sábado, 9 de abril de 2011

El realismo Mágico

El realismo Mágico

Pareciera que no fuera bueno pensar demasiado en las cosas. Cuando lo hago me doy cuenta, siempre tarde, que quedo atrapado en la magia de los sucesos, en la sincronía ineludible de los eventos. Más aún cuando se cavila en torno a las advocaciones de lo metafísicamente fantástico. Hace algunos días escribí un comentario sobre el Aleph de Borges, a partir de una conversación con mi hijo sobre aquel relato. Hacía ahí, un contrapunto breve entre éste y Alejo Carpentier, debido a que son contemporáneos y que representan, sin embargo, formas tan diferentes de cultivar la literatura. Son tan opuestos, aunque relacionados, como para que uno muriera donde el otro nació. No obstante, comparten una característica tan central en literatura como la erudición y un uso finísimo del lenguaje. Y sin embargo, Borges resulta siempre omnipresente, mientras Carpentier vive casi en el olvido. Recordé en ese comentario al gran influenciador de la literatura del boom latino americano, William Faulkner y como no siempre se escribe de memoria, hube de escarbar mi desordenada biblioteca, de donde saqué a los tres mencionados. Es muy curioso: Al manipular los tres tomos, entre consultas, descubro que los tres tienen aún adheridas las etiquetas del establecimiento donde fueron comprados. No es una librería. No. Es un Hipermercado de una mole comercial. Las tres etiquetas reflejan un precio absurdo para cada libro en cuestión: Ficciones de Jorge Luis Borges, de Editorial Eme Ce, dice dos mil quinientos pesos, unos cinco dólares de la época, El tomo de Alejo Carpentier es una recopilación de relatos realizado por la Editora del Club Internacional del Libro con motivo del Premio Cervantes recibido en mil novecientos setenta y siete, y forma parte de una colección de todos los ganadores de aquél. Su etiqueta de precio dice mil novecientos noventa pesos es decir unos cuatro dólares y Faulkner fue comprado en novecientos noventa pesos: dos dólares. Los tres libros fueron comprados en la misma ocasión, que recuerdo con claridad al encontrar esta seña extraña.
Recuerdo la urgencia de imprimir las copias de algún relato en papel de formato A4, para enviarlas a algún certamen, que, como tantas veces, no gané. Tenía el tiempo justo para enviar la obra en cuestión y no tenía hojas del formato, de modo que salí cerca de las diez de la noche al hipermercado que se encuentra en la mole del Alto de Las Condes donde era posible conseguirlo. Así imprimiría de noche, o a primera hora de la mañana y entregaría en correo al día siguiente temprano. Mi hijo, el mismo que ahora motivó el comentario sobre El Aleph, me acompañó en esa ocasión: "Te acompaño, para que no vayas solo" dijo. Llegamos muy cerca de la hora de cierre. La luces ya estaban bajas. En el sector de materiales de oficina, encuentro, por fortuna una última resma de quinientas hojas de papel A4. Frente al estante había un largo mesón lleno de libros revueltos y desordenados. Me sumerjo en ese mar amarillo de papel de liquidación. Durante el día los parroquianos despejaron de inservibles súper ventas, el mesón de la liquidación. Sólo queda verdadera literatura y algún desecho. Mi hijo encuentra a Faulkner. "¡Mira!" dice; "William Faulkner en novecientos pesos". Él acababa de leer Santuario y había quedado maravillado. Lo hojeo. Trae dos cuentos preciosos: Una rosa para Emily y Miss Zilphia Gantt. Me lo echo bajo el brazo junto a la resma. Más allá encuentro una colección, ya mermada de tomos de una colección de los ganadores del premio Cervantes. Busco a Roa Bastos, pero no lo encuentro, tampoco a Sabato. De repente emerge Alejo Carpentier. Recuerdo cuando en cierto taller de análisis literario la obra a revisar era Los pasos perdidos, de este autor. Seguir los pasos, verdaderamente perdidos, de Alejo, fue un parto. Recorrí todo Santiago, librerías y librerías. Mientras más pequeñas, mientras más familiar, mientras más antigua la librería y más aún si era de usados, más sabían de Carpentier, más se maravillaban e iluminaban las miradas, pero el libro no estaba. Hice muchísima vida social y literaria, siguiendo Los pasos perdidos. Lo encontré después de mucho girar y girar, como un derviche, en un mercadito de libros usados, en una tiendecita atendida por un vejete de aspecto de coleccionista. "Tengo dos" me dijo de inmediato y me dio los precios muy distantes uno de otro: "Es que uno es de colección" me aclaró, "mientras el otro sólo es escaso". Después de darle una mirada rápida, uní al premio Cervantes de mil novecientos setenta y siete a Faulkner y la resma. En ese momento una voz cansada habló por los parlantes del enorme local: "Estimados clientes, estamos e breves minutos del cierre de las cajas. Se les ruega pasar por la más cercana habilitada, para formalizar su compra". Las luces bajaron a un nivel casi íntimo. "¡Vamos!" le ordené a mi hijo. "¡Mira! Borges" me dijo. "Dos mil quinientos" agregó. "Está bien; pero vamos". Se trajo Ficciones de Borges, junto al resto de la compra. Tal vez hay un gran demiurgo general, que ya había imaginado el comentario que escribía hace una semana, y este de ahora, añadidos a mis cavilaciones sobre la magia, la realidad y la sincronía; él nos está creando y planificó desde entonces este momento. ¿Por qué no?.
Por mi parte, quisiera explicar por qué guardo una memoria tan clara de un suceso que quizás a otros le parezca demasiado trivial. Había leído sobre Carpentier una cantidad considerable de material para aquel taller que mencioné más atrás. Artículos de periódicos, biografías, recuerdos de camaradas, mucho más. Hay cosas que no se olvidan porque llaman la atención: Carpentier era, en rigor, Suizo. Nunca perdió ese acento francés característico que le hacía decir "Cagpentieg". Se inició en las letras en Francia, donde vive en varios períodos de su vida. Sus primeros escritos fueron surrealistas y según reconoce después, se los entregaba a Desnos para que se los corrigiera. De pronto se dio cuenta que ese camino no lo llevaría a ninguna parte: El surrealismo estaba ya maduro en Europa y hablaba de Europa, mientras él tenía tanto que contar de la realidad americana. Así, abandona el surrealismo y vuelve a América. Durante mucho tiempo se decía que Carpentier habría escrito obras surrealistas, pero no había ninguna prueba. Al día siguiente de mi compra, mientras se imprimía la obra que mandaría a aquel concurso, tomé el libro sobre Carpentier y leí El estudiante, relato inconcluso de un capítulo, más el comienzo del segundo. El manuscrito original termina abruptamente en el quinto reglón de la quinta cuartilla con el comienzo del segundo capítulo, que dice: «El estudiante tenía una cita con la Albertina de Marcel Proust, a las cuatro, detrás de la Magdalena». Así lo establece en negritas el compilador del libro. Se supone que el encuentro del manuscrito de este cuento terminaba con el mito que el mismo Carpentier había alimentado o había dejado crecer; sobre cuya verdad anduvieron a ciegas sus críticos y biógrafos durante mucho tiempo: ¿Había tenido una incursión real en el surrealismo, este autor?. En ocasiones el mismo lo confirmo y en otras lo negó. En alguna ocasión declaró: «He sentido la tentación de hacer surrealismo, incluso comencé a escribir una serie de relatos con el título de "L'étudiant", que era una transposición al español del surrealismo, pero lo dejé» En otra dijo: «En París escribí relatos surrealistas como "El estudiante", por ejemplo. Los escribía en francés, idioma que hablo desde niño, pero se los daba a a revisar a Desnos, pues nunca he podido sentir el ritmo interior de esta lengua». La historia de este relato inconcluso y las circunstancias de su encuentro, me resultaron fascinantes. Vienen explicadas después del relato mismo, en un artículo de Leonardo Padura. Carpentier había hecho carne y músculo, nervio y hueso, con este misterio, lo que sería su máxima obra literaria: El realismo maravilloso, o realismo mágico. En ese entonces, yo desarrollaba un conjunto de relatos a los que había dado el nombre genérico de Psicodramas y había tenido largas discusiones con varios detractores de mi proyecto. Por cada debate y rebate recopilaba argumentos y recursos para un nuevo Psicodrama. A partir del encuentro del cuento inconcluso de Carpentier y las circunstancias comentadas, diseñé un psicodrama, que aún debe persistir en algún foro, quizás replicado en alguna revista, no lo sé, u otro sitio de internet. Se llamó "Psicodrama La Conferencia". Este raro conjunto de cuestiones coincidentes, que estructuran en mi memoria un sistema mágico, me han hecho persistente el recuerdo.
Así fue como al terminar aquel comentario sobre El Aleph, donde concurren en un solo punto todos los puntos del universo, me maravillé de la magia de la convergencia de estos tres autores tan gravitantes en la literatura de este lado del mundo. También estaban ahí mi hijo y el Premio Iberoamericano Planeta-Casa América de Narrativa cuyo plazo de participación vencía el treinta y uno de diciembre; que es posible que tampoco gane. No importa. Carpentier tiene un sabor especial, tan opuesto a Borges y tan coincidente: Ambos extremadamente eruditos, pero éste lo aplica al argumento mientras aquél lo hace a la riqueza del lenguaje. El manierismo de Borges es contrastado en el bello, libre y barroco lenguaje de Alejo. Sentí, por estos contrapuntos, una compulsión de releer a Carpentier y al terminar mi comentario sobre El Aleph, guarde a Faulkner y Borges, y me senté en mi sillón de lectura frente a la ventana que da al parque.
El libro está dividido entres partes. La primera, llamada La Vanguardia, contiene el relato inconcluso, ya mencionado, y un artículo que lo comenta, además de los cuentos El milagro del ascensor e Historia de Lunas. Estos dos relatos reflejan la influencia surrealista que Carpentier transpone a la geometría de lo real maravilloso, en donde, al revés que en el surrealismo que supone que lo onírico, diferente de lo real, es una cara opuesta pero constitutiva del universo del hombre, aquí pierde su carácter especular o de reverso, y se funde en un solo todo, la fantasía, la realidad, la magia, lo verdadero, lo ficticio y lo onírico. Así es como Atilano, es a la vez un hombre, y como tal ataca y viola a las mujeres de la cofradía de los chivos; y un árbol, cuyo pensamiento está atravesado por las duras raíces de este. La historia está a la vez infiltrada por la cultura militar y religiosa: Una impone el orden sin contrapeso y la otra estructura la cultura y creencias que conforman la trama vital de la gente. No obstante, el pueblo basa su forma de vida en sus propias cofradías: Los chivos que viven en los cerros y los sapos que viven en el llano junto al río. Su rutina primordial, es esperar la llegada del tren cada mañana. En este ambiente se cruza el árbol que posee al lustrabotas Atilano y lo impulsa a la violación de las mujeres de los chivos.
La segunda parte contiene el conjunto de tres cuentos llamado Guerra del tiempo. En Viaje a la semilla el relato parte de la casa familiar demolida que en la ficción, o el recuerdo quizás, en un inverso del tiempo transcurriendo el reloj y el calendario hacia la izquierda y atrás, se va reconstruyendo y repasando su historia, encarnada en la familia que la habitó, hasta llegar otra vez al yermo donde alguna vez, antes, no hubo nada sino la condición primera. Encuentro, casi al terminar este relato, esa palabra que define el terreno donde nada hay, ese que es sólo extensión de tierra: Yermo. Tengo idea de la palabra y su significado, no obstante parece ser un uso forzado, de manera que voy a un diccionario y consulto. Este ejercicio lo voy haciendo cada tanto, mientras leo a Carpentier. Cuantas veces habremos apoyado los brazos en balaustradas literarias o en barandales de cemento. Llega uno a acostumbrarse que en literatura son balaustradas. Quizás cada nuevo autor, temeroso de escribir como no se debe, empujado por la sombra de su maestro en talleres y tertulias, o por libros y libros leídos que van respetando tradiciones, escriben "Allí" cuando dicen "Ahí" y construyen balaustradas en papel, donde vieron sólidos barandales. Cuando leo a Carpentier, comprendo la riqueza que el lenguaje puede tener y adquirir, de la mano de alguien que lo maneja con brillo y lucidez. Una balaustrada no lo es por la onomatopeya del sonido que hace el niño que la recorre, con un palo en la mano, y va golpeando a la carrera cada una de las columnitas que la conforman. No. Cada una de esas columnas es un balaústre. Su conjunto constituye una balaustrada. Siendo así, qué raro haber visto, con varias décadas de lector, tantas balaustradas escritas, para encontrar, por fin, el primer balaústre en Viaje a la semilla. Cada uno de ellos fue construido por sobre el yermo, así como envigados y cornisas, y las jambas de los vanos de las puertas, atadas con tornillos en sus charnelas, o las columnas con sus capiteles de hojas de acanto y más. Tantos, muchos, leen por disfrutar la aventura que relata de un modo u otro el autor. Leer a Carpentier no sólo nos regala ese placer, sino aquel otro, quizás mayor, de ver cómo despliega nuestro precioso castellano, lleno de brillos bajo su pluma diestra. Basta leer unas pocas páginas de este cuento inverso, o de cualquier otro, para entender por qué mereció el premio Cervantes. En El Camino de Santiago, acompañamos a Juan de Amberes, un soldado español, destacado en Flandes, en las aventuras que lo llevan a la romería del Camino de Santiago y lo desvían a las Indias, engañado por los cantos de sirena de un indiano que le promete fortuna si se embarca a América, la que resulta ser diferente de toda promesa, y rutinaria hasta el agotamiento de la dulce bigamia. El mundo gira, el tiempo gira y Juan el romero que se desvió del camino de Santiago para ir a América, vuelve a buscar su vida al lugar que lo vio partir y aquí se transforma, al girar una vuelta entera el tiempo, en Juan el Indiano, que vive de enrolar a Juan de Amberes, a Juan el romero, convenciéndolos de poner rumbo a las Indias, donde hay negros que huelen a garduña, donde se cocina costillares en salsas de achiote y se carga cestas de pargos y jicoteas. No sólo nos pasea Juan, con Alejo, por la América antigua del Caribe, sino, siempre, por el castellano que tantas veces nace al amparo de estas tierras, junto a la magia de lo maravilloso. Concluye el paseo por el tiempo y las formas de sus recovecos, con el relato Semejante a la noche. Son tres relatos, quizás iguales, quizás es un sólo relato que se repite eternamente, circulando en el laberinto infinito del tiempo, que el autor nos cuenta entrelazados, porque los tres son el mismo relato y uno continúa fluyendo en el otro, como si fuera un mismo continuo, aún cuando uno sucede en el mítico tiempo del rapto de Helena de Esparta por los troyanos, el otro en épocas de la conquista de las Indias occidentales y el tercero cuando ya se ha iniciado la civilización de América, que ya lleva este nombre, hacia el mil seiscientos. Quizás el nombre sugiere que este relato está conformado de manera semejante a los relatos de los sueños, donde el absurdo se entrelaza, mágico, haciendo unitarios conceptos y hechos diversos que estructuran una realidad única. Me atrevería a decir que este conjunto de relatos, de la Guerra del tiempo, además de la reflexión primitiva de Carpentier sobre el tiempo y su sustancia, es un viaje en el tiempo al pasado americano, donde nace la semilla, quizás por eso introduce ese concepto en el primer relato, que lleva al lector a recorrer el tiempo en un curso inverso al natural de izquierda a derecha, como en los relojes, como él mismo insinúa. Claro que este ya sería una primera derivada del pensamiento carpenteriano, sobre la que el único que podría dirimir la verdad, sería el propio Alejo. Quizás, así como se encontró, de pronto, entre viejos papeles, el manuscrito El Estudiante, que resolvió el misterio sobre los inicios surrealistas del autor, algún día, de modo mágico, pero real, se encuentre el significado de estos relatos y su motivación, de puño y letra del propio Carpentier. Mientras tanto, me atrevo a sostener esta opinión.
