sábado, 14 de mayo de 2011

Estrella distante

Reproducir presentación Reproducir presentación Guardar todas las fotos Guardar todas las fotos ¿Deseas guardar todas estas fotos a la vez? Más información
Las imágenes en línea están disponibles durante 30 días


Estrella distante

Imagino la vida como una especie de malla de caminos, poblados de nudos en los que confluyen eventos centrales. Estos eventos van marcando destinos y empujan a cada uno por el camino de su destino, ya sea que éste esté trazado de antemano, o se construya de las decisiones tomadas en dichos nudos. Probablemente uno vaya eligiendo la ruta, y el destino nos provea de aquellos eventos para llevarnos, sin importar las decisiones tomadas, siempre a Roma. Tal vez uno no reconozca aquellos enclaves, o no sepa para qué sirven, pero sí son importantes para trazar alguna meta necesaria, de alguna manera atan y quizás obligan.
Tengo cierta aversión a lo francés: Lo reconozco. El francés me resulta antipático, sin importar el mérito que lo francés o algún francés tenga, es una cuestión visceral. Así es que evito leer autores franceses, por ejemplo. Cuando leo a alguno es porque uno de esos nudos que mencioné me ha atado y no me suelta, hasta que me rindo. Así llegué a disfrutar a Flaubert y su Madame Bovary, también a la Eugenia Grandet de Balzac y algún otro. Alguna vez había leído algún trozo de Proust y se me había hecho muy francés, lo que no es raro, porque lo es. Así que siempre lo evité. Pero, aun no la conozco, había alguna razón para que lo leyera, y Marcel Proust se me cruzaba cada cierto tiempo. La definitiva, aunque maduró después de más de un año, la debo a una editora que buscaba alguna manera educada de deshacerse de mi. Me preguntó si era un hombre paciente y después me dijo "Porque a veces se requiere mucha paciencia. Por ejemplo" me aseguró, "a Proust lo rechazaron cincuenta veces antes de editarlo por primera vez". Pasando el tiempo, muchas veces me sorprendí recordando la frase, de manera que comencé a decirme: "Habrá que leer a Proust para entender por qué alguien supuestamente tan universal puede ser tantas veces rechazado por el mundo editorial. A lo largo del siguiente año, si bien no llegué a cincuenta, cada una de las veces que fracasé o me sentí fracasado, la sentencia de aquella editora me ponía otra vez en el camino: "A Proust lo rechazaron cincuenta veces". Llegué a documentarme sobre esos rechazos. Quizás no fueron cincuenta, pero sí es cierto que André Gide fue uno de quienes lo rechazó y luego le pidió perdón por hacerlo. Finalmente, a principios de este año, como Gide, decidí leer Por el camino de Swann para conocer a Marcel Proust.
En fin, tal vez Proust no era mi destino. Quizás era un nudo más en el camino de Bolaño. No se engañe nadie creyendo que Bolaño es Proust, o su discípulo, ni su imitador, ni nada parecido. Los nudos y enlaces que nos guían y llevan son, con frecuencia, raros, absurdos y hasta incomprensibles o completamente tontos. Mientras leía a Proust y sus maravillosas enumeraciones, muchas veces algo bizarras, como la de la introducción del libro, que de seguro espantó a Gide, cuando describe las innumerables posturas necesarias, en la cama, para conciliar el sueño, que relata el autor, o altamente poéticas como la de los campanarios, o las flores en el camino de Swann por el lado de Méséglise; fui interrumpido en la lectura por alguien que me interrogó sobre Bolaño. Ya tenía antes varios encuentros con este autor, en diarios, revistas y hasta promociones de televisión, todos los cuales no lograba comprender. Hablando de Proust y los franceses, me pregunto si Bolaño no tendrá alguna marca constitucional francesa en la que germina mi rechazo. Leí Estrella distante hace tanto tiempo, que no recuerdo si tenía el libro porque me lo regalaron, o porque yo mismo, en un arranque de curiosidad, quizás algún nudo de la malla, lo había comprado. Entonces lo encontré una novela inútil, vacía, sin sustancia. Había encontrado a Bolaño en una entrevista con Cristián Warnken en la Feria del Libro de Santiago en mil novecientos noventa y nueve y lo había encontrado pedante y de un humor hepático, agrio (en ese momento no sabía que sufría un mal de hígado, que lo llevó, por fin, a la muerte) y se me hizo antipático. En algún momento, en alguna tertulia, alguien alabó a Bolaño y yo dije que no le encontraba nada aparte de su enorme antipatía. Su defensor me regaló, entonces, Una novelita lumpen. Recuerdo haberla leído mucho después, no tengo claro el motivo por el que, finalmente, lo hice. Tampoco recuerdo nada de la novela, salvo que son dos hermanos huérfanos que alquilan: Alquilan un auto, alquilan un piso, alquilan videos pornográficos. Me pregunté: ¿Por qué si Bolaño es chileno y los chilenos arrendamos autos, videos o departamentos él, a través de sus personajes, aunque no de sus voces sino de la propia, alquila en vez de arrendar? Encontré muchas otras señas de extranjerismo en Bolaño que me resultaron insoportables. En algún taller, decía quien interrumpió mi lectura de Proust, habrían sostenido algún concepto sobre la renovación literaria amparados en aquella entrevista del autor con Warnken, como si se tratara de doctrina bíblica. Me citó, quien me había interrumpido, una paráfrasis de Bolaño: "La nueva novela latinoamericana no debe parecerse a nada". De mis recuerdos sobre Estrella distante o Una novelita lumpen, pensé que en realidad podía parecerse a todo: A lo policial, a la narrativa de aventuras de misterio, recordaba tonos de lo absurdo y tanto más. Tanto más que su crítico más amigo, Ignacio Echeverría, había dicho en El País de España, que Estrella distante era «la novela que Borges hubiera aceptado escribir», aseverando otro parecido. La conversación sobre Bolaño, su doctrina literaria posible, la entrevista con Warnken y otros conceptos que habían sido adjudicados al escritor, me cautivaron. Entre otros una calificación de la prosa de Bolaño como "infrarealista". Me hizo gracia el término, al punto que imaginé a Bolaño escalando con desesperación el eje de la realidad, y después de denodados esfuerzos, quedar por debajo de ella. Claro, en fin, el Realismo, aunque mágico, estaba ocupado. El Hiperrealismo también, lo mismo el Surrealismo, de manera que sólo quedaba, para él, el Infrarrealismo.
