lunes, 16 de enero de 2012

Invocaciones y profecías



“Al llegar junto a la puerta, miró a su lado, como si esperara encontrar ahí al viejo. Sorprendida quizás, por su ausencia, lo buscó, con la vista, en el asiento que habían compartido.”


Invocaciones y profecías
 Kepa Uriberri


El horario de alta acababa de terminar, de modo que los trenes de la línea del sur oriente ya no transitaban repletos de pasajeros. El anciano abordó y se sentó distraído junto a una ventana. Sintió el peso de una mirada lanzada desde el otro extremo del vagón. La buscó pero nadie lo observaba. Un hombre de aspecto desaseado dormitaba reclinado sobre el vidrio. Dos mujeres que le daban la espalda conversaban animadamente. Junto a la puerta una mujer, de pie, miraba la oscuridad del túnel. Se quedó viéndola. Pensó que era una mujer de buen porte. "Bien armada. Me gustas" se dijo. Después de un rato, aunque distraído, volvió a sentir el mismo peso. La mujer junto a la puerta ahora lo miraba con atención. Pareció sonreírle muy vagamente. Usaba un vestido de tela liviana, que marcaba sensualmente sus formas. Imaginó que la abrazaba. Percibió, sin el efecto físico, la sensación intelectual de la excitación erótica al pensar en sus pechos de porte justo en contacto con el propio, e imaginar que palpaba todas las formas de su torso. Intentó sugerir un gesto de acercamiento, tan sutil que no resultara insolente, pero suficientemente sugestivo como para poder establecer una secreta complicidad. Ella le devolvió una sonrisa y sus labios dijeron algo, que quizás su voz no proyectó o que el bramido del tren ahogó antes de llegar a destino. La expresión de su rostro, en todo caso, era inocente y tranquila. Quizás lo saludaba. Este pensamiento hizo girar un cúmulo de visiones superpuestas unas a otras, vertiginosas, en su imaginación. De repente la vio desnuda sobre una cama deshecha, con el pelo chorreando sobre el rostro, en actitud de entrega y espera; no obstante, la imagen no era un recuerdo sino un deseo. O bien era el recuerdo de un deseo. Se le añadió la imagen de Treshkaya escapando de él en el Die Deutsche Brot y también una boca que se acercaba, trinchado en un tenedor, un trozo de pan y carne. La boca era roja y sensual, los dientes blancos y perfectos, y al llegar el bocado cerca de los labios, la lengua se asomaba para recibir su sabor esperado. Entonces la reconoció y la saludó, avergonzado, como si todas las imágenes interiores de su mente se hubieran exhibido, en ese momento, públicamente. Se sintió expuesto y estúpido, de manera que su saludo fue casi una disculpa, a la que Carmen respondió con una sonrisa asequible, aunque leve. El viejo se levantó y la invitó a sentarse a su lado, lleno de vergüenza.
Se sentaron, uno junto a la otra, él sin saber que decir, aún enredado en su turbación; ella musitó algo, que el viejo no alcanzó a comprender:
- ... hermoso (¿o quizás buenmozo? ¿o se refería al día y su clima?)... encontrarnos (¿o había dicho: extraños?)... ¿no crees?
El viejo la quedó mirando con una sonrisa estúpida, por un momento. Después, con cierto apremio, sonrió y afirmó con la cabeza. Dijo:
- ¡Ah! Sí. Claro, por supuesto... - Carmen rio bajito, pero expresiva. Posó su mano blanca y larga, de uñas cuidadas en el brazo del viejo. Éste pensó en una paloma blanca que aterrizara en su manga, con un peso leve pero certero y sintió que le agradaba ese contacto. Ella musitó:
- ... perdido... ¿casa? ... siempre creo... ¿no es cierto? - y sus ojos se habían iluminado con la sonrisa alegre, que lo que había dicho, le provocaba.
- ¿Cómo? - dijo el viejo y acercó levemente su cabeza, proyectando la oreja, para oírla mejor. Carmen oprimió un poco más el brazo del viejo y acercó, a su vez, su cara a la de aquél, hasta que su pelo castaño la rozó.
- Que fue tan gradable... junt... dríamos... ¿no te parece?
- ¡Ah! Sí. Por mi no hay problemas. ¡Encantado! - dijo sin saber con certeza qué le había dicho. Sólo pensó que la presión de esa mano tan precisa y blanca, y el roce de ese pelo, del que escapaba un aroma dulce y floral le agradaba hasta hacerlo sentir una liviandad maravillosa. Imaginó que la paloma blanca, posada en su brazo, alzaba el vuelo y lo convertía en el palomo del cortejo. Las palabras de Carmen le sonaron, entonces, como el arrullo de las pajaritas y sólo pensó que ese momento era feliz. De ese modo continuó la conversación, por varias estaciones, se sentía estimulado por la coquetería sutil y vaga de ella, casi silenciosa, de un estilo tal que decía más su expresión que las palabras que apenas se elevaban sobre el silencio, igual que su risa, casi un murmullo cantarín. A ratos, contento, sentía la tentación de abrazarla y acariciarla y decirle: "No te entiendo nada", pero de algún modo creía que hacerlo podía romper un sortilegio que hacía tan grato ese momento.
- Aquí... - musitó - ... bajo (o quizás me bajo o pudo ser bajamos y también pudo haber interrogado ¿bajemos?)... tan agradable... encuentr... - y lo miró a lo ojos, tal vez como si dijera: "¿No te parece?", pero llena de coquetería y se levantó.
El viejo se levantó, también, y espero a un lado del asiento doble, a que ella pasara. Aun cuando no había comprendido con claridad lo que Carmen había dicho, pensaba que se refería a alguna vaga propuesta de juntarse, los mismos cuatro del Die Deutsche Brot, para conocerse mejor, quizás en su casa u otro lugar y ahora comprendía, aunque no con toda certeza, que ella se había despedido y bajaría en esta parada del tren. Carmen pasó a su lado mientras él le posaba, para guiarla, la mano en la cintura que sintió tensa y elástica. Ella se encaminó a la puerta del vagón mientras el anciano juzgaba la cadencia de su caminar. Al llegar junto a la puerta, miró a su lado, como si esperara encontrar ahí al viejo. Sorprendida quizás, por su ausencia, lo buscó, con la vista, en el asiento que habían compartido. El anciano todavía estaba de pie, mirando su figura. Carmen sonrió y le extendió una mano. También lo invitaba con la sonrisa de los ojos y la boca coquetos, musitó algo que él no oyó, pero que quizás decía:
- ¿Qué esperas? ¡Ven; vamos! - en ese momento se oyó el resoplido neumático de las puertas al abrirse, junto con la extinción del estruendo veloz del tren, al detenerse.
- ¿Qué? - preguntó sorprendido.
- ¡... mos! -alcanzó a entender que decía su sonrisa de dientes parejos y muy blancos, mientras su mano pálida, grande, cuidada, se agitaba invitándolo con apremio. Carmen bajó del vagón, siempre apurando al viejo. Cuando los vibradores que anunciaban el cierre de las puertas comenzaron a sonar, el viejo dio dos saltos y salió del tren. En su pensamiento vio su propio gesto, tenso en el rostro, con los ojos muy abiertos y la boca apretada, guiando a su cuerpo grueso, culón y cabezón en un salto más aparatoso que efectivo y se sintió estúpido. Asoció esta imagen a la caída de espaldas en el parque interior Vista Hermosa. Quedó parado en el andén, de espaldas al vagón que ya cerraba sus puertas, a la vez que el tren emprendía bramando, ensordecedor, su nueva carrera. A su lado Carmen reía, encogida, con las manos juntas metidas entre sus rodillas, mientras el pelo le chorreaba sobre el rostro. Después de un momento dijo, bajito:
- ¿... so no ... ba ... nir ... migo? ¿No pe... rse? - el ceño fruncido quería simular un enojo que el brillo alegre de los ojos y la sonrisa desmentían.
- Soy apenas un viejo gordo, chico y cabezón - dijo con cierto agobio. Carmen posó sus manos en los hombros del viejo y acercando la boca a su oído, como si tuviera conciencia que de otro modo no sería escuchada, le dijo:
- No eres ni chico ni cabezón, tal vez un poquito ordo, pero me gusta -. El viejo sintió el aliento tibio que le cosquilleaba en la oreja. Tuvo, por un momento el impulso de preguntar: "¿Qué?", porque no entendió si decía "gordo" o a lo mejor "sordo" y temiendo que hubiera una pillería, prefirió callar. Después de un silencio breve contestó:
- Sobre todo ordo... - y le sonó como "tordo". Recordó el dicho burlesco, entonces; que define el "Mal del tordo: Las patas flacas y el poto gordo" y se arrepintió de haber dicho nada, a la vez que se veía a sí mismo como un pajarote negro, de patas flacas color naranjas, con un enorme culo negro y su propia chaqueta de bolsillos abultados. Agregó, al darse cuenta que podía ser una insinuación malévola:
- Digo sólo estupideces.
Carmen soltó una risa cantarina y tomándolo de la mano emprendió la marcha con él, mientras decía vagamente algo, que se perdía entre sus risas y que se parecía a "canto" o "canta" y quizás había dicho "humor" o "amor". Rrrrabanito se dejó guiar y se perdieron entre la gente.
- No es verdad - contestó Tereshita -. ¿Por qué habrían de estar juntos si apenas se conocen? Además: ¿Por qué habrías de saberlo tú y yo no?
- De modo que sólo existe lo que tú puedes certificar o lo que quieres creer - dijo, siempre sonriendo, el albañil.
- No he dicho tal cosa...
- Ese es el club de París - completó el otro -, tal vez, al fin, cuando llegamos a París, París no existe; sólo está el viejo Yac vendiendo sus cuentos.