Otros relatos cierran el tomo que muestran al ganador de mil novecientos setenta y siete del premio Cervantes. En oficio de tinieblas, si bien quizás el objetivo es otro, el relato está estructurado en torno a la música, los instrumentos de ella y el significado de una canción para la magia del hombre: La Sombra de Agüero va desovillando toda la fantasía y magia a la que se opone, casi como antídoto una canción popular nacida del folclor. Era inevitable que se mostrara esta veta de Carpentier. El escritor estudia, desde muy joven, teoría musical y es enviado a Francia a complementar esta formación.  Luego vuelve a La Habana y continúa su formación musical. Sólo mucho después deriva en el periodismo y de ahí en la literatura. Este sello es un fuerte cuño en Carpentier. Casi en todas sus obras hay referencias musicales y cuando no es así, un lector atento puede percibir que, siempre, su estructura narrativa es musical, tanto que muchas veces la formación de conceptos no es percibida directamente en el lenguaje, sino en el ritmo, el tono general y los acentos del relato. Como un ejemplo de este concepto, el siguiente de los Otros relatos, Los fugitivos, cuyo protagonista es un perro, llamado Perro, que huye y se une a un esclavo negro, cimarrón, también escapado del ingenio cercano. Todo el relato está hecho de aromas y sonidos: El aroma del celo de alguna hembra en la lejanía, el áspero ladrido de los perros en jauría que la siguen, salvajes. El llamado de la espadaña, con su campana acuciante, urgiendo a los esclavos, el bordón lento de la capilla, sobre el fondo de los sonidos rurales. Por contraparte, el negro escapado tampoco tiene nombre. Sólo se llama Cimarrón, por su naturaleza de refugiado en los cerros. Como en la música misma, los conceptos no tienen nombre, sino sólo su forma de ser sonidos: Perro, Cimarrón. El relato transcurre como si se tratara de una música pastoral. Los sonidos del cascabel de los cascos de caballo despiertan en Perro el ansia de persecución. La calesa tripulada por el sonido de la huasca de cuero y la campanilla del cura párroco se desboca hasta romperse en un puentecillo de piedra, regalando a Cimarrón una sotana negra, las botas del calesero y su chaqueta, cinco duros y una campanilla de plata. Cuando Cimarrón es apresado, Perro se une a la manada salvaje desde donde le llega el aroma del celo de las hembras. Mucho después se vuelven a encontrar. Cimarrón es su olor a negro y el ritmo de las cadenas que le cuelgan de las muñecas y los tobillos. Los últimos dos relatos de estos Otros, son Los advertidos, una alegoría preciosa de los muchos Noé que en distintos lugares enfrentan el diluvio y El derecho de asilo, un cuento que puede pertenecer a casi todas  y a casi cada una de las naciones americanas de origen ibero. Quizás este último sea el más reconocible del género del realismo mágico. Quizás es el más Faulkneriano de todos los relatos, el que pudo ser escrito por Cortázar o García y quizás por Vargas o también Fuentes.
Termino de leer este tomo, lo cierro, lo dejo sobre las rodillas y miro sin ver, al fondo del verde en el parque, tras mi ventanal. Me doy cuenta que estoy sonriendo, que siento un extraño placer, a la vez que un anhelo inexplicable. Son ganas, ganas de seguir leyendo más y más, de Carpentier. Reflexiono que esto sólo me ha ocurrido con unos pocos autores: Günter Grass, Dostoievsky, Tolstoi, Mann que al terminar La montaña Mágica me obligó a comprar Los Buddenbrook y al terminar ambos gruesos tomos no seguí con La muerte en Venecia o Doctor Faustus y otros, aún, por no arruinar mi economía. Concluyo mi reflexión pensando en lo extraño que resulta que un autor de tanto nivel como este, esté casi olvidado y decido recomendarlo: ¡Lectores! ustedes, los que disfrutan el placer de la lectura, busquen a Alejo Carpentier: ¡Léanlo!.
Kepa Uriberri
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Morir solo

Morir solo

Sentada en la esquina, con el gran ventanal detrás, se movía al ritmo del villancico que intentaba repetir sin demasiado éxito. El aparato de música lo reproducía de manera incesante, entre saltos e interrupciones una vez y otra a lo largo de la tarde. Quizás el disco o el aparato de sonido, o los dos, no estaban en muy buen estado, pero a nadie le importaba demasiado. Tampoco a la Teri, que apenas imitaba el canto con su tarareo. No sé por qué le decían Teri si se llamaba Amparo, pero a estas alturas de su vida ya no tenía ninguna importancia. La Teri apenas si vivía el momento, la alegría vaga que alguna reminiscencia del villancico le traía, posiblemente desde su lejana niñez. El bailecito que acompañaba su canto así lo insinuaba: Señalaba con sus dedos nudosos hacia ninguna parte, mientras movía los brazos y las manos como una niña de cortos años. Su sonrisa inocente acompañaba su mirada perdida en ensueños.
Adolfo preguntó: "¿Hace mucho calor afuera?". No se sabía a quién iba dirigida la pregunta, porque no miraba a nadie. Estaba en la otra esquina de la sala y parecía concentrado en la ventana pequeña que había detrás de Catalina. Por ahí sólo se ve las copas de los árboles intensamente verdes y tupidas en pleno verano, y los tejados vecinos. "¡Pasó un pájaro así: Enorme!" agregó con sorpresa, como si nunca hubiera hecho la pregunta previa, o como si ya se la hubieran respondido. "¡No, no, no, no!" intervino la Marta, a su derecha, y resopló con fuerza: "¡Ffffuuuu... ffffuuuu!". Quizás si se refería a que no hacía calor afuera, o también a que no había pasado pájaro alguno. Tenía las manos metidas bajo los sobacos del chaleco de lana gruesa y pateaba el suelo con sus botines forrados de piel, al ritmo de los resoplidos. "Yo tengo los pies helados; ¿y usted?" le preguntó a Adolfo. "Sí, sí; era de este porte. ¿Acaso no lo vio?" y mostró el tamaño, tal vez muy exagerado, como el de una pelota de fútbol. "Pasó por ahí" y señaló hacia la ventana, trazando el curso del pájaro, "y se paró en ese árbol". "¿Usted no tiene los pies helados?" insistió la Marta clavando su mano en el muslo de Adolfo, a la vez que le ponía su cara delante de la de él, con los ojos muy abiertos. Al otro lado, a la izquierda de Adolfo, en el mismo sillón, gorda como un sapo, matriarcal como una reina, con su bastón metálico sujeto como si fuera un báculo, la Lucila meneó con molestia su cabeza blanca, pulcramente cepillada, con el pelo tomado en la nuca: "¡Que mujer más estúpida!" protestó mientras le daba golpecitos, con el dorso de su mano enjoyada de baratijas, en la otra pierna a Adolfo. Después se dirigió a Catalina: "¿Si tiene tan fríos los pies, por qué no camina, digo yo? Yo caminaría. Me encanta caminar, pero me cuesta mucho. Además que no hace frío. Lo que pasa es que esta estúpida quiere coquetear con Adolfo. Está enamorada de él".
"Campani... campa... sincesar... la navidááá..." cantaba la Teri, de espaldas al ventanal, intentando seguir la música que escapaba a tirones del aparato reproductor. A su derecha un gran árbol navideño de utilería, encendía y apagaba unas lucecitas pequeñas de color verde y rojo. Más allá Catalina, en su silla de ruedas, con la ventana por donde pasó el pájaro de Adolfo detrás, parecía murmurar algo, con los ojos semicerrados. Se echaba hacia adelante y hacia atrás alternativamente. Sobre sus faldas tenía una revista femenina, de modas, abierta en cualquier página, y sobre ésta, una caja de lata, de chocolates, llena de papeles metálicos y de celofán arrugados, entre los que todavía había algunos bombones. De pronto Catalina detuvo su vaivén, escarbó entre los papeles y encontró uno. Con cuidado extremo lo desenvolvió y mientras lo deshacía lentamente en la boca, apartó la caja de lata y comenzó a estirar el envoltorio de papel metálico, sobre la revista. Lo repasó una y otra vez, una y otra vez, sin ninguna prisa, otra vez más, aplastando con los dedos y la palma de las manos el papel contra la revista, hasta que estuvo satisfecha. Lo miró durante una eternidad, como si juzgara cada línea quebrada que no había sido posible alisar. Quizás, por fin se sintió satisfecha o bien juzgó que había fracasado irremisiblemente y tomó el cuadro de papel metálico entre ambas manos, para sobarlo con calma hasta convertirlo en una pelotilla. Después lo tiró dentro de la caja de lata y comenzó a musitar una vieja canción romántica: "Mmmm mmm mmmmm mmm...", a la vez que acariciaba la figura de la modelo, impresa en el papel satinado. Después de un momento pasó lentamente la hoja. "Mmmm mmm...". Luego otra y después una más. "Mm... mmmmmm... mmmm...". Poco a poco comenzó a subir el volumen de la entonación, mientras las páginas se sucedían con mayor rapidez. "Mmmm... no se olvida ni se deja...", pasó dos o tres hojas juntas. Al notarlo, trató de separarlas, para pasar sólo una; sin embargo no podía lograrlo. "mmm... nunca dice adiós. Mmmm... mmmm...". Dejó de cantar y se pasó la punta del dedo cordial por la lengua. Volvió a intentar separar las páginas. Se pasó la punta del cordial y la del pulgar por la lengua y cantó: "Ha pasado mucho tiempo..." mientras fracasaba nuevamente con las páginas. Ofuscada gritó: "¿Por qué no apagan esa majadería? ¿Es que acaso no se dan cuenta que estoy cantando yo?" y lanzó la revista sobre el aparato de música que continuaba, persistente, reproduciendo villancicos. La Teri se calló de inmediato, asustada, y escondió las manos entre sus piernas. Adolfo se levantó y recogió la revista. "¡Que mujeres tan lindas!" dijo mirando las hojas despaturradas. Le devolvió la revista a Catalina y le dijo, sonriendo, "son tan lindas como usted". Catalina tomó un grupo de hojas y comenzó a manipularlas entre los dedos, para pasarlas una a una. Adolfo le buscaba la cara y le repetía: "Son preciosas, igual que usted".
La Lucila golpeó el suelo con su báculo. "Déjala tranquila, es una idiota. Cree que porque canta bien es la reina y puede hacer lo que quiere. Si no me costara tanto levantarme, iba y le daba unos bastonazos de una buena vez". Pero Adolfo seguía hablando con Catalina. La Lucila se inclinó cuanto pudo y estirando el bastón, logró dar unos golpecitos en la espalda de Adolfo. "¡Déjala sola y ven a sentarte aquí!" alegó. Catalina continuaba en su faena sin prestar atención a los otros. Pasó todas las páginas de la revista, aunque ocasionalmente lo hizo de a varias a la vez. Cuando hubo terminado, comenzó a tironear el cierre de contacto del cinturón que la protegía en la silla de ruedas. Intentaba separar las partes adheridas, como si fueran páginas de la revista. Al principio no lo conseguía, pero después de un rato logró separar una punta. Entonces se humedeció los dedos con la lengua e intentaba pasar la página que ya comenzaba a ceder. Adolfo, inclinado sobre ella, buscaba su mirada y le decía: "No, Catalinita. Eso no se hace. ¿No ve que puede caerse así: ¡Pum!, hacia adelante?" e hizo el ademán como si estuviera convenciendo a una niña pequeña. La matriarca gesticulaba con sus manos enjoyadas de alhajas falsas, mientras lanzaba palos con su bastón: "¡Deja a esa vieja tranquila y ven a sentarte!" vociferaba.
