martes, 30 de noviembre de 2010

La perfecta novela por el maestro Kepa Uriberri

La perfecta novela

 


 

 












Una cosa va llevando a otra y se establece en el tablero del pensamiento lo que llamamos una divagación. Quizás los grandes inventos, las más locas ideas, nacen así. Cuando escribo ésto, o cualquier otra cosa, voy echando mano de ciertos recursos que ya manejo, que son como unas especies de piezas de relojería, que crean el texto, el argumento, las ideas, los conflictos y acuerdos, que en definitiva deberían (no lo sé) enganchar al lector. Y recuerdo, ahora, no con nitidez, porque quizás no fue una sino varias, las veces primeras en que ese raro concepto se me atravesó en el camino: "Recursos". Hubo recursos mineros, recursos de programación, estratégicos, recursos literarios y más. De pronto, pero no sé cuándo, el recurso fue mío: Comprendí que era sólo una entidad vacía, susceptible de ser llenada con una cosa, una idea, o lo que sea, deseable, útil. Yo voy coleccionando, en cada divagación, en cada conversación, en los viajes cortos o en los largos, en las discusiones, en las tertulias, en el metro, los restoranes, en conversaciones; voy coleccionando recursos literarios. Por ejemplo, me llega un mensaje a mi teléfono personal, ofreciendo participar en el sorteo de un auto nuevo. Ella, mi mujer, me dice: - Esos sorteos son una estafa.
- Sí -, digo y argumento: - por eso jamás compro números de loterías.
- ¡Ah, no, no! esos sí son serios. Yo he estado ahí varias veces, por trabajo, y he visto gente esperando para cobrar - asegura -. No sólo eso, la recepcionista me ha contado, por ejemplo: "Ese señor ganó tantos millones... Aquel otro acertó a un premio bien bueno..." y así. Así que me consta que esos sorteos sí son serios.
- Bueno - respondo -, esa es gente que trabaja para ellos, en el cargo de "espera por el premio". Están siempre ahí y hacen ese rol por un sueldo pequeño; así la gente cree que es verdad.
En ese momento me doy cuenta que este es un recurso literario y lo guardo en mi colección: El que trabaja de "esperador de premio" en una institución de sorteos de azar. Debe ser capaz de demostrar tranquila ansiedad, una cierta sonrisa perenne que se quiere disimular, ha de aparentar paciencia tranquila, en fin. Debe sonreír cuando se le llama, por un nombre ficticio, por supuesto, y así. Así son los recursos; al menos los literarios.
Así es la divagación. Como un campo fértil donde se siembra y cultiva los recursos del pensamiento y la creación. En mi caso, los recursos literarios. Uno de los momentos mejores para divagar, de mayor fertilidad, estoy seguro que para todos, es el momento del retrete. Un filósofo puede sentarse, por la mañana en su retrete y logra explicarse a Dios, o al menos se hace un buen modelo de Él, que después integra, en su oficina, a una nueva teoría de la creación. El creador literario piensa, también, mucho en Dios, por diversas razones: Es que uno es como un pariente pobre del filósofo. Quizás sea el que lanza, sentado de mañana en el retrete, las ideas bastas, sin pulir, sin embellecer en cuanto ideas, que después divaga el filósofo y las organiza en una teoría, en fin. También el creador literario es como un pequeño dios, en tanto crea universos que envasa en historias, novelas y cuentos, así como el Gran Dios los transcribe en esta materia de la que estamos hechos.
Sentado en el retrete, divagando, he caído en Dios y a través de esta idea divago sobre los ateos, no tan ateos, que no creen en Dios porque si hubiera un Dios no permitiría el mal, ni la desgracia, ni la tristeza y la miseria, tampoco la guerra y tanto más. Doy vueltas en torno de esta idea y me digo que si yo mismo fuera Dios, desde luego el universo no sería único: Habría tantos universos como obras haya escrito. Cuando escribo una novela, por ejemplo, creo conflictos. Creo personajes llenos de desgracias. El protagonista y el antagonista son contradictorios, llenos de pasiones; a veces de maldad y más. Hay ocasiones en que un personaje es tan vívidamente malo, perverso, que resulta magnífico. Ese personaje se gana todo mi amor de creador. No sólo eso, se gana el recuerdo y favor de los lectores. Si somos la obra de un Gran Creador, es natural que estemos llenos de miseria, de conflictos, sufrimientos, guerras, hambrunas y pestes. De no ser así, la creación de Dios sería un fiasco, un fracaso. ¿Qué editorial de los Dioses publicaría un universo donde todo fuera bondad y dulzura, felicidad y alegría?.
En cierta ocasión, aquí en mi retrete, decidí, divagando sobre un creador sólo bondadoso, del talante de lo que cualquier personaje creería que el Autor debe ser; decidí escribir una novela, extensa, intensa, maciza, donde todo fuera bueno; los personajes felices e iguales: Ninguno mejor o peor que otro, sino tan felices unos como otros. Todos ricos y agraciados. Sanos, rosados y rubios. Aquella novela carecía de antagonismos. Todos los personajes eran protagonistas, o ninguno lo era; pero antagonistas no había. Era un cosmos perfecto, donde todos se amaban y respetaban, nadie sospechaba del otro y tampoco las naciones de sus países vecinos. La economía no era global ni local, sino comunitaria y el mercado no era instrumento de abuso, sino por el contrario, ejemplo de justa competencia done siempre se empataba. Por supuesto no había, ahí, en esta novela, el concepto de deportes, o al menos de competencia en el deporte. No se concebía el campeón del mundo, o la reina de belleza, ni la mejor marca, porque todos eran tan bellos y poseían la marca más preciada e idéntica en todo. La gente no era ni más alta, ni muy baja sino precisamente de la estatura de los demás, de modo que no existía la envidia, ni tampoco el afán de prosperar y tener una mejor casa, un auto más rápido y moderno o poseer a una mujer mas bella o sensual, ya que todas eran iguales. Ésto habría sido una aberración cuya idea ni siquiera existía, ni en las más locas teorías, que eran por supuesto todas idénticas, sin ninguna posible preeminencia de una sobre otra. Así, pues, hombres y mujeres eran lo mismo e indistinguibles unos de otros: El sexo y el género eran sólo conceptos ideales que servían, apenas, de instrumento de felicidad y juego.
A qué seguir. Escribí esa mañana, sentado en mi retrete, en un poco rato, aunque sin llegar a traspasar, ni al papel ni al teclado, sino sólo en mi mente, una novela de más de dos mil seiscientas ochenta y tres páginas todas felices y perfectas, donde cada deseo de cada personaje bastaba con ser formulado para hacerse realidad, de manera que jamás hubiera, ahí, en esa obra literaria magna, frustración alguna y todo personaje fuera feliz como se merece al ser la creatura de un creador inmensamente bueno. Cuando después de tanto y tanto crear felicidad y perfección, concluí esta nueva y magnífica novela, me levanté del retrete entusiasmado, pensando que había escrito, al fin esa obra universal que había sido demasiado grande para Tolstoi, Dostoievsky, Thomas Mann, Chakespeare, Cervantes, Proust que fue rechazado tantas veces por los editores, Joyce, que casi lo logra con su Ulises, Kundera, García, Vargas, Fawlkner y sus ovejas convertidas en caimanes, Witold Gombrowickz que era enemigo de Bioy y Borges, estos dos amigos juntos o separados, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Sándor Márai, Bolaño y las de detectives, o José Malgrite, que se hacía llamar Iñaki Irizarri de pura vergüenza y pudor, y tantos otros más que no forman, tampoco, parte de la novela; y me propuse transcribirla de inmediato, en una tarea dura pero epifánica. Ya mientras metía la camisa dentro del pantalón, viéndome en el espejo, tuve una vaga y primera duda, que deseché con el breve argumento de una sonrisa. Al abrochar el cinturón, mi imagen, al frente, me mostro como un hombre vulgar cualquiera, que no conocía la felicidad pura y total y me interrogué entonces, casi como una broma: "¿Y si no la conoces, cómo crees haberla alcanzado para esas pobres creaturas atadas a tus personajes?". Pero de inmediato me respondí: "En el ámbito de esta perfecta novela, yo mismo, como absoluto creador, he creado una felicidad perfecta que lo es como ideal, en el ámbito de la novela. No tiene por qué serlo en el entorno de los seres que a mi me rodean" y recordé cuando al fin entendí lo que era un recurso. Para no alargar: Salí del baño con ciertas dudas vagas y poco importantes, que no quitaban, en absoluto, magnificencia a esta obra perfecta. Me senté ante el teclado y miré por el ventanal, a mi derecha, al parque donde ya se hace verde la primavera y aquel árbol humilde, de ramazones peladas, sin importancia ninguna, comienza al fin a llamarse jacarandá, cuando, azul, ya florece, y pensé que alguien había escrito, tal vez muchas veces, esta novela. Me dije que me la habían entregado antes para leerla y alguna vez me sentí obligado a hacerlo, quizás por apropiarme de unos pechos atractivos y tersos, o por cerrar algún negocio que después fue, como la misma novela, un fracaso, o enredado en los halagos que me ponían varios niveles por encima de mi pobre realidad. Entonces me pregunté: "¿Crees que alguien, o tú mismo, leería una novela perfecta, donde la perfección requiere de la tremenda monotonía de la eterna paridad?". En ese momento comprendí un poco más a Dios, amé algo más lo prosaico e imperfecto y decidí esperar, para pasar por el teclado la novela, a terminar, algún día, quizás, de leer el Ulises de James Joyce.
Kepa Uriberri
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domingo, 17 de octubre de 2010

