaran a un atardecer eterno, sin embargo era de noche. Quienquiera estaba ahí, sentada en una de aquellas mesas, sola, tenía al frente un enorme helado blanco, luminoso del que sobresalía un suave barquillo, enterrado: "chirimoyas" pensó y sintió casi algún alivio. "¿Por qué un helado sería un alivio?" dijo. "¿Porque es de chirimoyas?". De alguna forma difusa la imagen se concentró en una chirimoya partida, abierta, de color blanco resbaloso y su áspera cáscara verde, sus enormes pepas negras cubiertas de aquella cutícula transparente. Esta imagen la hizo percibir que las luces, todas, eran sólo puntos brillantes, pero no emitían su luz. Por el contrario, las cosas en ese paisaje de la heladería tenían su propia luz que las hacía visibles: El helado que cualquiera tenía al frente, cada mesa, la gente que pasaba, ajena, más allá, un perro que dormía, triste y plácido, bajo un espino que crecía en una abertura en el amplio pavimento de la vereda, donde se había instalado las mesas, algunas parejas vecinas, incluso aquella que en absoluta intimidad se convidaba helado, uno a otra, sonriendo con descuido. Lo demás; todo aquello que no miraba, estaba en completa oscuridad. Hasta los sonidos eran oscuros, y llegaban difusos y sin lograr un sentido; unos porque no lo tenían, como el rumor de los automóviles, compuestos por formas imprecisas de colores repetidos y cuatro puntos luminosos, otros porque se borraban en su propia intimidad, algunos, pocos, muy pocos, contenían fragmentos sueltos que entristecían, como por ejemplo: "... ayer te amaba, porque..." y se perdían en la irracionalidad del ruido de los otros. Se imaginó sentada en esa heladería, de esa manera, mirando a la gente; sola. Ella era esa que tenía en frente el helado blanco de chirimoyas. Era un consuelo. Imaginó las luces como brillos estelares aislados, como candelas. No sabía por qué esa visión de las luces le parecía la proyección del consuelo, o de la felicidad que vuelve; como si esa luminosidad retenida, con su caricia tan lejana, tan ausente, pudieran lavar su fracaso y su infinita tristeza. Cambió, entonces, de andén y tomo el tren en dirección a la estación del Fundador. Iba junto a su pena, loca de contento, acariciando el momento prometido por la heladería de la calle Conciliación, a la salida de la estación del Fundador. Casi quería echarse a correr y era absurdo: "Es que lo hice pésimo" se decía, como una manera de no perder ese raro placer que le producía aquella cierta compasión por sí misma.
Al salir a la galería, dobló a su derecha y se encontró, de golpe con la mirada del viejo que se hallaba sentado en la mesita junto a la entrada. Sonrió sin alegría, con sorpresa, mientras la imagen de consuelo de la heladería se trocaba en la penumbra de esta galería, en el olor a frituras del restorán y en la estrechez del paso de parroquianos tras la silla junto a la puerta. Quiso hacer un saludo al paso con la mano y una sonrisa, pero el anciano, a su vez, con la fuerza de su expresión y el gesto de su mano pecosa y arrugada como cuero de lagartija, se lo impidió: Le hacía señas de que se acercara, mientras apartaba la silla junto a él, en un signo de invitación evidente. Arrugó los ojos y sin dejar de sonreír negó con la cabeza, a la vez que señalaba hacia la salida de la estación. Ni siquiera se detuvo. Alcanzó, sin embargo, a avanzar dos pasos decididos y se sintió detenida por una tenaza de hierro que le aprisionó, de repente, el brazo. Miró a quien la detenía y se encontró con la mirada serena y aviesa y la sonrisa manchada de amarillo del fauno. Él dijo:
- Te estábamos esperando.
Kaya sintió que la solidez y fuerza de ese hierro que la asía, tan sólido, le producía un deseo inquietante. A la vez sintió rabia de ver que rompía sus expectativas y sospechas al constatar la coincidencia del albañil y el viejo en esta estación, justo en el momento en que ella pasaba. Pensó, no obstante, que si ella estaba aquí de manera circunstancial, sin plan previo, no era posible que la esperaran. Entonces pensó en una conspiración a sus espaldas y se dijo: "Aquí es donde se juntan a contarse los chismes con los que después intentan engañarme". Este pensamiento le produjo una cierta alegría que ablandó su resistencia. Dijo:
- No es cierto: Los descubrí conspirando.
- Acompáñanos - dijo el albañil y la guió, de modo suave pero con decisión hacia el restorán, del cual emanaban humitos de fritura, de queso y jamón, de huevos, cebollas y carne, que se pegaba a las ropas y el pelo. Kaya sintió el rechazo que esos humos le producían, pero los ojos serenos, la sonrisa segura, casi cínica y la fuerza de su mano que imagino de hierro, surcado de nervios y sangre caliente, le produjeron una especie de fascinación que la hizo obedecer.
- Es que iba a la heladería de la Conciliación - dijo, sin oponerse, y contra su propia voluntad, como si sus anhelos cabalgaran por un carril independiente, su pensamiento, a traición, le dijo: "Deseo a este hombre", pero de inmediato su conciencia rectificó: "No. No puedes desearlo: ¡Lo detestas!".
- Entonces sentémonos con el viejo a comer algo.
En un arranque de locura, posiblemente desesperado, después de sentarse en la punta de la silla, como si apenas se sentara virtualmente, o casi no lo hiciera, invitó así:
- ¿Por qué, mejor, no nos vamos todos a la heladería de la Conciliación? ¡Yo invito! -. El albañil miró con cierta duda y deseo al anciano, pero este tenía frente a sí un plato de carnes fritas, enredadas con champiñones y alguna otra materia vegetal poco reconocible. Masticaba con apuro, intentando responder a la proposición y al evidente deseo del albañil de aceptarla, aunque era obvio que estaba impedido de todo, no sólo de hablar sino de ir a la heladería; al menos por ahora. En medio del apuro, el intento y el impedimento, cruzó su mente, como un pájaro pernicioso, la frase del albañil cuando lo encontró en el centro de comunicaciones: "Tereshita viene después de su baile a encontrarse conmigo" y sintió celos. Cuando el pájaro se perdió en el horizonte, dejó la imagen de Kaya y el albañil sentados, al atardecer, en una mesa de la heladería. Se miraban a los ojos, casi sin hablar, pero se convidaban cucharaditas de helados de colores, cuyo significado era evidentemente romántico y de ese modo se entendían con claridad. Tragó con apuro y dificultad; luego dijo:
- Yo ya estoy comiendo. Cuando termine los sigo. Pero no me esperen, vayan ustedes,no más... - Decir esto lo llenó de despecho. Percibió que era absurdo sentir de ese modo, sin importar de que punto de vista lo mirara, sin embargo sentía un extraño placer, al que no quería renunciar, al actuar de esta manera. Dentro de su pensamiento irracional se había formado esta materia espesa que producía un suave dolorcito difuso y placentero, que empujó a su razón a juzgar el absurdo de favorecer un acto destinado a dañarse a sí mismo y pensó que era raro, pero no obstante pudo recordar, aunque sin precisión, que en innumerables ocasiones se había solazado en su auto compasión, en la tristeza o en la pena. Dijo: - ... o mejor pidan algo, lo que quieran, para acompañarme: Yo pago esta pasada. Después vamos a la heladería por los postres. Ahí nos invita nuestro escritor, que está ganando buena plata en la Torre Austral - y dio unas palmadas en el brazo al albañil. A la vez sintió alegría al usar el calificativo de escritor, al que dio un valor irónico, a la vez que hacía ambiguo el halago. - ¿Así ha de estar escrito, ya? ¿No es así? ¿Ah? ¿Ah? - insistió y se sintió ingenioso.
