jueves, 12 de abril de 2012

Mensaje peligroso


“Si no fuera por el maldito facebook… Tomé el teléfono y miré el mensaje. Era una invitación de amistad de una tal Aeroflux69, acepté desinteresado y volví a guardar el teléfono para concentrarme en acariciar las piernas de Griselda.”


Mensaje peligroso
Por Anselmo Bautista López

Mis amigos y yo (mismo número de mujeres y hombres) nos fuimos en estas vacaciones de pascua a disfrutar la playa y colorearnos la piel con un poco de sol. Llevamos algunas frituras y repletas de cerveza nuestras hieleras. Consumimos algunas por el camino entre chascarrillos, risas y bromas como suelen hacerlo todos los jóvenes de nuestra edad, distantes aún de las preocupaciones y sobriedad de los adultos. Sí, algunos somos más moderados que otros pero en general participamos de todas nuestras ocurrencias, las obsoletas disputas, lo simplista de algunas actitudes, lo chocoso de algunos infantilismos, pero gozamos la vida como si quisiéramos absorberla en un solo trago de cerveza. Con nuestro ánimo flotando en la alegría y lo superfluo, todo prometía unas alocadas vacaciones.
Los adictos al facebook, entre ellos yo, no dejamos de enviar mensajes; mensajes que no importaban a nadie más que al resto de nuestros amigos que no pudieron venir con nosotros, y lo hacíamos con la malicia de provocarles envidia donde sea que estuvieran. Así que Felicia tomó una instantánea del momento en que todos se empinaban la cerveza a la boca, con el mensaje: “De lo que se pierden, mojigatos.”
Llegamos a la concurrida playa. Estacionamos los vehículos y todos cargamos los trebejos en busca de un buen lugar sobre la arena. Nos hicimos un lugar entre los bañistas y pusimos los parasoles y enterramos las hieleras.
Había llegado la hora esperada por nosotros los varones de ver a nuestras amigas con sus diminutos bikinis, sobre todo a la mamacita de Griselda que era la primera vez que salía a “rolar” con nosotros. No era yo el único que le traía ganas y si quería obtener algo de ella durante esta noche tendría que esforzarme porque ahí estaba también mi buen amigo Castro que ya tenía cierto terreno ganado porque los verdes ojos de la hermosa y tímida Griselda tenían preferencia por él, además que durante el viaje se sentaron juntos. Y si no fuera posible entonces le echaría ganas con Felicia que me venía dando papitas en la boca y otras atenciones mientras yo manejaba.
Con cerveza en mano miramos las olas del mar y la lejanía del océano. Le di el último trago a mi botella, la dejé caer sobre la arena y grité:
–¡Puto el que se quede!
Como de rayo corrí hacia el mar y los otros como locos me secundaron. No sé porqué cuando uno utiliza cualquier frase retadora que inicie con la palabra “puto”, todos los hombres se activan de inmediato. A veces pienso que en los centros de trabajo, el jefe debería de utilizar estas expresiones para hacer trabajar a los flojos, por ejemplo: “Puto si no me haces esto”, “puto si no terminas a tiempo”, “puto si no lo haces bien”, “puto si te haces pendejo” y una larga lista de órdenes. No sé, no sé, creo que podría haber más productividad.
Regresamos mojados y para animar a las chicas nos sacudimos como perros para salpicarles agua. Algunas corrieron, otras sólo se encogieron. Tomé otra instantánea de bermudas y bikinis a lo largo de la playa y la envié por facebook, con el mensaje: “Qué esperas, vente pa’ca”. Era evidente que el mensaje es para los amigos conocidos y no a los amigos virtuales como suele uno tener en la cuenta y que, entre algunos, jamás se llegan a conocer personalmente.
Destapé otra cerveza y busqué con la mirada a Griselda. Castro ya estaba diciéndole no sé qué cosas, entonces busqué a Felicia. Ésta ya estaba con las amigas y los muchachos dentro del agua. Fue en ese instante en que la presencia de una persona me hizo voltear a mi espalda. Una chica desconocida, bajita y gorda venía en dirección mía. Hola, me dijo. Respondí el saludo.
–Mi amiga quiere conocerte –aseguró.
No era la primera vez que una extraña quisiera conocerme. Ya me había sucedido en otras playas mexicanas. En Acapulco conocí a una paraguaya; en Cancún fue una italiana; en Veracruz, fue una nativa del puerto, con quienes tras una breve charla nos poníamos de acuerdo para salir.
Yo acepté acompañarla hasta donde su amiga aguardaba muy sexi sentada en una silla bajo un techo de palma. Se llamaba Azucena, dijo ser de Guadalajara, y había venido a Matamoros de vacaciones y deseaba conocer esta misma noche un antro que fuera atractivo antes de partir al siguiente día. Para eso yo me servía con la cuchara grande y le dije que, sin duda, yo la llevaría al mejor lugar donde se daría la divertida de su vida.
–¿Ella irá también? –señalé a su amiga la gordita.