Tiempos Modernos y Jack, Johnny y Hank en una Bolsa

TIEMPOS MODERNOS Y JACK, JOHNNY Y HANK EN UNA BOLSA


Sí, son tiempos modernos, pensaba mientras caminaba por las calles de un Bilbao bullicioso, gris, aburrido, y al parecer algo agobiado. Jack, Johnny y Hank me acompañaban metidos en una bolsa de plástico.

Había algo en las caras de la gente que te incitaba a pensar que hacía tiempo que no sonreían, pero son tiempos modernos, y los pajaritos cantan y las nubes se levantan porque cualquiera de ellos puede entrar a una tienda y comprarse unos vaqueros.

Yo paseaba desde hace rato con esa sensación de que gran parte de lo que veo se puede convertir en palabras, todavía conmocionado por el poema "¡Adelante!" que había leído de Hank y con ganas de empezar "Los Subterráneos" mientras Johnny sonaba a treinta y tres revoluciones en el salón de mi casa.

Camino entre ráfagas de cuerpos fascinado al comprobar lo capaces que son de mantener un ritmo con el piloto automático sin chocar entre ellos. Me acuerdo del segurata del Fnac y en sus ojos perfilados, me había dejado impactado ver a semejante masa de carne aburrida y encorvada gastando rímel, "¡Ni te me acerques sucia ladrona!" Le grita una señora muy mayor a una rumana que se le acercaba con una mano extendida y la otra escondida.

Entre los cuerpos auto dirigidos hay unos que buscan a otros, llevan un peto de colores y una carpeta y tienen peor cara que los otros, los demás les esquivan antes de que puedan recitar la primera frase de su causa que a veces la proclaman en bajito a un aire sordo. Un señor de aspecto desaliñado y enfermo que anda más perdido y errático que los demás se acerca a una chica con peto y ésta ni le mira, son malos tiempos para los Robin Hood modernos, son tiempos modernos y los pajaritos no cantan y las nubes no se levantan para un mendigo que está sentado muy próximo a los Robin del peto. Malos tiempos para él también en la era de la ayuda a distancia.

El ascensor del metro sube, abre sus puertas, escupe gente y antes de que vuelva a cerrar la boca nuevos esputos van hacia ella corriendo, tres chicos jóvenes y una señora de mediana edad con bolsas dejan a un señor que va en silla de ruedas fuera, la boca tarda en cerrarse pero los mocos se quedan bien pegados a su garganta infectándola de civismo y consideración modernos.

La bolsa de plástico comienza a moverse, noto los gritos y los improperios de Hank maldiciendo contra el universo y escupiendo al viento, la frenética prosa de Jack desmenuzándolo todo y el Boom Chicka Boom de Johnny transformando la atmósfera en algo más sencillo que se pueda solucionar con la espera en el porche meciéndote en tu silla y  bebiendo un vaso de bourbon.

Sigo mi camino saturado de gris y paso por una plaza donde el futuro juega porque así se lo ha indicado el pasado, ahí es la primera vez que veo sonrisas. Yo me dirijo a mi cueva con mi gente y como presente, no puedo hacer más que pedir papel y boli en la barra para apuntar todo esto y que no se borre de mi mente.
Acabo de descubrir que ni si quiera he echado un vistazo a las notas que escribí.

Será porque son tiempos modernos, y los pajarillos cantan y las nubes se levantan.


Asier Triguero es autor de las novelas Me quiero ir e Hijos del amanecer.


Editamos, Publicamos y Vendemos tu Libro.