Casi ágil, con los hombros muy echados hacia atrás y caminando con certeza, apareció en la sala, don Genaro. "¿Como estás Adolfo, hombre?" saludó. "¡Siempre conquistando a las damas!, ¿No?" dijo y le estiró la mano. Éste se rio y preguntó: "¿Hace mucho calor afuera?". "No lo sé. Todavía no he salido, pero de seguro ésta debe ser la navidad más calurosa de todo el siglo" confirmó don Genaro. "¡Ah! sí. Yo vi unos pájaros así, enormes, pasar volando por la ventana hacia allá" y señaló el tamaño, como de una pelota de fútbol, con las manos. La Marta, resoplando, pateaba el suelo con los pies forrados en sus botines de piel: "¡Ffffuuu! ¡fffuuu! ¿Usted no tiene los pies helados, don Genaro? Yo los tengo congelados". "Ya salió la estúpida" protestó la Lucila. "Está enamorada de todos los hombres". Don Genaro la miró sonriendo, contestó: "En Nueva York, en el Parque Central había de esos pájaros. Se llaman tiuques y son tremendamente peligrosos, ¿sabe usted?. Yo vi cómo uno de esos le arrancaba un ojo a una gringa lindísima. En un santiamén se le abalanzó y se le paró en la cabeza. Recuerdo que traté de sacárselo, pero no alcancé a hacer nada cuando de un solo picotazo le arrancó un ojo celeste precioso, y se fue volando. Ahí se paro en lo alto de un álamo y dejó el ojo celeste sobre una rama. Yo creo que no se atrevía a comerlo, porque el ojo lo miraba fijo, fijo, todo el rato. Así estuvo mucho tiempo, hasta que logré darle un piedrazo, ¿sabe usted?, y se fue volando renqueando del ala derecha. Pero el ojo de la gringa quedó arriba del árbol. Es posible que todavía esté ahí, mirando el paisaje. El Parque central es precioso. ¡Así debería haber parques aquí!, pero no tenemos cultura: No tenemos, ¿sabe usted?". "¿No quiere caminar un ratito conmigo, don Genaro? Es que tengo los pies congelados. ¿Usted no los tiene helados?" y la Marta se colgó del brazo de don Genaro. "Caminamos hasta allá al fondo y volvemos para acá. ¿Qué le parece?". "Qué vieja más estúpida. Se anda ofreciendo a todos los hombres" dijo la Lucila, echando hacia atrás, con dignidad su cabeza alba y matriarcal. "Si no me costara tanto levantarme, yo misma iba y le daba unos buenos bastonazos, por suelta". Don Genaro continuó sus recuerdos del Parque Central de Nueva York, como si los pudiera ver allá al fondo detrás del ventanal y de los villancicos de la Teri: "Las gringas en ese parque son todas rubias y bellas, mi amigo, ¡lindísimas!. Y van vestidas así livianitas para hacer deporte cuando es verano. ¡Y que cuerpos, mi amigo! ¡Que cuerpos! Son preciosas ¿sabe usted?". "En aquel árbol se paró el pájaro" señaló Adolfo. "¿Usted dice que lo vio?". "¡Ah! yo viví mucho tiempo en Nueva York, pues. Otros tiempos: No como ahora ¿Sabe?. Pero esas gringas... rubias... De películas ¿sabe?. Ahí si que hacía frío en invierno, pues".
La Marta colgada del brazo de don Genaro insistía: "¿Vamos?" y  lo tiraba hacia allá. "¿Usted no tiene los pies helados?". "Yo me voy a sentar un momentito aquí en este sillon, porque ya he caminado mucho esta mañana, Martita. Acompáñeme hasta allá y lleve a caminar a la Teri que está tan aburrida ahí sola" dijo el viejo, y tomó ese rumbo. Se sentó en el sillón y se quedó mirando la esquina del techo, con los brazos descansando en los del mueble y la boca ligeramente abierta, como si estuviera fascinado con lo que veía en esa arista. La Marta resopló, pateando el suelo, agarró a la Teri de un brazo y comenzó a tirarla. "Vamos, pues Teri. Ya; vamos". La Teri sólo sonreía como una niñita de pocos años, pero no se levantaba. La Marta la tiró con fuerza hasta que logró apartarla de su asiento, aunque ella no quería ponerse de pie y sólo sonreía, agachando el traste hacia el sillón. "Ya" dijo la Marta. "Vamos a caminar hasta allá y volvemos" y la rodeó por la cintura para que no se volviera a sentar. Logró arrastrarla hasta el árbol de navidad. Ahí la Teri dio un giro y se sujetó de las ramazones del pino falso. La Marta trató de agarrarla de las muñecas para que soltara el árbol, pero la Teri con su trasero enorme se oponía a que la alcanzaran, de manera que con el forcejeo, de repente la Marta perdió el equilibrio y para no caerse le dio un empujón a la otra, que se abrazó del pino y fue a dar al suelo enredada en el follaje de plástico del árbol de navidad. De inmediato apareció, de algún lugar fuera de la sala, la cuidadora. "Usted vaya a su pieza de inmediato" instruyó a la Marta. Levantó con esfuerzo a la Teri, que volvió a caer sentada al suelo varias veces, como si fuera incapaz de incorporarse, hasta que finalmente la mujer logró sostenerla a media alzada y dejarla caer sentada otra vez en la esquina del sillón con el ventanal detrás. La Lucila le daba golpecitos en el muslo a Adolfo, meneando molesta la cabeza: "¿No digo yo que esa mujer es idiota?. Tiene suerte que no me levante, porque le daría un buen par de bastonazos". La Marta pasó sin mirar a nadie, resoplando "Ffffuuuuuu... ffffuuu..." con los ojos muy abiertos y actitud de culpa. "Tengo los pies helados" iba repitiendo y desapareció. La enfermera paró el árbol de navidad y arregló algunos adornos. Al momento de irse notó la atención fija y ausente de don Genaro en la esquina del techo. A su vez miró en esa dirección pero ahí no había nada. Sólo el vértice del cielo raso. "¿Qué mira usted ahí, don Genaro?" preguntó, pero el anciano no le respondió. Tampoco parecía oírla. Sólo continúa ensimismado, con la vista fija en la arista del techo. Ella le pasó la mano frente a los ojos, pero don Genaro parece haber descubierto un horizonte infinito y lejano en aquella esquina. La mujer le tomó el brazo por la muñeca, que siente fría, y busca ahí, en la parte inferior, un punto clave con sus dedos. Con suavidad deposita la mano que ha tomado en el brazo del sillón y reinicia su camino. Apaga el aparato de música y va al centro de la sala, da dos palmadas y dice con voz perentoria: "¡Ya, ya! Todos a sus dormitorios".
Adolfo protesta: "Todavía no es hora; antes tiene que venir mi papá". "No es su papá" dice la cuidadora, "es su hermano menor y lo va a visitar en su dormitorio". "Es culpa de esa idiota" dice molesta la Lucila y mete su mano enjoyada de anillos falsos bajo la pierna de Adolfo. "Usted también, Lucita" dice la enfermera: "¡Ya! vamos moviéndonos". Catalina está concentrada intentando abrir el otro extremo del cierre de contacto del cinturón de seguridad de su silla, como si se tratara de las páginas de la revista, que tuviera que separar de una en una. No se da cuenta de lo que sucede a su alrededor. Sólo musita: "Mmm... miraron con desprecio, fríamente y mmm... mm... mmm". La cuidadora le sube los pies a los pedales de la silla y la empuja hacia su destino. Al rato vuelve. Los otros están donde mismo. Adolfo pregunta: "¿Hace mucho calor afuera?". La cuidadora le responde en voz muy alta, como si quisiera que todos se enteraran de la pregunta reiterativa: "Sí, Dolfito, hace una calor enorme afuera. Por eso su papá lo va a visitar en su dormitorio que es más fresquito". "¿Vio el pájaro enorme que pasó volando para ese lado, Corita?". "Sí Dolfito, lo vi. Era un zorzal". "Pero era de este porte" alega Adolfo, mostrando un tamaño muy grande con las manos, como si entre ellas sostuviera una gallina. "Así,no más" responde Corita. "Ahora nos vamos a su dormitorio". "Esta es otra estúpida" dice la Lucila y le da suaves golpecitos con el dorso de la mano en el costado del cuerpo, que más parecen caricias que llamados de atención. La cuidadora le ofrece la mano a Adolfo para que se levante y este la sigue dócil, colgándose de su brazo. La Lucila protesta, como una reina de blanca peluca, golpeando el suelo con su báculo de tres patas: "¡Yo no me muevo! No voy a ninguna parte hasta que no sea la hora. Harto que me costó llegar hasta aquí". En la esquina del otro sillón, delante del ventanal, la Teri repite el villancico que ya no reproduce el aparato de música, a tropezones: "... camino... jaBelén... pastorcitos... su rey... nnn nanina tambor ropopompom",como si fuera una niña de pocos años. Tal vez en su interior haya regresado hasta entonces. Cuando la cuidadora se ha ido, la Lucila le grita: "¡Cállate vieja ridícula!" y luego dirigiéndose a don Genaro: "Don Genaro, dígale usted que no cante más, que no sea idiota". Al rato la cuidadora vuelve y se sienta junto a la Teri. "¿Quiere que la señora Catalina le convide un chocolate, Amparito?". Ella la mira y parece que sonríe. "Vamos entonces" dice y se pone de pie. De inmediato la Teri la sigue. "¡Qué mujer más idiota! Te están engañando, Teri. ¿No te das cuenta?" dice la Lucila. La cuidadora hace caso omiso de ella y empuja con suavidad a la Teri, fuera de la sala. Algo más allá de la entrada está Adolfo. "¿Qué hace usted aquí? ¿No lo había dejado en su dormitorio?". "Sí, Corita, pero es que hay un pájaro enorme que pasó volando por esa ventana" y señala su curso de velo, "y se posó en las ramas de ese árbol". "Está bien, Dolfito, ya lo vi. Venga a contarme de que tamaño era"; y se los lleva a los dos caminando a sus dormitorios.
"Lucita: ¿Se va a quedar ahí sola?". "¡Señora Lucila!. Soy una señora y no le he dado confianza". "Señora Lucila: ¿Se piensa quedar sola aquí?". La matriarca hace un respingo y mira hacia el ventanal. "Estamos conversando con don Genaro. No nos vamos a ir todavía. ¿No es cierto don Genaro?". Don Genaro se había inclinado apenas un poco hacia la izquierda, pero sigue con la vista clavada en la arista del techo, como si estuviera ensimismado en sus cavilaciones. "Como quiera, entonces" dice la cuidadora y se retira. La mujer se quedó sola con don Genaro, entonces le dice: "¿Por qué no se sienta aquí a mi lado un ratito y conversamos?". El hombre no responde nada. Ni siquiera se mueve. La Lucila dice en voz alta: "¡Viejo imbécil! Se quedó dormido" y miró por la ventana las copas verdes del los árboles vecinos. Después de algunos minutos sintió la incomodidad de la soledad y se revolvió en su sitio. Pensó que sería bueno, ya, irse a su dormitorio. Sin embargo, esperó todavía unos minutos que le parecieron eternos. Miró por el vano de puerta de vidrieras de la sala, por si venía alguien, pero todo estaba en calma. Entonces haciendo un esfuerzo enorme, se apoyó con ambas manos en su bastón de fierro de tres patas, e intentó ponerse de pie: Le fue imposible. Se giró, con dificultad, sobre un costado, hasta que quedó casi enfrentando el respaldo del sillón, con el enorme vientre de sapo apoyado en el asiento, entonces se afirmó con un brazo en el respaldo y el otro en el bastón y logró encaramar una de sus enormes piernas hasta subir la rodilla al asiento. Con un quejido estrepitoso, finalmente, se fue empujando en el brazo del sillón hasta que logró ponerse de pie, retrocediendo. Se ordenó, con expresión de orgullo, la ropa, echó la cabeza hacia atrás y se fue caminando pesada y lenta por el pasillo hacia su dormitorio. Al lado de afuera de la sala, sentada en una silla, oculta a la vista del interior, estaba la cuidadora. Pasó junto a ella sin verla, quizás porque no la vio, o tal vez porque quería despreciarla por estúpida. Cuando se hubo alejado unos pasos, la cuidadora se levantó y cerró las puertas de vidriera de la sala y les echó llave con dos vueltas. Después buscó el teléfono y marcó.
"¡Aló! ¿Señora Silvia?... Sí. Soy la Cora. La llamo para avisarle de don Genaro... Lo dejé con llave, en el salón..." dijo, como si hablara de un mueble. "¡Bien!... Sí. La espero".
Kepa Uriberri

Siempre muerto

Siempre muerto

Entra al consultorio, la sala de espera, algo sucia, está llena. Al fondo hay una ventanilla sin nadie. Espera largo rato. Detrás, pasan mujeres gordas, vestidas de blanco, con gestos ausentes. "¡Buenos días!" dice, pero no le contestan. Tampoco la miran. De pronto, con un zumbido, se abre al fondo una puerta grande, una mujer de aspecto hosco se asoma y grita un número. Ella se acerca: "¡Buenos días!" dice, "sólo necesito la píldora del día después; ¿Cómo lo hago?". La persona que tiene el número anunciado se acerca, también. Su mirada da la idea de súplica. La funcionaria observa con desprecio a la que consulta, la evalúa, piensa: "¿Por qué no irá a una farmacia a comprarla? Se ve que plata: ¡Tiene!". Pregunta, pero a la vez instruye: "¿Sacó número?" y muestra el dispensador de turnos cerca de la ventanilla donde nadie atiende. "No" dice con tono de disculpas. "Tiene que tomar número y esperar que la llamen" y desaparece con la paciente de mirada suplicante, sin responder a la pregunta que la otra le hiciera.
Hay uno al que se llama el mundo interior. No es el mismo que el mundo interno; este es orgánico y misterioso. En este mundo protegido, casi autónomo, se está desarrollando un proceso duplicador. Aquel ser, cuyo impulso vital fue formado de la compulsión necesaria de dos seres diferentes, fundidos en uno, va duplicando su ser, particionando su cuerpo en sí mismo. Dicha partición no lo divide, sino por el contrario, lo multiplica, en un puñado que es un sólo ser de la misma condición que sus progenitores, aun cuando diferentes. En este trance va adquiriendo formas: ¿Miembros? ¿Cabeza? ¿Órganos?. Pero no conciencia ni conocimientos, ¿O sí? Quizás mínimos, incipientes, pero en algún momento comienza a oír. Oye el tom, tom, tom de su propio corazón recién formado, o el de su huésped; también otros ruidos orgánicos gratos para él. Quizás ya comience a enlazar, a establecer cadenas incipientes de raciocinio. Nadie puede recordarlo. El recuerdo aún no se le ha dado. Su memoria es breve. Se concentra en crecer vertiginosamente, doblando, doblando su ser esencial. No repara en daño o peligro, está en el estado de máxima protección con tal que tenga una cierta capacidad básica, mínima, que lo valide.