En realidad yo no quería que ella nos estorbara si no iba a servir de pantalla. Azucena pareció interpretar claramente la insinuación de mi tono de voz.
–No, a ella no la dejan salir mis tíos. Iremos únicamente tú y yo.
Me pidió mi número de teléfono… Te doy mi face, le dije. Lo anotó, cruzamos otras breves palabras y nos quedamos de ver en la plaza a la 9 pm. Me despedí de ella interpretando sus coqueteos como una promesa que terminaría en la cama de algún hotel. Retirado, eché un vistazo hacia atrás… ya se marchaban.
Mientras se daba ese encuentro, busqué otra vez con la mirada a Griselda. Ella escapaba corriendo de las olas junto a Castro, llegaron a uno de los parasoles, tomó el bloqueador solar y comenzó a untarse sonriente. Tenía que asegurarla para mí. Tomé otra cerveza y fui directo a ellos. La destapé al llegar. Castro me dio las gracias, pero se quedó con la mano suspendida porque yo se la ofrecí a Griselda.
–Ahora no, me estoy poniendo bloqueador solar.
–Bueno, yo puedo terminar de untarte en lo que tú te la tomas –le propuse coquetón sabiendo que se negaría.
Castro me echó una mirada asesina. Griselda, para mi sorpresa, tomó la bebida y se colocó de espaldas sobre la toalla para que yo, con la delicadeza con que se toca un pétalo, comenzara acariciarla con crema en las manos, y para no sentirme utilizado como a algunas mujeres les gusta hacernos sentir, le hice plática. De este modo haría a un lado la presencia de mi amigo que estaba confundido de cómo proceder y contrarrestar mi ataque.
–También puedo darte un buen masaje para que tu cuerpo esté completamente relajado –dije sobándole los intercostales.
–¿Sabes dar masajes? –preguntó ella.
–¡Oh, sí!, excelentes masajes que te harán sentir una chica nueva y revitalizada.
–¿Y tú le crees? –intervino molesto Castro–. Éste no sabe más que andar de juerga.
Si no fuera por el maldito facebook al cual soy adicto, mis manos hubieran acariciado sus torneadas piernas. Tomé el teléfono y miré el mensaje. Era una invitación de amistad de una tal Aeroflux69, acepté desinteresado y volví a guardar el teléfono para concentrarme en acariciar las piernas de Griselda, pero Castro ya se me había adelantado, estaba hincado aplicándole bloqueador. “Puta madre”, fue lo primero que grité mentalmente.
Sustituido me retiré. No quise verme como los perros que se disputan una perra en celo. Busqué a Felicia. A las risas, ésta era cargada por los musculosos brazos de Saúl, la trepó a sus hombros y la lanzó al agua. Así que me fui al otro parasol para sentarme, tomarme mi cerveza y comerme algunas papitas mientras le echaba el ojo a alguna otra amiguita.
Mi teléfono me volvió a avisar que un nuevo mensaje había entrado. Miré el face. Aeroflux69 me contactaba por el chat: “A las 9, no me dejes plantada”. Pegué un salto de sorpresa al descubrir que éste era el nombre de usuario de Azucena. “Ahí estaré”, respondí de inmediato. El chat me avisó que ya se había desconectado pero que recibiría el mensaje cuando volviera a conectarse. Guardé el teléfono.
Pamela, otra de mis amigas, salía corriendo del agua en dirección mía y sin más se sentó a mi lado. Era de piel morena, de esa piel que se pone roja con el sol.
–¿Por qué no te has metido? –me preguntó secándose con una toalla.
–Estaba a punto de hacerlo –respondí–. ¿Quieres una cerveza?
–Si me la das.
Las mujeres tienen ciertas expresiones que uno las interpreta como coquetería cuando sólo es un acto de seducción para que uno se comporte caballero con ellas. Yo siempre me quedo con la idea de la coquetería. Le destapé su cerveza y le dije:
–No me había fijado en lo hermoso de tus ojos.
–Ah, gracias… los tuyos no se ven mal –indicó llevándose la cerveza a la boca.
–¿No quieres que te aplique un poco de bronceador? Se ve que el sol te ha quemado.
–¿No será que sólo quieres tocarme? –respondió con una sonrisa descubridora de intenciones.
–Bueno, me gustaría tocarte todita sin crema alguna, ¿qué dices? –aproveché para tocar el punto.
Ella se carcajeó.
–No pierdes el tiempo, ¿eh? ¿Y qué va a decir tu novia?
–¿Quieres que le pregunte?
–¡Nooo! Mejor vamos a meternos al agua.
Tomó mi mano y me arrastró corriendo hacia las olas.
Los hombres creemos que somos nosotros los que elegimos o conquistamos a las mujeres. Ellas son muy amables al hacernos creerlo así. Chapoteamos juntos, nos integramos al grupo, jugamos, rozamos nuestros cuerpos, intercambiábamos caricias discretas, tan discretas que no se llegaban a saber si eran intencionales o por accidente hasta que éstas se iban definiendo durante el resto del día hasta llegada la noche.
Oscureciendo, y quedando la playa más libre para nosotros, rodeamos un pequeño fuego para tocar guitarra, cantar, bromear, contar chistes y a donde el chupe nos llevara. Quizá terminaríamos desnudos dentro del mar como en otras ocasiones y culparíamos a las olas de irnos alejando por parejas poco a poco. O bien, de plano nos iríamos desapareciendo a lo largo de la playa en busca de un nidito de amor.