De cualquier modo, hubo ahí un nudo ineludible: La entrevista de Bolaño con Warnken. Así fue que decidí buscarla y repasarla para no juzgar sin antecedentes. La encontré en los archivos del canal de televisión que la emitió, y también en una transcripción escrita. Tal vez porque  esperaba que me fuera antipático, no lo fue tanto, esta vez. De toda la entrevista, tanto al verla como al leerla, rescaté dos situaciones. Una fue, por supuesto, la respuesta sobre la nueva novela que él quisiera proponer, pero más allá de esa respuesta, el tema que ronda en sus respuestas, apunta a la búsqueda de una nueva forma de narrativa que explica lo que recuerdo de Una novelita lumpen y Estrella distante. Más adelante voy a ampliar esta idea. La segunda es la referencia a la poesía que asocia con adolescencia e inmadurez primero, para, en seguida, reconocer que no sabe qué es poesía y finalmente aseverar: «Yo creo que la mejor poesía de este siglo está escrita en prosa. Hay páginas del Ulises de Joyce, o de Proust, o de Faulkner que han  tensado el arco como no lo ha hecho la poesía en este siglo». Es una afirmación extraña, con la que, desde luego, no puedo estar de acuerdo y que habrá entristecido en sus tumbas a nuestros poetas Neruda y Mistral y también a García Lorca y a los Machado, o a Vallejo, también a Oliverio Girondo o a Juana de Ibarbourou y si lo oyeron o vieron, a Nicanor Parra y Gonzalo Rojas; sólo entre los que la hicieron en castellano. Se parece a la frase de alguien que dijo "... es la audacia del ignorante", que no se puede perdonar en Bolaño que al menos parece ser bastante sabido, aunque confiesa que no, que «Qué más quisiera yo, en realidad tengo un diccionario de literatura buenísimo y todo sale de ahí».
Tal vez la mención de Proust lanzó la última línea de la malla que me hizo buscar mi Estrella distante para tenerlo al alcance para cuando terminara de transitar el camino de Swann. También lo reforzaron Joyce y Faulkner, desde luego. Cuando recuerdo a estos tres autores y la nutrida promoción que se hace de Bolaño, no puedo sino recordar el concepto de influencia. Este concepto resume bien la intención de Bolaño. Se trasunta de la entrevista que comento y también de otras. Explica bien, también, la intención escondida detrás de las obras del autor. Habrá que esperar otro siglo para ver si la tuvo; y elijo el plazo a partir del que él mismo da, en la misma entrevista, a los autores latinoamericanos. Sin importar que sea influyente o no, al fin llegó el momento de releer la Estrella distante. Tengo una costumbre que no sé si todos comparten: Cuando leo un libro, lo leo entero, todo, desde los títulos, firmas de las ilustraciones de tapas, pequeños numeritos que pueden aparecer en los bordes de los cuadernillos, notas de imprenta y editorial, propiedades y derechos, y por supuesto las solapas y contratapas. Ahí encuentro la aseveración de Echeverría: «El tipo de novela que Borges hubiera aceptado escribir». Pienso, al leerla, que Echeverría fue un muy buen amigo de Bolaño, o lo admira demasiado, o estaba comprometido, de algún modo, en el éxito de la novela. Para lanzar claridad sobre esto, sólo citaré a Borges, en el prólogo de su libro Ficciones: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos». ¿Alguien cree, de veras, que Borges habría intentado, bajo ninguna circunstancia escribir una novela?. Yo no. Pero dejo esta digresión, porque se trata de la Estrella distante de Bolaño y no de la crítica de Echeverría. Tampoco continúo con las otras comparaciones absurdas que se menciona en la solapa del libro, y sólo sigo hasta el curioso epígrafe que el propio Roberto elige para su texto. Dice: «¿Qué estrella cae sin que nadie la mire?» y asigna la cita a William Faulkner. ¡Maldita curiosidad!: Dicen que mató al gato. No sé quien dice que lo mató, pero es así el dicho. Busco la cita de Faulkner sin fortuna. Quizás mi curiosidad mate al gato, así que retruco a la cita: ¿Qué frase se escribe sin que nadie la lea?. Por desgracia ya no tenemos a Faulkner ni a Bolaño para que respondan. La busqué literal, cambié mirar por ver, la traduje al inglés de diversos modos: What star falls that no one looks?, cambié "looks" por "sees" o "watches", corregí el modo de expresarlo como "What star falls unseen?", pero cada vez que encontré la cita en castellano o inglés, era referida a la Estrella distante de Bolaño. Sólo una vez la encontré en inglés, en preguntas y respuestas de Yahoo!. Alguien quería saber dónde, Faulkner, había dicho tal cosa: Nadie respondió.