- Bueno - consintió Kaya, con alivio. De ningún modo hubiera querido estar sola en la heladería, con el albañil. Tenía miedo que pudiera revelarle alguna otra cosa de su vida que aborrecería que él supiera. Este sentimiento la hizo pensar en lo absurdo que era creer que si ella no sabía lo que el otro conocía, era, para ella, como si aquél no lo conociera. "Tal vez sea mejor averiguarlo todo, de una buena vez" se dijo, y sintió el impulso de aceptar la oferta de Rrrrabanito. Pero el temor irracional es siempre más fuerte. Dijo: - Bueno, yo preferiría un sandwich frío.
- En algún lugar... en algún lugar... - retrucó, estirando la sonrisa amarillenta -. Tal vez sólo esté flotando en el aire o el éter, o qué se yo, así como una señal de radio o televisión. En algún momento alguien, yo mismo, otro cualquiera, sensible como una antena, lo recibe y lo hace cierto al relatarlo. ¡Sí! - confirmó, como para sí mismo. Su expresión se había evadido, como si hubiera caído en algún trance. - ¡Así debe ser! El escritor, como yo mismo, es un artesano. Nada crea. Sólo tiene ese carisma que le permite recibir la creación de la gran fuente universal y hacerla papel y letra: ¡Una antena! ¡Qué raro!. ¡Eso soy!. Por eso a veces anticipo lo que va a ocurrir, al escribirlo, pero otras sólo lo descubro como si develara un secreto bien guardado, de algo que ya ha ocurrido. ¡Ahora lo comprendo! Así es como existe Macondo... o París -. Y se quedó mirando al horizonte inexistente de aquel pequeño sucucho incrustado en las entrañas de la tierra.
- ¿Qué le traigo a usted? - lo interrumpió la única mesera del localito.
- ¡Ah; sí! Tráigame un chacarero con mucho ají rojo. Pero no lo refuerce con ajo, ¿entiende?. Sólo ají rojo -. Señaló el vaso del viejo y preguntó: - ¿Qué tomas tú?
- Yinyerel dos punto cero - rio este.
- Igual - dijo el albañil a la mesera - ¿es de la casa o de botella?
La mesera respondió algo ambiguo, de manera enredada, que el albañil pareció comprender.
- ¡Bien! ¡Eso! - confirmó.
- Tengo una duda seria. Al escribir, dices que construyes la verdad definitiva: ¿No es así? - no esperó una respuesta ni una confirmación, sino que dio por hecho que así era - Entonces podrías escribir sobre ti mismo y definir tu propia certeza, tus circunstancias y fortuna: ¿Cierto? - sólo hizo una pausa muy breve, quizás más para tomar aliento que para permitir al otro argumentar -. Pues bien; no comprendo con claridad, entonces: ¿Por qué no te construyes una vida holgada, tranquila, económicamente estable, en vez de hacerte un albañil que suele tener dificultades para conseguir trabajo y vive siempre pateando piedras, en una vida bastante pobre?
La mesera le había puesto recién el chacarero y un vaso servido, con yinyerel dos punto cero. Aún permanecía a su lado organizando, en cuanto podía, la pequeña mesa que se había llenado de implementos. El albañil levantó, sorpresivamente los brazos y sin querer golpeó a la mesera. Dijo:
- ¡Apártate de mi Satanás! ¡No tentarás al señor tu protector! - y lanzó una risotada, que contuvo de inmediato para disculparse con la mesera -. ¡Disculpe! ¡Él es Satanás! - señaló al viejo. - Usted y ella son dos ángeles preciosos - y continuó la risa, declinando en una sonrisa amarillenta y estirada.
- Buena finta. Es como si la hubieran escrito con extremo cuidado - aseguró el viejo -. Pero si habláramos en serio, habría un aguda interrogación pendiente, ¿No?.
- ¿Te gustaría recibir cien millones?... No. Digamos quinientos... mejor mil millones... ¿Qué harías? ¿Comprarías una gran casa, autos, viajarías por el mundo, tendrías miles de mujeres...? ¿Qué?
- ¿Hablamos de las fintas? ¿De Satanás? Sólo dialoguemos sobre un tema por vez.
- Así lo hacemos ¿no?
- No lo sé.
- Entonces responderé yo mismo esas preguntas: El primer impulso sería aquel: Sí; me gustaría ser muy rico. El impulso sería a comprar la seguridad: Una casa, dos, autos, viajes, conseguir mujeres como si fueran cosas: ¡Por supuesto! Es nuestra condición. Viajar, vagar, errar el mundo. Entonces vendría el miedo: ¿Por cuánto tiempo? Vendría el cálculo, las angustias, los negocios fallidos, las pérdidas quizás. Antes o después de la ruina o el éxito debería aceptar que no soy más feliz. Quizás con suerte sería más plácido, haría menos de lo que hago hoy y tendría más espera. No sé qué espera, quizás sólo de el final último, porque se habrían terminado las ilusiones. Para hacer lo que hago, que me hace feliz, no puedo tenerlo todo. Más bien no debo tener casi nada, porque es aquí, en la carencia, donde está la materia con la que trabajo ¿comprendes? Lo último que haría es hacerme rico. Y si alguien me lo escribiera, para mi desgracia, y no pudiera dejar el éxito y la riqueza de lado, igual viviría en medio de la carencia, como si fuera lo mío. Sólo sería rico si eso me hiciera sentir el fracaso que la riqueza encierra -. Tomó con ambas manos el chacarero y abrió la boca, enorme, para morderlo, pero se detuvo -: ¿Tú, por ejemplo, por qué estás aquí?
- Porque asesiné a mi padre - se quedó mirando fijo a los ojos del albañil que no soltaba el chacarero - ¿No es así?
Kaya se puso intensamente pálida al oír esa confesión, que le pareció sincera, seria y horrible. Dijo:
- No puede ser. Eso es mentira. Hablemos de otra cosa ¿Por qué los hombres siempre tienen que competir para ver cuál es más macho?
Ellos se sostenían uno a otro la mirada, como si ninguno quisiera hacer la siguiente jugada, a la espera del desenlace del lance a que habían llegado.