Muerte en un bar

Muerte en un bar

Ya no lo recuerdo bien, o nunca lo supe del todo, quizás; o es muy probable que no me importara en ese momento, para nada. Asumo entonces que fue el martes o el miércoles. Mi mamá había dejado, providencialmente, su cartera sobre el silloncito de la entrada, con la boca abierta. Me recordó esos sapos de fierro enormes, que hay a veces en las ferias, a los que hay que encajarle tres fichas seguidas y te dan una botella de vino ordinario. Creo, por lo demás, que la vi como un sapo enorme, de cuero color carmín oscuro y deprimido. Metí la mano en su boca y comencé a sacar: Las llaves de su auto, cosméticos diversos, un lápiz labial. Lo abrí, el color era extraño y bello. Raro en ella, que usaba sólo maquillaje de vieja. Saqué pañuelos, más llaves, un lápiz de ojos negro, una libreta, el teléfono personal, la billetera.
Salí de la casa con las llaves del auto, el lápiz labial, el de ojos y la billetera. El sapo de cuero saltó con tristeza o ansiedad detrás de mi y cayó inerte al suelo con un sonido seco, metálico, embolsado. Mi mamá salió del baño, al oír el ruido, y me gritó: "¡Oye! ¡Oye! ¿A donde vas?". Sabía que no tenía que apresurarme. "Tranquila" me dije. "Ándate como si nada". Mientras cerraba la puerta dije, sin apremio: "Vuelvo..." Me subí a su auto mientras, imagino, iba, sospechosa, a ver que había caído y qué había hecho yo. Siempre andaba sospechando de mi y a la falta más pequeña: estupideces como quemar una rebanada de pan, o dejar un plato sucio debajo de mi propia cama; me gritaba insultos atroces: "¡Inmunda!", "¿Quién te enseñó a vivir así? ¿Por qué no te vas de una buena vez?: ¡Puta! ¡Puta!". La imaginé, mientras me llevaba el auto, gritando enfurecida cuando viera que la había dejado sin un cobre: "¡Ladrona! ¡Ratera! Ojalá te pudras: ¡Puta de mierda!". No sé por qué me decía puta o mujerzuela, por cualquier cosa. Pero ya no me importaba. Al llegar a la avenida principal, sin ningún motivo, o sí: porque había cagado a la mamá, porque había tomado una pequeña venganza, me bajó un ataque de risa y bajé acelerando el auto hasta la plaza Italia, riendo sin parar y sin parar. Las luces de colores eran como ojos sorprendidos que me vieron pasar airosa, feliz.
En el barrio Bellavista, en el conventillo del "Mocogordo" (Creo que le decían así porque en invierno, con el frío intenso, siempre le colgaba un moco grueso y acuoso, que sorbía rebelde. Una vez, con mucho asco, le dije: "¿Por qué no te sonái?". Me lanzó una mirada terrible y me dijo: "¿Venís a dar consejos, pendeja, o a comprar?"), cambié el efectivo por dos raciones y por las tarjetas plásticas me dio dos más, porque no me sabía las claves, pero estaba el carnet de identidad de la vieja.
No estoy segura, pero creo que dejé por ahí el auto, o a la orilla del cerro. Pero, el más cercano era el Pub del Yac, donde me metí directo al baño. Cuando salí ya estaba tranquila. Otra vez era yo misma. En las mesas de siempre estaban esos amigos con los que compartía. El Martín con su boina y su bufanda árabe, me miró con esa sonrisa irónica de siempre y meneó la cabeza en ese gesto que parecía decir: "¡Sí, nena! Lo comprendo todo, con sólo mirarte!". Le encantaban esas formas de expresarse siúticas, como de fotonovelas. Esas que eran más antiguas que las teleseries. A mi me gustaba, también, ese juego. Sentía como que me burbujeaba el pecho y me excitaba. Era como si me transformara en la Mariné de la historia. Nadie me pregunte quién era la Mariné. Tampoco se lo pregunten a él. No lo sabíamos. Yo era ella, tal vez inventada por nosotros mismos, entre risas y juegos, y Martín era Tiznerre, el pintor bohemio. Ni siquiera sé si existe un pintor con ese nombre. Al principio yo le decía Gogán y Vangó, también Heminguay. Pero finalmente tomó la personalidad de Tiznerre, que le daba más libertad al juego.
- ¡Hola Tiznerre! De qué viene hoy el texto.
- ¡Nada! Sólo sufro un poco, para poder pintar esta madrugada.
Eran conversaciones idiotas y falsas, que me producían una alegría infinita. A veces pienso que me sentía proyectada en un telón de un cine enorme. Los colores intensamente amarillentos, teñidos por la luz de las velas y las pocas ampolletas ocultas, que jamás iluminaban directamente daban a la escena ese ambiente íntimo, de penumbra cálida. Al frente mío estaba ese amigo de Tiznerre que a veces lloraba recitando largos monólogos y poesías. Ese día canturreaba algo de un circo y una trapecista y me miraba con ojos húmedos. A veces tenía algo lindo y me reía con él. Me miró entrecerrando los ojos y dijo cosas que me alegraron. Me sentí en el centro del telón mientras me vestía de trapecista, paloma loca, sin alas, que el cielo quería tocar. Parece que era de un tango de Gardel o de un corrido mexicano, quizás. Sólo recuerdo que se sentó a mi lado en algún momento y no podía dejar de prestarle atención. Tiznerre se enojó conmigo. Me dijo:
- Desde cuando eres una artista del trapecio - y sus ojos eran como lucecitas de colores que quemaban. Entonces supe que no. Pero Martín ya estaba ofuscado, así es que le respondí:
- Si quieres soy tu modelo ahora mismo Vin -. Le dije Vin porque a veces también lo hacía. Creo que es el diminutivo del nombre de algún pintor excéntrico.
- No sería preciso; ni aunque te atrevieras.
Sentí que esa respuesta era un desafío y me excitó más que si lo hubiera hecho ahí mismo. Se me borran los recuerdos. Tengo alguna imagen de haber ido, después de eso, al baño. Creo que me estimulé y jalé. Creo ver la imagen de Tiznerre y del poeta, ambos muy cerca, ambos queriendo besarme y disputando por mi. Al fin era alguien ese día. Era de cine, era de aquellas novelas a las que jugábamos con Martín, y yo era la estrella. No sé cuánto jalé, pero sé que por seguir el desafío de Tiznerre (¿Era este su apellido verdadero? Nunca me importó) me desnudé. Una vez pilucha me senté sobre la mesa, en ese rincón del Pub de Yac, en Bellavista y todo me palpitaba. Todo el público del cine murmuraba al ver la escena y algunos opinaron en voz alta. Estaba eufórica, feliz.
- Aquí estoy Tulús (algunos también le decían así y a veces hacía ese papel). ¡Píntame ahora! le dije.
Alguien se acercó con escándalo y discreción. Era una mujer con delantal negro y líneas blancas fosforescentes. Tenía el pelo de color calipso y una boca enorme pintada de un tono precioso que no logro recordar, pero sí recuerdo que sus labios eran gruesos y muy sensuales. Unos dientes muy blancos, quizás también fosforescentes, no sé, reían siempre, pero con preocupación.
- Estás en pelota - me dijo - eso no puede ser, no está permitido.
- ¿Y entonces cómo lo hice pa empilucharme? - le respondí riendo. Tengo una vaga impresión de haberle dicho que era bellísima. En verdad que lo era. Pero todo se ponía borroso a ratos, como si las cosas sólo fueran fogonazos de luces de colores que las hacían engordar. Martín se había convertido en un hombre chiquitito, en su sillita, pero tenía una cabezota gorda, gorda, enorme y las mejillas rojas luminosas me parecían esas bolas de navidad que se cuelgan en los árboles. Me reí de él y le dije que de viejo de pascuas se veía ridículo. Me miró sin comprender y le hizo algún gesto al poeta, que podía significar que estaba volada. El poeta lloraba, pero su boca crecía y la mueca era de risa: "Palomita voladora" creo que repetía, "¿donde dejaste tus tristes alas?". Todo esto me produjo una alegría extrema, aunque de repente todo quedó silencioso y de color verde luminoso. Sólo la mujer sensual de pelo calipso estaba al lado mío y trataba de ponerme mi ropa, siempre sonriendo. Intentaba ponerme los calzones, pero yo me excitaba y me reía, recogiendo las piernas. Por fin, parece que lo logró. Le dije:
- Eres tan bella. Contigo no me importaría ser lesbiana -. Tal vez me besó en la boca o así lo quise, sin embargo todo eso está borroso. Podría ser falso, aunque poco importa.
No sé si pasó mucho tiempo, o quizás todo lo soñé; ya no puedo decir nada; de nada estoy segura. Se que en algún momento me desperté porque el universo tremolaba. Temblaba con una fuerza inusitada, pero era extraño, porque abrí los ojos y todos estaban sentados, tranquilos, alrededor de la mesa y no percibían el tremolar. Era como si hubiera un terremoto cuyo epicentro estaba en mi pecho y me presionaba hacia la cabeza por dentro donde las ondas sísmicas se llenaban de ruido sordo, que seguía el ritmo de la conversación de la mesa. A medida que el terremoto crecía, algo se me hinchaba en el interior del pecho, quizás intentando detener, de manera dolorosísima, el tremor. El escenario de la película, que se me imaginaba Casablanca ("Boggie para los amigos" decía Martín cuando tenía que representarlo), se había tornado verde esmeralda y ondulaba a mi alrededor. Al ondular, el techo verde, me oprimía el pecho verde, como una prensa verde que me producía un dolor verde, tan intenso que mi grito verde no salía jamás de mi garganta verde. Entonces agarré de una manga al poeta y le zamarreé el brazo, hasta que me miró. Le dije:
- Neruda; la pajarita se cayó de su trapecio.