Tereshita se quedó pensando. Le pareció que veía un cúmulo de imágenes dispersas y superpuestas: Un viejecito inmaterial, compuesto de alambres y pelos, cuya sustancia era solo ropa gruesa, sin cuerpo por dentro, además de su estatura mínima, un llano desolado en el que se veía un avión abandonado, cerca de un edificio ruinoso. Hacia él corría una pareja a la que no alcanzaba a distinguir bien, pero que sin dudas eran Carmen y Rrrrabanito. Todo el escenario era de algún modo transparente pero sólido, lo más sólido era la figura del albañil que abarcaba toda la escena, rodeándola con su sonrisa, como si todo estuviera envuelto por su figura. Sólo ella misma estaba acá afuera, de este lado y sentía una enorme desazón al ver que todo era de esa manera. Sin embargo aquella "ella misma" era una figura, en la escena, de sí misma y el sentimiento que la embargaba ahí era del todo distinto a cierta rabia que sentía aquí, sentada frente al albañil, al percibir que él la había vuelto a envolver con sus historias en las que insistía en asegurar que anticipaba los hechos, de acuerdo a cómo los escribía en su cuaderno Navegante. Vagamente flotaba en torno a todas las figuras que se formaban y desaparecían en su imaginación, la idea que efectivamente el viejo podía encontrarse en este mismo momento con Carmen, porque ya había sucedido antes que las predicciones del albañil resultaban finalmente verdaderas; pero se hacían verdad en la medida que ella misma se resistía a creerlas, casi como si fuera una burla irónica del albañil. Sentía, por tanto, una cierta responsabilidad en la realidad de los pronósticos del otro, como si ella misma fuera la causa, o al menos un catalizador necesario, para que todo sucediera, de manera que se sintió anticipadamente culpable de que el anciano se burlara de ella con Carmen. Trataba, entonces, de ignorar el pronóstico del albañil y quería pensar en algo diferente, pero no lo lograba. La imagen, en el aeropuerto desolado se hacía más y más patente, en ella corría Carmen, arrastrando al viejo de una mano, que con dificultad la seguía, aunque reía gozoso de ir con ella.
Llevándolo de la mano, Carmen subió las escaleras de la boca de salida de las galerías de la estación a la calle. De pronto vieron la luz exterior, que caía a plomo desde el mediodía sobre el último tramo de peldaños. El viejo vio a la gente que bajaba desde la calle, otros que pasaban junto a la boca sin entrar, había una vieja mal vestida, sentada con un tarro de café vacío en el regazo y una mano estirada, casi al llegar a la calle misma, con voz plañidera pedía limosnas, alcanzó a ver y oír algún vehículo que pasó zumbando por la calzada exterior, cercana a la boca de entrada, divisó las cornisas de los grandes edificios, algunos altos ventanales y sin verlos, sintió en su imaginación el tráfago de personas que deambulaban de un lado a otro, los vehículos que surcaban a gran velocidad la calzada, el ruido urbano diferente, las voces enmudecidas de la gente, transformadas en murmullos confusos, pero ensordecedores. Se detuvo de improviso. Dijo:
- ¡No puedo! ¡Al menos no salgamos del metro!
Carmen lo miró, desconcertada, dijo algo que se perdió en el ruido que ya llegaba  de la calle y chocaba con el de la galería del metro; jalándolo intentó seguir, pero el anciano no se movió.
- Prefiero no salir - insistió.
- No ... gado ... da... pe... caso? - oyó que decía difusamente Carmen.
- No, no, no. Preferiría que no -. Dijo, volviéndose escaleras abajo. Ella lo dejó hacer y poniéndose junto a él le susurró al oído:
- ¿Es ... casono... gusto?
El viejo sintió el soplo tibio de su aliento cosquilleando en el oído y aunque sin certeza alguna, entendió que ella le preguntaba si acaso no le gustaba.
- En fin -, dijo el albañil echándose atrás sobre el respaldo de su silla - basta que digas que no, para que no sea cierto. Toda historia es cuestión de fe; pero tienes que negarlo sin duda ninguna; entonces será como crees mientras no haya algo que te haga pensar lo contrario. De cualquier modo, lo que te doy a conocer siempre será una cadena de plata que mueve la verdad hacia un acuerdo diferente, aunque sea muy lentamente.
Tereshita sintió que perdía el desafío. Al fin, de alguna manera, el albañil lograba hacerla sentirse sometida a sus palabras y conceptos. No podía quitarse del fondo de su imaginario diversas configuraciones de las metáforas que él había anclado ahí y que bailaban suavemente alternando figuras: El avión solitario en la gran planicie, Carmen y el anciano corriendo de la mano y riendo juntos, alegremente, el edificio que quizás en algún momento habría sido el del aeropuerto, ahora era una casona, con ventanales iluminados, desde la cual salía música frívola y romántica. A la puerta había varias mujeres sentadas que conversaban a gritos, de manera vulgar y se empujaban con los hombros entre bromas. Ella misma estaba aquí al borde de la escena e intentaba correr y alcanzar a la pareja, pero no avanzaba porque en la perspectiva de la imagen ella era enorme y pesada y eso la hacía muy lenta, mientras los otros ya estaban llegando al portal de la casa y se veían mucho más pequeños y ágiles. En torno a toda esta escena se veía la risa desbordante del albañil, con sus dientes manchados de amarillo. A la vez decía: "Sé que hay alguien que también escribe más allá de mí, pero él escribe siempre lo que yo le sugiero, pudiendo no hacerlo". - Si puedes definirlo todo, si basta la fe que se vierte en un cuaderno: ¿Cómo entonces no sabes dónde encontrar al vendedor de cuentos? y si tus profecías son verdaderas y determinan lentamente la realidad: ¿Cuánto tiempo necesitas para que ese viejecito aparezca aquí con sus cuentos? y ¿Cuánto para que entren por ese portal la Carmen con Rrrrabanito? - dijo desafiante.
El viejo la rodeó con el brazo por la cintura y la oprimió suavemente contra sí mismo. Dijo:
- Si sólo fuera por gusto; si nada más importara; si todo fuera inmediato, no sólo saldría contigo, sino que no habría compromiso ni existiría la felicidad en el mundo y la vida sería una máquina sin valor. Sólo por eso preferiría no hacerlo.
- ¿De qu... iedo? - respondió.
-¿Cómo?
- Mie... ¿Qué te... sar? -. El viejo se quedó pensando un momento, intentando descifrar lo que Carmen le había dicho, pero no lograba comprender; no obstante sabía que debía referirse a por qué no se iba con ella.
- Allá afuera soy culpable... - Carmen lo miró asustada y dijo algo, extrañada. - Sí. Allá arriba me culparían de asesinar a mi padre, en cambio aquí nadie me conoce de ese modo, aquí he nacido de nuevo y tengo un poco de tiempo para ser libre. Antes yo no existía, sólo era la voluntad de mi padre. Él mismo nunca lo supo, tampoco yo. Pero al fin un día le hice una pregunta y me respondió exasperado que por qué no lo resolvía solo. Entonces entendió que yo no podía. "Ni siquiera has conocido, jamás, el ferrocarril metropolitano", me acusó. "Antes de morir" me dijo, "te voy a llevar a eso". Al llegar a las escaleras mecánicas de la estación de La Plaza de los Constituyentes se apoyó en mi brazo, me lo estremeció como si estuviera despertándome de un largo sueño y dijo: "Esta es la única manera que llegues a ser libre" y empujándose en mi brazo, se lanzó de espaldas por las escaleras. El era un anciano, ya muy frágil. Al caer se golpeó la crisma y murió de inmediato: Yo, sin hacerlo, lo había empujado; lo había asesinado.
Carmen lo miró sorprendida un instante, como si el relato le hubiera causado una honda impresión. Después sonrió dudosa, meneó la cabeza negando y dijo:
- Jaja... No... sible. Nun... lo po... creer! - y explotó en una larga carcajada. Al fin cuando logró controlarse apoyó las manos en el pecho del viejo y mirándolo con alegría dijo: - Es fan... Te ...ro que
... ido al prin... mente - agregó algún otro concepto modulado entre una risa suave, que quizás significara una alabanza al ingenio del otro, que había sido capaz de engañarla por un momento. Finalmente como un premio o recompensa a su inteligencia, lo besó en los labios y le dijo al oído:
- M ... tas mucho.
El viejo sintió la temperatura tibia de ese susurro en su oído y en lo profundo de su pensamiento vio la imagen de aquella lejana despedida en el tiempo: "¡Adiós! Que estés bien". Se dijo que el suave calor de aquel susurro en el oído era como aquella mano entera y suave que se había posado sobre el dorso de la propia, y aquellas palabras, que no alcanzaba a oír, tenían el mismo color y tono que recordaba de las de aquella mujer lejana, no resuelta; entonces recordó esa escena antigua y el rostro de aquel recuerdo era, en su imagen interior, el de Carmen. Quizás en ese entonces no lo había sido, o tal vez sí: Había pasado tanto tiempo que no era capaz de saberlo, sólo sabía que en el recuerdo el rostro de ella se había apoderado de la imagen de aquel tiempo. ¿Es posible que, por eso, tal vez, la haya llevado de la mano hasta la estación de la Universidad, por las galerías que nadie visita, donde se vende revistas de culto, juguetes de colección y está casi lleno de locales vacíos?
- Sólo el tiempo necesario - dijo y levantó las manos hacia el cielo, a la vez que miraba en esa dirección, como si se tratara de una invocación. - Me bastaría con escribirlo - añadió bajando las manos y posándolas sobre su cuaderno Navegante. - ¿Sería un pedido? ¿un desafío? ¿una súplica? - mientras decía esto tomo su lápiz de pasta transparente, con la tapa arruinada por el acoso de sus dientes nerviosos y la quitó. -¡Tú dirás! - concluyó poniendo su herramienta en ristre ante el cuaderno.