- ¡Ya pues! ¡Córtenla los dos! - alegó ella con cierta desesperación. Pero los hombres seguían en su torpe desafío. Ella se levantó, entonces y dijo: - En ese caso yo me voy - y se colgó al hombro su mochila. Eso pareció romper el hechizo y el albañil mordió su chacarero, quitando la vista de la competencia. El viejo sin embargo, continuó su comida pero sin apartar la vista del rostro del otro, ni borrar el desafío de su gesto. El albañil, sin apuro, dejó el sandwich en el plato, masticó lento, bebió la mitad del vino blanco de su vaso y volvió a mirar a Rrrrabanito. Le dijo:
- Si puedes, dame tus razones, no las mías. Así, este podría ser un diálogo de encuentro y no una batalla.
El anciano bajó la vista y le pareció ver su vida pasada transcurriendo al fondo de las imágenes de su pensamiento. En todas ellas estaba presente su padre: Cuando iban de paseo a las plazas y parques; ¡cuántas plazas!, ¡cuántos parques!. Quizás había llegado a conocer todas las de la ciudad en esos paseos de domingo. "¿Cuántas crees que haya en este barrio? ¿Cuántas en la ciudad, en el país, y cuántas en todo el mundo? ¿Cuantos parques idénticos se podría encontrar, si los conociéramos todos?" Esas preguntas le hacía siempre su padre, cuando niño, todo se reducía a un último cálculo numérico: "¿Cuántas personas crees que haya en este parque?" o también "¿Cuántas personas se habrán sentado en esta banco en un año?". Después, cuando más grande, los parques y plazas ya habían quedado atrás, pero su padre seguía presente, como el centro de giro, en su vida. Parecía ser un maestro empecinado, persistente: "Tú qué dirías; toda la mercadería de este supermercado ¿cuánto costará?" o también, si atravesaban el río por el puente de los Artesanos: "¿Qué tan largo calcularías que es este puente?". De ese modo, un día lo llevó al negocio y lo puso a observar. "No hagas nada" le dijo. "Sólo observa. Tienes un mes para mirarlo todo". Recordó que no sabía qué debía mirar de manera que sin darse cuenta, a los pocos días había hecho un inventario y catalogado a todas las mujeres que trabajaban en el negocio, a las que lo visitaban con frecuencia, a las que venían a comprar o a vender. Eran más de cuarenta, pero sólo tres le llegaron a interesar verdaderamente. Una, nada más, a su vez lo observaba a él y sonreía. No era la mas bonita, ni la más sensual, ni nada. Tal vez representaba un más promedio numérico. Si seleccionaba entre todas, un grupo de las mujeres deseables y a la fuerza la incluía a ella, sus números eran, quizás, los peores. No obstante había algo que superaba los cálculos en ella y que no sabía qué era. Podía ser la sonrisa, ¿el modo de mirar?, posiblemente esa manera, que juzgaba torpe, de caminar con la cabeza alzada y echada atrás y apenas un poquito a la izquierda, las nalgas tan redondas que iban y venían con un ritmo animal y la pisada de jirafa, que apoyaba antes la punta y luego el talón. ¿Por que tenía que encontrar encantadora su actitud, si no era hermosa, ni misteriosa, ni nada? ¿Cuántos puntos vale una mirada que sonríe siempre y una boca de tantos dientes? ¿Cuánto un andar extraño?. Ese mes fue uno de los meses de su vida anterior, sin duda alguna. Al terminar, su padre lo llamó a la oficina y cerró la puerta. "¡Bien!" dijo, "¿cuánto crees que debería vender este negocio en un mes?". No lo sabía. Había observado tantas cosas en un mes, aunque principalmente mujeres (¿Por qué lo más importante son siempre las mujeres?, pensó). Quizás en ese mes había despertado, al fin, y sentía unas ansias enloquecedoras que lo envolvían. "No lo sé" dijo, pero estaba tan acostumbrado a hacer estimaciones y cálculos, que repasó en su mente, con rapidez, la producción, los clientes, el inventario, los vendedores y esa rara máquina interior dio una cifra, cuya justificación escrita bien podría costar un grueso informe de papel. "Debería ser algo como..." y lanzó la cifra que su instinto le dictaba. "¡Bien!" respondió el padre. "He hecho, contigo, un buen trabajo", Lo rodeó con un brazo cuya presión sintió que significaba muchas cosas: Orgullo personal, satisfacción, quizás admiración, algo de amor, pero, más que nada, dominio. Ese brazo oprimía más para hacer propio que para impulsar el vuelo. Ese día se sintió lleno de ansias de libertad: "Soy la sombra de mi padre" pensó, y no supo por qué, al fondo de ese pensamiento vio, como si fuera una opción a la deriva, que debía alcanzar la sonrisa perenne de los ojos de aquella mujer, su andar de punta y taco y el ritmo de sus nalgas. A partir de ese día se convirtió en el hombre de las finanzas, de los planes, del presupuesto, y de todo lo que fuera números y proyección del negocio de su padre. Sus hermanos producían, compraban, vendían, siguiendo los números que él manejaba. Su padre sonreía con orgullo. La mujer de la sonrisa, aun cuando sus números eran los peores, y sin que hubiera una razón para explicarlo en su pensamiento, o quizás, precisamente por eso, lo acompaño siempre, aunque nunca mitigó su ansiedad, que no dejaba de desbocarse con todas las mujeres. En fin, llegó a tenerlo todo, excepto todas las mujeres, todo excepto la libertad, porque esta siempre perteneció a su padre y a aquella mujer. Llegó a conocer todo, porque lo que no le enseñó su propio padre, se lo enseño esa mujer; todo excepto el ferrocarril metropolitano. Cuando su padre, casi al fin de sus días, al fin lo llevó a conocer el interior de la ciudad, le había dicho: "Ya es hora que conozcas las cosas por dentro; en profundidad" y lo había llevado a conocer el metro. Para entonces, ya sus hijos manejaban el imperio que había construido, guiado por su padre. De esta parte de su vida sólo recordaba a su padre muerto a los pies de la escalera mecánica en la estación de los constituyentes y el sabor de la libertad que tenía por primera vez. Entonces dijo:
- Tal vez todavía tenga mucho que conocer para llegar a tener razones propias, que no sean las que me han ido enseñando, quizás deba aprender otra vez todas las razones de todas las cosas, más allá de sus dimensiones. Quizás la única dimensión verdadera sea aquella que nunca me enseñaron a medir. Sólo te puedo decir que las razones flotan como pájaros: No tienen dueño; no son tuyas, no son mías -. Alargó el brazo y tomó el de Kaya. Lo acarició con suavidad y le dijo: - ¡Anda! Ve a tu heladería. Sé que querías estar sola ahí. Es posible que allá encuentres, por ti misma, la fuerza para elegir tu rumbo, o ser primera bailarina. Ya nos veremos.