Le hicieron un revisión rápida y una encuesta. Tuvo la sensación que era más importante la encuesta que el resultado de la revisión. De ésta sólo derivó una orden para hacerse una variedad de exámenes clínicos posteriores: "¿Cuándo fue su último Papanicolau?" preguntó la doctora (¿O era una matrona? Para el caso no le importaba demasiado). No lo recordaba bien: Mintió. "Espere diez días después que le llegue, con el Levonorgestrel, y se lo viene a hacer. Deje la hora pedida".  Le preguntaron si había sido violada, o si se había roto el condón, si usaba algún anticonceptivo, dispositivo intrauterino, cantidad de hijos, si era casada o soltera y muchas otras cosas que contestó con cierta sorna, pensando que su destino no era médico sino político. Finalmente le dieron una orden de requisición, que debía presentar en la ventanilla cuando la llamaran. Una mujer gorda, de uniforme blanco, de aspecto algo sucio asomó a la ventanilla, después de mucho esperar, y gritó su nombre, que leyó en un papel. Verificó los datos, estampó un timbre, rayó encima un garabato ilegible y se fue sin decir nada. Volvió a aparecer pasados unos minutos con la copia de un formulario que le entregó y una caja demasiado grande para el estampado metálico con dos cápsulas del interior. Mostró la caja blanca con verde que a la mujer le pareció casi un emblema, quizás una bandera de lucha concentrada en cartulina y con un gesto rayano en la amenaza, dijo: "Se toma una cuando llegue a su casa y veinticuatro horas después se toma la otra. ¡No antes!" y estremeció la caja. Hizo un breve silencio, quizás para separar conceptos y agregó: "Puede sentir náuseas, tener vómitos, espasmos y dolores. Sólo si tiene hemorragia intensa vuelve a control. Si no; no es necesario. ¿Entiende?" y volvió a estremecer la cajita, que la otra vio como si la bandera de lucha flameara libre. Afirmó con la cabeza. Con un gesto que no alcanzaba a ser de amenaza, pero que podía resultar de advertencia o admonición, en especial por los labios muy apretados, la gorda de blanco le entregó la caja con dos dosis de setecientos cincuenta microgramos de levonorgestrel, sobre ella, en verde, decía: "Postinor 2".
La mujer pasó, de vuelta a su casa, por un restorancito pequeño, donde sólo servían en la barra. Era apenas algo más que un kiosco. Pidió una bebida con gas de color oscuro y abrió la caja. Sacó ambas cápsulas de color verde y blanco y guardó en su cartera los envases. Se sintió agitada, pero decidida. Miró las cápsulas en su mano, las empuñó con decisión y pensó, tal vez nada más que para darse ánimo, o es posible que lo creyera firmemente: "¡Tengo derecho!". Se sirvió el vaso colmado con el líquido negro y espumeante y con un movimiento decidido, algo desafiante, se echó ambas cápsulas a la boca. Bebió como un camello después de atravesar el desierto, hasta secar el vaso. Vertió el resto de la lata y lo tragó del mismo modo. Pagó y se fue. La dependiente, al recibir el pago le hizo un gesto, levantando las cejas y abriendo mucho los ojos. Es posible que quisiera decir: "¡Qué bruta! ¡Cuánto apuro!". Un centenar de metros más allá, la mujer se detuvo junto a un basurero. Dejó escapar un flato mientras escarbaba su cartera y luego otro, sonoro como un desprecio, después de arrojar el envase vacío del Postinor 2.
Cuando llegó, cerca de una hora después, a su casa, se tiró de espaldas en la cama. No se sentía bien. "Es posible que sólo sea nervioso", se dijo. Suaves contracciones primero, que fueron transformándose en espasmos dolorosos, acompañados de náuseas, atacaron la matriz donde se alojaba aquel ser nuevo, que no tiene capacidad de reflejar una imagen de sí mismo. ¿Qué es?: ¿Un parásito?. Sí. En gran medida es como un parásito que se aferra al sustento que su huésped otorga, y se ampara en ella para su desarrollo. Pero un parásito es de naturaleza y origen diferente a su huésped: ¿Qué es, entonces?
Se dice que el levonorgestrel engrosa y fortalece la mucosa de la matriz de la madre, para impedir el alojamiento del nuevo ente, que finalmente es expulsado. Si ya está anidado, el efecto compulsivo podría desgarrar al ente recién adherido a la matriz, siendo, del mismo modo, por su debilidad propia, desalojado.  Pero si no se ha producido la unión el levonorgestrel evita la penetración de un ser de origen masculino en el otro, femenino. En este caso no llega a existir el nuevo ente, producto de aquella fusión, que comienza el proceso de la vida humana, sólo será, entonces, un procedimiento para evitarla. El puñado de células alojadas, en todo caso, no tiene sensibilidad, ni manera de sentir dolor, o peligro, ni puede desarrollar angustia o tomar decisiones. Sería como un hombre encerrado en un cofre bien aislado, que podría tener la capacidad de imaginar peligros, pero si no oye las advertencias, si no las ve, si no recibe señal alguna en su aislamiento, que le dé indicios del mundo exterior, podría estar en un océano tormentoso que lo esté conduciendo a una muerte segura, o en medio de unvoraz incendio; ignorante de su futuro. Eso es el embrión humano, incrustado en la pared de la matriz de su madre: Indefenso e incapaz. ¿Es por eso, menos humano?. ¿Perdería humanidad el hombre en el cofre, arrojado al océano o al fuego?. En el útero de la mujer, de algún modo, estaba todo esto en discusión, sólo que tal vez la sentencia sería dictada por el destino. El destino que tiene que ser, y es, la única verdad.
Se recogió sobre un almohadón oprimiendo el vientre y transpiró hielo durante horas, hasta que perdió la conciencia, lentamente. Soñó con la culpa. Veía a su pareja en la semioscuridad; no alcanzaba a percibir sus rasgos, tampoco la forma de la cara, sino una silueta difusa, imposible de identificar, pero sin duda ninguna era él. Decía: "Tú sabes que lo quería; era mi hijo". Su voz no se oía, pero lo escuchaba claramente. Sin embargo no podía ser, porque no lo sabía y a pesar de eso, su sombra lo repetía, sin enojo, con dolor: "Tú sabes que lo quería; era mi hijo" y su voz no era, como cualquiera hubiera esperado, un susurro, sino como una canción. Era el estribillo de una canción de moda que la sombra cantaba sin cesar, como esas canciones odiosas y pegajosas: "Tú sabes que lo quería; era mi hijo". Despertó helada, cuando ya comenzaba esa oscuridad tenue del otoño que no se decide a entrar del todo. Tenía la cabeza empapada, también la espalda. Las ropas se le pegaban al cuerpo como cuando hace mucho calor, pero la transpiración era fría. Sintió húmeda la entrepierna. No mojada; sólo húmeda. No era hemorragia, era transpiración sucia, fría. Se levantó y se fue al baño. Sentía el vientre adolorido, como con las primeras menstruaciones sorpresivas, cuando parecía que había un río que quería saltar, pero el dolor lo atajaba. Una quería que al fin estallara, para que viniera el alivio, pero cuando lo hacía, era todavía peor, aun más doloroso. Se sacó los calzones y se sentó en el retrete, se doblo con los brazos oprimiendo el bajo vientre. Sintió un calor que manaba de su interior, terrible, doloroso. Dijo con esperanzas: "¡Qué alivio! Ya va a pasar". Pero no fue cierto. Tres gotas rojas se diluyeron en preciosas formas aleatorias en el agua del fondo. ¡No más!. Soltó todos los músculos hasta que el dolor se hizo conocido y se quedó ahí, con él, enroscada sobre él, oprimiéndolo con los brazos. Recordó su sueño y le habló al dolor: "Al menos tu papá será feliz".
Los días pasaron, pero no le llegó. Los dolores, las contracciones cedieron. Echó cuentas y calculó que llevaba cuatro semanas enteras de atraso. Volvió al consultorio para hacerse los exámenes. "Tiene siete semanas", oyó con resignación, pero no le dio importancia a la sentencia de la ginecóloga: "Me preocupa el resultado del Papanicolau" y la dejó citada a control para diez días después. Se fue caminando lento de vuelta a su casa. El mundo estaba ahí pero no tenía importancia ninguna. Algo vacío le pesaba como hierro puro. Se imaginaba otra vez agobiada por el nuevo hijo, empobrecida por la merma de ingresos, abusada por las necesidades de toda la familia: No deseaba este hijo. Casi lo aborrecía más, al saber que haría la felicidad de su pareja. Todo ese mundo que iba, en su entorno, de luces a sombras, y en el tiempo de verdes a amarillos, a tierras, a hojarascas, a ventiscas, le parecía hecho para los demás, no para ella. Pasaban los niños corriendo, escapados de la mano de sus madres, las parejas enlazadas, sonriendo a la brisa, pájaros sin rumbo, flotando hacia ninguna parte, hombres que se apresuraban a llegar, mujeres que los esperaban: Nada era para ella. Al llegar a casa su pareja la abrazó. Le dijo alegre: "¡Resultó el negocio de la Esperanza Grande. Me gané un millón!". Sin entusiasmo lo felicitó:- Me alegro. Vamos a pagar algunas deudas.
- ¡Si! También voy a aprovechar de comprarme un computador nuevo. Este se lo podemos dejar a las niñas.
- No es necesario. Para qué comprar otro computador, este está bien y es tan caro comprar otro.
- ¡Oye!: ¡Entiende!; me gané un millón.
- Pero así no te va a durar nada. Y tenís que juntar plata pa tu hijo - le respondió como si lo escupiera.
- ¿Cómo? ¿Qué hijo?... ¿Por qué?
- Estoy embarazada...
- ¡Pero putas que erís huevona! ¡Cómo se te ocurre preñarte justo ahora!
- Bueno; yo tampoco quería, pero así resultó no más. Además no me embaracé sola. ¡Vos también tenís la culpa!. Y no me vengái con que no querías un hijo que fuera tuyo.
- Sí. Está bien, pero no justo ahora que voy a tener un poco de plata y se la va a llevar toda.
Ella se repitió: "justo ahora". Nunca dejaba de ser, siempre, una carga para ella. Embarazada iba a tener menos trabajo, menos ingresos y cuando se acabaran los beneficios maternales la iban a despedir. ¿Quién iba a mantener la casa, entonces?. "¡Maldita sea! no quiero este niño" se dijo. Miró a su pareja y su rara desilusión: Quería al hijo, pero no quería pagar por él. Por otro lado se miró a sí misma: Necesitaba un hombre y este le acomodaba, porque dependía de ella. Además era bien plantado, y bien hombre aunque fuera un inútil. Le gustaba su estampa, su humor y su desempeño en el sexo: Era un macho comprado. Así lo vio siempre. Cuando hablaba de tener un hijo, le sacaba el cuerpo, le cambiaba el tema, se reía: "Cuando tengái plata, poh" le decía. "Estoy en eso. Tengo un negocio casi listo con la gente de la Esperanza Grande" decía. Pero nunca cristalizaba el negocio. Era como el nombre de la empresa: Una pura ilusión.
El otro, el silente, sólo seguía trabajosamente su tactismo: Duplicar, seleccionar, replegar, imbuir, replegar, seleccionar, duplicar, tactismos, tactismos ancestrales, creados y probados lentamente en la naturaleza de barro, con ese soplo que lo hacía procedimiento vital, del agua y la materia, del agua donde alguna vez sólo flotaba el gran demiurgo que hizo estallar la luz y el limo disuelto en ella, que prosperó en el ensayo y en el error, en lo bueno y lo descartable. Pero ese ser mínimo y silencioso, nada más tenía una sola oportunidad de cumplir su misión: Triunfo o fracaso. No tenía enmienda; era único en sí mismo y su propia obra. Si erraba, cargaría siempre el peso del error, que jamás dejaría de acompañarlo. Su huésped, en cambio, podía volver a intentarlo, podía decidir, y se le reconocía tácitamente el derecho, a negarse, a no intentarlo, a desechar y ante el error, siempre tendría otras oportunidades. Su huésped podía preguntar y ser preguntada; recibir respuesta o responder. Él, ese silencioso proceso de pliegue y repliegue, de doble o nada de intento único ni siquiera estaba dotado de entendimiento. Sólo de hacer y si de hacer tenía éxito y si todo en su entorno le era amable, incluso las respuestas de su huésped, quizás un día se llamara niño, o mi niño, y su huésped ya no lo sería, y el no sería un parásito y tendría vida y algún derecho. ¡Pero había tanto en juego! ¡Ni siquiera tenía un millón! Tampoco una Esperanza Grande; y ya había cometido un error.
El médico estudió los exámenes una y otra vez. Ella estudiaba la expresión del médico. Quizás todo paciente hace lo mismo; más aún si aquél repasa y pondera silencioso los papeles, induciendo en ella la sospecha. En varios momentos estuvo por preguntar si todo estaba bien, si no había algún problema, pero por cobardía no lo hizo.
- Bueno chiquilla -; dijo al fin, - vamos a lo nuestro, a la ecografía, para que conozcamos a tu niño, pues.
A ella, algo no le gustaba. No sabía qué era, no sabía qué sospechaba, pero imaginó que el médico ocultaba algo.
- Síííí... - dijo el médico, alargando la "í", - bueno chiquilla, esta es tu guagüita - y le mostró, haciendo un círculo con su dedo, más o menos vago, sobre la pantalla del aparato. - Ya tienes unas ocho o nueve semanas de embarazo, pues - afirmó, y extrañamente preguntó: - ¿Viniste sola, chiquilla?.
- Sí, doctor.
- Comprendo..., ¿eres casada?
- No, doctor, pero tengo pareja.
- ¿Es el padre de este niño?
- Sí, doctor -, respondió y pensó que la pregunta encerraba cierta insolencia desagradable, que ponía, de alguna manera, en tela de juicio su honra. Sintió alguna antipatía por el médico, a la vez que en su interior profundo, algo dijo que la paternidad era en todo caso bastante nominal. Creía que su pareja no tenía suficiente responsabilidad como para merecer con propiedad el título completo de "el padre de este niño". No era discutible su paternidad física. La paternidad emocional ni siquiera la conocía: Sospechaba que podía ser precaria; pero la paternidad responsable era muy dudosa.