Yo abrazaba a Pamela. Seguramente, como ya estaba previsto, terminaríamos por buscar nuestro rinconcito con las estrellas por testigos. Saúl nos contaba un chiste cuando mi celular avisó un nuevo mensaje. Me retiré para leerlo, era de Aeroflux69. Sí, la chica llamada Azucena de la que ya me había olvidado.
“Me estoy poniendo guapa para ti, ¿cómo irás vestido?”, dijo despertando de inmediato mi interés. “Informal, mezclilla y playera”, escribí. “¿Y de ropa interior?”, preguntó. Las campanas de mi libido comenzaron a sonar. “Boxer”. “Me gustan los bóxer… ¿quieres saber las mías?”. “Sí”, escribí a una velocidad vertiginosa sobre el diminuto teclado. “No te lo diré”. No supe qué responder que fuera cortés pero mi mente gritó: “Hija de la chingada”. Como buen caballero escribiría “no importa” pero ella se me adelantó escribiendo: “¿Qué tal si mejor te las enseño?”. Yo sentí un escalofrío o un temblor que me sacudió el vientre. “Eso suena mejor”, digité con temblorosos dedos. “¿Ahora mismo?”, insinuó. Yo la imaginé con la sonrisa sonrojada de una chica que dice lo que personalmente no se atreve o si se atreve quiere obligar al hombre a llevar la conversación que ella ha iniciado y por rubor no quiere continuar, así que le cede la palabra al hombre, y si éste no es astuto para aceptar el juego, entonces aquella encontrará un recurso para dar fin a la insinuación. “¿Por qué no? Sólo tienes que decirme dónde nos vemos”, se la puse facilito.
Esperé la respuesta. Los segundos se hacían eternos. Si decía que sí abreviaríamos todo ese juego de seducción en el antro e iríamos al grano, que al fin de cuentas es a lo que yo quería llegar, y si ella me facilita el camino, mejor. Pero no respondía y pensé que me había hecho una broma en la que inocentemente caí.
Di media vuelta para reunirme con los amigos que seguían divirtiéndose con sus ocurrencias cuando un nuevo mensaje de Aeroflux69, entró: “Te espero en el faro.” Volví mis pasos y eché un vistazo al faro. Calculé unos trescientos metros de distancia hasta lo más alto y solitario del risco donde lanzaba su largo brazo de luz para orientar a los barcos y a los náufragos. “Voy para allá”, respondí. No avisé a mis compañeros. Supuse que no tardaría más allá de dos horas y aunque entre ellos preguntarían por mí, aún sería temprano como para que se preocuparan por buscarme.
Haría mi encuentro fortuito tal y como Aerofux69 lo deseaba y volvería a seguir la fiesta con Pamela, única a la que le hice señas de que volvería enseguida por ser la que más volteaba a verme.  Sí, el faro representaba un buen lugar romántico para que una chica de Guadalajara de nombre Azucena tuviera una inolvidable aventura sexual con un desconocido.
Apresuré mi paso. La arena no me dejaba avanzar más aprisa. No quería hacerla esperar mucho tiempo y emprendí la difícil carrera. Me detuve agitado al pie del risco, busqué un camino que me permitiera subir sin tanto riesgo de caer. La noche era más oscura allí. Comencé a ascender como pude causándome algunas heridas leves. Pero no importaba, la promesa que me esperaba allá arriba lo merecía.
A media pendiente, llegó un nuevo mensaje. “Apresúrate, mi amor, que estoy ansiosa”, decía. No contesté. En su lugar me sentí revitalizado para subir más aprisa. La imaginaba esperándome ya semidesnuda que tan pronto me viera se me lanzaría a los brazos para sofocarme con sus besos, para encenderme con sus caricias, para que nuestros cuerpos desnudos se bañaran de hierba y arena suelta.
Llegué, por fin, a la cima. Agitado la busqué con la mirada entre la oscuridad. Había estacionada una camioneta Escalade negra, como la mía, a unos 40 pasos de mí, la que pude ver cuando la luz del faro pasó sobre mi cabeza. Cauteloso caminé hacia allá. Supuse que Aeroflux69 me estaría esperando dentro.
Conforme me acercaba, la portezuela del chofer se abrió y de ella descendió la que ansiosa me esperaba vestida de playera, pantalones holgados y botas. Cerró la puerta y esperó a que llegara.
–Hola –saludó.
Yo intenté abrazarla para al mal paso darle prisa y quitarle su ansiedad. Ella me contuvo.
–Espera, hagámoslo dentro de la camioneta –me dijo.
Abrió la puerta trasera y me invitó a subir primero. Yo le hice caso, pero me quedé estático cuando del interior un hombre me apuntaba con una pistola. Mi reacción inmediata fue correr pero otra pistola sujetada por Aeroflux69 me empujaba por la espalda al interior.
–Sube cabrón o te partimos la madre aquí –me ordenó agresiva a mis espaldas, Azucena.
Con suma rapidez, el hombre me tomó por los pelos y me metió a jalones. Encañonándome la cabeza con su pistola, sentenció:
–Tu vida ahora depende de tu papito, pinche joto.