- Al menos quisiera comprobar tu magia -, respondió Tereshita, y de inmediato sintió el golpe del vértigo en el pecho. Se formaba, en su pensamiento profundo una vorágine de imágenes donde se confundía el rostro burlón del albañil, ella misma al centro o al interior de aquella imagen que se reía, vistiendo un tutú blanco, como el de Odette, vencida sobre un escenario blanco pero ominoso. Ahora quedaba claro, por fin, que el albañil era Rothbart y su magia: Irreductible. Entonces, aún cuando estaban petrificados, quietos, sin movimiento ninguno, se avenían hacia el centro en el que ella misma, Odette, moría encarnada en la reina de los cisnes, la imagen que se había formado del viejecito de los cuentos, una esmirriada figura de pelo y barbas muy blancas, con un sombrero francés de tiempos de la revolución, levita, gorgueras y encajes en los puños, culottes negros con una trabita sobre el costado de la rodilla y medias gruesas de lana cruda, zapatos enormes protegidos con polainas de material burdo, muy gastadas; en las manos, entre ambas y al frente, tenía un grueso hato de papeles que parecía ofrecer, mientras susurraba con voz gastada: "¡Los buenos cuentos!... ¡Hay ofertas de cuentos!"; también el viejo Rrrrabanito y Carmen entrelazados, mirándose a los ojos, él agitaba con suavidad una mano como si condujera el ritmo de un vals que ellos bailaban aunque estaban quietos en un mismo lugar y sin embargo avanzaban centrípetos hacia el punto donde era avasallada por la magia de Rothbart, que con todo no era amenazante sino que constituía una ofrenda salvífica. Toda la escena, excepto ella misma, giraba en torno a su figura, incluso Rothbart el albañil que reía envolviéndolo todo. "¿Por qué todo gira en torno a mi?" se preguntó, sorprendida "¿Y por qué la fuerza que lo impulsa es el albañil, si no debe serlo en modo alguno?". Vio que este se había inclinado sobre su cuaderno y escribía con velocidad, con letra perfeta, armónica, igual, en líneas clarísimas, como si gozara de un momento de perfecta epifanía y casi como si su mano danzara al hacerlo, mientras su rostro parecía iluminado de una placidez completa. Sus propias imágenes interiores adquirieron colores como si en ellas de pronto se hubiera despejado un cielo tormentoso y quedaran expuestas a un sol alegre de primaveras y le pareció que el albañil escribía, tal vez, el clímax de su obra en esas páginas ya tan trabajadas que las esquinas de las hojas se habían encrespado reviniéndose sobre sí mismas. De improviso se detuvo, dejó caer el lápiz, y tomando con su mano la tapa plástica que había estado torturando entre los dientes, la miró con alegría triunfante y abriendo los brazos dijo:
- ¡Ya está hecho! ¡Nunca se debe tentar al destino! El castigo mayor es que éste te conceda tu deseo: ¡Ahí lo tienes! -; señaló con ambas manos hacia la puerta. Tereshita miró a la puerta; vio como pasaba por la galería la gente de siempre, con la mirada ajena de siempre, con el paso de marcha de siempre.
- ¿Qué? ... - preguntó, porque no había, ahí, nada. El albañil sonreía plácido, como si disfrutara de una broma y sostenía el gesto de ambas manos, como si estuviera concediendo una gracia especial a la escena que ocurría allá en la puerta del café, aunque esta no se presentaba aún. - ¿Qué? - insistió Tereshita - No hay nadie. ¿Entonces...? -. La imagen interior se había disuelto y el vértigo estaba detenido, pero como el otro insistía en señalar con ambas manos hacia la puerta como si de ellas manara un cierto artilugio, con alguna extrañeza pensó: "Este tipo es un idiota" y sin embargo, desorientada, al fin volvió a mirar hacia la puerta del café. En ese momento entraba un personaje que se le antojó un duende raro. Parecía colgar de un gorro a cuadros grises oscuros, de algún tipo de tweed rudo, con la copa abatida hacia la visera y sujeta a ella con un broche. Del interior del gorro salía una mata blanca de pelos que cubría las orejas y se juntaba en lo que parecía una especie de tejido de nido de pajaritos, con una barba tupida e hirsuta. Las cejas muy espesas parecían tener un flujo de continuidad con la barba y el pelo, de manera que entre el desorden blanco y desordenado aparecían los ojos muy claros y clavados en cierto lugar indefinible y lejano donde algo bailaba a juzgar por el rápido y breve movimiento de las pupilas. Tereshita sospechó, por alguna razón inexplicable, que detrás de la barba tupida, de gnomo, sonreía, aunque no podía ver sus labios; pero sabía que era una sonrisa tan ingenua como la mirada de los ojos. A pesar que el clima era caluroso, parecía en extremo abrigado, con un cortavientos acolchado, de color oscuro, muy grande para su tamaño breve, que no superaba demasiado su altura sentada. Remataba la figura, que aparentaba colgar del gorro, unos pantalones de lanilla bastos de color gris oscuro y unos bototos macizos y enormes. Caminó directo hacia ellos, pero sin nunca mirarlos, hasta que estuvo de pie junto a su mesa entre ambos. Tereshita vio que traía bajo el brazo, muy apretado contra el cuerpo, como si temiera que pudieran escapárseles, tres o cuatro fajitos de papeles, que además protegía con la otra mano, como si fuera necesario mantenerlos al abrigo de las inclemencias del frío. Entonces se escucho, apenas, un gañido:
- Hay cuentos... para señoritas - y giró brevemente, aunque sin mirarla, hacia ella - ... para caballeros - y giró hacia el albañil -, para amores, para desengaños, para configurar la felicidad, para prevenir el olvido... cuentos. Los tenemos a trescientos los cuentos... lleve cuentos... y si prefiere: En oferta a tres por mil hay cuentos... - había sacado los fajos de papeles de debajo del brazo y los ofrecía entre ambas manos que Tereshita juzgó enormes. Le preguntó:
- ¿Usted es Yac, el de los cuentos? - el hombre detuvo el gañido de su pregón y la miró con atención. Gañó:
- Mmmmñññ... Güi... Yac... Yac Legromand, señorita. Le traigo cuentos: De París, de Madrid, de Roma, de Atenas, de Constantinopla, de Babilonia, Samarkanda, Alejandría, cuentos de bibliotecas infinitas, ínfimas bibliotecas, privadas, públicas, de un solo libro, de civilizaciones perdidas, de libros de la antigua Grecia, de la Troya arruinada, del Cártago desconocido, bibliotecas simétricas, hexagonales, geométricas, azarosas, con o sin espejos, silenciosas, rumorosas, de todos los libros, incluso los perdidos; cuentos de guerra, de conquista, de revoluciones, de caudillos, de reivindicaciones, de represiones... cuentos para usted - y la quedó mirando, pero como si ella estuviera mucho más allá, quizás en el horizonte más lejano; y parecía sonreír.
- Leí su cuento sobre París... Dice que París es un mito...
- ¡Ahh! ¡París! Amo París, la ciudad más bella, con sus paseos, sus parques, gggñññ... su eter... ete... eterna bohemia, los escritores creando en los cafés, en las buhardillas, en las embajadas, gnn... g g ñññ... bajo los árboles en pequeñas libretas que luego lanzan al Sena, en los banquitos de las plazas, en los retretes de los teatros de vodevil, en los de ópera, en los dormitorios de enamorados y especialmente las celdas de las cárceles y manicomios... ¡Moi... Yo nací en París! ¿Sabe? P... Pe... Pee... pero me vine siguiendo un amor, una pasión enorme... - se quedó pensativo. Sus ojos reflejaban tristeza. -  Ella hacía haute couture, trajes de novias, vestidos de fiesta, gñgññ... de noche, de cocktail, gggñ... de... paseos campestres ¿sí? ¿puede ser?, en fin, toda la sociedad de Avignon y luego de París, también de Lyon y Reims, de provincias y ciudades pequeñas, ñññ todas las mujeres vestían los modelos de Camille y si eran pobres: De las que copiaban a Camille. Entonces ella prefirió ir a París y representar a los escritores y poetas. ¿Sabe que empezó consiguiendo que Gallimard editara a su amante del que había huido a Francia? U... Un... Un buen día decidí ir a verla y entregarle mis cuentos para que me representara. "Son pésimos" me dijo, "pero ten paciencia. A Proust lo rechazaron sobre setenta veces antes editarlo y a Joyce sus Dublineses le costó cuatro años de discusión con su editor". Entonces nos hicimos amantes. Vivimos años de lujuria, en hoteles de gran categoría, en pensiones de segunda donde vivían escritores de tercera, en el metro, en los campos Elíseos, en el café de la esquina de la Avenue d'Arbre Sec al anochecer, en las madrugadas bajo la torre Eiffel, a mediodía en el Quai de l'Horlogerie, al amanecer en la puerta de la Conciergerie por donde sacaron a la reina de los franceses para llevarla al cadalso y en cada tienda de antigüedades que visitó Juan Emar mientras vivió ahí. Pero... n... ñññg... gggñ... nada es para siem... siempre. Un día cualquiera al despertar dijo: "Honoré, ya esta bueno" (en esa época yo me llamaba con mi nombre verdadero: Honoré de Beau Sac). "Búscate otra amante porque yo vuelvo a vengarme del que tuve allá" y pa... partió ñññgg, antes que yo pudiera terminar el desayuno. Le grité, mientras escapaba: "¡P... Pre... Preferiría no hacerlo jamás!" y me vine tras ella.