El médico, sin embargo, no le dio más importancia al tema y se concentró en la imagen en pantalla. Le mostró varias protuberancias de el que se suponía era su hijo y dijo que eran los pies, los brazos, este lado sería el pecho, este otro la espalda. Todo de manera vaga y fría, sin el entusiasmo que solía compartir un médico con su paciente en estos casos.
- ¿Es niño o niña? - preguntó ella.
- Todavía no podemos saberlo -. Hizo un silencio largo - Así es que me gustaría hacerte una nueva ecografía el martes o cuando puedas venir con tu pareja, pues chiquilla.
Ella pensó que debía alarmarse. No deseaba este hijo, ni menos si tenía problemas. Preguntó:
- ¿Tiene algún problema mi guagua? - y en ese momento se sorprendió a sí misma del posesivo usado: Era primera vez que pensaba en su embarazo como un ser nuevo y propio. ¿Era por el sentido instintivo de peligro?
- No pienses esas cosas. Ven el martes con tu pareja y conversamos los cuatro.
- ¿Cómo los cuatro?
- ¿Tu niño? - dijo el médico y se alejó hacia el escritorio.
Todo el resto del día estuvo distraída en el taller. Le preocupaba que el médico la hubiera citado con alguien más. Algo no estaba bien. Trataba de concentrarse en el trabajo, pero siempre, como un pájaro que flotara alto en el cielo, aparecía la idea: Algo no está bien. De repente sintió una especie de rubor, y como si una corriente eléctrica instantánea la traspasara: "¡Es mongólico!" pensó. En unos cuantos segundos repasó un pronóstico atroz para su vida: No volvería a trabajar más. Viviría la vida dedicada a cuidar a un ser impedido, que no podría, jamás, valerse a sí mismo. Imaginó a su pareja diciendo: "¡No!. Yo no tengo hijos mongos. Este es hijo tuyo; no mío" después la abandonaría. "¡Pal caso!" pensó con despecho anticipado, "el tipo es un inútil. ¡Que se vaya a la cresta con su millón de la Esperanza Grande!". Al final llegaba siempre a la misma conclusión: "Odio a este niño, odio estar preñada". Y sin embargo, al fondo de su ser, quizás su conciencia, la hacía odiar este sentimiento egoísta y decía: "¿Y qué culpa tiene? Él es inocente. Sólo quiere una oportunidad". Intentaba trabajar, a pesar del peso que sentía, de todas las culpas, de todos los presagios que le apretaban el pecho, para olvidar. "Ahora no puedo arreglar nada" pensaba, "tengo que esperar. Algo bueno tendrá que pasar". Así lograba distraerse un momento, pero luego venía la otra oleada y volvía a odiar a su pareja que la había preñado, se odiaba a sí misma por dejarse preñar y sobre todo odiaba al fruto de ese error que le coartaba todas las libertades, e imaginaba soluciones para deshacerse de él. Se sentía perversa, de sólo pensar en eso, y se justificaba diciendo: "Es mi derecho, pues; ¿Acaso no tengo derecho a hacer lo que quiera con mi cuerpo?". Con eso sentía un falso alivio. Nunca se había visto en esta encrucijada y cuando la juzgaba en otras mujeres lo veía como algo sencillo. Se llamaba derechos reproductivos, derechos de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, y otros conceptos tan usados en las discusiones de sobremesa, de televisión, de revistas y diarios, sin un niño real y sobre deberes y derechos de otras mujeres. "Pero es mi hijo, es una persona que depende de mi; indefensa" reflexionó y sintió un golpe de ira. "¡Putas! ¡lo odio! ¡lo odio! ¡lo odio! ¿Por qué tiene que hacerme esto? ¡Huevón puta! ¡Puta! ¡Putas!" se dijo rechinando los dientes.
Una simbiosis se produce cuando dos seres, diferentes e independientes uno de otro, se unen en un sólo mecanismo, para mutuo beneficio. Una madre y su hijo no se benefician mutuamente; ella no se beneficia. No se unen por una cuestión de intercambio de intereses y por tanto no hay en ellos una simbiosis. El hijo es un amparado. Lo es desde su gestación hasta el parto. No obstante, una vez parido se dice que es autosuficiente, o viable, pero el amparo continuará, necesariamente, mucho más allá y el niño no será realmente viable por sí mismo hasta entonces. Solo, moriría. Pero, como quiera que sea, el último destino de todo ser vivo, es la muerte: ¿Se nace para la muerte? o ¿Se nace para cualquier proceso anterior?. Más aún: ¿Se gesta para el proceso que conduce, sin alternativa a la muerte? o ¿Se es creado para morir?. Si la vida no comienza para culminar en su destino final: la muerte; entonces su razón sería la propia vida, el proceso entre sus extremos. En ese proceso se esmeraba aquel ser, que no era parte de una simbiosis. Cumplía con intensidad su destino impuesto, expuesto a errores que no se le permitía enmendar, justificar ni discutir. Debía continuar, continuar como única recompensa a la persistencia de ser. Por otra parte, todo juicio y valor humano nace del raciocinio, que sólo aparece junto al uso del lenguaje; es decir, es muy posterior al proceso de este ser en desarrollo. Si es así, ¿cómo puede juzgar algo cuya realidad precede y por lo tanto ignora, y cuya naturaleza ética, valórica y moral desconoce? En fin, cómo alzar la voz de quien no la tiene y fue creado sin ella. Sólo es posible saber que continúa su proceso irrenunciable, sin destino cierto.
Venía cargado con cajas que fue bajando del taxi y metiendo en la casa. Ella se quedó sorprendida observando su actividad. Finalmente él dijo:
- ¡Ya! Ahora vamos a ver donde lo ponemos. O mejor, donde le ponemos el otro a las niñas.
- ¿Qué, mierdas, es esto?
- El computador nuevo que me compré, pues - y lo mostró con infantil alegría extendiendo las manos hacia todas las cajas, plenas de colores que sugerían dinámica, velocidad, potencia sublime y, precisión de sonido e imagen.
- Pero ¿Cómo? Si todavía no has hecho, ni siquiera, el trabajo. ¿Son tan idiotas que te pagaron anticipado?
- ¡Tai más tonta! Lo pagué con tu cuenta en la tienda, pues.
- ¿Pero cómo? ¿Cómo usaste mi cuenta sin autorización? ¿Cómo autorizaron el uso de mi cuenta sin preguntarme?
- ¡Putas! porque dije que erai mi mujer y les di todos los datos. ¿Cómo iba a ser si no?
- Es que es un robo. Yo no te di permiso para usar mi cuenta y no entiendo cómo te autorizaron - gesticulaba furiosa. - Vas a tener que devolver todo eso. Yo no lo voy a pagar...
- ¿Y quién dijo que lo ibas a pagar? Lo voy a pagar yo. Pa eso tengo el millón de la Esperanza Grande, ¿entendís?.
- ¿Y por qué no lo pagaste con ese millón, entonces?
- Bueno, porque todavía no me lo pagan, pero es un hecho, ¿te dai cuenta? No estoy usando tu plata. Estoy usando la mía: ¡Mía! ¿entendiste?. Cuando te cobren: Yo voy a pagar, porque entonces voy a tener la plata.
Sintió rabia. Llevaba a cuestas un problema enorme y necesitaba de su apoyo, pero en vez, el le usaba la plata, con cargo a ilusiones futuras. "Ahora no quiero decirle nada; tengo otras preocupaciones" pensó, pero su voz interior le decía que temía decirle que era un abuso, si lo hacía él le reprocharía su embarazo. "Voy a tener que soportar que instale su juguete nuevo. ¡Puto niño!".
El médico los miró, largo rato, casi sonriendo, con un gesto de suave tensión en los labios, que convertía su casi sonrisa en algo falso, frío. Movía suavemente la cabeza de arriba a abajo, mientras paseaba la vista de uno a otro. Dijo:
- ¡Bueno! ¡bueno! ¡bueno!. ¡Qué bueno!, ¡qué bueno que estemos todos juntos!
Los dos lo miraban con expectación. Dijo ella:
- Él es mi pareja - y sonrió con una expresión un poco boba, o quizás incómoda.
- Muy bien pues. Me parece muy bien - y levantó unos papeles que tenía delante. Los miró como si eso fuera algo del todo necesario, aun cuando sabía que no. Lo que tenía que decir lo sabía de memoria. ¿Cómo decirlo?, no estaba escrito, tampoco, ahí. Después de una pausa continuó: - Bueno; el Papanicolau que te hiciste está un poco alterado, chiquilla. No es para alarmarse, pero te vamos a tener que controlar más frecuentemente. ¿Comprendes?.
Ella pensó que aquello quería decir cáncer y clavó la vista en el médico, a la espera de su sinceridad. Él sostuvo la mirada en silencio, un momento y dijo:
- ¿Alguna pregunta?
- ¿Es cáncer?
- No. No podría decir eso -. Miró al hombre que se veía atónito, como golpeado, junto a su pareja.
- ¿Podría decir que no es cáncer? - insistió ella en un tono que dibujaba cierta agresión.
- Bueno... No. Tampoco podría decirlo definitivamente. Para tener claridad habría que hacer algunos exámenes que no se recomiendan durante el embarazo.
- ¿Significa que cuando sea posible tener certeza podría ser demasiado tarde?
- No lo creo - dijo el médico, pero alargó demasiado el sonido de la "N", de manera que a ella le pareció que mentía. El otro buscó refugio en la mirada, ahora llena de preocupación y quizás de un dejo de emoción, del hombre. - Por eso la vamos a controlar con más frecuencia y podremos tomar las decisiones necesarias. Por ahora me interesa hacer una ecografía más profunda: Para eso la cité hoy - concluyó, y llamó a la enfermera. "Prepárela para una ecografía vaginal" le instruyó. Cuando quedó solo con el hombre, el médico lo observó durante un rato incómodo, mientras intentaba interpretar sus sentimientos. Creyó que estaba sinceramente afectado. Dijo:
- Bueno; lo más importante es la guagüita. ¿Tienen otros niños?
- Sí. Bueno, no. Ella tiene dos niñas, pero no son hijas mías.
- ¿Y usted tiene más hijos?
Negó con la cabeza. El médico creyó ver cierta emoción en la mirada y en la respuesta silenciosa. Le pareció que los ojos del hombre estaban húmedos.
- Entonces vamos a conocer a este - dijo, tratando de proyectar entusiasmo, que él mismo juzgó falso.
Maniobró durante bastante rato el instrumento, con aire concentrado; quizás hasta cinco minutos. Finalmente, como si respondiera en voz alta una pregunta que se hubiera estado haciendo en silencio, durante todo ese tiempo dijo cortante:
- ¡Sí! - Tomó un puntero y comenzó a señalar con precisión sobre la pantalla del artefacto: - Este es su hijo, o hija. Aún no podemos saber el sexo - rodeando una figura que parecía una especie de renacuajo, flotando en la nada, colgado de su larga cola. Lo señaló y dijo: -Este es el cordón umbilical. Hacia este lado están las piernas, aquí; ¿ven? - señaló con el puntero. - Estos son los brazos.  ¿Se dan cuenta?.
- No le veo la cabeza - observó el padre - ¿Dónde está?.
El médico hizo un silencio, quitando la vista de la pantalla y bajando el puntero. Se quedó mirando los mandos del artefacto y golpeó suavemente sobre alguno, con su dedo cordial. La mujer lo miraba atenta, como si esperara con ansias la respuesta. Pensó: "Este imbécil es un mentiroso; algo esconde" y comenzó a sentir una rabia incipiente, por el posible engaño.
- Bueno; el feto comienza a desarrollarse y mientras lo hace es primero como una pequeña pelotilla. Después parece aplastarse y luego, cerca de las dos o tres semanas comienza a replegarse y se forma un tubo con la espina dorsal y el cerebro en un extremo, como si fuera una porra. No se sabe bien por qué, a veces, ese tubo no se cierra totalmente en los extremos y en la porra donde se forma el cerebro, la maduración se retarda o incluso se detiene. Es un fenómeno que se llama anencefalia. Todo el desarrollo continúa, excepto el del cerebro y el sistema nervioso.
Miró a la mujer y vio un gesto reactivo, agresivo, sospechoso, aunque permanecía en silencio. El hombre, en cambio, mostraba sorpresa atónita, incrédula; como si no entendiera la razón por la que el médico hablaba de ésto. Ella preguntó taxativa:
- ¿Significa que es mongólico?
- No. No. De ningún modo.
- ¿Retrasado? ¿Idiota? ¿Qué?
El médico observó que la expresión del hombre había cambiado, como si después de estar en plena oscuridad, abrieran de pronto las cortinas y se viera, entonces, el horror de la realidad. Su cara, ahora, reflejaba congoja. Otra vez el médico creyó ver ese brillo húmedo en sus ojos.
- No tiene encéfalo - dijo, esforzándose por mantener un tono absolutamente neutro. - No hay calota craneal, sólo rasgos blandos sobre la piel: Ojos, nariz, oídos...
- ¿Y qué habría que hacer, entonces? - preguntó ella.
El médico movió lentamente la cabeza de uno a otro lado.
- Nada - dijo por fin. - No va a sobrevivir. Puede morir en cualquier instante del embarazo, o incluso podría nacer normalmente y morir después de unas pocas horas. Nunca sobreviviría fuera del útero materno.
Ella miró al médico. Sentía, ahora, una rabia sorda contra él, como si el hacer la revelación que había hecho fuera la causa de la desgracia que caía sobre ella. Si la libertad hubiera sido algo definitivo y total, se habría abalanzado en ese instante sobre éste, rugiendo su ira y lo habría destrozado con sus propias manos: "¡Te odio, huevón! ¡Te odio!", pensó apretando los dientes. No obstante en ese momento pasó una luz por el centro de su pensamiento: "No era viable; no viviría. Entonces, ¿por qué no hacer un aborto, si era lo mismo que sacarse un tumor muerto? Además si tengo cáncer, la cuestión es la vida de la madre contra un muerto vivo: un bofe". Así lo dijo, casi como una imposición:
- Es decir, hay que hacer un aborto de inmediato.