Bajo la lona blanca interminable de la heladería, sentada frente a una mesita de cubierta redonda, de vidrio, adornada con un mantel color del té con leche, tenía un helado de chirimoyas que reflejaba las luces que iluminaban la noche, haciéndola parecer un atardecer eterno. Recordó la despedida del anciano: "Ahí podrás encontrar tu rumbo". Pensó que era una forma de liberarla, al dejarla ir, a pesar que la tristeza de su tono decía que al fondo de su emoción, hubiera querido que se quedara, pero por su propia voluntad. "No podía hacerlo" dijo para sí misma. "Es que este momento ya lo había soñado en mi imaginación. Quizás desde ese instante fue inevitable". Recordó, también, que miró al albañil, para despedirse, pero éste interpretó, tal vez de manera mañosa, "no lo sé", que lo miraba para solicitar su permiso. "No te preocupes" había dicho, "ya lo tenía escrito; no sólo que vinieras a comer con nosotros, sino que nos abandonaras para ir a comerte tu helado de chirimoyas". Había sonreído con esa risa suficiente y forzosa, como si no supiera que tenía los dientes manchados de amarillo sucio. Primero había sentido rabia, y quiso decirle que no pedía su autorización, pero algo en su interior, más allá de la voluntad de impulso, la detuvo, casi como si le hubiera dicho: "Es inútil". Entonces sólo dijo "¡Adiós!" y se había ido. Miró el barquillo enterrado en el helado y en el pensamiento profundo apareció, otra vez, como cuando había imaginado esta escena en la heladería, una chirimoya partida al ras por un cuchillo. La carne blanca y brillante, las pepas negras cubiertas por una cutícula resbalosa, contrastaban con el verde áspero de la cáscara. Pensó que era como la imagen oculta del carácter del albañil: Su aspecto rudo, tosco en apariencia, y tan luminoso pero deslizante en su interior, sembrado de ideas oscuras y extrañas, que reflejaban su ser. Le pareció raro que en la oscuridad reinante, de algún modo, cada cosa visible, como la carne de la chirimoya, que despedía reflejos propios, que no se llegaba a saber de qué luces provenía, proyectaban sus propia luz, de modo que cada parroquiano, cada helado que comían, cada sonrisa regalada y hasta el perro que dormía plácido y triste, bajo el espino que crecía en un hueco quebrado del pavimento de la vereda, tenía su luz propia que lo hacía visible. "Es todo como lo imaginé antes" pensó, sorprendida; "hasta esa pareja que de modo descuidado se convidan cucharadas de helado, uno a otra". Desde el interior de su pensamiento una voz le dijo que si deseaba algo intensamente, hasta llegar a verlo en la imaginación, aquello se hacía realidad. Pensó entonces: "Por lo tanto, es posible construir, en el pensamiento, la realidad antes que suceda". Primero, esta idea le produjo una alegría extraña, pero de inmediato sintió que se helaba, justo al centro del pecho. "Si es así, quiere decir que es posible que de algún modo, que el albañil, haya desarrollado alguna técnica para dominar la realidad, anticipándola". Por eso, pensó, todo aquello que no me interesa está en la oscuridad, o si no lo está, queda difuso e irreal, como el ruido de los automóviles, o sus luces de colores borrosos, u otros casi logran salir a luz, pero se pierden, como esas frases al pasar: "... si me hubieras amado...", o también: "... pude lograrlo, pero desistí...". Se quedó mirando a aquella pareja que parecía feliz y se convidaban de su helado una a otro y se dijo: "¿Entonces, yo los creé? o al menos: ¿Yo les regalé este momento?" y reaccionó, a la vez, pensando que si ella era sólo la creación del albañil, "bien puede ser así" se dijo, con alguna resignación, entonces esa pareja era una creación, al fin de cuentas, del albañil. "¿Y el albañil", se preguntó, "es una creación de quién?". Concluyó que podría haber una cadena infinita de creadores que, deseando tanto un suceso, lo hicieran imagen, la imagen anhelos y los anhelos realidad. "¿Quién es el primer creador, por lo tanto?", consideró. "¿O acaso no existe jamás el primer gran creador, sino la casualidad desordenada que escala hasta el infinito?". Miró la masa del helado en la copa, que escarbó descuidada, mientras dejaba fluir las imágenes interiores en su mente, donde se veía a sí misma, pero repetida innumerables veces, en innumerables lugares iguales a este, donde un perro dormía, en la tierra, bajo un espino que había logrado crecer surgiendo de una fractura en el pavimento, al lado de una mesa de cubierta redonda de vidrio, adornada de un mantel color té con leche, vecina de otras muchas mesas iguales donde también había una pareja que se convidaba, uno a otra, cucharaditas de helado en la boca, con tiernas sonrisas. Cada una de esas estudiantes de baile creaba un fragmento de anhelos, un trozo de esperanzas, que iban conformando poco a poco el urdido de una historia que era la imagen de este suceso en el que ahora se encontraba, que tenía una forma y una presencia eventual, en la pareja que se convidaban una a otro de sus helados, en el perro que dormía plácido, en el espino que lograba sobrevivir en la fractura del pavimento y en ella misma con su helado de chirimoyas, en esta mesa con mantel de color té con leche. Pero detrás de cada uno y de la imagen que presentaba, había otras imágenes, otros eventos, otros pensamientos y sentimientos que estructuraban la realidad densa, la verdad definitiva: "Una bailarina fracasada, un perro errante y sin dueño, que cambió, quizás sin quererlo, la libertad de hoy por la seguridad encadenada de ayer, un espino que nunca estará sembrado en los faldeos bravíos de un cerro y una pareja que huye de sus desacuerdos, de sus miserias, de las oposiciones familiares, a través de unas cucharadas de helados que transitan de una en otra boca". Esa no era parte del mosaico rítmico de innumerables imágenes, como las de los géneros estampados que surgen visibles en una heladería, o detrás de las bambalinas y en un andén del ferrocarril metropolitano, o en la callejuela con umbrales sucios donde acostumbra pasar las noches de lluvia aquel perro y en el estar de una casa pobre donde una madre quisiera forjar un destino diferente para su hija enamorada de un pobre diablo. Sólo el espino tenía un destino definitivo, único e inmutable. "¿Tendrá sueños?" se preguntó.
Kepa Uriberri
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miércoles, 8 de junio de 2011

La Estrella Dorada

La Estrella Dorada
 

una obra de Lit de Bliss





               Es una mezcla de ficción y realidad enmarcada en distintos escenarios y épocas. Tiene impregnado un sinnúmero de emociones fuertes que pueden llevar ¬–sin ser el propósito de este libro– a una agresiva confrontación de géneros.

                  La recopilación de pensamientos que aquí se recogen, así como los comportamientos éticos, parten de la visión de muchas mujeres que nos invitan sin proponérselo a hacernos la pregunta: ¿Y si la historia hubiese sido escrita por mujeres con la misma rudeza radical y ortodoxa con que los hombres la han recopilado se seguiría viendo a la mujer como un ser inferior al hombre?