Kepa Uriberri







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domingo, 8 de enero de 2012

La Peste y Ensayo sobre la ceguera


La Peste y Ensayo sobre la ceguera




"¿Para qué lees tú?" me dijo, casi más como un emplazamiento que como una consulta. "Mira como tienes un montón de libros ahí encima, como si los leyeras todos, pero vas picoteando uno y otro y otro. Después vas a las estanterías y sacas otro más del mismo autor y suma y sigue". Miré la mesita y sin sorpresa, ya estaba acostumbrado, se había vuelto a llenar de libros abiertos boca abajo, o marcados con un clip o un palito, con una servilleta doblada, o con las bases del próximo premio Max Aub, con una regla, o un marcador de regalo de alguna librería. También estaba ahí encima mi pequeño pececito portátil, con una versión en PDF de Rayuela de Cortázar, que a la vez había leído, en ese momento en papel. Detrás, tenía un archivo abierto, donde iba desarrollando este comentario, que no tenía nada que ver con Cortázar ni con Sándor Márai que en ese momento tenía en las manos. Era El último encuentro. Cómo penetra Sándor, lento, persistente, sin descanso, como si fuera un médico con un bisturí, en una herida de cuarenta años hasta llegar al centro mismo de la infección. Escarbo en sus letras varias veces leídas, a saltos, reviviendo la trama, el contenido, las pasiones, amores y venganzas, engaños y despechos, hasta que revivo toda la cita del general y Konrad, todos los recuerdos pulverizados de Krisztina y al final me planteo una pregunta, no sobre las que el general hace a Konrad y éste no contesta, ni sobre el último encuentro de Márai, sino sobre la inmensa distancia que hay entre éste y Cortázar, a quien leí su Rayuela, sin comprender para qué la escribe, ni para qué la he leído. Hace nada, leí el Ulises de Joyce. Quien haya leído mis comentarios habrá visto que con el transcurrir de las páginas, sin voluntad de hacerlo, se me abrió algún sentido para ese día larguísimo de junio; pero Cortázar no es Joyce ni aunque la mitad de su obra no hable sobre nada preciso. Vagamente escribe sobre Morelli, atropellado mientras Oliveira pasea de manera inútil, bajo la lluvia persistente de París a una pésima pianista. ¿Morelli es Cortázar? Al fin sólo rescato una sincronía extraña: Hay un editor de libros de vanguardia que vive en la Rue de l'Arbre Sec. Quizás sea que editó al viejo Yac, el viejo de los cuentos, que en su Club de París menciona esta callecita cercana a la Gu de Begtán Puagué. El viejo Yac sólo vive en un relato del albañil, creador de lo que hoy escribo. En fin, todo esto es la digresión a que me ha llevado una interrupción admonitoria de mi trabajo y el contraste de estilos entre escritores como Joyce o Cortázar con otros como Márai, Faulkner y Camus. Este último es mi motivo verdadero. El otro es el contraste, pero no tan severo como el mencionado, sino justo el inverso: El contraste que bordea y analiza el plagio o al menos la copia.
¿Qué sucede si, de pronto, de manera impensada, la sociedad se ve enfrentada a una situación que la encierra y la limita, que la ataca de modo artero, de manera que nadie sabe, con claridad, como enfrentar la amenaza? Hago esta pregunta, quizás de modo lúdico, en una sobremesa, a pesar que me motiva una cuestión seria, un análisis comparativo que me facilite un juicio contrastado de dos especulaciones. No es necesario el relato de las respuestas. Estoy seguro que coinciden con las que cualquiera obtendría y daría, según el caso. Si las resumo, se centrarían en una expresión grosera, cuyo significado es: "Caos".
Hago la siguiente pregunta, útil para mi, que motiva lo que continúa de este comentario. ¿Conocen alguna novela que trate de este tema? Es triste constatar que la mayoría lee poco o nada, pero de todos modos, algunos pocos mencionan alguna. Unos, los más, recuerdan a José Saramago y su Ensayo sobre la ceguera. Tengo la tentación de decir "sin embargo los mejores recuerdan La Peste de Albert Camus", pero prefiero ser más prudente y afirmar: Unos pocos recordaron La Peste. La gran diferencia entre cualquiera de estas dos obras con El Ulises o con Rayuela, es que estas escarban, quizás si lo hagan, en los mecanismos internos del ser humano. Los imagino abriendo al hombre, despiezándolo para ver cómo es su mecanismo interior; por qué vive lo que vive y cómo lo vive: Debido a qué. Márai, en cambio, también Faulkner quieren desmenuzar las pasiones, los sentimientos: Cómo son, por qué existen y para qué. Albert Camus por su lado, desarrolla una historia. No abre al hombre o a la sociedad para escarbar sus piezas. Los mira desde alguna distancia, a veces desde dentro, pero no como quien sacó ciertos tornillos, violó algún remache y se metió dentro, sino como alguien que estando dentro es un testigo. Camus es testimonial, mientras los otros son inquisitivos, de distintas formas pero su curiosidad es de la misma traza.
La peste de Camus, si bien es ficción, es un testimonio sobre la crisis y las reacciones de sus protagonistas. A sabiendas que no es real, puede ser una referencia para un suceso real, en el que se requiere diagnóstico y pronóstico. En este sentido, el autor es siempre, no sólo en esta obra, sino también, por ejemplo, en El extranjero, un analista certero. En esta última mencionada va mostrando descarnadamente el significado del nihilismo y marca al lector para siempre con la imagen de Meursault, que es llevado por sus avatares sin lucha, sin oposición: Nada le interesa. Es quizás el reverso de la medalla de Bernard Rieux, el doctor de La peste, o de cualquiera de sus personajes; incluso Cottard, que es un egoísta reconcentrado, pero activo aun cuando sólo lucha por sus intereses personales. Así La peste, también El extranjero, de Camus pueden ser paradigmas de una idea central que emerge de la obra.
Hace ya mucho, comenté El ensayo sobre la ceguera de Saramago. No había leído La peste en aquel entonces. Me pareció una novela pobre, escrita con un estilo forzado y un contenido lleno de lugares comunes. Otra sincronía inexplicable la hace coincidir, buscando El extranjero, a su lado, quizás para forzar la comparación. Ambas lecturas pasan a acompañar el comentario sobre La peste y motivan las pregunta que planteo al comienzo. ¿Será la novela de Saramago más nítida que la de Camus? ¿Sólo será más actual? y digo más actual en términos estrictamente cronológicos.
Decido leer por tramos una y otra, a fin de comparar sus contenidos y combatir sospechas. Una rata, o un par, muertas en una escalera, y un hombre que queda inexplicablemente ciego inician en uno y otro caso la misma historia, contada por voces diferentes. El desarrollo de ambas novelas es en lo general, en la historia, idéntico. Es como si José, después de leer atentamente a Albert, hubiera querido hacer suya la frase de Daniel de Foe que Camus escoge como epígrafe: «Tan  razonable  como  representar una prisión de  cierto género por otra diferente es representar algo qué existe realmente por algo que no existe». Entonces decide escribir su propia novela, protegido por el amparo razonable de Daniel. Al repasar, sin embargo, en paralelo, ambas novelas, vuelvo a percibir la inutilidad del relato de Saramago, que me resulta como esas películas de tardes de cine rotativo: Todas iguales, hay policías, hay ladrones, hay un héroe que triunfa y a veces una moraleja repetida. Más allá de los discursos de uno y otro, de sus estilos y formas, se descubre en las diferencias, el valor de ciertos recursos que Camus maneja con maestría y que deben ser recogidos por quienes disfrutan la buena lectura y más aún por quienes quieren, a su vez, sacar lección para escribir. Entre ellos es interesante la digresión. Saramago no la usa, quizás no la conoce. En Camus quisiera destacar al viejecito que escupe a los gatos. Parece ser una escena superpuesta, útil para llenar la escenografía; sin embargo está tan bien integrada que el viejecito se constituye en un personaje de la novela, que la va cruzando con su presencia, a través de otro, que lo observa y sigue. El viejo de los gatos, sin que el lector lo perciba con claridad, se adhiere al sentimiento de éste, tanto que hacia el final, vencida la peste, el viejo no vuelve a abrir su ventana para engañar a los gatos con papel picado, para escupirlos. Entonces, el pesar de su ausencia nos hace notar que era entrañable y esta característica le otorga realidad y vida verdadera no sólo al personaje, sino al relato todo, a la novela completa. En Saramago no hay nada parecido. Nada profundiza el drama ni lo hace veraz. Quizás si en aquel tiempo, cuando comenté El ensayo sobre la ceguera hubiera leído La Peste de Camus, habría añadido a la crítica que era una mala copia de esta.