Editamos, publicamos y promovemos tu libro. 



lunes, 9 de abril de 2012

La venganza del infierno


“La examinó, la reprodujo en la memoria, enseguida colocó sus dedos sobre las cuerdas y trastes correspondientes y ejecutó las notas que igualaban el sonido del ventilador.
Pero al mismo tiempo sus vellos se erizaron al ver que una sombra se desplazó rápidamente por un costado.”



La venganza del infierno
Por Anselmo Bautista López.


Jamás, de niño, poseyó dotes extraordinarios como aquellos clásicos e inolvidables personajes que nos presenta la historia de la música.
El primer instrumento que tocó, por obligatoriedad, fue la flauta de pan durante su instrucción secundaria con la cual demostró ser un intérprete que no sacaba notas más que para lastimar los oídos de sus compañeros no obstante sus esfuerzos en casa que por prescripción familiar debía practicar mientras todos estuvieran ausentes.
La música lo imantaba a tocar algún instrumento, no importaba cual, siempre que pudiera expresar sus emociones en agradables sonidos.
Se hizo de una guitarra de fabricación dudosa pero necesitaba de un guía que le mostrara el camino a la melodía, al arpegio, a la armonía, al acompañamiento, al ritmo y lo encontró en el grupo de jóvenes de la iglesia que acompañaban con sus instrumentos la misa dominguera. Pero éstos, con toda y su buena voluntad por aceptarlo y enseñarle los primeros pasos, terminaron por rechazarlo al descubrir en él un cerebro plano que no absorbía las primeras gotas de enseñanza y unas manos tales que un artrítico podría moverlas con mejor soltura.
No tenía otra alternativa más que tomar clases de guitarra con algún instructor profesional que supiera guiarle y despertarle las habilidades que seguramente tenía en algún lugar muy dormidas. Pero no hubo instructor que tuviera la virtuosísima paciencia para hacerle tocar siquiera una nota de Sol.
Echado a la calle como perro indeseable, comprendió que para la música no estaba hecho. Y si no estaba hecho para ello, entonces decidió crear su propia música, sus propias escalas, sus propias variaciones, sus propios arpegios, armonías y digitalizaciones. ¡Al diablo con todos ellos! No claudicaría en su intento aunque esto le representara horas colmadas de frustración y tormento.
Decidido a ensañarse con su guitarra en el techo de su casa y crear sus propios acordes hasta que las yemas de sus dedos sangraran se encontró con tres jóvenes que cargaban sus respectivos instrumentos de cuerda.
–¿Hacia dónde se dirigen? –les interceptó.
–A dejar serenata a las chicas, ¿gustar ir?
Esa noche llegó de madrugada a casa con el corazón latiendo de alegría, y aunque no había tocado una sola cuerda, la experiencia le resultó sublime. Ver esos rostros ensoñados femeninos que se asomaban tras abrir la puerta o la ventana, conquistadas por la notas y el canto unísono de los jóvenes, le motivó a seguir su lucha musical.
Tras un acuerdo con el más greñudo del grupo quedaron de verse al día siguiente en su domicilio para mostrarle algunas cosillas. Era simpático y paciente, con un don para la enseñanza, y aunque sus conocimientos no eran bastos sino más bien producto del empirismo, logró estamparle el Do-Re-Mi-Fa-Sol-La-Si naturales. Se verían una vez a la semana, días en los que no descansaría hasta dominar esas posiciones con los dedos sobre el traste y movimiento de muñeca hasta obtener un acorde nítido para cada nota. No llevaba prisa, no había ansiedad. Daba mucha importancia a la calidad del sonido así que los ejercicios los hacía lenta y dolorosamente.
En las siguientes clases conoció los acordes menores, séptimos, sostenidos, bemoles, de cada una de las notas musicales. Mucha tarea y muy poco tiempo. Su instructor iba rápido y le ejercía algo de presión. Una semana no era suficiente para asimilar cada cosa y dominar los ejercicios, así que le robó también un par de horas al sueño.
Las semanas transcurrieron y el alumno aumentaba su destreza día a día con mucho esfuerzo y dolor en sus dedos. Quizá las exigencias del grupo de la iglesia, quizá las presiones personales del profesor de guitarra, quizá la incomprensión familiar, hicieron que se bloqueara a sí mismo cerrando las puertas a la recepción del aprendizaje. Pero ahora, que ya sabía algunos acompañamientos, sentía el pecho inflado, le gustaba cómo le arrancaba buenos acordes y ritmos a su guitarra de Paracho, y se animó a hacer su primer debut bajo la ventana de la novia del chico greñudo que, invitado por éste, interpretaron juntos algunas canciones de tríos populares cuyas letras glorifican a la mujer.
Faltaba que supiera afinar las cuerdas, hacer transportaciones y algunas bases para requinto. Así que cuando al joven greñudo se le agotaron los conocimientos y el alumno los dominaba perfectamente, sobrevino la separación necesaria. Deseaba más, sospechaba que había más cosas ocultas entre esos trastes y esas cuerdas, y aquél ya no tenía nada qué darle.