Alcancé a ver su sorpresa. No era de esas sorpresas de lo inesperado, que se reciben abriendo muchísimo los ojos y la mandíbula cae, dejando una enorme boca inerme abierta, sino de aquellas sorpresas que se avienen de lo esperado, que al fin sucede, aunque nadie lo desea y todos quisieran que jamás ocurriera, pero se sabe que tarde o temprano sucederá. Era de esas sorpresas de ojos y bocas enormes, pero controlados. La boca no se abre porque la mandíbula cae, sino porque pronuncia, a veces en silencio, la interjección: "¡Oh!". Después no recuerdo nada. Durante un tiempo infinito todo está oscuro y plano. No hubo mas colores, ni más tremolar, el terremoto se detuvo, el aplastante dolor del pecho se detuvo, la cabeza llena de pensamientos palpitantes se detuvo y Casablanca se fue en negro.
Después de infinitas horas, o pocos minutos, no podría decirlo, porque perdí la noción de la medida del tiempo, desperté o recuperé la conciencia, o no sé bien qué. Había una mujer ahí tendida, sobre el asiento de tres sillas, con la piel amarilla verdosa; no sé si sería un efecto de las luces, aunque tal vez no, porque habían encendido ciertas lámparas que borraban la penumbra permanente del pub. El público se había ido. En nuestra mesa sólo estaba Tiznerre, el poeta y la mujer del delantal y el pelo calipso. Los otros se habían ido. Todos miraban a esa mujer amarilla, tendida ahí y cuchicheaban. Yo no la reconocí. No había estado con nosotros antes. Pregunté:
- ¿Quién es?
Pero no me respondieron.
Insistí. Tomé del brazo a la lesbiana de pelo calipso y la interrogué con urgencia:
- ¿Quién es? ¿Qué le pasó? - sentía una compulsión extraña por saber quien era esa mujer y me invadió una angustia feroz. Pero no me respondió. Parecía que no me había escuchado. Quizás, pensé, me tiene temor porque le dije que por ella sería lesbiana. ¿Creería que la podía pervertir?. Bueno: Lo habría hecho, creo. La mujer de las sillas tenía los ojos muy abiertos y hundidos en el rostro cetrino, como ceniciento y una especie de sonrisa irónica, ligeramente idiota, le daba un aspecto como de cine de horror. Tenía la ropa toda desordenada. La camiseta que llevaba encima estaba al revés, el estampado de la espalda se veía absurdo sobre el pecho e imaginé que estaba, como en esas películas de terror, boca abajo pero con la cabeza girada en media vuelta. La nariz era extremadamente delgada y picuda. Me acerqué a Martín para preguntar. Hablaba en voz baja con el poeta. Decía:
- ¡Qué mujer más loca! Quién sabe cuanto había jalado...
- Seguro que se le reventó la cuchara...
- Qué muerte más horrorosa. ¡Te das cuenta, que se te agita tanto el corazón, que te estalla!
- ¿Qué? - pregunté - ¿Está muerta? - pero ninguno me respondió. Ni siquiera me miraron. Me incliné sobre la mujer y la vi parecida a mi, quizás como si fuera una hermana. Eso me sobresaltó y me produjo una pena profunda, aunque sabía que no la conocía. No sé por qué quise llorar, pero a la vez sentí una rara desesperación: ¡Tenía que saber! Le pregunté al poeta: - ¿Quién mierdas es? - sentía una urgencia infinita, pero nadie me tomaba en cuenta, el poeta tampoco.
Después de un rato llegó una médica, con dos enfermeros, que la examinaron. La médica casi apenas la miró y meneó la cabeza, apretando los labios. Martín se encogió de hombros. El poeta hizo unos ruiditos guturales con la garganta y estiró, de manera rara, dos veces la cara. Me hubiera reído de su tic si no hubiera resultado insolente con la muerta.
- Bueno Martín -, dijo el poeta, codeándole un brazo y señalando la puerta con un gesto de los ojos - nosotros no tenemos nada más que hacer aquí.
Uno de los paramédicos advirtió el gesto y le pasó el soplo a la doctora. La mujer consultó con la del pelo calipso:
- ¿Andaba con ellos?
Abrió mucho los ojos y sonrió tontamente levantando los hombros. Sin dudas que era muy bella. Me atraía de alguna forma y recordé qué agradable fue cuando me vestía. La doctora atajó al poeta y a Tiznerre:
- La joven andaba con ustedes - dijo más en tono de confirmación que de pregunta.
Martín abrió los ojos y sonrió como si fuera un niño. Dijo:
- Al menos no lo creo - le encantaba hablar con esa forma de ambigüedad.
-¿Sí o no? - dijo la doctora mirando fijo, con la mirada de las mujeres que han reivindicado su posición frente al macho. Su desafío me encantó, y no sé por qué imaginé que estaba deteniendo una traición de esos machos que huían abandonando a la mujer desvalida, que no podía hablar por sí misma.
El poeta, con su encanto y el manejo de emociones que dominaba bien, dijo taxativo:
- ¡Jamás! Si hubiera estado conmigo nunca habría permitido que esto sucediera - y miró entrecerrando los ojos, a la vez que fruncía el ceño en ese gesto que quería traspasar con la mirada a la otra y que yo encontré tonto, pero lindo.
- Bueno - dijo la doctora sonriendo. Yo creo que la muy idiota había caído subyugada por el poeta. Sólo faltaba que la subiera al trapecio -. Porque si hubiera estado con ustedes, tendrían que quedarse a declarar con la policía.
- ¡Jamás! - reiteró el poeta, no sólo con la interjección, sino con todo el gesto y como el efecto fue el esperado, se fueron de ahí. Yo me iba a quedar, pero me di cuenta que estaba sola y salí detrás de ellos; pero en los quince segundos que me demoré, ya habían desaparecido.
Como una tonta me fui caminando hasta mi casa. Había gastado toda la plata de mi mamá en los paquetitos de droga y no me quedaba ni un cobre. Pensaba en la muerta, que me producía alguna extraña congoja, que no acertaba a explicar, mientras caminaba. No podía rechazarla de mi pensamiento, donde no cabía nada más. En ningún momento recordé que había llegado en auto. Tampoco tenía las llaves, que mucho después, cuando apareció, cerca del cerro, encontraron colgadas de la chapa. Quizás por eso no lo recordé. Tampoco me cansé de caminar tanto, o no sé si lo hice. De pronto, sin saber cómo, estaba entrando en mi casa. Amanecía con colores de plata fría, en ese momento. Al alzar la vista a la cordillera, para ver las luces de la aurora, sentí que estaba llorando, sin saber por qué, pero no podía evitar la angustia. Me tiré en mi cama y lloré, lloré por mi, lloré por la mujer que dejé en el Pub de Yac y no sabía por qué lloraba por ella. Me acongojaba su nariz filuda, sus ojos hundidos y el color amarillo ceniciento de su cara y por eso lloraba. El recuerdo de esa sonrisa tensa, enorme, irónica; me conmovía
Cuando mi mamá entró al dormitorio yo aún lloraba, pero a ella no le importó. Miró a mi cama, hizo un gesto de molestia y salió. Pensé que me iba a gritar como siempre, que me iba a insultar, que diría que ya no me soportaba. Esperé que me dijera puta y mujerzuela y que me pidiera las llaves del auto, pero no lo hizo. Recién entonces recordé que el auto había quedado junto al cerro y que me había vuelto a pie. Que me ignorara me dolió más que si me hubiera gritado como siempre. Como un impulso por desquitarme le grité que su auto estaba en el cerro:
- ¡Tu auto se me quedó allá en el cerro y se me perdieron las llaves!
No respondió.
- ¡Acaso querís; vieja estúpida! - le dije entonces con despecho. La oí salir y entrar. Algo murmuraba y me pareció que estaba exasperada.
Oí sonar el teléfono. Ella contestó. Después que intercambió algunas frases su voz se alarmó. Hacía preguntas cuyas respuestas no parecía esperar: "¿Pero como?... ¿Donde?... Sí pero ¿donde está? ... No entiendo: ¿Qué pasó?... No puede ser". La sentí tan alarmada y descontrolada, que salí de mi dormitorio a escuchar qué pasaba. De algún modo sentí esa sensación como si se me pararan todos los pelos del cuerpo, como si lo que hablaban se tratara de mi. Pregunté:
- ¿Quién es?... ¿Qué pasa?... - pero me ignoró. Esperé que terminara de hablar y volví a preguntar -: ¿Qué pasó? -. Sólo se cubrió la cara con las manos y creo que sollozaba. Se sentó en el silloncito junto al teléfono sin decir nada, con la cara escondida en las manos.
- ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Dime!: ¿Qué sucede? - pero fue inútil. No dijo nada. Sin embargo sospechaba que se trataba de mi. Le grité -: ¡Dime mierda! ¡¿Que chuchas pasa?! - pero fue como si no me oyera. Salí de la casa y vagué por las calles sin ningún rumbo. Ofuscada porque ella me ignoraba, pero a la vez agobiada por una sensación de alarma y de congoja inexplicable. Sentía que algo pasaba, que se refería a mi y que ella me escondía. No sé por qué, porque era absurdo, estaba segura que se relacionaba con la mujer que había quedado tirada sobre las sillas del Yac, y a la vez conmigo. Cuando volví creí que estaba cansada, pero no. No era cansancio sino agobio. Estaba agobiada por algo que no lograba descubrir, por algo que sucedía conmigo, que me llenaba de angustia y que no podía explicar. Algo era diferente y no sabía qué. ¿Por qué busqué a la mamá, si nunca lo hago?. No importa. No estaba. Me senté a esperarla. ¿Por qué lo hice? No lo sé. Nunca la esperaba, nunca me importó qué hacía o donde iba. Mi mamá era esa persona que estaba ahí. Era mi más vecina, por decirlo de algún modo. El resto del mundo era mi vida, mi diversión, mi sufrimiento, mi búsqueda, mi frustración, mis anhelos y eso. ¡Nada más! Pero, mientras esperaba, mientras nunca llegaba, sin explicación, mientras era más y más necesario que estuviera, para saber, para que me dijera, pensé que ella era lo único que tenía. Era el único ser verdaderamente cercano. Sus gritos me eran necesarios. Sus insultos eran una protesta desesperada porque no me daba cuenta que ella era mi más cercana, o la única que estaba siempre ahí. Era quizás, el final de todo, mi refugio. La solución de mi mundo, pero yo no lo entendía y ella no lo sabía explicar. Por eso me gritaba puta y mujerzuela. Eran gritos desesperados, necesarios, que yo no oía. Pero era el puerto. Era el final del día y del camino. ¿Y donde estaba ahora? y ¿Por qué no estaba, si siempre estaba? ¿Por qué justo ahora no estaba, cuando no sabía qué había pasado?