                 La Gran Manifestación Femenina –subtítulo de esta novela– reclama los derechos de la mujer desde una posición donde se defiende ante todo la Vida –valor intrínseco, inalienable e instransferible– de cada ser humano y en consecuencia exige la libertad y la belleza.
                 La mujer emancipada es ante todo una guerrera que lucha a cada instante contra los yugos milenarios impuestos por el hombre –llámense reyes, llámense santos, llámense leyes–. Así lo demuestra esta original y mavillosa historia con sus exquisitos personajes que por momentos nos hace sumergir en una narrativa épica y, en otros, nos arrincona a hechos presentes que parecieran ser imposibles de existir en pleno siglo XXI.
                 Rabenaxil-sii, Aledoixa y Atimaxel, hermanas y princesas, jóvenes todas van en busca de su libertad, de su emancipación y para ello deben superar momentos cruciales. Son diestras con las armas pero también están llenas de bondad y respeto; amantes de la libertad y la vida.
                 Son las descendientes de Eva, llamadas las Hijas de Eva y vienen a reconstruir la Estrella Dorada, la ciudad perfecta de convivencia destruida hace mucho por los Hijos de Adán.





 Y llévate de regalo





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domingo, 5 de junio de 2011

¡Absalon Absalon!


¡Absalón Absalón!

Las lecturas y comentarios literarios se me van encadenando de manera automática, enlazados a algún tipo de sincronía cuya energía de movimiento no es caótica, sino que sigue algún artilugio que determina una cobertura que ya, ahora, ha llegado a sorprenderme. Casi creo que hay un tipo de determinismo, del cual no se puede escapar: Es la sincronía universal, donde, por algún motivo que inexplicable, todo se engrana. Escribí de Borges y su Aleph, que de seguro él mismo descubrió en La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga: ¡Qué mágico ojo! Pero Borges era metafísico, no mágico, contra el impulso literario de su entorno en América. Apareció, por la magia, o más por la maravilla de la realidad americana, lo real maravilloso de Alejo Carpentier, mucho menos conocido que lo que merece. En ese momento, cuando hacía aquel comentario, Vargas Llosa recibió el Nobel de literatura y me empujó a leer La casa verde y así, como quien cavilara las lecturas, como si fueran producto de digresiones pe rsonales, empujadas, muchas veces, por algún engranaje externo inesperado, fui derivando de uno a otro. Llegué a Bolaño, que quería ser Borges. No sé si lo quería él mismo, o lo querían sus amigos. Me recordó, su Bibiano, a un homónimo, que fue acusado de tener vocación de admirador y me ocurre lo mismo con Echeverría. Bolaño inicia su Estrella distante con una cita falsa de Faulkner. La obsesión, algo casi natural, me llevó a escarbar la obra de este autor, sus entrevistas, citas notables, grandes citadores que lo citan, curiosos que lo consultan y mucho más. Sólo puedo decir que hasta ahora no encontré la cita, salvo la amplia constatación de que es citado por Bolaño con aquella frase que ya se le endilga, sin haber pruebas de que la haya dicho o escrito. Tal vez haya sido mejor. O quizás era la necesaria sincronía, para descubrir alguna entrevista y opinión de Faulkner, un cuento en formato de carta a su amigo Anderson y más.
El cuento que envía como una carta, a Sherwood Anderson, es una muestra de que Faulkner es un precursor de lo real maravilloso, que a través de Carpentier, después, se difunde en la literatura latinoamericana. En busca, siempre, de la frase perdida o falsa, me encuentro hurgueteando ¡Absalón Absalón! cuyo título, demasiado poderoso quizás, lo había marginado de la lectura ante la alternativa de El sonido y la furia o Santuario, Mientras agonizo y otros del autor. Resulta extraño cómo cierto modo de pensamiento que no se maneja, pero que es raciocinio de algún nivel primario, empuja a veces a decisiones cuyos argumentos nunca llegamos a conocer cabalmente. Federico García Lorca, uno de los poetas que más aprecio, tiene un bello romance, llamado Thamar y Amnón, que jamás leí hasta hace un par de meses, cuando buscaba de manera loca y sin sentido ninguno, en relación a una novela que voy hilvanando, sueños con pájaros. Entre otros, me llama la atención una frase del poema de García: «Tha már estaba soñando pájaros en su garganta al son de panderos fríos...». La potencia del título, algo mágico escondido en el nombre bíblico de sus personajes, me había mantenido al margen de este poema magnífico, último del Romancero Gitano. También la obsesión, me llevó por su camino, entonces, hasta llegar al libro segundo de Samuel, donde leí el mito de Thamar y Amnón y la venganza de Absalón, hermano de Thamar y medio hermano de Amnón.
Fue preferible que las cosas, en su rara sincronía, se dieran del modo que sucedieron. Fue, sin duda ninguna, un mejor regalo haber leído Thamar y Amnón en relación a una compulsión personal, que me condujo a Absalón, a quien iba a encontrar, a poco andar, de la mano de Faulkner, justo en un entorno de lecturas que me han hecho adentrarme en el análisis del realismo mágico de la literatura americana y sus descendientes putativos, como Bolaño, a quien habrá que agradecer el retorno a Faulkner.
Ya he hablado, antes, de la pedantería de Bolaño y de su afición por hablar mal del resto de los escritores, especialmente de sus compatriotas, y quizás por esa cosa rara que hace que uno jamás vea acacias en las calles, hasta que sorprendido de su ausencia en una ciudad que en algún momento estuvo llena de ellas, se encuentra con alguna; y la pondera, la admira por un momento, le roba una ramita de hojas, de esas que sirven para sacar la suerte así: "Me quiere, mucho, poquito, nada, me quiere..." y después sigue contento de la nostalgia que esa única acacia nos ha regalado. Entonces viene la extraña magia: Un par de cuadras más allá hay otra acacia, ejemplar raro entre plátanos orientales o jacarandás y después de unos metros hay otra más, y al frente: una gran plaza, llena de frondosas acacias; y luego nos pasamos días y días encontrando todas las acacias perdidas. Sí, por esa cosa rara, encontré un breve párrafo, en un artículo, donde Borges habla mal de Sabato y para complemento, una anécdota de Antonio Skármeta cuando conoció a Borges y éste por eso tan agrio de su carácter, al saber que había escrito Ardiente Paciencia, que se hizo famosa como Il Postino, o El Cartero de Neruda, le dijo: «¡Ah! sí. En Chile dos poetas han ganado el Premio Nobel; una de ellos era buena». Borges gustaba de hablar mal de los otros escritores: En eso se parece a Bolaño. Pero no sólo Borges hablaba mal de Sabato. Cortázar dijo, en una carta a Porrúa, su editor, referida a la reciente publicación, en ese momento, de Sobre héroes y tumbas: «Lo que hay que hacer es denunciar a gritos esa "seriedad" de pelotudos ontológicos que pretenden nuestros escritores» y en seguida agrega: «... nos leímos la novela de Sabato. Mi impresión es que el hombre está completamente piantado (chiflado). Le ha salido una especie de folletín, pero sin el interés de un buen Ponson du Terraill. Me asombra que una punta de amigos porteños me haya dicho que se trataba de "un libro importante". La importancia en la Argentina se está poniendo irrespirable». En fin, parece que es frecuente que los escritores latinoamericanos se despellejen a placer, unos a otros. En Faulkner por su parte, a pesar de la abundante información encontrada y examinada, no encontré una sola letra en que hablara mal de otros. En alguna entrevista le preguntan, por ejemplo: ¿Lee usted a sus contemporáneos?, y en vez de lanzarse al pescuezo de sus colegas responde: «No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: El Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes... leo el Quijote todos los años, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac -éste último creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros-, Dostoyevski, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tanta s veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos». No sólo me gusta Faulkner; me gusta su forma de enfrentar la vida y la lectura.