Parece, Bolaño, en esta novela, hacer gala de erudición respecto a autores y obras. Cita y enumera con frecuencia, no sólo a nombre propio, sino a veces por boca de sus personajes. Cita equívocamente a Borges, dos veces; en una vagamente habla de todas las biblias mencionadas por el argentino, en una digresión del autor sobre una supuesta cita de Wieder, y en otro momento lo cita confundido con William Beckford, en su obra Vathek. Bibiano O'Ryan, íntimo del narrador, quien siempre le escribe, le menciona las siguientes palabras que serían de Borges: «Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura». Refiere el narrador que O'Ryan en algún momento compara a Wieder o su obra con el Vathek, y para ello hace la cita de Borges. Se diría que Bolaño intenta establecer una especie de confusión que logre asimilar a Wieder con la obra de Beckford, o con el califa Vathek para lo cual echa mano del retruécano de tres autores: O'Ryan, Beckford y Borges. Más adelante volveré sobre el recurso utilizado y su por qué. Por ahora me interesa la curiosa asociación que, ya no en el libro, se va haciendo de Bolaño con Borges. El autor cita por primera vez, en esta novela al escritor en cuestión, de modo implícito en su propio prólogo.
Arturo B. (así lo nombra Bolaño en el prólogo) sería el constructor de la novela y su propia función sólo se habría limitado a «... preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos». La referencia es mañosa, por no decir equivocada. El Pierre Menard de Borges no lidia con repeticiones. Muy por el contrario, su desafío es escribir el Quijote, pero no haciendo una repetición literal del Quijote de Cervantes, sino escribirlo como un texto nuevo, a través de las experiencias de Pierre Menard, pero que sea perfectamente coincidente con el del español, palabra por palabra. Incluso, dice Borges, que por esa razón excluyó «el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje» que sería Cervantes. La misión de Menard fue muy distinta de la eliminación de la redundancia.
La novela se deja leer, aun cuando con frecuencia cae en enumeraciones inútiles, en especial de autores cuya única utilidad posible, en cuanto a la novela, puede ser mostrar cierta erudición innecesaria. Hay comentaristas que quisieran catalogarla como una novela de horror. Quizás el mismo autor lo pretendiera y por eso cite a Vathek. Para mi no es primordial el intento a través de los crímenes de Wieder. Casi me pareció absurdo, más que horroroso. En términos generales, la novela me mantuvo interesado, pero no me aportó nada. Al terminar de leer me saltó la pregunta, sin buscarla: ¿Para qué?. No encontré ninguna respuesta. Hasta ahora no la encuentro: ¿Para qué escribe, Bolaño, esta novela? ¿Para que no se parezca a nada?: No. No lo creo. El mismo quiere parecer Beckford y su horror. Para eso utiliza a Borges. También lo utiliza en la técnica narrativa. Es posible que eso sea lo que confunde a Echeverría cuando cree que Borges hubiera aceptado escribir esta novela. En esto habría que reconocer cierto éxito.