No sé cuantas horas esperé, con la vista fija en la puerta de calle. No me explico cómo lo logré. Estuve ahí sin distraerme un solo segundo, esperando el sonido de esa puerta, esperando que se abriera y apareciera ella. Esperando su explicación. Por fin, ya de noche, apareció. Tenía la cara demacrada y creo que había llorado. Fue extraño. La había visto explotar, gritar, desesperarse y expresar tantas otras emociones, pero nunca la había visto llorar, jamás la había visto así. Creía que no era capaz de tener pena y ahora había estado llorando, sin duda. Entró, no obstante, sin decir nada, sin mirarme siquiera. Sólo me dejó caer su cartera, esa misma de la que le había robado todo, ayer, sobre la falda. La seguí hasta su dormitorio. Se había dejado caer ahí a oscuras y lloraba en silencio, mirando el techo. Me asusté. Le pregunté:
- ¿Mamita: Qué pasa? - pero siguió con la mirada perdida en el techo, sin decir nada. Me recosté junto a ella y también lloré. Después de mucho, quizás había dormitado un poco, se levantó y llamó por teléfono. No saludó. Sólo dijo, cuando le contestaron:
- Tu hija está muerta - su voz era fría y dura, a pesar que controló un sollozo que se le quería escapar.
- ...
- Una sobredosis de drogas...
- ...
- En la morgue. Tú tienes que retirarla.
- ...
- No. Yo no puedo. Me había robado el auto y los documentos. Yo no puedo hacerlo.
- ...
- Bueno... Me pasas a buscar y vamos juntos. También era tu hija ¿o no?
Yo estaba helada. La sorpresa me paralizó. ¿Qué estaba diciendo mi mamá al teléfono? ¿Acaso hablaba de mí? Si yo no estaba muerta.
- ¡Mamá! No estoy muerta. Esa mujer no era yo. Yo estoy viva aquí. ¡Mírame. Por favor!.
Terminó de hablar, sin escucharme. Se metió en su dormitorio y se encerró ahí.  No quiso escucharme.
Recién entonces pensé, por primera vez, en mi propia muerte. ¿Cómo podía ser que estuviera muerta? Si yo estoy aquí, viva. ¿Acaso creen que yo soy esa mujer amarilla que estaba en las sillas del Pub? ¡No! ¡Esa no era yo!. Recordé, ahora, su cara amarilla y esa mueca de horror, con los ojos abiertos enormes y hundidos y la boca abierta con esa especie de sonrisa atroz. La había encontrado parecida a mí, como si hubiera sido una hermana, pero no era yo. Yo estaba ahí mirándola, no era yo. Yo me fui de ahí por mis medios. ¡Si hubiera sido yo, me habría dado cuenta! ¿Cómo podría estar aquí, si así fuera?. Me fui a mi dormitorio, encendí la luz y me miré al espejo: Estaba ahí. Era yo. Giré a un lado y al otro. Yo estaba aquí y ahí mi imagen, ¿cómo podría estar muerta? De repente me miré la camiseta que llevaba puesta y me di cuenta que era igual a la de aquella horrible mujer amarilla. También la tenía puesta al revés, como ella, con el estampado de la espalda hacia el frente. Sentí un escalofrío. De inmediato me di vuelta la camiseta y negué: ¡No! Es una broma de Martín, o no sé: Del poeta. Pero yo no estoy muerta. Me di cuenta, en ese instante, que en el último minuto había pensado en la palabra "yo" una docena de veces. Sabía de memoria que la gente hacía eso sólo cuando se encierra en sí misma. Es un indicio de la negación de la realidad y una confirmación de una misma, que se empecina en lo único que cree fiable. "¡Estoy muerta!" dije en voz alta, con horror, pero no me escuché. De inmediato rectifiqué: "Imposible: ¿Cómo puedo pensar en que estoy muerta si estoy muerta?".
Al día siguiente, ese hombre pasó a buscar a mi mamá. Era mi padre, pero no lo conocía. De inmediato lo odié.
- ¿Por qué está aquí? - le pregunté a mi mamá, pero no me respondió.
Salieron juntos y los seguí. Llegamos, en silencio siempre, a la avenida La Paz. Entramos en esa casona, a ese absurdo estar. Después de algún rato, a través de una ventana nos mostraron, desnuda y rapada, a la mujer amarilla, con esa mueca de dolor atroz, con los ojos abiertos y hundidos. Mi mamá hizo un gesto y quitó la vista. Ese hombre afirmó con la cabeza. Entonces se la llevaron: Era yo. ¿Era yo?. Ese hombre me había reconocido. ¿Era, acaso, mi padre? Yo sentía una profunda pena, inexplicable. No podía ser esa mujer tiesa y amarilla, con esa mueca de sufrimiento atroz, por mucho que era igual a mí misma, sin embargo sentía esa pena enorme por ella, por mi, por mi muerte imposible. De repente, inexplicablemente pensé: ¿Y ahora: Qué voy a hacer?
Los seguí de un trámite a otro, de un lugar a otro. De un permiso en otro. Mi padre, si es que lo era, me compró un ataúd, si es que yo era aquella muerta. Esa tarde me entregaron dentro de él, desnuda, sellada y arropada de rasos blancos que sólo dejaban ver el óvalo de la cara rígida. Me habían cerrado los ojos, pero el gesto de la boca seguía ahí. Mi mamá dijo:
- Prefiero que le sellen también la cara -. Yo quería decir que no. Que me dejaran así para verme. Me era necesario. Además sentía que si me cerraban me asfixiaría. Quería abrazarme a mi misma, aunque no fuera yo, aunque yo no fuera aquella mujer color cenizas amarillas, de algún modo, quizás morboso, quería seguir viéndome siempre, hasta darme cuenta que yo estaba ahí, muerta. Aun cuando no sabía cómo estar muerta y aun cuando todavía me sentía viva. Entonces volví a sentir rencor por mi madre
Sellada, me llevaron en un furgón negro, conducida por dos hombres de gris, inexpresivos, silenciosos, hasta la iglesia cercana a mi casa, a la que jamás había entrado.  Me pusieron como si yo y mi ataúd fuéramos un altar, en medio de una piececita rodeada de sillas de color negro y se fueron. Quedé sola conmigo misma o con una mujer de color amarillo verdoso, dentro de una caja de palo, convertida en cosa, porque yo estaba aquí, al lado, acongojada, ignorada y viva; aunque nadie me viera. Mi padre y mi madre llegaron después e inspeccionaron la caja. Mi madre se aseguró que no fuera posible abrirla. La congoja que sentía se transformó en rabia. Sentía rabia de su vergüenza, que no quería que me vieran cómo había sufrido para morir. No me importaba si era o no cierto, pero ella no lo sabía: Sólo lo negaba y ocultaba mi sufrimiento posible, con absurdo pudor. Para vengarme le canté en voz alta:
Adiós mamá, reza por mí(*)
sé que fui una oveja negra para ti
y que por eso me morí
Mucha droga y mucho alcohol
era la vida para mi
pero piensa sin embargo
que nunca estuviste aquí
Adiós mamá es difícil morir
si es que te avergüenzas así
pero ahora que no estoy
por fin podrás ser feliz
Pero nadie me escuchaba, aunque gritara. La mamá sólo se estremeció de repente. Dijo:
- No sé por qué sentí tanto frío - y comenzó a llorar. Ese hombre, tal vez mi padre, hizo amago de abrazarla, quizás para consolarla, pero se retuvo. Sólo meneó la cabeza. Después de un rato salieron. Al cerrar la puerta él miró, por última vez el ataúd y me pareció que tenía un gesto resignado. Muy virilmente dijo:
- ¡Qué huevada! - y se fue. No lo volví a ver más. Tampoco yo me volví a separar de mi.
Al día siguiente me hicieron una misa casi solitaria, los mismos hombres grises y silenciosos me llevaron en esa carroza negra y moderna, despacito hasta el cementerio. En una sala absurda se reunió esa gente con caras circunstanciales que no conocía, todos en silencio. Después de un rato todos se miraron, miraron a mi mamá y lentamente comenzaron a irse después de besarla con compunción. Finalmente, otra vez, me quedé sola conmigo, metida en esa caja de palo. Vinieron unos hombres, que cerraron todo, me arrastraron hasta una sala de trabajo y ahí hicieron saltar los sellos del ataúd. Me sacaron, desnuda, sobre el raso blanco. Recordé cuando la gente celebraba triunfos deportivos en la Plaza Italia y subían a alguien a una bandera y lo lanzaban al aire, luego lo recogían y volvían a lanzarlo con jolgorio. Así me sacaron. Me subieron en un latón grande y me metieron a un horno. Entré conmigo en él. Vi cómo se encendía y como se achicharraba mi carne amarilla, mis huesos que no conocía y la humedad que escapó de mí, convertida en un vapor oloroso, "agradable a Dios", como dice la Biblia. Mientras tiritaba de horror me convertí en cenizas. Ya no era yo, ni era esa mujer que se me parecía.
De a poco fui perdiendo el interés y los sentimientos. Ya no se amar ni tener rencor. Nunca disfruté del color de la primavera o de los atardeceres tibios. Creo que jamás deseé o me desearon con lujuria. A veces quise pensar como habría sido y no lo logré. Finalmente me refugié en un viejo reloj de pared que ya no funciona, porque ahí se detiene el tiempo, y a veces, sólo a veces, por ver si me recuerdan, muevo sus manecillas en sentido inverso: De nada sirve.