Entró a un taller de guitarra clásica donde se dio cuenta de todos los fallos transmitidos por su buen amigo. No lo recriminó en silencio porque, con su asistencia, ahora estaba apto para absorber con mayor facilidad todo lo que le transmitiera el guitarrista profesional que tenía enfrente. Con una nueva guitarra propuesta por su nuevo profesor, saboreó los sonidos de varias escalas, nuevas posiciones, nuevas formas de tocar las cuerdas. Admirado descubrió que había varios Doses, Reses, Mises, Fases, Soles, Lases, Sises, por todo el diapasón y que podían sacarse haciendo distintas posiciones sobre las cuerdas y, además, era posible hacer bajeo, acompañamiento y armonía a un mismo tiempo tal y como lo demostró el maestro cuando interpretó La cucaracha con su guitarra clásica con la que podía tocar cualquier ritmo que le pusieran. Aprendió cada uno de los efectos que se le puede dar a cada nota: slide, pull of, release, vibrato, hammer, armónico, bend, palm mute, y una multiplicidad de ritmos.
Creyendo saberlo todo, las escalas de jazz llegaron a él como alimento al alma. Había en ellas una secuencia brillante de sonidos que estaban por encima de todas las anteriores que había conocido. Le despertaron el apetito musical, le inflaron la imaginación y hasta le inyectaron cierta dosis de ansiedad. Disciplinado por obtener el mejor sonido en cada ejercicio, la ansiedad aparecía como llamarada de petate que sofocaba tan pronto se ensimismaba sobre las cuerdas.
La improvisación es, tal vez, una de las facultades más importantes que un músico debe desarrollar. Y ahí estaba él, improvisando en los ensayos de jazz, ejecutando sus conocimientos con una soltura y relajación ante la admiración de su instructor.
Ya no había melodía ni género que se le resistiera. Podía hacerles variaciones de ritmo, cadencia y toda clase de travesuras, descomposiciones o mejoramientos. Tras ganar varios concursos de guitarra, obtener un premio más, se volvió en cosa natural que le redujo su capacidad de admiración ante tales eventos. No así cuando llegó el momento de la composición. Nuevos conocimientos representaban nuevas motivaciones, nueva expansión imaginativa.
Su primera creación la llamó La pulga saltarina, que consistía en suponer sonidos que creara en el imaginario del espectador una pulga saltando de un lado a otro con distintas emociones. Aunque parecía una creación de lo más burdo y simplista, requería una buena combinación y perfecta ejecución de escalas y efectos. Con ésta ganó su primer concurso de composición y fue el detonante para su siguiente creación que no iba en la búsqueda de la melodía que sonara interminablemente y hasta el hastío en las estaciones de radio, sino a igualar sonidos naturales con las cuerdas de la guitarra: el croar de un sapo, el sonido de las olas de mar o del viento, el traslado de un ejército de hormigas, el aleteo de una mariposa y un sinfín de ocurrencias que dejaba impresas en el pentagrama. La llamó Natura.
No tuvo la aceptación de La pulga saltarina, que era una composición más digerible para el oído. La otra comprendía una mayor complejidad de ejecución, distinta tensión en las cuerdas y unas raras posiciones de cejeo con los dedos que se alejaba totalmente de lo tradicional. Y aunque su interpretación fue con total virtuosismo, el público, acostumbrado por lo general a las melodías que sólo atacan su lado triste o melancólico, emitió su desaprobación al cerrarse ante tan novedosa forma de interpretación que requería un oído más educado. Incluso, el mismo profesor movió su cabeza de un lado a otro.
–¿Qué fue eso? –le inquirió en privado, no obtuvo respuesta de su estudiante y añadió–: El poder de la música está en transportar a uno al estado mental del compositor donde el oyente no tiene más opción… si escuchas música de baile, bailas; si escuchas música de despecho, lloras; si es de misa, tomas la comunión… ¿Y tu Natura? ¿Qué clase de música es?
La descalificación no fue motivo para declinar sus pretensiones de inventar, de arrancarle cosas nuevas a la guitarra. Quería alcanzar algo que aún no comprendía, y en definitiva, no sabía si iba por el buen camino. Su propio instructor se declaró incapaz de orientarlo y tuvo que abandonar sus clases por no haber allí más cosas qué aprender.
Siguió creando, siguió descubriendo por sí sólo los alcances de la guitarra, alejándose cada vez más de los sonidos convencionales pero totalmente despistado y, quizás, perdido hasta que sospechó que tal instrumento no era adecuado para llegar a la sonoridad que ya su alma le exigía. Ya no había en ella nada que pudiera ofrecerle, o más bien su alma exigente ya estaba harta de escuchar tanto sonido porque desde que aquel greñudo le arrancó las primeras notas, las cuerdas no habían dejado de sonar.
Silenció su guitarra por un tiempo colgándola en la pared. Necesitaba descansar después de cinco años ejercitándose por enteras horas cada día. Permaneció en silencio, totalmente en silencio tumbado sobre la cama. Afuera todo estaba callado pero su mente reproducía esos sonidos extraños, incomprensibles, que no decían nada, que habían aparecido hace un par de meses y que le hacían temblar de un miedo desconocido. Quería enjaularlos en su memoria pero se le escapaban para quedar en un vago recuerdo y que, sin embargo, volvían a la siguiente noche a rondarle su cabeza como pulgas saltarinas.