Brevemente recuerdo el mito y la trama argumental de ¡Absalón Absalón!, tomada de aquél: Amnón, primogénito del rey David, se enamora de su media hermana Thamar, hermana de Absalón tercer hijo del rey, y la desea con desenfreno. Aconsejado del propio hermano del rey David, Amnón tiende una trampa a Thamar y la hace suya por fuerza. En la novela, el drama se va presentando sólo muy lentamente. La forma de presentación me va recordando, siempre, a Vargas Llosa. Faulkner, no obstante, tiene un relato más claro, en el cual estructura grandes tramos secuenciales. Mientras Vargas Llosa es más fragmentario. La aparición de Sutpen en la escena es curiosamente similar a la de Anselmo en la Casa Verde. Ambos vienen de algún lugar desconocido, por motivos desconocidos y construyen su casa, mágica, en el lugar. De alguna manera, la casa construida se transforma en un polo poderosísimo en la trama. Uno construye en los arenales de Piura, y el otro en la ciénaga de Mississipi. El carácter salvaje d e ambos se parece, aun cuando uno construye una casa de remoliendas y el otro busca posición social y reconocimiento. Pero ambos establecen su ley. Dentro del estilo costumbrista de los paisajes sociales de los dos, hay una fuerte carga hacia la pintura criollista, al comportamiento de la sociedad. Más allá de la trama de una y otra historia, en ambos casos se está cabalgando sobre el costumbrismo, en un lugar suspendido de la visión cósmica del autor. Es tanto así, que uno tiende a pensar, sólo porque hay diferencias estilísticas indesmentibles, que son diferentes autores, pero que sin embargo, si Faulkner hubiere sido peruano, quizás Sutpen hubiera construido la casa verde en aquellos arenales, como su mansión y Vargas habría actuado a la inversa. Pero hay todavía más: El condado de Yoknapatawpha me recuerda a Macondo. Claro está que en ambos casos estos lugares cosmogónicos son de espectro más amplio que una sola obra. En ambos autores, García Márquez en Macondo y Faulkner en Jeffe rson, el pueblo del condado donde se desarrolla la historia, están surcados por la guerra y la sociedad militar. Todos los hombres van a la guerra, donde quedan para siempre marcados por el fracaso y la derrota. El país completo, en la mirada de Faulkner, queda fracturado para siempre. El norte vencedor, de gente superior y triunfante, y el sur fracasado, destruido, atravesado para siempre por los fantasmas de la segregación, de la riqueza perdida, de las costumbres irrenunciables. En el sur, en Yoknapatawpha, en la ciudad de Jefferson, sólo les queda la dignidad feble, que luchan por sostener.
En medio del ambiente de crisis social que comienza con la guerra civil, se va desatando el drama de los Sutpen, que Faulkner relata a través de varios narradores, cuyo relato se desarrolla en la forma de conversaciones de personajes que vivieron el drama o que lo conocen, a su vez, por testigos de aquella época. De esta manera, el lector va conociendo la historia de modo fragmentario, como si fuera un gran puzzle que se va armando pieza a pieza, con las distintas narraciones, que siguen secuencias cronológicas por tramos, pero donde cada pieza del mosaico completo no es descubierta en secuencia temporal estricta, sino de acuerdo a un plan dramático, donde el autor va reservando piezas claves de manera que el lector sólo hacia el clímax planificado, finalmente, puede comprender el panorama total. De algún modo este es un recurso recurrente en Faulkner: En Mientras agonizo, donde también, pero de otra forma, se echa mano del narrador múltiple, de modo que cada uno carga una historia, l a trama central queda oculta hasta el desenlace, como si la novela fuera un cuento largo, cuyos componentes se van torciendo hasta hacerlos converger en el desenlace sorprendente, donde la mujer que agoniza, al fin muere y el lector descubre que el marido la cambia por una nueva, una plancha de dientes y un gramófono pequeño. En Santuario, como en Absalón, también la trama se va develando de manera fragmentaria, a ratos parece absurda, oscura, hasta que al final se descubre que el contrabandista de licor ha violado a Temple Drake con una mazorca de maíz; del mismo modo que en ¡Absalón Absalón! por fin se llega a descubrir de hecho, lo que se sospecha y se elucubra, desde que Sutpen repudia a su primera mujer, que ésta y por tanto su hijo, que encarna al Amnón en la tragedia bíblica, tiene sangre negra y que Enrique, su hermanastro, el Absalón de las antiguas escrituras, lo asesina no porque pretende casarse con la hermana, sino porque no puede aceptar que lo haga teniendo sangre negra


Kepa Uriberri
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El carro de los gitanos



El carro de los gitanos

Había intentado recrear el sueño, o reconstruir el raciocinio; si es que no había sido un sueño, durante horas en la estación, sentado en las bancas amarillas. Al fin, creyendo que el olvido sería como un bálsamo recuperador, había abordado un tren que había abandonado en la primera estación de combinación que cruzaron. Viajó al sur, distraído, observando a los gitanos que compartían el carro, mayoritariamente, con él y algún otro pasajero silencioso. Los gitanos hablaban fuerte, ya sea en un castellano modificado y con acento, o en su lengua romané, que lanzaban de un lado a otro del carro, para compartir temas. La mayoría eran gitanas, de distintas edades, todas ágiles, todas elásticas, de gestos amplios y seguros, como si el mundo les fuera propio y exclusivo. Había sólo dos gitanos, uno de cierta edad, llevaba un pañuelo en la cabeza y sobre este un sombrero. Miraba al frente, con expresión concentrada, como si estuviera observando una escena que capturaba toda su atención. Sin embargo, al seguir la línea de su visión, uno podría haber viajado hasta la inmensidad del cosmos, sin llegar jamás a un destino cierto. El anciano pensó que iba discurriendo consigo mismo y tomando decisiones que de seguro podrían afectar de forma grave a su familia, que viajaba desperdigada a lo largo del tren. Aventuró que quizás el fuera la séptima generación que había abandonado su tierra, buscando conocer los confines del reino del abuelo del abuelo del padre de su padre y en cumplimiento de esa misión, él, como jefe de familia, debía planificar siempre cuál sería el rumbo persistente a seguir, y cuándo enviar un nuevo mensajero en busca de noticias de su lejano rey o cuándo llegaría hasta ellos la noticias de su pueblo con el siguiente mensajero y cuál sería su nombre. Caviló sobre la