El relato está narrado en primera persona, como muchas veces hace Borges, y el autor se asimila, sutilmente, en este caso, al narrador: «Por aquel entonces yo estaba internado en el Hospital Valle Hebrón de Barcelona con el hígado hecho polvo». Este detalle mínimo, junto a la narración en primera persona y varias técnicas que intentan destruir la ficción con una especie de tamiz de realidad es un recurso frecuente en Borges; incluso Borges es a veces más explícito como en el Aleph o en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Pero hay algo que Borges nunca haría, me parece que Faulkner tampoco, aunque tendría que verificar con más detención esta hipótesis sobre el último, pero sí lo hace Marcel Proust, a quien Bolaño no cita en esta novela, pero menciona en la entrevista que describo más atrás: Enumerar latamente, en digresiones que a ratos parecen esas raíces que escapan de los troncos de los filodendros. Mauricio Electorat, en algún artículo reciente en Artes y Letras del diario El Mercurio, asegura que para mantener apropiadamente el oficio, se ha hecho la obligación de escribir al menos quinientas palabras diarias. Desliza que en ocasiones, como una forma de cumplir su propia tarea con cierta rapidez necesaria, recurre a las enumeraciones, como podría ser la siguiente: «... que probablemente constituyó el  mayor de todos los golpes recibidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, peor que el Cerco de Stalingrado o que el Desembarco de Normandía, peor que la Operación Cobra o que el cruce del Dniéper (en donde él estuvo), peor que la contraofensiva  de las Árdenas o que la batalla de Kursk (en donde él estuvo)» o la que sigue de inmediato: «Supimos también que de los ejércitos rusos que participaron en la Operación Bagration (la destrucción del Grupo de Ejércitos Centro) el que más se distinguió, de lejos, fue el Tercer Frente de  Bielorrusia, que su avance fue imparable y de una velocidad y profundidad hasta entonces nunca vista, que fue el primero en llegar a Prusia Oriental, que perdió a sus padres cuando era un adolescente, que estuvo de allegado en casas que no eran su casa y con familias que no eran su familia, que sufrió el escarnio y las humillaciones que sufrían los judíos, que demostró a quienes lo despreciaron que no sólo era igual que ellos sino mucho mejor, que durante su infancia presenció cómo los seguidores de Petliura (nacionalistas ucranianos) torturaron y luego quisieron asesinar a su padre en la aldea de Vérbovo (en donde las casitas blancas se diseminan por las vertientes de lomas suaves), que su adolescencia fue una mezcla de Dickens y Makarenko, que durante la  guerra perdió a su hermano Alexander y que la noticia le fue ocultada toda una tarde y toda una noche porque Iván Cherniakovski estaba dirigiendo otra de sus ofensivas, que murió solo en medio de una carretera, que fue dos veces Héroe de la Unión Soviética, que obtuvo la Orden de Lenin, cuatro órdenes de la Bandera Roja, dos órdenes de Suvórov de Primer Grado, la Orden de Kutúzov de Primer Grado, la Orden de Bogdan Jmelnitzki de Primer Grado y numerosas, incontables medallas, que por iniciativa del Gobierno  y del partido se erigieron monumentos suyos en Vilnius y Vinnitsa (el de Vilnius seguramente hoy ya no existe y el de Vinnitsa probablemente también haya sido derribado), que la ciudad de Insterburg en la antigua Prusia Oriental se llama ahora, en su honor, Cherniajovsk, que el koljós de la aldea de Vérbovo en el distrito Tomashpolsky lleva también su nombre (hoy ni siquiera existen los koljoses), y que en la aldea de Oksánino del distrito Umanski de la región de Cherkassi se levantó un busto de bronce en celebración del gran general...». Estas enumeraciones no son de Electorat; son de Bolaño y las puede encontrar cualquier lector atento en la página sesenta y uno de la segunda edición de Estrella distante de Anagrama. También, si gusta de la técnica enumerativa, puede leer en la página cincuenta el significado de Wieder e ideas afines, o en la ochenta y dos, algo más logrado y lúcido como digresión, en el suicidio y la historia consecuente de Lorenzo. Borges aborrece, precisamente de esta técnica antisintética. La Estrella distante está muy llena de estas digresiones enumerativas, que a veces sólo parecen destinadas a lograr un volumen que distancie la narración del cuento y la acerque mejor a la novela. Debo reconocer, sin embargo, con una cierta sonrisa cínica, que muchas veces las disfruté más que la propia historia que se escondía entre ellas. A ratos tienen un lustre especial, que evocan más el título de la novela, que la propia síntesis de esta. A pesar de la larga digresión, mía y más aún, la de Bolaño, no quisiera perder la oportunidad de mencionar que junto a aquel detalle, donde éste se identifica como el posible narrador, además de ser el autor, utiliza otros varios recursos, de los cuales se vale muy notoriamente Borges, como el de incrustar autores, obras, y sucesos reales, junto a otros de ficción, en una bien hecha amalgama, para cubrir, como prestidigitador, la ficción y hacer ver ésta como parte de la realidad, añadiendo interés histórico y anecdótico aparente a la narración. La digresión sobre la guerra que transcribo, y las otras mencionadas, en la que se nombra lugares y hechos históricos, apuntan a lo mismo. Son recursos de buen mentiroso, en el sentido positivo del término.