El médico percibió la resolución de ella, pero desvió la vista hacia su pareja. Notó que tenía los ojos enrojecidos y húmedos. Los abría de modo desmesurado para evitar que la humedad acumulada rodara por sus mejillas.
- ¿Por qué un aborto, si es mi hijo? - dijo con esfuerzo.
El médico negó con la cabeza. Dijo:
- No es posible hacer un aborto.
- ¿Por qué no? Si ya está prácticamente muerto. Y si tengo cáncer soy yo o él. Yo opto por mi. Él no puede vivir: Usted lo dijo - el tono que empleaba era taxativo, imperioso.
- Para ti es fácil porque tienes dos hijas; pero para mí, es mi único hijo - intervino el hombre, de modo apenas audible. El médico pensó que levantaba la voz por temor a ser desbordado por la emoción que venía conteniendo desde hacía rato.
- ¡Es un engendro abominable; huevón! ¡Entiende!. ¿No te dai cuenta que me está carcomiendo por dentro? ¿Eres tan egoísta que no te das cuenta?: Voy a morir de cáncer.
El médico alzó las manos para pedir cordura.
- A ver - dijo, - No es posible hacerte un aborto, chiquilla - su voz se tornó suave y arrulladora; tomó ese modo tan médico, tan suave, que impone respeto por la serenidad de sus palabras. - El médico debe dar vida, no quitarla, ¿comprendes?. Por otro lado, la ley no permite el aborto bajo ninguna circunstancia.
- ¿Y si hay que optar entre la vida de la madre y del hijo?
Volvió a alzar las manos y sacudió la cabeza:
- Bajo ninguna circunstancia se puede realizar un aborto.
- Pero es una estupidez. Yo no quiero esperar. No quiero parir un monstruo.
Su compañero sorbió los mocos y se pasó, con disimulo el dorso de la mano bajo los ojos. El doctor pensó que era como esos perros de ojos largos y orejas gachas, que se echan a los pies del amo, con una tristeza inconmensurable, en el silencio inquebrantable de su naturaleza. Sólo a veces y a penas, un ladrido casi arrepentido, da cuentas de sus sentimientos profundos de sumisión.
- Sólo nos queda esperar y mantener un control atento - concluyó el médico. Pero la mujer no quería darse por vencida. Inició su defensa por otro flanco:
- ¿Y cuando comenzamos el tratamiento contra el cáncer del cuello del útero?
- Hehehe - rió bajito el médico, como si sólo subrayara una sonrisa - No tenemos un cuadro de cáncer, sino sólo una posible sospecha de riesgo, que si la descuidamos podría derivar en un cáncer -. Se esforzó en enfatizar la condicionalidad del suceso, de manera que sin descartarlo, lo que sabía que sería irresponsable, lo alejó todo lo que pudo como amenaza plausible. No obstante, pensó que el protocolo a que los considerandos legales obligaban, no estaba en nada exento de riesgo. Había un pie forzado en el asunto. Una madre embarazada no podía ser tratada porque era riesgoso para el feto. El médico debía ser especialmente cuidadoso, porque cualquier efecto abortivo, lo ponía en situación de conflicto jurídico. "Más aún en un caso como el de esta mujer" se dijo. "Si hiciera una crioterapia o una escisión electroquirúrgica, por ejemplo, y se produjera un aborto concurrente, de inmediato se arriesga una acusación de aborto provocado. Habría motivos y sospechas". Imaginó su propia carrera amagada por un error así y concluyó que eran muchas las mujeres que evitaban, sin necesidad, los tratamientos, por temor, por incomodidad o incluso desidia y sólo aceptaban tratarse cuando el problema era inminente. ¿Valía, entonces, la pena el riesgo?. "¡No! En absoluto" se respondió. "No sería responsable truncar mi carrera por un intento audaz". Más atrás, en el pensamiento no racional, que siempre acompaña a la razón, como un relámpago cruzó un concepto: "¡Además, esta mujer es una egoísta!". Dijo: - Dos meses después del parto, si fuera necesario, iniciaríamos un tratamiento preventivo.
- ¿Y si el feto se muere antes?
- El proceso siempre terminaría con un parto - sentenció, a la vez que terminó de configurar una incipiente antipatía por la mujer. - De todos modos, ustedes pueden consultar otra opinión si lo desean -. Con especial intención incluyó al hombre, que en silencio le parecía que hacía esfuerzos por contener la emoción.
- Para qué - dijo él - si usted ya fue bien claro, doctor.
- ¡Ah no! Yo voy a consultar otras opiniones, de todos modos. ¿Tu crees que me voy a quedar tan tranquila con un monstruo así, creciendo en mi vientre? ¡Es atroz, horroroso! Ustedes como son hombres no lo entienden. ¡Quiero una doctora mujer! - dictaminó.
Al salir del consultorio la mujer apretó el paso, adelantándose, como si fuera a perder el tren, a la vez que golpeaba los tacos reflejando la ira que la dominaba.
- ¡Espérame! - pidió él, sumiso, - ¿Qué apuro tienes?
No respondió, ni soltó el paso. Sólo hizo una sacudida de hombros, a la vez que resopló, como si escupiera la rabia.
- Pero... ¿Por qué estás enojada conmigo? ¿Qué te hice?
Se detuvo. Iba tres o cuatro pasos adelante. Giró y lo encaró:
- Entiende de una vez: No voy a tener este monstruo. ¡De ninguna manera! ¡No lo voy a tener! No me va a cagar la vida: ¿Está claro? No me importa nada lo que tú pienses. Soy yo la que lo va a parir. No tú. Si quieres un monstruo anda a tenerlo con otra: ¡Conmigo no!.
Quedó atónito, plantado delante de la mujer, en la acera, mientras ella le gritaba su furia, entre gotas de saliva espumosa, sin importarle la curiosidad de la gente que pasaba por su lado. Se sintió avergonzado de ser apabullado de esa manera, en medio de la tarde serena, donde la gente caminaba de regreso, quizás contenta de terminar otro día, en medio del otoño tibio. Le pareció que los transeúntes eran una multitud y aunque no era así, sentía que todos se detenían y hacían corrillo rodeándolos y lo miraban a él, con aire de condena. No tenía respuesta para el exabrupto de la mujer. Hubiera, quizás, repetido penosamente y sin sentido alguno: "Es mi hijo, también", pero el pensamiento estaba en blanco. No había palabras, ni imágenes, ni conceptos o ideas que urdir. Habían sido arrasadas por la sorpresa inesperada de la explosión de la mujer. La primera instancia de su conciencia, capaz de responder al estímulo que le habían lanzado, era la sensitiva. Ahí se estrellaban, ahora, las imágenes de la pared lisa del edificio a su izquierda, de color gris sucio; el reticulado amarillo pesado de las baldosas de la acera; el color metálico y blanco de los automóviles que pasaban sin prisa por la calzada y los ojos: Los ojos de la gente sorprendida y atrapada en una sorpresa que él mismo aún no llegaba a comprender. Finalmente, tal vez como una defensa automática, impensada, dijo:
- ¡Ándate a la mierda, entonces! - y dando media vuelta se fue caminando en sentido contrario, con las manos en los bolsillos. No sabía con qué rumbo. Alcanzó a dar algunos pasos y oyó el grito en respuesta.
- ¡Claro, huevón marica, ahora como tenís tu millón de la Esperanza Grande, te mandái cambiar! ¿No es cierto?. Decide de una buena vez: ¿De parte de quién estás tú?
Tom-tom, tom-tom, tom-tom, quizás ese sonido interior, que iba lentamente creciendo, como reflejo de la única oportunidad de vida, bajo el amparo reactivo de su huésped no era percibido por ese ser que lo originaba. Quizás nunca llegaría a reconocerlo como una sensación de existencia, como prueba de conciencia, como origen de sí mismo: No estaba, nunca llegaría a estar, capacitado para eso. Tampoco habría podido comprender las sutilezas llenas de finos conceptos que condicionaba su presencia, que a sí mismo sólo imponía la plácida obligación de ser y crecer, mientras a su huésped y a otros que ni siquiera podrían llegar nunca a ser comprendidos por él, con una inteligencia que ya se le habría negado, les sacudía lo más profundo que un ser cree tener: Conciencia, derechos, tal vez deberes. Siguió, entonces, en la única oportunidad que la naturaleza, o cualquier causa pudo otorgarle recorriendo el decurso de su vida limitada, mientras esta le era permitida por aquella o aquellos que lo tutelaban: Tom-tom, tom-tom, tom-tom...
El diagnóstico de la obstetra no fue diferente. No podía serlo. Es posible que la diferencia fuera que la paciente ya conocía su situación y que acudía a ella más en busca de contención que de solución. Sin embargo insistió en su interés de abortar.
- ¿Y entonces, doctora, por qué no hacer un aborto, si va a morir de todos modos?
- Si yo pudiera, no dudes que estudiaría la posibilidad. Pero la ley es dura: No lo permite.
- ¿Aunque yo me pueda morir de cáncer por culpa de un engendro que no va a vivir?
- La ley considera que la vida humana comienza con la fecundación, por lo tanto ese niño es una vida humana y mientras viva se le debe respetar su derecho. Ese respeto lo garantiza la ley, negando cualquier aborto.
- Pero, doctora, eso no es justo. ¿Es que no lo entienden? Es sólo un monstruo fallido y está dañando mi vida; la está poniendo en riesgo. Ellos están equivocados. Esta cosa no puede vivir: Nunca va a ser feliz, nunca será un niño y si nace va a vivir dos horas de sufrimiento.
- No sabes cuánto te entiendo. Pero hay otras formas de ver el asunto. Quienes hicieron la ley creían que tu guagüita ya está viviendo una vida feliz y protegida. Creían que tenía derecho a disfrutar esta vida, sobre todo si es la única que va a tener. Piensa tú, que la enorme desgracia de ese niño, baldado, recibe el beneficio de la incapacidad de sufrir. Nunca va sufrir: Ni cuando está en tu vientre, ni en el parto, ni cuando muera. No puede sufrir. El sufrimiento es de los padres. Ellos sufren por su hijo.
- Yo sufro sola. Mi pareja no sufre, no me apoya. No está conmigo; está en otra.
- Eso es parte del problema, desgraciadamente. Muchos hombres rechazan a estos hijos con problemas y se apartan, rechazando a la mujer también. Pero tú tienes que ser fuerte. Lucha por ti y por tu hijo: No hay más alternativa.
- Pero si el feto no sufre, no siente y nunca va sentir nada: ¿Qué vida es esa? ¿Acaso eso es estar vivo?. Y entonces, si no puede sufrir, ¿qué importa abortarlo?, si con el aborto se evita, al menos, el sufrimiento mío.
- Te entiendo. Y doy gracias a la vida de no tener un sufrimiento igual. Debe ser atroz llevar en el vientre un niño con esa deformidad que sólo nos produce dolor y sufrimiento. Sin embargo estoy atada de manos. Sólo puedo aconsejarte que intentes pensar que tu niño no sufre, que es feliz, que él no tiene más vida que esta que tú le vas a regalar, que él no tiene culpa de esta desgracia. Intenta pensar en cuánto amor puedes darle, mientras lo esperas y en las breves horas de vida que tenga -. La quedó mirando. Su expresión era de dulce comprensión, de solidaridad, sin embargo su paciente, tenía una expresión escéptica. Quizás la rebeldía no le permitía aceptar la realidad y asumir sus consecuencias. Pensó: "¿Cómo moldearla y transformarla en conformidad?". Mucho más atrás, en su interior, donde el pensamiento surge como expresiones emotivas, sin el filtro de las razones, como el reflejo de la luz nocturna en el agua, pensó que todo avance de los hombres, nace de esas rebeldías. De la rebeldía de vivir en carne y nervio propio la desgracia. En tanto que aquél cuya rebeldía nace sólo del pensamiento, de la razón, sin haber, nunca, hecho carne el sufrimiento, apenas si puede pulir o mellar los bordes de la potencia de la verdadera rebeldía. Sólo a veces, con tanto esfuerzo, podría canalizarla. Entonces dijo: - ¡Cuanto más quisiera decirte! pero no sé como darte la templanza que necesitas -. Hizo una pausa, como si temiera decir lo siguiente, pero al fin propuso: - Ponle un nombre, cómprale ropita, prepárale su llegada. Quizás eso te alivie algo.
Se encogió de hombros, hizo un gesto de rechazo y dijo:
- ¡Malaonda le voy a poner! - y de inmediato una expresión de alegría se superpuso, sin que se borrara la de enojo, en su rostro y se le escapó una risa nerviosa e involuntaria. Después de un momento agregó: - Ni siquiera sé si es hombre o mujer para ponerle un nombre.
Tom-tom, tom-tom, tom-tom... La fuerza de las instrucciones de los tactismos que impulsan su desarrollo, su crecimiento, el progreso vital de su trayectoria, no requieren de un sistema nervioso, ni de un entendimiento o una razón. Son sólo eso: Comandos, instrucciones, procesos, replegar, imbuir, plegar, seleccionar, duplicar, tactismos, tactismos ancestrales. Estaba vivo y era fuerte. ¿Era humano? ¿Por qué?.
- ¡Amorcita! - gritó desde la entrada - mira lo que le compré a mi guagüita.
Venía con una enorme bolsa plástica que tenía estampada una imagen entrelazada de un niño recién nacido con el ícono de una gran tienda de departamentos. Ella sacudió la cabeza, mientras abría mucho los ojos, con un gesto de molestia.
- ¡Ah! También compré un regalo para nosotros - agregó. Y desparramó el contenido de la enorme bolsa sobre la cama. Cayeron una infinidad de artículos: Zapatitos minúsculos, calcetines mínimos, camisetas pequeñas, tenidas de colores y más. Mientras ella los miraba, con curiosidad y algo de molestia, el salió del dormitorio. Volvió cargando con dificultad una enorme caja, plana y alargada. Dijo: - Cuarenta y dos pulgadas de alta definición y viene con tres meses gratis de señal satelital. ¿Ah? ¿Qué te parece?
- ¡Tú erís tonto! - respondió, cargando la fuerza en el epíteto - ¿Cómo se te ocurre comprar estas huevás? ¿Es que no entendís que este huevón está muerto, que no es una persona? ¿Y cómo vai a pagar todo esto; y ese enorme televisor?