precisión y persistencia que habría de tener su misión y la de cada jefe de cada familia gitana que en cada rama familiar, de cada lugar en donde se establecían, sostenía esa misma misión, sin abandonarla jamás, del mismo modo que sus tradiciones. "Y no obstante", pensó, "ellos tienen una libertad infinita que nosotros no tenemos". Su pensamiento se detuvo un breve instante y luego rectificó: "No debería decir nosotros. No puedo saber que tanta libertad tienen, o gozan, o creen gozar los otros. Sólo puedo decir que yo mismo jamás tuve la libertad que creo que tienen los gitanos o los artistas de los circos, o tantos otros artistas. Es tan poca la libertad que yo mismo tuve, que recién después de abandonar a mi padre muerto, tengo apenas una noción de lo que es la libertad que requiero para decidir sobre cómo cumplir su voluntad final". Sentado a su lado iba quizás su hijo, o podría ser incluso su nieto. Como sea, era sin duda el heredero de aquella sagrada misión de viajar hasta los confines de la tierra extendiendo la cultura del reino de sus antepasados nobles. Pero, a pesar de eso, y aunque el padre o abuelo vestía como cualquier persona, con excepción del pañuelo, que el hijo o nieto no llevaba, y que en todo lo demás ambos vestían como otro cualquiera, quedaba claro que el abuelo o padre era en todo mucho más gitano que el otro, en especial en la vestimenta, aun cuando el nieto o hijo dejaba ver en su ropa que era, sin ninguna duda un gitano verdadero. El nieto, si lo era, emulaba la mirada y expresión del abuelo, sin dejar de notarse que era algo espontaneo y de ninguna manera forzado o intencional. Nadie podría, por ejemplo, sostener que ese nieto; o quizás hijo del otro, pretendía ser igual que su antecesor, sino que había algo impregnado en la tradición de ambos que los igualaba, de manera que el joven, como el viejo, también tenía la mirada clavada en la misión invisible y única de su raza, con la sola diferencia que éste la traducía en una expresión alegre, como si fuera previa al momento de echarse a cantar algún himno propio de sus tradiciones, que reflejara la felicidad de ser el heredero de aquella misión; mientras el otro, el padre o abuelo, reflejaba en el ceño adusto, en la expresión admonitoria de su mirada, el juicio permanente que ya había, hace muchos años, comenzado a hacer como resumen de su misión que ya estaba por culminar. Era como si hubiera acabado de cantar aquel himno sagrado y tuviera la misión de decidir, sobre otro, de quien él era el juez definitivo, como si fuera el propio rey que le había encomendado hace innúmeros años la misión a sus antepasados, que hubiera de evaluar y dictar definitiva sentencia sobre si mismo, ahora y aquí, al final de la parte de la gran misión que le había tocado cumplir y de la cual ya no había enmienda ninguna posible, sino sólo éxito o tal vez fracaso. Pero por lo demás, eran en todo iguales y no cabía duda que en algún pasado el abuelo fue ese nieto o hijo, y este llegaría, sin poder evitarlo de manera alguna, a ser ese padre o abuelo. "Así de escrito, ellos han de sentir que está su destino" caviló el viejo. "En tanto que yo, he quedado en una encrucijada, con una misión abierta. Quizás ese haya sido el sentido de mi sueño o de aquel raciocinio que emprendí anoche en la oscuridad total". Pensó, sin darse cuenta que así lo hacía, que todo estaba ligado. Esos gitanos estaban en sincronía con él mismo y él inevitablemente había llegado a abordar este tren, en este carro, sólo con la misión de descifrar esa verdad que había recibido la noche anterior. En ese momento, sin percibir una razón, sucedieron dos cosas extrañas. Sintió una infinita alegría, que lo impulsaba a tensar su cuerpo, como si quisiera saltar y gritar, aunque no lo hizo, pero sí se sintió hermanado con el gitano joven y se dijo: "Estoy recién comenzando de nuevo. Hoy he nacido". Además una gitanita de ojos claros y nariz algo aguileña y prominente, aunque muy joven y bella, se sentó a su lado, dandole un cuarto de sus espaldas tersas y bronceadas, a la vez que arremolinaba en infinitas brisas el aire fresco que entraba por los vidrios abiertos del vagón, con sus faldas múltiples, abundantes y livianas. Sintió que estas brisas le traían aroma de mujer plena, a la vez que oía su voz muy elevada, dirigiéndose a un grupo de gitanas que estaban sentadas al frente. Sintió, con todo, producto de la mixtura de sensaciones, aromas y libertad, unas ganas irrefrenables de abrazar por la cintura a la joven gitana, cuyos pechos emancipados y sueltos alcanzaba, casi, a vislumbrar por el espacio que dejaba la blusa liviana bajo la axila, cuando la joven levantaba los brazos. Su cerebro y todo sus sistema nervioso dio la orden de abrazarla y coger esos pechos tostados. Su subconsciente alcanzó a vislumbrar, adelantado, el momento de presionarlos con sus manos y la corriente casi eléctrica que habría de recorrer su vientre y espalda. Pero nada ocurrió. ¡Miento! ¡Sí ocurrió! No sabemos cómo actúa, ni cuales son sus mecanismos, pero la censura actúa y discurre más rápido que las acciones y reprimió de manera tan veloz como el disparo del anticipo, la acción subsecuente, de modo que sólo quedó, sin que nadie, aparentemente, se percatara, el cúmulo de sensaciones intensas del acto fallido, como si este hubiera ocurrido. En ambos sucesos, el primero concluido en una sensación de intensa alegría y el segundo de intensa ansiedad, se había impuesto la represión. Seguía sentado, como aquellos dos gitanos, con la vista al frente sin expresar todas sus compulsiones interiores, aun cuando quizás su voluntad libre así hubiera querido disponerlo. Pensó, entonces, que siempre casi en todos los actos de su vida se había impuesto un sino nacido de otra voluntad, imperceptible, desconocida, que determinaba la misión del Rapsoda, que no podía explicarse o comprender a su mandante superior, ni sus razones. Quizás le era posible, de alguna manera, conocerlo: "Mi padre fue su instrumento" le dijo la voz que habla en silencio, "hasta que, terminada su misión, ahora, de un modo diferente eres determinado por la letra inarmónica trazada en un cuaderno Navegante. Así entonces, la libertad sólo está compuesta de cierta ignorancia y de la fe para aceptarla". Se quedó perplejo, mientras el tren se detenía en la estación terminal Lo Sierra. "No puede ser de ese modo" le contestó a su voz interna, lleno de inquietud, pero a la vez sentía una intensa alegría porque había al fin rescatado su reflexión de la noche anterior.