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jueves, 5 de enero de 2012

Libro: Fragmentos de una especie ya extinguida


Portada de: Fragmentos de una especie ya extinguida
Autor: Alejandro Ferrero
16 € en versión impresa
4 € en versión Kindle

¿Y si fuese cierto que la ciencia y la tecnología liberan a la especie humana de las exigentes leyes impuestas por la naturaleza? ¿Y si eso nos convirtiese en dioses omniscientes e inmortales? ¿No podría ser que en nuestra propia fortaleza estuviese nuestra propia debilidad? ¿No es la propia naturaleza la mejor diseñadora y la única posible? ¿Hay algún modo de evitar que la especie humana abandone este mundo del mismo modo que llegó a él, sin grandes aspavientos?

Esta fábula describe un posible futuro del hombre moderno, un hombre que, como el actual, ha conseguido huir de los dictados de la naturaleza, pero que debe adaptarse a vivir bajo las condiciones que él mismo ha definido para su propio bien. Es el recorrido de la humanidad por la historia, desde su tiempo de mayor esplendor hasta su desaparición, que viene dada de manera natural por la decadencia inherente a todo organismo vivo. En una sociedad moral y tecnológica, los seres humanos vivirán en un mundo utópico hasta el mismo día de su extinción. Como dinosaurios, en la propia grandeza del ser humano están las claves de su decadencia.


Dónde obtenerlo:

AmazonKindle:

Blog del libro:

Contacte con el autor: aftarcp@gmail.com





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Desafíos



“Veía, en lo hondo de su pensamiento, al felino potente corriendo a su saga, a punto de saltar y atraparla antes que se pudiera poner a salvo. Se vio a sí misma como la gacela que escucha cada crujir de cada palito, de cada hoja seca de la selva, que le avisa el peligro.”