Se dedicó a escuchar música, en especial los cantos gregorianos, la música antigua griega y romana, y la clásica, por lo culta, lo docta, lo académica que eran y porque le hacían temblar su espíritu. Pero hubo una que jamás había escuchado y que le haría sentir el vértigo del miedo: La flauta mágica de Mozart. Ahí estaban esos sonidos que saltaban como pulgas por su mente en el aria de coloratura de La reina de la noche. La escuchó una y otra vez, y una y otra vez vibraba su cuerpo cuando aparecía ese Fa5, la nota más aguda que para su interpretación requiere un grado de virtuosismo importante en la voz, la nota que más importunaba por las noches su cerebro. Sintió su ego exaltarse sobre la condición humana y estar conectado, de algún modo, con el prodigioso Mozart.
Investigó sobre la ópera. Se le encresparon los vellos cuando halló que la impresionante aria llevaba por nombre La venganza del infierno. Este descubrimiento le inquietó por días. No encontró, sin embargo, una explicación lógica que relacionara el miedo que le provocaban sus sonidos mentales con el título que llevaba el aria. Y ahora que ya no tenía que atrapar ni enjaular aquellas resonancias de su cabeza sino sólo reproducirlas en algún aparato de sonido, le bastaría con descolgar su guitarra nuevamente e intentar igualarlas con las cuerdas.
Con guitarra al hombro, días después, escuchó salir por una ventana la melodía de un exquisito violín que interpretaba Las cuatro estaciones de Vivaldi. Tocó a la puerta y rogó al joven de gafas dejarle escuchar. Permaneció ahí, deleitándose, de excelsas interpretaciones. El violinista notó con agrado la afectación que causaba al espíritu de su oyente. Dejó de tocar. Su práctica había concluido y acomodó respetuosamente su instrumento en su estuche.
–Así que tocas guitarra –inquirió señalando la funda.
–Sí, un poco y… ¿podríamos tocar algo juntos… ahora mismo?
–¿Y qué deseas tocar?
–Lo que tú gustes, yo haré el acompañamiento, a ver qué sale.
Intrigado, el joven sacó nuevamente su violín. ¿Qué podría tocar con su instrumento que pudiera acompañarse con guitarra? No se le ocurría absolutamente nada. Se acomodó elegantemente con el arco alzado, miró a su interlocutor que ya se había instalado la guitarra sobre la pierna esperando el compás, y comenzó a tallar las cuerdas sacando de ellas el Opus 76 en D menor de Haydn, convencido de un resultado decepcionante y desastroso.
Pero no, el desconocido guitarrista, improvisando, lo sorprendió maravillosamente al grado de acabar con el opus. Jamás había escuchado un dueto similar y, hasta pensó, que era imposible tal combinación. Le tomó simpatía y propuso intentarlo de nuevo. Había en la guitarra improvisaciones, sí, pero nada al azar. Había conocimiento, técnica, cuadratura y limpieza, una ejecución digna de maestros.
Ya en confianza, el guitarrista interpretó La pulga saltarina. Gustó tanto al joven que intentó reproducirla en su violín.
–Puedo darte la partitura para que hagas la adaptación –ofreció con humildad.
Al interpretar Natura, a la que le incluyó la segunda aria de La reina de la noche, por primera vez halló su creación un buen oído. El muchacho de gafas quedó maravillado y propuso hacerle una composición de fondo de tal suerte que Natura tuviera más relieve. Sus deseos se proyectaron a la realización de cosas inéditas y sobresalientes en el terreno instrumental. Como dueto acudieron a concursos, presentaciones patrocinadas, presentaciones lucrativas. Abrirse paso fue una tarea difícil pero la propaganda de boca en boca recorría los pasillos de ejecutantes de la música culta. El oído popular estaba muy lejos de poder degustar soberanas creaciones.
En la búsqueda de nuevos sonidos para nuevas y raras composiciones, el joven guitarrista, en una tarde de total entrega, trabajaba sobre la composición titulada Hogare. En un principio la había llamado Sonidos del hogar, pero para darle un toque enigmático e intelectual y, además, para poner en aprietos a aquellos que gustan por descubrir la etimología de las palabras, la renombró Hogare.
Practicaba ahora en la reproducción del sonido de un ventilador, un sonido que, igual que otros, se le venía resistiendo pero presentía estar cerca de atraparlo –según los variados y fallidos intentos ya registrados en el pentagrama–. Analizó una nueva forma y la escribió como otra posibilidad. La examinó, la reprodujo en la memoria, enseguida colocó sus dedos sobre las cuerdas y trastes correspondientes y ejecutó las notas que igualaban exactamente el sonido del ventilador. Pero al mismo tiempo sus vellos se erizaron al ver que una sombra se desplazó rápidamente por un costado. Al descubrir con un movimiento rápido de cabeza que no era nada, culpó a su imaginación. Volvió sobre el pentagrama, ejecutó otra vez las notas y la sombra volvió a desplazarse por un costado. Temeroso de que algún espectro realmente anduviera por allí deambulando, abandonó el ejercicio y se fue en busca de su colega el violinista.
Con tranquilidad le mostró de Hogare lo que llevaba preparado hasta el momento. Aquel se sentó de frente para negar, aprobar o sugerir lo que el guitarrista ejecutaba. Al llegar a las últimas notas, aquellas que igualaban el sonido del ventilador, volvió a aparecer la sombra. Los dos la vieron, los dos voltearon al mismo tiempo la cabeza en dirección opuesta uno al otro y terminaron mirándose desconcertados.
–¿Lo viste tú también?
El de gafas movió afirmativamente la cabeza y le fue explicado que cada vez que esas notas del ventilador eran tocadas, la sombra aparecía.
–Hazlo otra vez –sugirió el de gafas.