- ¡Bah! Yo sabré. ¿Acaso no tengo el millón de la Esperanza Grande? Abrí una tarjeta en la tienda, ya que no quieres prestarme la tuya.
La obstetra calibró los parámetros que mostraba la pantalla del ecógrafo, analizó y concluyó un diagnóstico bastante cierto. Dijo:
- Bueno; sin dudas ya estás en la semana treinta y ocho, el niño está colocado y listo para el nacimiento, así que ya podemos inducir el parto sin ningún riesgo. El martes tengo espacio para solicitar pabellón, para que tengas a tu hijo -. La miró con curiosidad, intentando penetrar en sus pensamientos y sentimientos. La mujer sólo se encogió de hombros. La doctora pensó que con resignación. Había sufrido ocho meses de calvario incomprendido. Pensó que esta era una de aquellas situaciones en que las mujeres mejor percibían la soledad irreparable del ser humano: Nadie, sino ella misma; ni siquiera otra mujer, podía comprender cuan sola se está frente a los desafíos que la vida plantea. Percibió que ante el fracaso, ahora ya consumado, de lograr deshacerse del sufrimiento de sentir que llevaba un engendro indeseable, que ni siquiera consideraba humano, ni valioso de modo alguno, nada tenía importancia. Por eso se encogió de hombros: Nada tenía, ya, importancia. La obstetra se aventuró a preguntar, quizás buscando alguna forma de alivio de su propio fracaso, que no había podido dar conformidad a esta mujer ante lo inevitable: - ¿Le pusieron un nombre?
Negó con la cabeza. Pensó que la médico era torpe, al creer que podría ponerle un nombre a esa especie de renacuajo, pero había algo en ella, quizás un espíritu solidario y comprensivo que le daba algún alivio y la hacía respetarla. Dijo:
- Ni siquiera he querido saber el sexo; ¿Cómo podría ponerle nombre? -. La respuesta era más bien una deferencia que el motivo de la abstención, pero la doctora preguntó:
- ¿Quieres saber el sexo?
- No. No me interesa. No es mi hijo, es un castigo.
La obstetra la miró con cierta tristeza. Pensó en la facilidad con que se le niega los derechos a los débiles. Creía, con todo, que si bien ese niño sufría una deformación irreparable que le restaba posibilidades de sobrevivir, era necesario reconocer que tenía derecho, lo mismo que cualquier ser vivo, a una vida en los términos y condiciones que la naturaleza le otorgara. Más aun, creía que debería tener derecho a ser reconocido como hijo, al menos. Se dijo, luego, que los más débiles jamás tenían oportunidad de reivindicar sus derechos: La única manera que lo logren es a través de la generosidad de los más fuertes, quienes se los coartan. Mientras no hubo grupos de poder, entre los blancos, que decididamente lucharan por los derechos de los esclavos, no se pudo reivindicar el derecho de aquellos a ser libres e iguales. Los niños, por sí mismos, jamás lograrían que se les reconociera sus derechos. Ni siquiera serían capaces de determinar cuáles son. Reconocer el derecho del más débil es un acto de voluntad generoso que no siempre el fuerte está dispuesto a ejercer. Sintió, en su pecho, un cierto dolor culpable por no poder conseguir que esa madre, cuando menos, aceptara a su hijo y su desgracia, así como lo haría si la desgracia le hubiera sobrevenido después de tiempo de haber nacido.
Pom-pom, pom-pom, pom-pom... se seguía oyendo, robusto y sano, desde el interior del útero de la mujer el testigo de la única vida que ese ser indeseado tendría, sin importar que fuera un engendro, un monstruo o una desgracia. Sin importar tampoco si tenía los implementos necesarios para percibir la placidez o el gozo de ser. Pero quizás ese gozo estaba ahí aunque su error no le permitiera aprisionarlo y hacerlo suyo. Para eso no importaba si estaba adherido a su huésped o independiente de él: Era el único mezquino regalo que el destino irrenunciable le entregaba. ¿Tenía derecho a ese destino magro? ¿Era lícito querer negárselo?
- Este martes me operan - dijo con desinterés.
- ¿Cómo "me operan"? ¿De qué te van a operar?
- Me van a sacar esta cosa - replicó con desprecio.
- ¿Va a nacer? - preguntó su pareja, con alegría.
- La médica, estúpida, me preguntó si le tenía un nombre.
- No hemos pensado ninguno todavía - dijo sorprendido y se preguntó: - ¿Será hombre o mujer?
- También me preguntó si quería saber el sexo.
- ¿Y te lo dijo?
- No quise saber.
- Si fuera hombre yo le pondría Yacson Alexander y si fuera mujer: Hémili.
- ¡Jajaja! - se rio ella, sarcástica -: ¡Jémili! - dijo, marcando mucho la "J" que el otro había pronunciado con una suave aspiración. - ¡Qué estúpido! ¡Jémili! - y repitió sarcástica: - ¡Jémili! - y no dejaba de reírse.
- Hémili... - repitió -, no Jémili. No es jota sino hache, aunque te dé mucha risa, o mucha rabia que le ponga un nombre, pero también es mi hija ¿Entendís?
- ¡Qué va a ser tu hija! ¿No te dai cuenta que es una cosa... un sapo...?
- Será un sapo, pero si yo la abrazo, así apretadita y le doy un beso, a lo mejor se convierte en princesa ¿Viste?.
- ¡Qué tonto! ¡Qué niño! - replicó con desprecio.
El lunes por la tarde él llegó con una bolsa de la gran tienda, mientras ella preparaba su maleta para el hospital. Se instaló al frente, y sacó de la bolsa una caja de cartulina satinada y de la caja una cámara de video que apuntó hacia ella, como si la estuviera filmando.
- ¡Mira lo que tengo! - dijo.
- Oye: ¿Cómo sigues comprando cosas? ¿De donde sacas la plata? ¡Putas que eres irresponsable! ¿Cómo piensas pagar el hospital?... y estás gastando plata en tonteras.
- ¡Bah! es mi plata... Pa eso tengo el millón de la Esperanza Grande.
- Pero ya te lo has gastado varias veces con todas las estupideces que has comprado y además tenemos que pagar la intervención en el hospital.
- ¡Bah! Yo sabré, pues.
- Te juro que no lo entiendo... ¿Y pa qué quieres, ahora, esa filmadora?
- ¡Bah! Pa tomar videos del parto y de la guagua cuando nazca. Pa tener de recuerdo, sobre todo si va a vivir tan poquito.
A la mujer se le congestionó la cara de ira. Sentía una rabia infinita, como si todas las intenciones inocentes del otro le produjeran un daño enorme, más que por la ilusión que consideraba torpe, porque de alguna manera sentía que la actitud del otro revolvía una herida secreta que nunca había querido reconocer, producida por su incapacidad de procrear un niño sano y la cargaba de culpa, que no podía manejar y sentía injusta. Pensaba que el pie forzado de la ley le había impedido tener otra oportunidad o deshacerse de esta desgracia, como si quisieran castigarla de manera persistente. También sentía, en el fondo de sí misma, una sospecha que se esforzaba en negar, pero que cada vez que su pareja manifestaba esa alegría casi pueril, volvía a aparecer: Tal vez la vida la estaba castigando por querer deshacerse del niño cuando se dio cuenta que estaba embarazada. La castigaba por cuenta de su pareja, que no sabía de su culpa. Muchas veces se decía que quizás esas píldoras, de levonorgestrel que se tomó juntas, habían dañado al feto. Nunca quiso preguntar si podía ser esa la causa. Tenía terror que le confirmaran sus sospechas, aunque jamás había oído nada de ese estilo que pudiera corroborar una conjetura así. Pero los castigos que se infiere de la culpa siempre son irracionales. Ella lo sabía, y el solo hecho de saberlo, la sola contradicción que la hacía recelar de un imposible, agravaba y era parte de la mortificación que se infligía a sí misma. Entonces, la ingenuidad y la alegría de su pareja actuaba com un reflejo de su propio castigo, trasladando el origen de éste al padre de su hijo fallido. Este acto interior disparaba, a la vez, una sensación de injusticia, porque era ella la que soportaba el horror; y la alegría, la felicidad que apreciaba en el otro era peor que si en vez se trocara en un vendaval de ira, que sólo pudiera detener oponiendo la furia equivalente que ella sentía. Le gritó:
- ¡Córtala imbécil! ¡Huevón! ¡Puta! ¡Puto! ¡Es que no te das cuenta que no es un niño sino un tumor! ¡Es un tumor! ¡Un tumor! ¡Entiéndelo de una buena vez, estúpido, boludo, ingenuo, huevón! - y le lanzó una patada que el otro apenas alcanzó a esquivar.
- ¡Ya! ¡ya! mi amorcita, no te enojes conmigo. Yo no tengo ningún hijo: ¿Me dejái soñar un poquito? Yo te entiendo, pero ¿qué sacamos con amargarnos tanto? - y la abrazó con fuerza. Ella lloró de manera incontenible. Sentía una enorme pena y compasión de sí misma, además de temor. Detrás de todos los pensamientos, en las imágenes irracionales que originan los sentimientos, se dibujaba un parto atroz. Daba a luz un raro engendro venenoso que al pasar por su interior iba quemando la carne hasta dejarla estéril y enferma. Sin embargo, al salir fuera de su cuerpo, aunque no tenía un rostro, ni miembros y menos una boca, la miraba con ansiedad y se inclinaba hacia ella. Decía, con una voz ronca, de timbre metálico y hueco: "¡Maaaaaaaaaaa...!" y ese llamado que emergía de esa cosa destruía su ánimo a la vez que despertaba una ira impotente, que derivaba en este llanto convulso e incontenible. Ante esta aparición, recordó que el niño una vez limpio, después de nacer, se lo entregan a la madre y se lo ponen sobre el pecho. Sintió un nuevo horror y se vio tendida en la camilla del parto, con el engendro sobre el pecho, sobándose sobre ella, envuelto en una sustancia viscosa y buscando con desesperación sus mamas. Ella quería gritar que se lo sacaran de ahí, pero sus gritos quedaban opacados por el lastimero llamado metálico y hueco, que con un timbre ronco suplicaba: "¡Maaaaa...!". No podía ver su propia carne bajo el contacto con el bofe que reposaba ansioso en su pecho, pero la imaginaba quemada y muerta. Dijo:
- No quiero que entres a la sala de partos, no quiero que me filmes, ni quiero aparecer en ninguna parte con esa cosa. No me tomes fotos con eso, ni videos, ni nada. Una vez que suceda y termine, quiero poder olvidarlo por completo, como si nunca hubiera sucedido. Lo único que ruego, es que no se me haya extendido el cáncer.
- Pero mi amorcita, si el médico dijo que no era cáncer, que sólo había algún riesgo que habría que cuidar.
- Para ti es muy fácil decirlo, porque no eres tú el enfermo. Entiende, de una vez, que ese médico era un mentiroso.
- Pero la doctora tampoco dijo que tuvieras cáncer.
- ¡Que estúpido eres! Sabes demás que los médicos se protegen unos con otros -. Con el llanto arrasador, los mocos y las lágrimas le empapaban la parte superior del labio. Sorbió con estrépito por las narices y tomando un reborde de la camisa de él, se enjugó y se sonó con fuerzas.
- Ya, ya, ya mi amorcita: ¡Ya pasó! - dijo, como si ella fuera una niña pequeña - ¡Ahora viene la felicidad!
- No. No es cierto. No viene ninguna felicidad. No quiero tu felicidad...
A las cuatro de la tarde la inducción del parto, que había comenzado a las diez de la mañana, apenas había logrado una dilatación del cuello del útero de entre tres y cuatro centímetros. Las contracciones iban y venían, a ratos a un ritmo de cinco minutos, para luego retardarse a ocho o diez. La incomodidad y reactividad de la madre, temprano en la mañana, provenía de una cierta culpa y tal vez alguna vergüenza, de exponerse ante la gente con un niño deforme, con alguna apariencia de niño, pero con la cabeza abierta, que ella imaginaba como un tomate maduro y reventado. A la vez se sentía manipulada y obligada por el entorno a culminar un proceso indeseado con un protocolo que pretendía acercarse a la normalidad que en realidad no existía. Al salir de la casa, su pareja le daba instrucciones que no se referían a ella, sino a requerimientos del niño que iba a nacer.
- ¿Le llevas su ropa a Hémili?
- ¡Ay! ¡Para qué quieres que le lleve ropa, si es una cosa, un mono, no una persona -. ¿Por qué no le preguntaba si llevaba todo el ajuar necesario para ella misma? ¿Acaso era menos importante para él que esa cosa? También le molestaba la certeza que había adquirido respecto al sexo del niño y que le hubiera elegido un nombre. Sentía que a su pareja sólo le importaba esa niña. Muchas veces era así con los hombres, pero en este caso la empujaba a ella a fingir que todo era normal, aunque no lo era. Temía que esa ansiedad absurda por el nacimiento de una bola de carne sin vida, sólo animada, lo hiciera exponerla a ella al ridículo. Así se habían pasado las horas, tensas, renuentes, que atajaban el proceso, tan deseado pero tan resistido. Así había llegado a las cuatro de la tarde. Ahora sentía que el castigo se doblaba: Fracasar como mujer engendrando un monstruo y ser, a la vez, puesta en evidencia ante el mundo con su fracaso. Imaginaba irracionalmente que todos, cada posible par de ojos cercano, la miraría con curiosidad y la juzgaría. Quizás unos le tuvieran lástima, y eso le producía una ira rebelde: No quería merecerla. Otros en cambio, tal vez la miraran con asco y rechazo por haber parido ese monstruo que habría nacido con la tapa de los sesos volada. Sentía rabia frente a la injusticia de recibir aquel juicio a pesar que ella hubiera querido evitar ese nacimiento. Era como si la sociedad toda quisiera hacer escarnio de su desgracia. De este modo, ahora que al fin llegaba el momento, aunque fuera doloroso para el ánimo, de librarse del suplicio de más de ocho meses, en algún lugar profundo de su ser, donde es imposible pensar, no quería parir; ahí donde sólo hay emociones que se hacen imágenes, sonidos, deseos; en ese lugar recóndito se negaba a parir. Ahí había una fuerza potente e incontrolable que se negaba a entregar a ojos del mundo, como si fuera un pecado, y su confesión atroz, el fracaso de su condición más íntima de mujer: Un hijo abominable. El parto, en cierto modo, lo sentía como un acto de  regalar y parir esta cosa era como regalar un excremento.