Kepa Uriberri
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(*) Ver Seasons in the sun de Terry Jacks






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domingo, 5 de septiembre de 2010

Libros que matan.

 "...es posible que todo forme parte de un mismo trauma personal, originado ya en su infancia, que le llevó a ver en sus semejantes la causa de su sufrimiento y en la lectura una fuente de inspiración y autoestima para su alma atormentada. Lo dijo él mismo en cierta ocasión: «Yo tomo cuanto necesito de los libros»"


 
Libros que matan
Juan Francisco Fuentes
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense.
 
 
No puedo recordar a Hitler sin libros. Los libros eran su mundo», así lo afirmó un amigo de juventud del fundador del Tercer Reich alemán. En la tipología de los dictadores, no es infrecuente el caso de aquellos que dedicaron a la lectura una buena parte de su tiempo, que buscaron en los libros aliento o consuelo, e incluso que se mostraron hacia ellos mucho más humanos que hacia los pueblos que padecieron su tiranía. Stalin, por ejemplo, que dejó a su muerte una biblioteca de veinte mil volúmenes, fue, como Hitler, un lector compulsivo, capaz de leer hasta quinientas páginas al día. El dato resulta particularmente asombroso, porque cuesta creer que alguien haya podido leer tanto y matar tanto al mismo tiempo. Hitler y Stalin pertenecían sin duda a esa especie, no tan rara, de dictadores que amaban los libros y odiaban a los hombres. En el caso del Führer, que añadía a ello su amor a los animales y sus arraigadas convicciones vegetarianas, es posible que todo forme parte de un mismo trauma personal, originado ya en su infancia, que le llevó a ver en sus semejantes la causa de su sufrimiento y en la lectura una fuente de inspiración y autoestima para su alma atormentada. Lo dijo él mismo en cierta ocasión: «Yo tomo cuanto necesito de los libros».
Si es cierto que somos lo que leemos, nada mejor para conocer la personalidad de Hitler que saber cuáles fueron los libros que le llevaron a ser quien fue. Tal es la pregunta que ha impulsado al historiador norteamericano Timothy W. Ryback a escribir esta sugerente obra, en la que nos ofrece un inventario parcial de la biblioteca del Gran Dictador y un estudio muy detallado de sus lecturas y de la influencia que pudieran haber tenido en su personalidad. En cuanto a la magnitud de la biblioteca de Hitler, Ryback parece dar por buena la estimación de 16.300 volúmenes realizada en 1942 por el corresponsal de United Press en Berlín, Frederick Oeschner, una cifra que representaría un incremento sustancial respecto a los seis mil ejemplares en que una redactora de The New Yorker cuantificaba en 1935 su «magnífica biblioteca». Aunque un buen número de esos diez mil ejemplares incorporados entre 1935 y 1942 serían regalos recibidos por el Führer como prueba de afecto de sus admiradores, todo indica que su colección fue creciendo en paralelo a su poder, como si la cantidad y la naturaleza de los libros determinaran el cumplimiento de su sueño exterminador. Y, en efecto, pese a ser finalmente una biblioteca de aluvión, con muchas obras que llegaron a ella por puro azar, un inventario de su contenido recogido por Ryback en el apéndice de su libro muestra la coherencia de los grandes bloques temáticos que la componían y su estrecha relación con las aficiones intelectuales de su dueño.
Destacan, sobre todo, los siete mil volúmenes dedicados a historia militar y, en particular, a las campañas napoleónicas y a la vida de los principales reyes y generales alemanes. Un segundo bloque de unos mil quinientos ejemplares lo forman las obras consagradas a las bellas artes, desde la arquitectura hasta la pintura, con una significativa incursión en el mundo de la pornografía con pretensiones más o menos artísticas y algunas obras sobre las vanguardias del período de entreguerras que conservan en los márgenes comentarios despectivos de puño y letra de Hitler. El tercer bloque, según este inventario, lo constituyen los libros sobre astrología, espiritismo, ciencias ocultas y nutrición. Tan sólo este último apartado cuenta con cerca de un millar de títulos, muchos de ellos con un fuerte carácter militante en defensa del vegetarianismo. De tal tenor es uno de los numerosos comentarios al margen, en el que Hitler dejó para la posteridad esta profunda reflexión sobre tan importante materia: «Las vacas se hicieron para dar leche; los bueyes, para arrastrar cargas». No deja de ser curioso ese sentimiento compasivo que los animales despertaban en él y del que se encuentran tantas pruebas en los marginalia de su biblioteca. Hay unos cuatrocientos libros sobre religiones, mezclados de nuevo con abundante pornografía, y en torno a un millar de novelas populares –policíacas, románticas y de aventuras–, cuidadosamente forradas para ocultar su contenido. Finalmente, entre las obras «científicas» figuran algunos tratados de sociología de inspiración nacionalsocialista y un estudio sobre la morfología de las manos como fuente de conocimiento de la personalidad humana, una pseudociencia a la que al parecer era muy aficionado. En este apartado de obras prácticas podría incluirse la titulada El arte de convertirse en orador en pocas horas, reveladora de la idea que tenía Hitler de su propia formación, como un proceso acelerado que debía subsanar, a la mayor brevedad posible, sus inmensas carencias intelectuales y hacer de él un agitador profesional. De su «despoblada vida espiritual», como la llama Ryback, da fe asimismo uno de los ochenta libros que tuvieron el raro privilegio de acompañar a Hitler al búnker berlinés en el que encontró la muerte: Die Weissagungen des Nostradamus [Las profecías de Nostradamus], obra de Carl Loog publicada en 1921.
Resulta fascinante la forma en que el historiador norteamericano ha conseguido reconstruir, por lo menos parcialmente, la biblioteca de Hitler, siguiendo la pista a los distintos lotes en que se dividió tras su muerte en 1945. Uno de ellos, de más de mil doscientos ejemplares, acabó en Estados Unidos, desperdigado a su vez entre varias bibliotecas de la costa Este. El minucioso trabajo realizado por el autor con los fondos conservados le ha permitido establecer las distintas interconexiones entre obras, temas y autores y acceder a los elementos más recónditos y tal vez más valiosos de toda biblioteca, como son las anotaciones personales de su dueño. Fotografías, dedicatorias, encuadernaciones, huellas diversas del paso del tiempo: de todo saca partido un autor habilidoso como Ryback. El puzle se hace aún más complejo y sugerente al incorporar retazos del pensamiento de Hitler e insertar todo ello en un conjunto internamente articulado de lecturas y escrituras que se explican mutuamente. No es que el resultado cambie lo que ya sabíamos del personaje, pero añade matices sorprendentes sobre la forma en que fue modelando su espíritu, en un proceso de descubrimiento interior menos caótico de lo que pudiera parecer. No se piense, pues, que otros libros e incluso esos mismos leídos en otro orden hubieran dado un resultado distinto. La impresión que deja la obra de Ryback es que la personalidad de Hitler era previa a sus lecturas y que éstas seguían un itinerario más o menos azaroso, pero con una única desembocadura posible. Si esta impresión sirve con carácter general, se diría que no somos lo que leemos, sino que leemos lo que somos.