Los gitanos descendieron en diversos grupos. Como si guiaran su rumbo, pero de manera descuidada, encabezaban el grupo los dos gitanos. Junto al anciano caminaba la gitanita que se había sentado a su lado. De pronto se acercó, hasta rozarlo con su brazo y dijo:
- Te veo la sorte... tu tiene la preocupación, oye...
Volvió a sentir la misma ansiedad, pero ahora envuelta en un vago temor. Respondió:
- No tengo dinero: No podría pagarte.
- Tú no paga. La sorte no se paga: La sorte es tuya. Yo nada más te la veo, para que tú esté bien y tranquilo. Despué si tu quiere das algo a Mirka, como sea tu voluntá; ¿lo ves?
- No podría... Preferiría no saber.
Antes que pudiera terminar de negarse, la gitanita se atravesó en su camino, deteniédolo.
- Dame tu mano - dijo y se la tomó, sin forzarlo, pero con absoluta decisión -. Tú tiene mucho miedo de tu futuro, tú cree que alguien te hace mal - afirmó, poniendo un dedo largo firme, decidido, de piel morena y curtida, de uña larga y celeste que parecía haber sido teñida con alguno de los múltiples colores del estampado de la falda liviana y voladiza, que podía estimular todas las brisas del lugar, y se derramaban por las caderas y las formas íntimas e incitantes de la gitana. Con esa uña recorrió los dibujos de las líneas de la palma de la mano del viejo, a la vez que la acercaba a su propio cuerpo tibio, como si al influjo de sus vibraciones todo fuera todavía mucho más claro. El viejo recibió esa tibieza con desasosiego, pero no podía pensar, sino sólo percibir. - Tú tiene una novia más joven que tú - indicó con la larga uña celeste un punto donde dos lineas tenues se entrecruzaban -; alguien te gobierna con esa novia. Tú tiene que cuidarte del poder de esa persona: Él es un brujo. Él es poderoso -. El viejo dejó escapar una risita tenue. La gitana se acercó a él, hasta que el viejo tuvo los pechos morenos, tan tersos, casi al alcance de las caricias de su vista. La gitana cubrió la mano del anciano con toda la suya y acarició suavemente la palma de la otra, a la vez que le clavaba su mirada clara y aguda de loba, o quizás de pájara rapaz, y lo poseía con fascinación, como la loba posee al cordero, antes de devorarlo.- ¿Tú tiene un pañuelo? - le preguntó y sin darle tiempo a responder, sin soltarle la mano que tenía hechizada junto a su vientre y bajo sus pechos, alargó la mano y la metió en el bolsillo lateral de la chaqueta del anciano - A ver si aquí tiene un pañuelo para hacerte una curación de tu pena - dijo y sacó la mano llena de papeles inútiles que Rrrrabanito guardaba ahí - Tú no tiene ninguna cosa. Tú vive de puro sueño, paisano. Por eso tu novia se te va con el otro: ¿Lo ve? - y abrió la mano que había sacado llena de esos tesoros de la memoria que el anciano guardaba, quizás porque en ellos había ciertos números que formaban alguna serie extraña, o estaban emitidos en una fecha que llevaban estampada y podía tener algún significado mágico, que sólo él entendía, o quizás un ícono impreso era en especial atractivo, o mucho y mucho más, que tal vez para todos los demás no tenía sentido ninguno. Algunos papeles cayeron al suelo, resbalando entre los dedos de la mano de la gitana, otro volaron con la brisa y algunos fueron retenidos por ella, que cerrando la mano los devolvió al bolsillo - ¿Tu no tiene un pañuelo? - dijo.
- Aquí tengo uno - respondió y lo sacó del bolsillo del pantalón con la mano libre, arrugado y sucio. La gitana lo tomó sin asco ni comedimiento y lo sacudió para estiarlo. En seguida lo acomodó sobre la palma de la mano del viejo y volvió a pasar con suavidad la suya sobre esta, mientras clavaba sus ojos de pájara fascinadora en los del viejo, que sólo sentía la caricia en su mano, el aroma a mujer loba y una rara corriente que le atravesaba la espalda.
- Dame uno de tus tesoro - dijo y metió otra vez la mano al bolsillo de la chaqueta, escarbando en lo más profundo: - El más escondido, el mas antiguo - dijo y parecía buscar algo ahí, que no encontraba. Finalmente sacó la mano, que arrastró algunos papeles. Cayeron al suelo y fueron llevados por la brisa. En su mano venía uno cuya forma y textura recordaba la de un billete. Lo miró con cierta desilusión y lo dobló una y otra y otra vez y otra y más, hasta que qudó convertido en un bultito cuadrado y pequeño, que sujetó con su dedo sobre el pañuelo -. Este - dijo - es pa que conserve todo le que tu más quiere - y en seguida, casi distraída, preguntó -: ¿Tiene un dinero, una moneda o lo que tú quiere, para guardar aquí en este pañuelo?. Es pa que nadie te robe, nunca, tu dinero.
El viejo se encogió de hombros:
- No uso dinero, casi nunca.
- ¿Y tú, cómo paga toda la cosa que tú compras?
Se encogió de hombros:
- No sé - respondió -, tarjeta de banco o saco del cajero lo justo.
- ¡Por eso tú está mal! - dijo y le apoyó su uña celeste de su largo dedo, en la frente. El viejo bajó la vista. Iba a explicar algo, alcanzó a aspirar el aire necesario, pero calló. Sólo  movió la cabeza, como si fuera inútil explicar. La gitana lo miró, entonces, con atención y caviló durante un breve instante, como evaluando el gesto del anciano. Percibió en ese instante ese sentimiento que sólo las mujeres pueden tener con sus hijos, o con algunos hombres que despiertan extrañamente su ternura y que las lleva a una tonta compulsión de protección. Lo quedó mirando sin alcanzar a llegar a la sonrisa y tuvo ese impulso previo al que se siente cuando se abraza a alguien a quien, al fin, se le reconoce un cariño especial - Mira tú: Te voy a dar un amuleto para tu felicidad. Ahora te puedes acordar de mi siempre - dijo y se metió la mano en el escote. Hurgó ahí un momento y sacó tres semillas que guardaba en el sostén de color rosa, que parecía usar más como un lugar para guardar,  que para su función propia, y que el viejo miró con lujuria contenida. Tenía la ilusión de ver ese pecho hasta lo más hondo de su secreto. Puso las tres semillas junto al papel doblado, se acercó a ellos y los escupió. Después con velocidad y unos pases extraños, lo envolvió todo y lo anudo, dejando el papel y las semillas atrapadas al centro del pañuelo, dentro del nudo. Arrugó, luego, el pañuelo y lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta del viejo, empujándolo hasta el fondo, con insistencia. Cuando sacó la mano del bolsillo, se llevó la que había tenido siempre atrapada y la oprimió contra su propio pecho. Dijo: - Tú, ahora, va a ser un hombre muy feliz - e inmediatamente se dio vuelta y emprendió su camino como si todo el suceso no hubiera ocurrido nunca, como si este anciano ni siquiera existiera.

Kepa Uriberri
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