Las notas fueron reproducidas y el fantasma apareció de nuevo desplazándose rápidamente.
–Otra vez.
Y otra vez, y otra vez, y otra vez… y la misma aparición.
–¿Podrías ejecutar variadas notas sobre ese mismo rango para ver si son ellas las responsables de nuestra visión? –sugirió el violinista que no estaba del todo errado, porque en efecto, varios espectros hicieron su aparición que los dejó atónicos, paralizados, cargados de miedo.
Habían descubierto accidentalmente la invocación de espíritus a través de ciertos sonidos de guitarra. Ahora restaba descubrir la malignidad o benignidad de los mismos. Pero esto sería muy riesgoso. Pondrían en peligro su integridad si jugaban con ello. El violinista, sugirió entonces, desentenderse completamente de ese pequeño fragmento de notas y proseguir con la tarea de Hogare. Pero el guitarrista no estaba dispuesto a abandonarlo. Sabía que había descubierto algo importante y que por miedo no cesaría en descubrir el secreto que ahí se escondía. Había allí un contacto evidente y probado con el más allá, sin trucos, sin el aprovechamientos de un médium charlatán. Podría, de persistir en el desarrollo de una técnica especial, realizar contactos con seres queridos del inframundo y cobrar fuertes cantidades por ello.
El dueto se desintegró al fracturarse la persecución de un fin común. Nuestro guitarrista se encerró por un tiempo prolongado, tan prolongado que su piel se volvió pálida casi transparente a falta de rayos solares que le dieran color. Obtuvo, no obstante, avances en el descubrimiento de varios sonidos armónicos muy especiales con los que elaboró extravagantes escalas que modulaban e incrementaban las apariciones e, incluso, afectaban, si se podría decir, las emociones de aquellos. La última secuencia relajaba la situación, los aparecidos comenzaban a desvanecerse y todo volvía a la normalidad.
Para confirmar la efectividad con otras personas pidió permiso en un restaurante para ambientar el local con algunas melodías populares. Los comensales disfrutaron de la maestría del músico instrumentista. Cuando hubo terminado, tomó asiento en un rincón y reprodujo su macabra escala de armónicos. Los comensales comenzaron a inquietarse y a sentirse incómodos. Movían sus cabezas rápidamente como si hubiesen visto algo que les produjera miedo. Los más temerosos pidieron rápidamente la cuenta y se marcharon. Aplicó, entonces, sobre las cuerdas, las notas más espectrales, las que provocaba encuentros, ya no con sombras sino con espíritus. La gente se vio alterada, asustada, mirando de un lado a otro la reacción del vecino. Se contenían para no salir corriendo de allí y causar un acto bochornoso. Ninguno estaba seguro de que el otro estuviera viendo lo mismo. Los meseros lo padecían también y se resguardaron discretamente en la cocina. Llegado al punto culminante de la escala, cuando todos parecían querer salir corriendo, las cuerdas desprendieron, entonces, sonidos de tranquilidad, los afectados lentamente comenzaron a relajarse en sus asientos, disminuyeron las agitaciones, el ritmo cardiaco y el timbre de voz se normalizaron. Y aunque su actitud era evidente, por vergüenza, disimularon que nada anormal había pasado.
Sabía que de perfeccionar su escala terrorífica podría llegar a causar infartos de pánico. No desconocía, por supuesto, aquellas melodías que se dice contienen mensajes subliminales para causar ciertos efectos benéficos en el oyente. Él no creaba música subliminal ni sabía cómo hacerlo. Creaba un conjunto de sonidos que no tenían ninguna relación siquiera con la música en general. Estaban descompuestos, sin armonía, sin ritmo, que de no afectar los estados anímicos tal cual era el propósito, serían completamente desagradables al oído.
En un acto de celos profesional y perfeccionadas sus obras, las registró. Bastó que diera muestras de las proezas de su escala armónica a un candidato voluntario para que fuera buscado por personas que querían tener contacto con el más allá. Acudieron personas con la fe de ver a sus seres queridos que ya habían muerto y otras que se decían médiums con la intención de descubrir su truco y evidenciar su charlatanería. Los escépticos fueron los más recurrentes en pagar por tan extrema vivencia. No ofrecía garantías de ningún tipo, sólo la experiencia de tener un encuentro con el más allá.
Desconocía los efectos secundarios de estas prácticas, ya que él mismo, desde que desarrolló su serie de escalas armónicas, no dejaba de ver espectros. Aunque trataba de persuadirse a sí mismo de haberse acostumbrado a ellos, lo cierto es que le importunaban cada día más.
Se negó a dar la entrevista cuando un curioso reportero de la revista Paranormal se presentó para saber más sobre el procedimiento. Ante la negativa de su invitado, insistió en someterse a la prueba para tener material de qué hablar en su artículo. Concluida ésta, elaboró su verosímil nota que más tarde llegó al conocimiento público y que al guitarrista le demandó más trabajo pero también la presencia de un grupo de científicos que deseaban analizar su método y demostrar, de una vez por todas, si realmente hay un más allá o explicar el fenómeno con otras pruebas científicas.
No tardaron en descubrir la causa de tales encuentros sobrenaturales. Estudiaron el conjunto de escalas armónicas y tomaron la frecuencia de los sonidos. Hallaron que:

“…las escalas, completamente audibles, tienen infiltraciones de infrasonidos en un rango de frecuencia de 18.9 hercios, muy cercano a la resonancia del globo ocular humano que es de 19 hercios. Un infrasonido de esta naturaleza, el oído humano no puede escucharlo conscientemente pero le afecta emocionalmente. Este sonido es precisamente lo que causa efectos paranormales como el avistamiento de fantasmas o sitios embrujados, en el instante en que choca con los ojos humanos.”

Así concluyó el reporte de los especialistas que no se tomaron la molestia de estudiar sus consecuencias, porque junto al cadáver de nuestro guitarrista, hallado días después con el rostro rasguñado y ropas rasgadas en un ambiente putrefacto, se encontró una nota de su puño que a la letra dice:

 “Mi escala armónica está maldita. Nadie más debe oírla o se verán viviendo entre espíritus que reclaman vida. Es insoportable estar entre ellos, no te dejan en paz, y cada vez van tomando formas reales al grado de sentir sus agresiones. Me han desgarrado mis ropas. Escribo con dificultad porque están montados sobre mí, atacándome, y no sé qué pueda pasar conmigo. No les tengo miedo, no me dan miedo, a pesar de verse putrefactos. No son buenos ni malos, sólo quieren regresar a este mundo. No acaban de aceptar que ya están muertos. Destruyan todo rastro de mi escala armónica lo más pronto posible o caerá sobre aquel que la escuche, sólo una vez, la venganza del infierno.”


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La venganza del infierno by Anselmo Bautista López is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.




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