Los libros del Gran Dictador ofrece otras provechosas enseñanzas al lector que, venciendo su natural prevención, se acerque a estas páginas. Hay mucho de biografía de Hitler a través de sus lecturas y de su propio testimonio escrito, en particular de su obra Mein Kampf, llena de elementos autobiográficos y concebida como un libro de autoayuda para un pueblo en horas bajas. En la biblia del nacionalsocialismo, sobre todo en los fragmentos del original que han llegado hasta nosotros, se aprecian todas las limitaciones intelectuales de su autor, sus problemas gramaticales, su tenaz lucha con la sintaxis y con algunos nombres propios –Schoppenhauer, así, con dos pes– y su permanente inseguridad de escritor autodidacta, que escribe por impulsos irracionales y en la mayoría de los casos banales. «No soy escritor», le confesó a uno de sus hombres de confianza, al comparar sus ocurrencias con el pensamiento relativamente elaborado de Mussolini. Sólo el estado de desesperación de una buena parte del pueblo alemán a partir de 1929 explica que una obra tan irrelevante, de puro estrafalaria, como Mein Kampf se convirtiera de repente en el libro sagrado de un movimiento de masas que no tardó en alcanzar el poder.
Sorprende menos la estrecha relación entre guerra y lectura en la biografía de Hitler. Los libros lo acompañaron en su azarosa vida en las trincheras en la Primera Guerra Mundial, como si en ellas dieran lo mejor de sí mismos y la brutal experiencia de aquella guerra iluminara la lección escondida en esas páginas que el cabo Hitler leía con fruición. En otros casos, lo escrito sobre las guerras pasadas le instruía sobre la naturaleza de la inevitable guerra futura, esa obsesión que lo acompañaba desde que, según él, los enemigos de Alemania perpetraron en 1918 la famosa «puñalada por la espalda». Las treinta y dos marcas de su puño y letra que dejó Hitler en una biografía del general Schlieffen, autor del plan de ataque sobre Francia ejecutado al comienzo de la Primera Guerra Mundial, son como un mapa en clave de la ofensiva alemana lanzada sobre Francia en 1940 a través de Holanda y Bélgica. Ya se ve, pues, que si es cierto que los libros se escriben a menudo a remolque de los acontecimientos pasados, no lo es menos que en ocasiones anticipan los sucesos futuros.
Este ensayo tiene, además de todo lo dicho, una vertiente fascinante como crónica de la aventura personal del autor, con momentos algo novelescos, a lo Dan Brown, y la sensación final de que, en su recorrido en busca de vestigios de la biblioteca del Führer, Ryback estuvo persiguiendo a un fantasma que iba dejándole señales de su presencia. Un libro de Max Osborn que acompañó al joven Hitler por las trincheras del frente occidental soltó, dice el autor, una «llovizna de arenilla» al abrirlo en medio del silencio sepulcral de la sección de raros de la Biblioteca del Congreso, como si se tratara de un libro momificado que, al volver al reino de los vivos, liberara el espíritu maléfico que llevaba en su interior. Leyendo estas páginas, nos asalta la idea de que el Führer concibiera su biblioteca, más aún que su búnker, como una especie de tumba egipcia, en la que intentó sobrevivir a su derrota aguardando entre sus libros, esparcidos por medio mundo, a que alguien o algo volviera a juntarlos. ¿No dice Ryback que la venganza fue lo que impulsó a Hitler a escribir? Hasta ahora, para explicar la relación que el nacionalsocialismo mantuvo con la letra impresa, parecía bastar con la imagen de libros «degenerados» entregados a las llamas por los nazis y con la célebre frase atribuida al mariscal del Reich, Hermann Göring: «Cuando oigo la palabra cultura, desenfundo mi pistola». La minuciosa investigación de Ryback incide en una vertiente mucho menos conocida de esa relación y nos recuerda que los libros –algunos libros– fueron no sólo víctimas del nacionalsocialismo, sino también motivo de inspiración de una gran venganza contra la humanidad.

Fuente: http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4730


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viernes, 3 de septiembre de 2010

Idilio Salvaje de Manuel José Othón


Idilio Salvaje.
¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?… Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.
Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.
Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aún del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.
Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amarguísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.

Idilio Salvaje es uno de los considerados más representativos de México que, además, cuenta con reconocimiento internacional.



Su autor, Manuel José Othón, poeta, político y dramaturgo, ejerció la profesión de abogado. Y desde los 13 años comenzó a escribir poemas. Fue a sus 21 años cuando se publicó su primera obra: “Poesías”. Tres años después se publicaron sus “Nuevas poesías”.


Su trabajo ha sido relegado, en virtud de que no presenta grandes gestos elocuentes ni escándalos personales, no tiene nada llamativo para darle fama. Y por otra parte, su tipo de poesía requiere de un lector muy atento, contemplativo y paciente, por su corte paisajista.


Idilio salvaje, uno de los más grandes trabajos de las letras mexicanas lo llevó a la fama pero también al olvido. Es un poema que contrasta con el resto de su poesía.


A 104 años de su muerte, su poesía tiene un panorama distinto. A decir de Elsa Cross, escritora y ganadora del Premio Xavier Villaurrutia 2008:


“Se lee más a Othón porque su poesía es más limpia, no hay pretensiones como las tuvo Amado Nervo.”


"Muchos modernistas lo despreciaron, entre ellos Nervo, siendo que a estas alturas, Othón se lee mucho mejor que Nervo. Uno lee a Amado Nervo y es cursi, anticuado, anacrónico.”


Y es que la poesía de Othón, que se enmarca dentro del Romanticismo y Modernismo nos brinda un esplendoroso despliegue de sensaciones en contacto con la naturaleza. Es la naturaleza cantada por Othón, cual sinfonía en concierto de increíbles sonidos y colores dinámicos.


Su obra póstuma más importante, El himno de los bosques, lo realizó en la bella región de la huasteca tamaulipeca en el ejido Gallitos y la cual le abre las puertas de la Academia de las Letras.



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Germán Dehesa, en paz descanse.

Germán Dehesa, en paz descanse.

No existe mayor tributo a un escritor que leer sus obras. Y aquí les presentamos la reproducción de una interesante entrevista que le hace Susana Garduño para Club de Lectores.




Germán Dehesa, con todo y el cansancio que traía a cuestas de un viaje a Coatzacoalcos, Veracruz, tuvo la gentileza de recibir en su estudio a Club de Lectores y nos habló del poder mágico de las palabras y los libros.

El poder mágico de la palabra “Alfalfa”. (Del griego: Alfa = comienzo) Seguramente esa palabra debe tener un poder mágico tremendo, puesto que puede convocar, puede incitar un volver a comenzar algo. Entonces yo se la recomiendo mucho a aquellos amantes que tuvieron alguna ruptura, pero que tienen franca voluntad de volver a comenzar, de tener una segunda oportunidad, que se miren a los ojos y se digan “alfalfa”, y se abracen y verán como todo comienza otra vez.