De este modo uno llega, sin dificultad al fin del texto. Habrá que anotar en los apuntes que cumple, entonces, con un requisito básico: Entretiene durante unas tres sesiones de lectura, más o menos, según la velocidad del lector. Pero se sostiene la pregunta: ¿Qué quería postular Bolaño?: ¿El horror?, ¿Postular el nuevo movimiento literario en el género de la novela?; ¿O sencillamente no postula nada, porque no es necesario hacerlo?. Tal vez sólo escribe porque disfruta haciéndolo. ¿Acaso no lo hacemos todos así, sin más ambición, por mero placer de construir otro mundo caótico? ¿Tal vez el discurso de autor nunca existe, sino sólo aparece azaroso en la medida de las cavilaciones literarias al escribir? ¿Está todo dado por un estilo narrativo personal y nada más?. Debería reconocer, aunque no lo haré del todo, que cuando uno ejerce de lector, suele determinar todo aquello que surge de esas preguntas y lo sostiene en la dialéctica que siempre aparece en medio del acto crítico de leer y comentar ya sea con o para terceros o con el propio autor, al que suponemos una postura. Pero, como ya dije en algún punto, antes, Bolaño sostiene una postura, no se si es maciza, o válida, o seria, que establece con Warnken en la entrevista de la Estación Mapocho, en la Feria del Libro del noventa y nueve: Debe haber una nueva novela latinoamericana y ésta no debe parecerse a nada de lo ya hecho. Al leer esta novela y también Una novelita lumpen, sabida la sentencia y asumida como seria, parece haber una explicación del por qué Wieder es asumido poeta, aunque sólo escribe con humo y en el cielo, donde todo resulta efímero y elusivo: ¿Será tal vez una utopía, como hacer poesía con humo, crear la nueva novela, que no se parece a nada, cuando dos novelas propias resultan, en su alma profunda ser idénticas? Sólo cambia una literatura imposible por una caja fuerte inexistente, como torpe objetivo. En ambas, del mismo modo, parece haber un afán sórdido, más que de horror. ¿Debe, la nueva novela, ser sórdida? ¿O Bolaño ve el espíritu latinoamericano como algo sórdido?. ¿Quizás sea que la idea de una nueva novela sea algo que surgió después?
Alguien sostuvo, en algún lugar, en algún momento, con o sin razón, pero yo estuve de acuerdo, que una importante diferencia del cuento con la novela, era que el cuento converge. Todo en el cuento conduce al desenlace. Lo narrado culmina en la última letra del cuento, mientras en la novela puede haber uno o más clímax, o incluso ninguno, pero en algún lugar previo al fin de la narración, ya ha quedado todo dicho. De ahí en adelante, la novela se difumina y diluye lentamente en un epílogo, muchas veces de valor poético o bien de enlace con el mundo real externo a la ficción. Mientras más convergente sea una novela, más se acerca al cuento. En Estrella distante no hay un clímax, casi diría que se mantiene un paralelismo persistente, que se fuerza a una convergencia hacia las últimas instancias. Aparece Abel Romero y transforma la narración en una casi novela policial, recurso muy útil a Bolaño, que en este caso fuerza una convergencia, al estilo del cuento. Hasta usa el recurso de asociar a Romero con E.G. Robinson. Diría que todo concluye en el título de la novela, como última divagación del narrador: «Encendí un cigarrillo y me puse a pensar en cuestiones sin importancia. El tiempo, por ejemplo. El calentamiento de la Tierra. Las estrellas cada vez más distantes». El epílogo que sigue es brevísimo. Apenas separa milimétricamente la novela de un cuento que se convierte en policial.
Para finalizar diré sólo que terminé de leer Estrella distante, por segunda vez, hace más de seis semanas. En el intertanto comencé a escribir algún comentario unas cuatro o cinco veces. Los deseché uno tras otro porque no podía encontrar una sustancia para armar un comentario sobre el autor y su novela. Sigo sin haberlo logrado del todo.
Kepa Uriberri
Visita NaranjaPlátano


 



 

El durmiente, el viejo niño, el volado y la sonriente conservadora...

Reproducir presentación Reproducir presentación Guardar todas las fotos Guardar todas las fotos ¿Deseas guardar todas estas fotos a la vez? Más información
Las imágenes en línea están disponibles durante 30 días

El durmiente, el viejo niño, el volado y la sonriente conservadora...

El viejo había abordado el tren justo a la hora de alto tráfico en la mañana, sin embargo en esa estación, cercana al final de la línea, aún era posible conseguir un asiento. Entre una mujer muy gorda que iba hasta la Estación Central, que a pesar de su nombre queda muy alejada del centro de la ciudad y hacia el otro extremo del recorrido; y una mujercita de aspecto temeroso y carita de luna morena, se sentó observando a los pasajeros. Los asientos del tren estaban dispuestos contra los flancos de los vagones, de a cuatro puestos por asiento. Frente a él, al extremo derecho dormía profundamente un joven, posiblemente universitario, despeinado, vestido de manera descuidada, con los faldones de la camisa medio metidos dentro del pantalón o salidos sobre estos, la barba crecida por desidia acentuaba el descuido que reflejaba el cuerpo todo, que parecía abandonado ahí  como si alguien hubiera dejado caer un saco, desparramado, y no una persona que se hubiera sentado en el lugar. Las rodillas bajo las piernas arrugadas del pantalón, que dejaban ver que había estado de juerga con amigos en una parranda intensa hasta horas profundas de la madrugada, invadían el espacio del pasajero sentado a su izquierda, una, y la otra se proyectaba hacia el pasillo entorpeciendo el paso. El viejo pensó que era una imagen fidedigna de la juventud actual, cuyo pensamiento es esencialmente libre, al punto de exigir para si todas las libertades y derechos, aunque, como todas las juventudes de todos los tiempos, no reconocía deberes, sino un mundo del todo propio.