 Desafíos
  Kepa Uriberri



En la estación San Francisco a veces, dependiendo de la hora en que llegara, Kaya encontró al flaquito que tocaba muy tieso el acordeón, a la negra que sin saber por qué, creía que era haitiana, aunque todos los parroquianos del lugar aseguraban que era de La Martinica y que hacía unas joyas de artesanía hermosas con trocitos muy pequeños y pulidos de botellas de vidrio, que iba quebrando con un alicate pequeñito, a la pareja que tocaba a dúo una trompa y un oboe, piezas cojas de jazz, al ciego que acompañaba con su violín a la joven que cantaba el brindis de Violetta en la Traviata, sin un Alfredo y, que desafinaba en "È il gaudio dell’amore è un fior che nasce e muore, nè più si può goder". Siempre estaba el cojo que vendía caramelos de mentol fuerte y pateaba una piedrita con la muleta para no aburrirse. Kaya se preguntaba si al terminar su venta recogería la piedra y se la llevaría para usarla al día  siguiente, porque siempre se distraía en lo mismo. Si era muy temprano encontraba a las gemelas que vendían sándwiches de palta y pollo o palta y jamón, que cada una voceaba de manera alternada: La de calcetas rosadas el de jamón y la de calcetas amarillas el de pollo. Nunca las vio cambiar de voz, aunque quizás lo hacían siempre, día por medio, pero también se cambiaban el color de las calcetas, porque ellas eran idénticas. Nunca faltaba el gordo inmenso, que le costaba ofrecer sus anteojos ópticos chinos, con voz acezatne: "Para descansar la vista... para leer..." decía y Kaya pensaba que su enorme gordura no lo dejaba descansar a él mismo; siempre a su lado estaba la mujer morena, obesa, aunque no tanto como él, que podría ser su madre y vendía unas bolitas de manjar blanco con avena, recubiertas de coco rallado: Tres en una bolsita. Alguna vez Kaya le compró, pero al tomar una para llevársela a la boca la notó sebosa y en su imaginación vio a la mujer, desnuda, amasando las bolitas sobre su vientre, en las axilas, en las nalgas, en los pechos o en los muslos, mientras cantaba canciones tropicales y de rap. Había un viejo, ciego, vestido muy raído, alrededor del cual correteaba un niño, que había de ser su lazarillo, con los mocos colgando que jugaba con un perrito sucio y ordinario que el ciego llevaba atado a una muñeca con una tira de trapo que alguna vez fue de colores vivos, quizás parte de un vestido de mujer, y ahora desteñido y opaco. A ratos el perrito dejaba de saltar con el niño y ladraba al flaquito del acordeón o intentaba cazar la piedra del cojo de los caramelos. Cuando el del acordeón terminaba su canción, entonces, tocaba un acorde de sol en fortísimo y el perrito aterrado corría a refugiarse entre las piernas del ciego. El cojo, por su parte, a veces jugaba a darle a la piedra de modo que llegara a unos pocos centímetros del alcance del perro, que corría como un loco a alcanzarla, pero al llegar al límite del trapo que lo ataba, quedaba en la mitad de un salto y rebotaba hacia atrás, provocando el regocijo del otro. Cerca de la escala que bajaba al área de servicio había unas bancas de cemento y baldosa, donde Kaya se sentaba a esperar por si veía aparecer al vejete que vendía cuentos. Cada vez que veía pasar a un viejo chico pensaba que podía ser el escritor de cuentos, pero pasaron muchos días sin que, a ninguna hora, apareciera nadie así. Cerca de su lugar de observación una mujercita muy desarrapada y casi insustancial, vendía gomitas de eucaliptus a ciento cincuenta, o dos por trescientos. Mantenía los pequeños paquetes de gomitas abrazados sobre su vientre y acomodados contra los senos, de manera que ahí le cabía una gran cantidad y decía con una voz difícil de entender "Uno ciento cincuenta dos por chrescientos lleve uno doh o chreh..." sólo al final del canto hacía una variación de la entonación para dar la sensación que gritaba. Al fin Kaya se acercó a esta mujercita y le preguntó por el cuentista.
- ¿De parte de quién? - le dijo la vendedora, como si contestara un teléfono.
- Mía... - dijo Kaya desconcertada.
- ¿Y quién es Mía?
- Yo... yo misma... Soy Kaya - y como la otra la quedara mirando, siempre interrogadora, agregó: - soy bailarina, pero leí un cuento de él, sobre París, y quería conocerlo.
- ¿Parííís? - respondió dudosa - ¿Y qué es París? ¿Dónde queda París? ¡París no existe! - confirmó finalmente, aunque llena de dudas, como si confirmara un hecho que sabía que podía ser contradicho por su interlocutora.
- ¿Usted lo leyó? - preguntó Kaya sorprendida.
- ¿A quién?
- París... El club de París... El cuento del viejito.
- ¿Cuál?
- El que vende sus cuentos aquí...
- Nooo... Aquí naiden vende cuentos.
- ¿Y por qué me preguntó de parte de quién, entonces?
- Creí que hablaba del otro caballero...
- ¿Cuál caballero?
- El joven buenmozo que me compra en cuotas.
- ¿Y cuál es ese?
- El que me da doscientos al contado y dos cuotas de cincuenta...
- ¿Le queda debiendo plata por las gomitas?
- ¡Ah! No. Él dice, no más. Pero me da doh monedah de cincuenta que saca del otro bolsillo; por éso. Ademáh él me gusta a mí, porque siempre sonríe y tiene dientes bonitos, así, aunque un poquito amarillos...
- Pero... ¿Escribe cuentos?
- Escribe... ¡Pero no los vende na! También escribió de mí - se ríe -. Con él andaba un viejito una veh. Uno así con una barbita blanca y hartas cejas que se le veía los ojitos así chiquititos. El viejito estuvo harto rato mirando a la pared allá - señaló alzando la barbilla- y de repente no lo vi máh, como si se hubiera fumao.
- ¿Pero viene siempre?
- No. Esa veh no máh.
En el café de la estación de la Plaza de los Constituyentes el albañil garrapateaba en su cuaderno Navegante, con un café y un chacarero a medio comer a un lado. Tereshita se asomó a la puerta del café y lo quedó mirando. Venía decidida, segura, dispuesta a enfrentarlo y preguntarle por el autor del Club de París, un viejito que tal vez se llamara Borelli o Barolli. Al ver al albañil ahí, con la frente apoyada sobre la mano izquierda, mientras el lápiz de plástico transparente se agitaba sobre el cuaderno, en su mente apareció la imagen de un enorme felino, de melena amarilla desordenada, royendo una presa entre la maleza seca. La tapa azul se movía entre los dientes del felino, como si fuera un huesecillo del animal al que roía con fruición; el sujetador torcido y muy mordido daba cuentas del apetito ansioso del animal. Esta imagen la detuvo y la atemorizó. Se preguntó si valía la pena. Se dijo que no había razón para confiar en los dichos de una vendedora ambulante de caluguitas de eucaliptus. La imagen felina, además, daba cuenta de la capacidad de embrujo envolvente que poseía el albañil. Pensó que si lo intentaba era seguro que terminarían hablando del viejo Rrrrabanito, de su relación con él, de los escritos que determinaban la verdad y finalmente, ella sentiría que de algún modo casi secreto, el felino estaría al acecho para esperar el momento propicio de abalanzarse sobre ella y conquistar sus derechos de sangre y propiedad. Entonces sintió algo parecido al pavor y cuidadosamente, para no ser notada por el cazador, giro y salió del café con una rara sensación de persecución: Veía, en lo hondo de su pensamiento, al felino potente corriendo a su saga, a punto de saltar y atraparla antes que se pudiera poner a salvo. Se vio a sí misma como la gacela que escucha cada crujir de cada palito, de cada hoja seca de la selva, que le avisa el peligro. Escapaba entre las malezas secas de la sabana mientras a sus espaldas se oía el silbar del roce del veloz enemigo con la vegetación y el golpe rítmico y acojinado de sus patas en cada impulso, hasta que al fin llegó a la esquina de la galería que conecta con la bajada a los andenes del ferrocarril y la imagen de su paranoia se esfumó. Sabía que era una sensación irracional y absurda, pero una vez instalada se percibía tan real que no podía evitar el pavor. Sentada en una de las bancas de fierro y madera del centro de la galería recuperó el ánimo, la tranquilidad y el uso del pensamiento. "¿Y por qué voy a tenerle miedo?" se dijo. "¿Y si no lo dejo hablar de sus profecías? ¿Si sólo le pregunto por el viejito de los cuentos? ¿Si no respondo nada más? ¿Por qué no? A fin de cuentas él es un obrero y yo una artista: ¡Soy más que él!". Se le apareció entonces en su pensamiento, con esa risa de aspecto sardónico, sentado en la mesa del café. Era extraño que en aquella imagen, en la que en todo era el albañil de siempre, ella lo veía ahora, desde un plano más alto. Estaba sentado en la misma mesa en que recién lo había visto, a un lado estaba el café a medio consumir con ese aspecto de abandono que da la sensación de frío y el chacarero medio mordido, del cual asoman y caen verduras e hilachas de carnes de aspecto mustio, a la vez que el pan de miga se ve aplastado y húmedo de mayonesa y jugos de las verduras y otros. Hay migas esparcidas alrededor y el cuaderno con sus patas de gallo está frente a él, que mueve el lápiz tan mordido haciéndolo vibrar; pero él mismo, sentado frente a esta escena, sin ser más pequeño, se ve hundido ante la mesa, como si el asiento de la silla fuera muy bajo o la cubierta de aquella, muy alta, de manera que la superficie estaba al nivel de lo más alto del pecho, de modo que parecía ser un niño, un alumno pequeño frente a su pupitre escolar, con los brazos sobre la mesa desde las mismas axilas. Tereshita lo consideró despreciable e inofensivo: "¿Por qué tendría que asustarme?" pensó. Se argumentó que a fin de cuentas ella como bailarina tenía cierta importancia, mientras el albañil era sólo aficionado a las letras, y sus escritos, por lo demás, eran sueños locos, mesiánicos, construidos con una habilidad que a veces la confundía, pero nada más. "¿Por qué tendría que temerle, entonces?". De este modo se fue dando ánimos, hasta que envalentonada, siempre con la imagen del albañil en una mesa que le quedaba grande, mientras ella lo veía desde lo alto, se puso de pie y volvió a paso firme al café, como volvería el búfalo salvaje, por las suyas, ante el felino que duerme entre la hierba, a espantarlo a cornadas.