Alrededor de las seis la mujer botó el tapón mucoso y perdió el líquido. La matrona la auscultó pero apenas tenía un poco más de cuatro centímetros. Le puso sobre el vientre aquella rara corneta de palo, de aspecto tan antiguo, que imaginaba tan arcaica, tanto que teñía con su aspecto ancestral a la propia matrona, que asemejaba tener todos los años, sin excepción.
Tac-tac, tac-tac, tac-tac... escuchó. Estaba ahí. Seguía los mandatos de la vida, aunque arrastrara un error irreparable, que ni siquiera conocía, que no podía conocer y del que no se le podía culpar.
Hizo un gesto, abriendo mucho los ojos y arrugando la boca, de manera que parecía que la nariz, flaca y muy larga, quería precipitarse sobre aquella. "No hay problemas" dijo, "su corazoncito late fuerte y claro. Sólo que no colabora en nada: No hace nada por nacer". Después desapareció a paso firme, como si tuviera una importante misión fuera del pabellón de partos. La mujer pensó que todo estaba mal. "No quiere nacer" pensó. "Prefiere  quedarse ahí, agazapado". Lo imaginó, allá atrás, con el último pensamiento, como una especie de lagarto muy viejo, que expandía un cuello horrible, como un abanico de colores amenazantes, que le impedía ser extraído a través del cuello cervical. Tenía un hocico delgado y enorme lleno de pequeños dientecillos agudos y una mirada penetrante y fiera. "Quizás me devore lentamente por dentro" le dijo ese pensamiento mágico y absurdo, y sintió angustia. "Tengo que parirlo antes que me dañe" pensó y comenzó a pujar con fuerzas. De repente se dio cuenta que estaba empapada y sospechó que se había orinado. Las contracciones seguían a intervalos irregulares, como si algo inmanejable, a ratos, las frenara. Quería pujar con más intensidad, pero se daba cuenta que era inútil: Algo en su propio ser atajaba el proceso, como si se opusiera al parto. La matrona volvió, acompañando a la obstetra. Vio que del bolsillo lateral de la bata blanca, ceñida al cuerpo flaco, emergía la boca ancha de la corneta de palo. Extrañamente pudo observar la veta de la madera, de color rojizo, sobre el suave color té con leche de la base del palo. Algo parecía falso. Trató de concentrarse en ello y se dio cuenta que las líneas de la veta eran demasiado precisas y regulares en su forma, aunque su recorrido intentaba parecer azaroso y natural. "¡Es de plástico!" se dijo y sintió una absurda alegría, como si ese descubrimiento fuera fundamental. La obstetra se acercó y la miró con dulzura. "¿Cómo vamos, chiquilla?" le preguntó. Ella la miró y dijo de manera automática: "¡Bien!; Súper bien". De inmediato pensó que esa respuesta que siempre se repite, como una forma de saludo, era del todo absurda: Había estado un día completo e infinito recibiendo un suero lento y persistente. No había comido ni tampoco había descansado un solo minuto. No iba bien. Además algo en sí misma, que a la vez le era imposible de reconocer, le jugaba en contra y se oponía al avance del proceso, entonces ¿cómo podía decir: súper bien?. Sonrió, con una sonrisa boba, y se corrigió: "En realidad pésimo" dijo, "estoy agotada". En ese momento observó que la bata de la obstetra era blanca como la de la matrona, pero no ceñida como aquella. A la vez la matrona tenía una toca que le protegía el pelo y una mascarilla que le colgaba del cuello y que hasta ahora jamás usó en la nariz y boca. La doctora estaba apenas maquillada. A la parturienta le pareció extraño percibir ese detalle, lo mismo que el pelo castaño y ondulado. Siempre lo había visto así, pero nunca había pensado en eso hasta ahora. "Qué raro" se dijo y se preguntó si ese color tan luminoso sería natural o teñido. Se sentía incómoda, a la vez que no podía observar bien el pelo de la médico como para tener una opinión clara, de manera que intentó acomodarse un poco. Al hacerlo sintió una fuerte contracción. Más fuerte que ninguna que hubiera sentido hasta ahora. Se le escapó un quejido doloroso e involuntario.
- Bien - dijo la obstetra - me voy a preparar y vemos como va el proceso. Si no avanza vamos a tener que hacer una cesárea.
A poco de salir la obstetra, otra contracción, casi más intensa, le arranco un quejido que no pudo contener. "Me está destrozando por dentro" pensó, y lo imaginó debatiéndose feroz por no nacer, porque "sabe que si nace va a morir: Es un monstruo. Yo tampoco quisiera que naciera".
-¡Ah! ¡Bien! - exclamó la matrona - Estamos empezando el trabajo de parto.
Cuando la contracción cedió la parturienta dijo, entre sollozos:
- No quiero... no quiero que nazca. No quiero parir un engendro, ¡por favor!
- ¡Ah! ¡No, no, no! Ya estamos aquí, tiene que nacer no más. Para eso vinimos.
"¡Que se habrá creído esta huevona!:  ¿Que va a parir conmigo?" se dijo y pensó que aborrecía a la gente que hablaba en "nosotros", ya sea para incluir a los otros en las culpas propias o para hacerse parte de los méritos de los otros, cuando no les correspondían. "Este es mi parto y mi drama" pensó. "Yo soy la preñada, la de los dolores, la de las contracciones. Ella ni siquiera sabe cuanto odio estar aquí. No sabe que no es un sacrificio el que hago, sino que cumplo con un castigo, porque Dios no castiga ni con palo ni con piedra. Castiga con crueldad, golpea donde más duele, y deja caer el castigo justo a tiempo para hacer el mayor daño. Después construye lentamente las puertas que cierra y abre las ventanas que jamás cruzaría, ni cruzaríamos con esta vieja huevona. Entonces alguien asoma por esas ventanas y dice: Él ahorca pero no asfixia, o algo así y cree que de ese modo se gana un lugar en el cielo, a costas del castigo de una". Dijo:
- No. Yo vine a terminar con un suplicio injusto que me impuso la ley que hicieron los milicos asesinos con los curas elegantes: ¡Nada más! -. Al decirlo sintió un raro alivio, como si de repente se despejara el cielo de un día tormentoso y se sintió extrañamente alegre y excitada. Le bajó un ataque de risa incontenible, mientras en la censura del fondo de sí misma, donde sólo hay emociones, se le apareció su propia imagen riendo, con el vientre enorme, las patas abiertas y el rostro desencajado: "Me estoy volviendo loca" le dijo la censura. No habían pasado dos minutos más: Sintió una nueva contracción, aún más intensa y con un esfuerzo que no creía posible gritó: "¡Mierdas! ¡estoy pariendo al demonio!".
En ese momento entró al pabellón la obstetra con el resto del equipo médico.
- Parece que avanzamos - dijo la obstetra detrás de su mascarilla.
- Pienso que está lista para la epidural - respondió la matrona.
La obstetra auscultó a la parturienta después que el equipo de anestesia administrara la epidural, que en modo alguno la calmó. Entre contracciones, pujos inútiles y gritos, comprobó que la dilatación ya estaba en diez centímetros, sin embargo el niño no hacía nada por nacer. "¡Sáquenmelo! ¿No ven que no puedo parirlo? ¿No se dan cuenta que es un engendro? ¡Aunque sea a pedazos! No me importa; ¡Sáquenlo de una buena vez!" gritaba la mujer.
- ¡Ayúdela! - dijo la obstetra a la matrona. Ésta, se encaramó en la camilla de parto y le cargó con fuerzas la rodilla y la pantorrilla de su pierna derecha sobre la parte superior del abultado vientre preñado, e impulsó, al ritmo de las contracciones a la criatura que nacía, como quien aprieta un tubo de pasta de dientes que ya comienza a mezquinar su contenido.
- ¡Puja!... ¡Puja!... - ordenaba la matrona, inútilmente. De esta manera, se fue haciendo de noche; noche de fines de primavera de cielos limpios, después de las últimas lluvias, cuando los árboles se rebalsan de esas pequeñas florcitas blancas y rosadas, de aromas tenues, que parecen estimular la belleza de las cosas e iluminar los ojos de las mujeres. - No tiene caso - dijo la matrona, bajando de la camilla. Miró la hora: Pasaban de las siete y media - tiene inercia - sentenció y sacando su corneta de aspecto de palo del bolsillo lateral, la aplicó al vientre de la madre. - Ahí está; fuerte y claro, pero no colabora.
Tom-tom, tom-tom, tom-tom... se escuchaba. En ese mundo interior y protegido, todo era silencioso y calmo. Quizás sabía, no como sabe la madre o la obstetra, ni la matrona, sino con una certeza instintiva o táctil, que todavía no era su momento. Tal vez su cerebro alterado, inmaduro, incipiente, no le permitía concebir la idea de un alumbramiento provocado y sólo esperaba su hora en algún momento futuro, aún no decidido.
- Vamos a ensayar los forceps antes de ir a la cesárea - decidió la obstetra.
Una nueva contracción arrancó un sollozo desesperado a la mujer. Desde el fondo irracional de sus pensamientos algo le gritaba: "Está muerto. No va a nacer nunca. Es un castigo". Dijo:
- ¡Por favor! ¡Ayúdenme! - y su propia voz le pareció desgarradora, tanto que sintió lástima de sí misma. En ese pensamiento emocional profundo veía a la criatura como la minaba por dentro, con eficacia, sin cansancio, con una irremisible voluntad de matarla y morir. Le pareció ver su propio interior orgánico muerto, descompuesto y devorado con lentitud plácida por aquella especie de pez o sapo, con la cabeza abierta, con los sesos flotando en un mar interior lleno de sangre que se difundía en estrías e hilillos en torno a su hocico voraz. Algo le decía que esa gente que simulaba ayudarla a parir no tenían interés en el resultado del proceso, o no lo tenían suficiente. Creía que estaban perdiendo una batalla por su vida, mientras intentaban reproducir un protocolo imposible, para hacer nacer a un engendro que estaba destruyéndola por dentro. - No puedo más - gimió - me voy a morir, me va a matar. ¡Por favor hagan algo! ¡Sáquenme esta cosa de adentro!.
La obstetra verificó la posición de la criatura y calzó las tenazas del mejor modo posible, intentando evitar el daño al escaso cerebro abierto. "Ya lo tengo" dijo, "ahora puja con fuerza, ya puedes parir, chiquilla". En la siguiente compulsión, entre maldiciones de la parturienta, la doctora sacó al niño. No hubo llanto. La obstetra lo entregó a la matrona y esta a una ayudante que lo limpió y lo envolvió en un paño con especial cuidado de cubrir la cabeza abierta como una fruta reventada. Después se lo pasó a la madre. Ella abrió los brazos, evitando el contacto, y lo miró con espanto. "Es mujer" dijo en tono neutro la enfermera. La madre gritó:
- ¡Quítenmelo! ¡Quítenmelo! ¡No quiero verla! - y su actitud era la de alejarse de la criatura. En ese momento eran las ocho y doce minutos de la noche. No se hizo a la recién nacida ninguno de los exámenes de rigor post parto. A la madre se la atendió según los procedimientos de costumbre. El equipo médico terminó su trabajo y cada uno continuó su rutina. La médico obstetra salió del pabellón con un sentido de vacío que en el fondo de si misma imaginaba como un enorme hueco, que la sobrepasaba más allá de sus dimensiones físicas, tanto que le impedía sentir la tristeza profunda que creía que debería llenarla. Mientras se aseaba se hizo esta pregunta, que parecía como un pájaro triste que volaba sin interés alguno a merced de su liviandad: "¿Que es la vida? ¿Y para qué?". Se miró en el espejo que la enfrentaba. "Al menos alivié, en algo, el sufrimiento de la madre" le dijo a su imagen. Esta le respondió: "Sí; a costa de dos semanas menos de vida de la criatura". Entonces ella le preguntó al espejo: "¿Quizás fue una forma de eutanasia?".
Madre e hija fueron llevadas a la sala de recuperación. A la niña la habían vestido con la tenida que el padre, ignorante de tamaños y tallas, había metido en el equipaje de la mujer. Nunca su hija Hémili llegaría a tener el tamaño para llenar apropiadamente aquella ropa. El padre sonreía temeroso, sin saber claramente que decía, preguntó:
- ¿Que fue: Hombre o mujer?
- Ahí está - contestó la mujer - fue un sapo, y casi me mata.
La auxiliar que empujaba la pequeña cunita le respondió con voz fría: "Es una mujercita".
- ¿La puedo tomar? - preguntó él.
- Por supuesto - respondió la enfermera mientras se iba -, sólo tenga cuidado con la cabecita.
El padre se acercó a la cuna, y la miró emocionado. Dijo:
- Es preciosa - y con infinito cuidado la tomó en los brazos.
- ¡Preciosa!... - exclamó ella con sorna, - Es un monstruo... ¡Una sapo asquerosa!...
El padre la apretó suavemente contra el pecho y acercando su boca a la cara de la niña le besó la mejilla y dijo:
- Es una princesita.
La niña estaba, aún, de color rosa muy pálido, casi violeta. Mientras pasaba el tiempo, sin detenerse, su respiración se fue haciendo irregular, y su color azuloso, mientras sus ojos vacíos y grises parecían vagar, sin acierto, por el rostro de su padre. La mujer en silencio luchaba en sí misma entre la rabia y la vergüenza. Sentía que las otras madres en la sala la miraban con curiosidad insana. Se sentía expuesta y su pareja subrayaba ese sentimiento, mimando a una especie de muñeca de trapo sin vida, con la cabeza descosida. Hubiera querido gritárselo, pero sólo habría aumentado su propia vergüenza.
El hombre mantuvo a su hija en brazos hasta que dejó de respirar, y sus ojos grises que nunca pudieron llevar las imágenes a ninguna parte, se desviaron hacia su izquierda como si quisiera encontrar la imagen, inútil, de la madre. Eran las diez y cuarenta y siete minutos, de dos semanas antes.
Kepa Uriberri
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