A la izquierda del universitario había un hombre ya viejo. Lo miro un momento con dedicación, analizando su aspecto y facciones. Si bien era muy distinto a él mismo, lo imaginó como una suerte de espejo. Ya desde la primera mirada había tanto en lo que creía, de algún modo, estarse viendo reflejado. Desde luego, aun cuando se veía de menos edad y tenía el pelo cano tanto más abundante, era indudable que compartían la misma generación. Así, entonces, comenzó a analizarlo, como si fuera una ocasión propicia de verse a sí mismo. Pensó que el gesto agrio era diferente al propio. A veces se sorprendía en la imagen de los espejos de las tiendas, en los reflejos de ventanas y vitrinas, y juzgaba que el paso del tiempo iba acentuando en él, un gesto de enorme tristeza, aunque de ningún modo la sentía; ¿O quizás sí?. Aquel hombre viejo frente a él, en cambio, reflejaba un sentimiento amargo que tal vez tampoco lo invadiera hacia adentro, sino que sólo sería, posiblemente, un mero reflejo del mundo exterior. Con todo, el ceño siempre arrugado, la frente surcada, las líneas profundas que recorrían desde la base de la nariz, hasta las comisuras de los labios que señalaban un arco descendente, que simulaba desprecio, la mirada atenta, todo, daba la impresión de observación. De hecho, pudo ver que el hombre recorría, como él mismo, el fragmento de la vida que transcurría en el entorno de este vagón del ferrocarril metropolitano, como si este fuera el centro universal en el cual no se debería dejar escapar detalle alguno. Así por ejemplo, el hombre, tan pronto miraba con atención las manos de la mujer que leía, de pie unos pasos más allá, como también subía la vista hasta su rostro, como si buscara la concordancia entre ellos, para proyectar luego en otras mujeres que leen y también en otras actitudes, a partir de las manos, el pensamiento profundo de ellas. Es posible que quisiera, también, develar el pensamiento secreto que aquella lectura les producía. Más tarde bajaba la vista hasta los pies, o se detenía en la forma redondeada de una rodilla, de la cual parecía haber tomado debida nota antes de abandonarla. Después, quizás, descubría y contaba aquellas mujeres devotas, que rezaban con un rosario escondido entre las manos, cuyo número se le hacía sorprendentemente alto, en tanto que, quizás sólo hubiera descubierto en mucho tiempo tan solo dos hombres en esa actitud. A pesar de todo, y aunque por el reflejo de la propia imagen le asignara actitudes propias a ese viejo, sólo por una cuestión empática, reconoció que, por ejemplo, vestía y tenía una presencia muy diferente. Se imaginó a sí mismo vestido de un modo regular, no elegante, menos aun pretencioso ni tampoco haciéndose cargo de sostener una bella imagen, sino todo lo contrario, de un modo por completo utilitario. Quizás por eso "a veces", pensó, "llevó los bolsillos abultados de papeles y objetos necesarios". Muchas veces sus pantalones, por ejemplo, tenían dos o tres líneas cercanas y notorias, del planchado descuidado, del que había renunciado hacía una eternidad de reclamar, o bien sus zapatos, que solían, sin saber el motivo cierto, durarle años y años, podían haber sido lustrados con un buen betún, tan sólo en un par de ocasiones. Pero debían ser cómodos y funcionales. Por contraste, aquel viejo aún vestía como en su juventud, en la que debió haber sido algo pretencioso. Ahora, tal vez, la renuncia necesaria de aquellas pretenciones, haya contribuido a agriar el gesto del rostro. Vestía una chaqueta de un tono de azul un punto más bajo que el de los jóvenes de su buena época, quizás por un sentido de la realidad de su edad. Los botones de la chaqueta no eran dorados y lisos com la moda de aquel tiempo ido, sino de un dorado tratado con algún elemento que le daba la idea de antigüedad y con surcos concéntricos que producían una textura elegante y sería, que sin embargo no alcanzaba a ser reflejo de finura ninguna. Bajo la chaqueta una camisa con líneas casi gruesas, de color lila, se acompañaba de una corbata de anchas líneas diagonales del color de la chaqueta alternado con el lila de la camisa. El pantalón no era blanco, ni tampoco gris. El gris habría reflejado un sentido de regularidad que lo habría confundido, en su juventud, con otros de menor categoría, aún cuando la propia no era necesariamente demasiado alta, sin embargo implicaba una clase indispensable de conservar. El blanco, por otro lado, hubiera reflejado un afán de notoriedad que no era el deseo de un hombre de inteligencia, que lo acercaba más a lo intelectual que a lo frívolo. Los anteojos, sin embargo, de sujetadores metálicos muy delgados y sin marco, dejaban ver ese rasgo de discreta egolatría, que lo demás de su aspecto buscaba, tal vez con mucho esmero, esconder. La imagen profunda del pensamiento del viejo lo mostró a él y a aquel otro, jóvenes, en alguna instancia de recreo, quizás entre una clase y otra en alguna universidad, tal vez en un encuentro casual y amistoso a la salida de un trámite bancario, o en una reunión social informal: Ahí eran amigos, porque eran, en su tremenda diversidad y contraste, iguales sin embargo. La ironía de aquel, sólo era comprendida por este y a la inversa. La reflexión conclusiva de uno sorprendía al otro por su afinidad de pensamiento. "Pero", pensó en el plano de la reflexión, que nace de aquellas imágenes que la hacen germinar, "eso es mentira, es irreal, sólo fruto del ocio del viaje en un vagón de tren. Aunque es posible que en su interior, ese viejo esté desarrollando un proceso muy parecido al mío".  