Al entrar al café y verlo sentado ahí, de su porte verdadero, con el ceño arrugado que denotaba la concentración en su actividad, sintió vértigo en el estómago, pero la decisión estaba tomada: Ya no era cuestión de averiguar quién era el viejito de los cuentos, sino un desafío entre ella y el albañil, para vencerlo de una vez por todas en su propia batalla dialéctica. La información que buscaba sería apenas parte del botín del triunfo. Caminó recto y decidida, hacia su mesa y se sentó frente a él, que no la vio ni le prestó atención hasta una cierta fracción de segundo después que ella se había acomodado. Dijo:
- ¿Lidiando con el caos de la caligrafía? - Se le ocurrió esta frase como esas ideas maravillosas que se creen intuitivas, pero no lo son. Nacen, al menos en este caso, de un sentir reflexivo y de observación profundo, tan profundo como todas las imágenes que comienzan a formar el pensamiento, son como el agua madre que al verla se le piensa obvia, pero que nunca es fruto de la reflexión consciente, sino de un juicio primario. Tal vez por eso al pronunciarla, al ver su efecto, Tereshita sintió una alegría que rayaba en el triunfo: Había sido capaz de iniciar la conversación dando el primer golpe. En su pensamiento repitió la imagen de las páginas del cuaderno Navegante de papel cuadriculado, cubierto de aquella rara caligrafía dispareja que ella racionalizaba como patas de pajarito. Mostró entonces una sonrisa exultante y abierta, sin defensas, dominante.
- Escribía sobre ti - esbozó apenas una sonrisa condescendiente.
Tereshita tuvo el impulso de preguntar: "¿Por qué sobre mi?" a la vez que la imagen interior del albañil, sentado a una mesa enorme en la que alcanzaba con dificultad a asomar sobre la cubierta y posar los brazos desde las axilas, se trocó por la de un ser enorme, sentado a una mesa enorme, en la que ella disminuía como Alicia ante la Reina de Corazones. Dijo:
- ¿Existe París? - Con sólo decir esta frase, en un tono que no fue de pregunta, sino de desafío, sintió que volvía a crecer hasta su verdadero tamaño; pero ahora el albañil también era de su porte verdadero. En su interior sintió más que placer, una cierta satisfacción de sentirse de igual a igual. En sus imágenes internas vislumbró desde un ángulo bajo, como la vista de un niño, dos figuras hieráticas, de piedra; un hombre y una mujer, sentados a una mesa contra un horizonte infinito lejano, que trazaba una perspectiva leonardina desde un azul puro y saturado, hasta un blanco muy pálido en la línea de fuga. En ese cielo había, de tanto en tanto, pájaros que surcaban, en absoluta quietud, el cielo eterno.
- ¡Hahaha...! - rio sin alegría, quizás con ironía, como si hubiera, al fin, recibido la pregunta esperada -. Estuviste leyendo los cuentos del viejo Yac.
Ella pensó que no debía sonrojarse con esta aseveración que la anticipaba y evidenciaba la lucidez del otro. Volvió a preguntar:
- ¿Existe París? - y ahora la pregunta no dejaba dudas de que conllevaba un desafío ineludible.
- El París del que el viejo Yac habla en ese cuento es un arquetipo, no se refiere a la ciudad de París -. Extrañamente su sonrisa de dientes manchados era ahora suave, amistosa. No había en su expresión ni un sólo gramo de confrontación o de superioridad.
- ¿Cómo sabes a qué París me refiero? - y en su expresión sí había desafío. No sólo lo había, sino que Tereshita se sentía intensamente satisfecha de éste, como si la figura de piedra de la mujer, en su imagen interior creciera por sobre la otra. - ¿Cómo podrías saber que me refiero a algún cuento? - y pensó que tal vez debió decir "a ningún cuento" a pesar de la incorrección, porque reflejaba mejor su desafío.
- ¿Quieres leerlo? - dijo el albañil acreciendo su sonrisa hasta aquel tamaño que figuraba su dominio sobre los demás, a la vez que posó su mano gruesa y curtida sobre el cuaderno Navegante, que desplazó un tramo preciso para hacerse amenazante.
- Cuando menos no quisiera, en modo alguno... - el blanco pálido del horizonte se extendió, subiendo por el cielo que perdió su azul progresivo.
- ¡Léelo! - desafió el albañil.
- No tendría ningún motivo para hacerlo - aseguró, mientras en su imagen interna los pájaros que surcaban el cielo se inquietaron en su vuelo como si de repente un disparo hubiera atronado en el silencio de su trayecto calmo. Todo el cielo se llenó de bruma lechosa.
- ¿Acaso temes hacerlo? - y sin borrar su sonrisa de fiera entrecerró los ojos como si a la vez estuviera lleno de ternura.
- No quiero hacerlo - aseguró Tereshita y su sonrisa también se volvió desafiante, aunque en su interior la figura de la mujer había agachado la cabeza y en el cielo ya gris y amenazante, los pajarotes graznaban alterados -. ¿Dónde encuentro al viejo Yac?  - dijo después de una pausa breve.
- ¿Quién sabe? Nadie sabe donde vive ni donde va a aparecer la próxima vez, aunque es como ese engranaje pequeño y necesario para la sincronía total de la máquina. Cuando ya sabes de él, se hace imprescindible para siempre.
- ¿Acaso tú también crees que sólo existe lo que tú creas?
El albañil levantó las manos más arriba que su cabeza, abriendo los brazos, y miró a lo alto, hacia algún lugar impreciso. Dijo:
- «¡Tú gran astro! ¡Qué sería  de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!» -. Después la miró, profundo a los ojos, y le dijo: - ¿Cómo puedes saber que el sol no brilla sólo para ti? ¿Cómo puedes estar segura que yo mismo no existo sino sólo para ti? ¿Cómo puedes demostrar que algo es por sí mismo y no como una extensión de ti? ¿Acaso todo no se mueve sino según tu voluntad?
Tereshita pensó que todo eso era absurdo, sin embargo era innegable, no por verdadero, sino por falta de argumentos filosóficos sólidos. Entonces los pájaros volvieron a su vuelo tranquilo y el cielo se despejó otra vez. No obstante la mujer ahora era ella misma, el hombre sentado frente a ella no era el albañil sino Nijinski caracterizado como el fauno del ballet. Su mirada aviesa y su sonrisa cínica eran, de todos modos, las del albañil y eso la alegró. Por un momento muy breve pensó que amaba esa imagen, pero lo rechazó de inmediato, con temor, pues significaría que amaba al albañil y eso la escandalizó, a pesar de cierta felicidad morbosa que no quería reconocer.
- ... amor es una cuestión de voluntad -, oyó que decía el albañil, y se percató que sus reflexiones interiores la habían privado de parte del razonamiento de este. Preguntó:
- ¿A qué te refieres?
- Es lo mismo - sonrió -, si existe, para cada uno, un solo sujeto: Yo; y todo lo demás son objetos, entonces todo lo que yo asigno a los objetos es mi voluntad. Así, por ejemplo, cuando dices que soy odioso, que miento y engaño, pero te sorprendes de lo que digo y escribo, es tu decisión porque haces de este objeto - se señaló a sí mismo - odioso, mentiroso, engañador, en vez de amable, cierto y veraz. Un objeto no ama. Yo, como sujeto, decido que me ama. Así, y por eso, muy lentamente, lo que escribo se convierte en verdad: Tú lo vas convirtiendo en verdad. Tú lo construyes. ¿Has pensado que yo soy sólo tu capricho?
Tereshita entrecerró los ojos, como si le costara entender el raciocinio. Se veía a sí misma como una figura ínfima, frente a una montaña, en cuya cúspide el albañil era un leñador enorme, que con un hacha pequeñita astillaba un grueso y alto árbol, que se estremecía como una varita con cada golpe que lo iba dañando. Con cada golpe, con cada estremecimiento, volaban, de entre las ramazones, bandadas de pájaros que intentaban elevar el vuelo a lo alto, pero que sin embargo caían hacia donde ella estaba, como si el aire sobre las aves fuera tan espeso que no pudieran surcarlo y su inútil aleteo sólo les permitiera caer lentamente hacia donde ella se encontraba. Ella cazaba algunos y los lanzaba otra vez al aire, esforzándose por lograr que se elevaran. Unos pocos lo hacían y volvían a refugiarse entre las ramas del árbol, entonces ella parecía crecer, aún cuando siempre era del mismo tamaño. Finalmente creyó comprender la idea del albañil. Dijo, entonces:
- Si así fuera, tu serías mi objeto mientras yo soy la sujeto, pero yo sería, para ti, como sujeto, un objeto. Cada uno, tú, yo, el hombre que sirve en el mesón, el viejito de los cuentos, todos seríamos sujeto y tendríamos propiedad sobre un universo de objetos, cada uno de los que a su vez serían sujetos propietarios de su universo propio. Quizás yo soy ese gran astro que te ilumina o quizás si no fuera por aquel astro, Zaratustra, su burro, su pájara y su culebra no tendrían a quién reprochar. Y entonces: ¿Qué sería de ellos?.
- Así es - y la sonrisa de dientes manchados había desaparecido de su rostro, reemplazada por un gesto incómodo. Tereshita se vio entonces en la cima de la montaña golpeando el enorme árbol con su hacha. Allá abajo en la profunda sima estaba el albañil. Ella dio un último golpe y gritó "¡Árbol abajo!". Sintió una honda satisfacción y miró al otro con orgullo: Era sólo un hombre; y aunque no lo estaba, lo vio desnudo y precario. - Cada uno de nosotros tiene la punta de una cadena de plata - continuó el albañil -, la otra punta, de todas las cadenas de todos los sujetos, están unidas en un eslabón común, al centro de todo. Todos tiran para vencer la fuerza de los otros. A veces aprovechamos la fuerza de nuestro vecino, a veces somos aprovechados. A veces atraemos el centro hacia nosotros, otras veces nos vencen y siempre la fuerza o la debilidad de nuestra acción sólo depende de nuestra fe. A veces el centro está quieto y todas las fuerzas equilibradas; otras corre veloz en algún sentido, en busca de un nuevo equilibrio. Ese es el acuerdo social: Ahí está la realidad a la que llaman la única verdad objetiva. Es ese punto donde nadie es sujeto, donde todos somos objetos, pero conformamos un solo gran sujeto universal.
- Eso es ridículo... ¿Un sujeto colectivo? ¡No lo creo! - Se vio, intentando imaginarlo, como una célula de una rodilla de un enorme gigante.
- Y sin embargo es así. Más - dijo -: Nosotros mismos somos sujetos colectivos, por eso puedes reírte a pesar de estar enferma en un pie, por ejemplo. Nuestra conciencia es aquel nudo central de nuestras propias cadenas de plata. Muchas de esas cadenas que convergen en tu conciencia, me aman. Otras, algunas pocas, me odian o me resisten. Lentamente todas llegarán a amarme. Por ahora, tal vez, tu cabeza me ama y tu corazón me rechaza.
- Jajaja - rio sin risa -; ninguna de ellas, tenlo por seguro... ¿O acaso así lo estás escribiendo?
- Poco a poco - y su sonrisa, ahora, pretendía ser seductora -. Ya hay veces que crees que puedes amarme. ¿No es así?
- ¡Jamás! - En su interior otra vez apareció como si fuera Nijinsky, caracterizado como el fauno. Se repitió, con cierta ira, a sí misma: "¡No! ¡Nunca, jamás!", mientras los pajarotes revoloteaban alborotando. Sabía que ellos decían en sus graznidos: "¡Muchas veces!... ¡Muchas!... Por eso lo odias". Por un instante volvió a aparecer la figura del enorme felino, que ahora jugaba a placer con su presa, viva, entre sus garras. Por momentos la dejaba escapar, pero apenas esta lo intentaba, el felino la volvía a atrapar.
- ¿Quisieras leer cómo el viejo se va con la Carmen? - oyó que decía.
- El amor no se maneja así, por escrito. Es absurdo.
- Si fuera absurdo, entonces: ¿Por qué vienes a preguntarme por el viejo Yac y sus cuentos de París?
- Eso no tiene que ver...
El albañil puso la mano sobre el cuaderno y lo empujó hacia ella, nuevamente. Dijo:
- ¿No? ¿Crees que no?...
- Prefiero no leer tus patas de pajarito.
- Porque sabes que puedo arreglarlo. Me bastaría un párrafo.
- Pretendes negar mi libertad. Es tonto que lo hagas.
- No lo eres: No eres libre. No puedes serlo. La libertad es una ilusión que nace de la ignorancia sobre el futuro: A eso le llamamos libertad.
- No te comprendo. El futuro no ha sucedido, de manera que yo lo voy construyendo libremente: ¡Soy libre!
- No eres libre; no existe tal cosa. Si fueras libre serías superior a tu creador que te creó completa, incluida tu historia. No eres sólo tu cuerpo, ni la voluntad que parece moverlo, también eres tus anhelos, los actos que nacen de ellos, lo que sientes hoy y lo que desearás mañana. Todo eso ha sido creado por alguien; si tú pudieras enmendar a tu creador, entonces la creadora serías tú y él sería tu creación. ¿Te das cuenta que no puede ser?
- Son sofismas... De ese modo se demuestra cualquier cosa.
- Hasta que el nudo de la cadena de plata se detenga. Entonces dirás, sorprendida: ¿Cómo supo?
- Y si sabes, entonces: ¿Dónde está el viejito Yac; el de los cuentos?
- ¡Qué tienes con ese viejo mentiroso! ¿Por qué sólo te buscas gente vieja? Nosotros somos jóvenes, estamos construyendo. Deja a los viejos llorar solos sus nostalgias. Deja a Yac, a Rrrrabanito y a la Carmen vivir sus propios cuentos.
- Tal vez no depende de mí, sino del libretista del gran ballet universal - sonrió con desdén.
- Él dice que ya no busques más a tu padre.
- Tal vez no depende de mí.
- ¿Sabes dónde está tu padre?
- Tal vez - sintió que quería escapar de la imagen que le ponía al frente el albañil. Se dio cuenta que en vez de decir "No lo sé; no tengo idea", había respondido con un lugar común, ambiguo, elusivo. Se vio a sí misma escapando al pie de la montaña, en tanto el albañil, convertido en leñador, enorme, desde lo alto derribaba el enorme árbol que amenazaba caerle encima. Ella era pequeñísima, o el punto de vista de la escena era tan alto como el propio árbol que se precipitaba hacia ella, mientras el leñador le gritaba, burlón: "¡Áááárboooool abaaaajoooo....!". Recién ahora, al apreciar esta imagen interior, se percató que en toda la conversación nunca se había visto representada como bailarina, o en alguna escena de ballet. Ahora sólo corría; corría sin agilidad. No había jetés ni pirouettes, sólo era muy pequeña y corría, mientras al fondo, en el sentido de su carrera estaba su padre, aunque era incapaz de determinar su forma y sus facciones, pero estaba allá y en esa dirección estaba su salvación.
- ¿Y por que buscas al viejo Yac, entonces?
- Quiero leer sus cuentos. Me interesó.
- El está enfermo de la cabeza. Sólo escribe historias absurdas.
- Pero todo lo que está escrito, poco a poco, se convierte en la verdad - sonrió -. Tú lo dijiste: Recuerdas?
- Su verdad es que él escribe mentiras... Está enfermo de la cabeza. Todo lo que escribe llega a ser mentira.
- ¿Has estado en París?
- No.
- ¿Y cómo sabes que la historia del viejecito es mentira? Quizás París no existe.
- No voy a seguirte el juego, Tereshita.
- ¿Le temes? ¿Le temes al viejito de los cuentos? ¿Tal vez la verdad que escribe es más real que la tuya?
- No en esta historia que aquí se escribe - dijo.
- Sin embargo ahí no está toda nuestra historia: ¿Por qué, si lo que escribes se convierte en la verdad?
- Sí. Lo que aquí queda escrito llega a ser la verdad última en nuestra historia, sin embargo hay alguien superior a mí, que también escribe. El escribe la historia de nuestra historia y la suya es definitiva para nosotros.
- No te entiendo. ¿Quién es él? ¿Dónde está? ¿Es, acaso, el viejito de los cuentos?
- No. Él está más allá de nuestra historia. Es nuestro creador; yo escribo por su inspiración.
 - ¿Es decir que tu eres como una célula de la rodilla del gigante? ¿Tú escribes la historia de la rodilla?
 - Y él, el gigante, es una célula de la rodilla de otro gigante mayor y así sucesivamente hasta el infinito. Sólo si hubiera un último gigante universal, existiría la libertad real. De no ser así, es sólo un concepto, una ilusión, una utopía irrealizable.
Tereshita lo quedó mirando asombrada. En su interior se había formado la imagen de un túnel vertiginoso, enorme, al final del cual había un gigante inconmensurable. Comprendía el concepto, pero no llegaba a representarlo de un modo definitivo. Oía, desde el túnel, una voz que decía: "Él sí puede". El albañil sonrió, con esa sonrisa amplia, burlona, con los dientes manchados, sonrió con los ojos, sonrió en silencio, sonrió apropiándose del tiempo, hasta que Tereshita se sintió turbada bajo la mirada sonriente que la fascinaba como el felino fascina a su presa. Le pareció que había, tal vez, una continuidad entre la imagen de su conciencia profunda y la de este felino cazador. Entonces él dijo:
- ¿Sabías que en este momento Rrrrabanito está con la Carmen?



Kepa Uriberri








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