Le miró las manos, bastante grandes, de dedos gruesos y nudosos aunque no toscos. De algún modo le recordaron las del albañil, a pesar que las de aquél no podían esconder el trabajo rudo cotidiano. Se le ocurrió, al recordar al albañil, que había estado tejiendo una historia supuesta de aquel viejo que se sentaba frente a él y del universitario que dormía a su lado, que quizás no fuera universitario sino un proyecto inútil de artista, mientras aquel viejo podía ser el dueño de una industria de ropa de algodón, en la que se producía calzoncillos y camisetas estampadas, bajo una marca tan absurda y pretenciosa como por ejemplo "Cotton Brotherhood by Paños" o podía ser un arquitecto arruinado por el yugo dominante de su mujer. "Cualquiera de esas alternativas equivale a escribir el cuaderno del albañil" se dijo y pensó que quizás todo en este mundo funcionaba de esa manera: "Cada uno escribimos, en papel o en nuestra mente, una historia del mundo a nuestro alrededor. Cada una de esas historias es como un vector que tira o empuja en algún sentido dimensional a la sociedad toda y cada persona afectada en particular. La suma de esos vectores compone un acuerdo final, que son la construcción de la sociedad que habitamos y también construye la historia personal de cada cual. Por ejemplo, Kaya es una bailarina en tanto la vemos así quienes la juzgamos. Sólo será una prima ballerina en tanto muchos, que la vean bailar, piensen que es la primera. Entonces el empuje de todos esos pensamientos, de todas esas imágenes la determinarán com primera bailarina". Después de cavilar un momento sobre aquello, se propuso en su pensamiento interior que "de seguro por eso mismo huí del mundo de arriba y me refugié aquí, donde creo ser inmune a aquellos vectores torturantes. Cualquier evento que tenga relación, como la muerte del papá, su legado, o más, son sólo justificaciones que tranquilizan la conciencia". Se escandalizó, sólo por un momento, de tener ese pensamiento, pero en seguida se dijo: "En fin, no tengo que revelárselo a nadie, pero en verdad soy igual de ruin que ese viejo que va al frente, enjuiciando a todos, pero sin enjuiciarse a sí mismo primero; o como el universitario que duerme, irresponsablemente, a su lado, invadiendo el espacio ajeno con sus rodillas y su desorden, sin importarle nada".
Al otro lado del viejo, con la espalda curvada hacia adelante, otro joven miraba, ausente, a ninguna parte o a todas, sin ver ninguna. Vestía un polerón o camisón de algodón con bolsillos de canguro y una capucha de tipo monástico, debajo de la cual escondía la cabeza casi rapada, con el pelo restante peinado de modo absurdo, simulando la quilla de una embarcación que se eleva en vez de sumergirse. Su aspecto, es en todo, voluntariamente ordinario. Con intención obtiene ventajas de su tez muy morena, sus facciones toscas, cuya fealdad subraya con un aro atravesado en una ceja y una pelotilla metálica, de unos tres milímetros, ensartada en el labio inferior. El polerón está adornado con figuras de estridentes colores que representan seres monstruosos agrediéndose mutuamente. Usa unos pantalones con muchos bolsillos en lugares ridículos, atados bajo las caderas de modo que parece que se le estuvieran cayendo, o que estuviera cagado, y le llegan a unos diez centímetros bajo las rodillas, dejando a la vista unas piernas oscuras y de pelos hirsutos. Mueve lentamente la cabeza de arriba a abajo, quizás al ritmo de alguna música que ya no suena en su mente como a veces le sucede al viejo con algún tango o bolero, sino en un artefacto electrónico minúsculo que lleva escondido en algún lugar de la ropa. Quizás si su aspecto ausente provenga de la conexión permanente con ese aparato. Una de sus piernas pivotea sobre el pie cubierto de una zapatilla enorme, gruesa, construida tal vez, en vez de manufacturada, a partir de toda clase de materiales sintéticos y modernos como el poliuretano y muchos sucedáneos sintéticos del viejo y noble cuero que se calzaba en otros tiempos. No alcanza a sobresalir demasiado de la zapatilla un calcetín de caña excesivamente corta e incómoda. Pivotea el pie en la misma cadencia que su cabeza. El polerón, el pantalón, los calcetines breves, que apenas alcanzan a verse, las zapatillas y seguramente el artilugio musical conectado a sus orejas, son todos de marcas de alto precio y última moda. Todas se combinan en un conjunto que se torna intencionalmente ordinario, hasta parecer sucio, aún cuando no lo esté y le da al muchachón un aspecto agresivo y rebelde que llega a infundir cierto temor. "Quizás si uno se acercara, olería al más fino detergente y a la más cara agua de colonia" pensó el viejo, "pero da la idea, desde la distancia, de que hiede". Es posible que en algún futuro no lejano, a estos jóvenes se les diga, universalmente, "Flaites" u otro término de significado equivalente, donde se hable de otro modo o idioma. El apelativo es probable que venga de la vulgarización de la palabra inglesa "flight" que expresa el afán de volarse de la realidad.
Al otro extremo del asiento, junto al flaite, una joven sonríe, escuchando a un hombre que le conversa, de pie a su lado. Ella ignora del mismo modo al universitario, al viejo y al flaite, lo mismo que ignora a la gente que sube o baja del tren, a los que se amontonan junto a las puertas, y al anciano que la enjuicia desde el asiento del frente. "Si bien no creo que la felicidad exista como un sentimiento permanente, sí es cierto que es la apreciación de momentos a los que se accede gratamente. De esa manera, ella es feliz" sentenció el anciano. "Es feliz porque tiene un trabajo. Es seguro que viaja hacia allá. Lo es porque puede sonreír al conversar temas de ninguna importancia, porque no necesita cuidarse de otros sucesos importantes. Lo es porque la gente que encuentra en los vagones del tren cada día es gente lozana, joven como ella, comparte la misma ausencia de intereses, porque todo está bien así, de modo que la vida se transforma en una sonriente distracción despreocupada. Ella es libre. Nadie la ata ni la urge y por lo tanto no tiene nada que cambiar. Si la sociedad se construye de los innumerables vectores que cada uno representa, como una fuerza que tira o empuja en algún sentido, determinando una componente de todos que da un rumbo, ellas es un vector nulo. No tiene rumbo ni mirada, tampoco magnitud, sino sólo un peso enorme que impide el movimiento. Si hubiera que ponerle un nombre" pensó el anciano, "sería Déjalo Así".
La mirada no tiene materia, no hay sustancia ni fuerza verdadera en ella, sin embargo, de alguna manera, tiene algo que la hace sentir. El anciano sintió ese peso o esa apelación extraña y volvió la suya hacia la que lo observaba. Se encontró frente a su espejo. Desde el asiento de frente al suyo, el viejo lo miraba, no inexpresivo, porque su rostro estaba siempre lleno de expresión en la acritud de la curva de su boca, en la profundidad de las líneas de la frente, en las arrugas persistentes del ceño y en el mismo peso indefinible de su mirada tras esos anteojos que delataban un rasgo interior, que quizás él mismo no alcanzaba a percibir y que estimaba en un valor meramente estético. Quizás cuando los eligió en la óptica, habrá dicho: "Estos parecen más cristalinos, ocultan menos, a mi vista, lo que me rodea, no lo enmarca ni encierra. Eso me acomoda. Además me veo más bello". Al pensar en estas cosas, añadidas a la atención que descubrió en la mirada del otro, tuvo la certeza que si bien él estaba jugando a analizar a ese viejo, al universitario que dormía, al flaite y la joven que sonreía a la vida y a concluir qué y quiénes eran, sin ninguna duda, ese viejo estaba haciendo lo suyo con él mismo, con la joven luna morena que se sentaba a su izquierda, con la gorda que estaba encajada a su derecha y le había preguntado, si los parlantes avisaban al llegar a la Estación Central, y con la mujer ya gastada, que no alcanzaba a distinguir, en la punta del asiento y que manipulaba algo entre sus dedos mientras parecía musitar fórmulas fijas. Era posible que, como él mismo, ese viejo estuviera componiendo un enorme cuadro en el que relataba minuciosamente el mundo interior de todas las personas que viajaban, indolentes, en los trenes del ferrocarril metropolitano. Al darse cuenta de esto, en su pensamiento profundo, que sólo se compone de imágenes primarias, lo vio, no obstante que seguía siendo un viejo, con rasgos de viejo, con la expresión atenta de viejo, con manos de viejo y gestos de viejo, convertido en un niño que jugaba con todo el mundo de su entorno como si fuera propio y de juguete. "Todos somos sus marionetas" reflexionó. Y de pronto junto a la imagen de ese viejo niño se vio a sí mismo, reflejado en él y convertido en el otro niño, en ese niño que juega con él, sin necesidad de decirse ni una palabra uno a otro, sino sólo compartiendo una complicidad implícita. Es posible que muchas veces antes se lo haya dicho y es seguro que también aquel viejo al frente suyo se lo haya repetido las mismas muchas veces, sin embargo ahora se lo repitió otra vez más y sonrió, como si fuera la primera vez que lo descubría: "Siempre somos niños por dentro. Sólo nos gastamos por fuera hasta convertirnos en ancianos". En ese momento el tren detuvo su bramido en la estación de El Cacique y el viejo del frente tomó un bolsoncito de género de color verde botella y naranja, separados por una línea diagonal, que tenía entre sus pies y apuró ágilmente el paso para descender del tren. El anciano, hasta entonces, no había reparado en el bolsón del otro. Al verlo sintió envidia y deseó tener uno igual.
Kepa Uriberri
Visita NaranjaPlátano

 

http://editorialatreyo.yolasite.com