¿Usted diría que los libros tienen un gran impacto en la vida de las personas?

¡Enorme! No porque haya lecciones inmediatas, ni moralejas; todo eso es muy trivial, es como la epidermis de un libro. La forma es la que siempre acaba pegando, te hace entender que hay un milagro en todo. Porque yo no veo una rosa y digo: ¡Ah, mira! Una rosa divina que en gentil cultura /es con su fragante sutileza/ magisterio purpúreo a la belleza/ enseñanza nevada a la hermosura; yo ya me conformo con saber que es una rosa, pero Sor Juana… la veía y encontraba en ella un amago de la humana arquitectura y simplemente esa música que ella creaba con las palabras, hace darme cuenta de que se puede hacer una flor de puras palabras, es decir, Sor Juana termina, no hablando de la rosa, sino edificando una rosa verbal. Y eso es ¡alucinante! Entonces se puede ir creando una especie de mundo paralelo y entendiendo mejor este mundo. Casi como el lobo de Caperucita, para entenderte mejor … para eso leo, para eso escribo, para mirarte mejor ... Seguramente pasé por la etapa narcisista de la lectura donde uno al leer se está buscando a uno mismo. Es decir, el libro funciona como un espejo y el libro que más nos gusta es el que nos refleja mejor. Leía en la infancia, febrilmente, a Los tres mosqueteros , porque en mis delirios imaginativos pensaba que podría haber sido uno de ellos, que sólo las circunstancias de espacio-tiempo ya no me permitían ser D'Artagnan, Aramis, Porthos o todos juntos. Era para mí un gran espejo.

Hay lectores que mueren en esta etapa narcisista, de “espejito, espejito, dime que soy bello, dime que soy valiente o el más malo de toda la región”. Pero debería haber siempre un momento en que descubres que no hay tal, que más que un espejo, el libro es una ventana. En el momento en que la ventana te es revelada, la lectura se vuelve absolutamente imprescindible. Porque desde ahí tienes el mejor mirador hacia el mundo.

Aprendes a leer, para leer mejor a tu pareja, para leer mejor a tus amigos, para entender mejor a tu país. Para ubicarte de mejor manera en el mundo, hasta donde eso es posible. Tomar conciencia del misterio, no resolverlo, pero por lo menos, adivinar las orillas del misterio o, como proponía Sor Juana, “ Rotular el silencio ”. Esa es nuestra tarea.

Usted es un gran admirador de Sor Juan, ¿verdad? La cita frecuentemente.

Sor Juana, Quevedo, Lope de Vega, Fray Luis de León. Son nuestros poetas. Pero también de pronto Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, el humor implacable de Cortázar y tantos y tantos autores que pasan por tu vida. Hay veces que regresas a tu casa después de una jornada en la Ciudad de México y de veras te sientes Ulises regresando a Itaca. Tratando de recuperar a una Penélope que ya no te reconoce, como ocurre en el libro original. Él se fue 20 años. Tú te vas un día y ya no te reconocen de la friega que te pone un día en esta ciudad. Entonces tienes que darles pruebas de que sí eres tú, como lo hace Ulises.

¡En fin! Los libros atraviesan por mi vida y yo voy circulando entre los coches y los libros y alcanzando la vida y queriendo siempre salirle al encuentro. El mexicano siempre está sentado, a ver qué le trae la vida. Y así nos ha ido. Creo que lo que tenemos que hacer es salirle al paso a la vida, no esperar que llegue, sino encontrarla, agarrarla de buenas y con un libro en la mano, porque el libro te va a permitir descifrarla mejor.

En su libro "¡Qué modos! Usos y costumbres Tenochcas", usted cita como especies en peligro de extinción a: El buen hombre, la buena mujer... ¿En qué condiciones cree que se encuentre el buen lector?

También amenazado. Las formas electrónicas de comunicación, están arrinconando e imponiéndole una aparente obsolescencia a la lectura. Aunque siempre es el impacto de lo nuevo. Creo que el libro tiene con qué resistir. Pero nuestro problema no son los autores, ni los libros. Nuestro problema es hasta cierto punto de librerías, pero ya estamos mejor que hace treinta años. Creo que el problema básico son los lectores, que no creamos lectores. Entonces, ¿para qué más autores, para qué más libros, para qué más esfuerzos por reunir bibliotecas si no hay quien lea, quien se acerque a los libros?

Lo nuestro tiene que consagrarse a la formación de lectores y la única manera de formar al lector es explicándole que leer es la segunda forma de recreo que tiene el ser humano. La primera se cumple entre hombre y mujer y no voy a dar detalles. Pero la otra es la lectura. La conversación con los difuntos / en músicos callados contrapuntos , como decía Quevedo.

¿Cree usted que los libros debieran también evolucionar en alguna manera?

Sí yo creo que ya hay ciertos géneros que se van quedando viejos. Ciertos géneros a los que les hemos concedido demasiada importancia por demasiado tiempo. Pienso sobre todo en la novela, que ya prácticamente ser escritor equivale a ser novelista. Cuando se pueden escribir estupendas crónicas. Juan Villoro, entre nosotros, es un cronista sensacional. Se puede escribir excelentes ensayos y tenemos ensayistas de primera: Federico Reyes Heroles, Silva Herzog Márquez, Lorenzo Meyer. Te puedo dar el nombre de muchos extraordinarios ensayistas.

No es por la vía de la ficción por la única que se accede al conocimiento. Tampoco quiero que desaparezca la novela, sino que atemperemos y nos demos cuenta de que El buen lector siempre terminará leyendo poesía.

Previamente hay que convencerlo de que aquello que nos decían de que leyendo tienes más poder, leyendo aprendes más… en el fondo te están diciendo “y entonces más pronto te convertirás en el Fidel Velázquez de tu grupo y controlarás a todo mundo”. Borrar eso y decirle: “Tú olvídate, tú métete a un libro como quien se mete a una fiesta, si en la página 70 la fiesta no te interesa, no sabes ni de qué se trata, tienes todo el derecho de largarte, no todos nacimos para todos los libros”.

Aunque sean obras maestras, yo, a las 15 páginas de leer a James Joyce dije: “no nací para esto, mi vida es otra”. Y me dediqué a leer otros autores que me decían más y me resultaban más intelegibles.

Tampoco hay que castigar o censurar. Por ejemplo, imponen “lecturas obligatorias”. Eso es terrible. Es como el matrimonio, donde tienes que ser feliz a ‘güevo', no se puede. A veces uno es feliz, a veces uno tiene promontorios de serenidad, y luego de pronto también unas llanuras de depresión, todo eso es el caminar por la vida. Y lo mismo pasa con la lectura. ¿Cómo “lectura obligatoria”? ¡No! Cuando yo fui maestro de literatura en preparatoria, mi táctica era ofrecer por lo menos 100 libros y decirles: Este es breve y trata de esto… este es largo y este… tá-tá-tá. Y no les voy a pedir que me hagan una monografía. Yo voy a venir todas las tardes y quiero que vengan, cualquiera de esas tardes a contarme de algún libro de los que hayan leído. Si leen cinco, están del otro lado, si no leen esos cinco, ni siquiera se presenten a examen. Y si leen 25 tampoco se presenten a examen porque ya están aprobados.

¡Y no sabes qué deleite! ¡Se hacían las colas inmensas de muchachos para irme a contar su experiencia de lector y compartirla! Y que yo les dijera lo que a mí me había dicho el libro. O muchas veces cacharlos en que ni habían leído. Les decía:

–Y, ¿qué pasó, te acuerdas cuando se le viene encima la piedrota a Porthos?

–¡Ah, sí qué momento!

–Y le digo “No hay ninguna piedrota, baboso, vete a leer” ¡Y ya! Pero esa idea de que es una obligación… ¡No, hombre, si es lo más divertido de este mundo leer! ¡Lo más tranquilizante!

Bueno… por ejemplo, tenía la horrible costumbre de leer el domingo por la noche El Proceso (de Kafka) y no dormía, me quedaba con los ojos pelones hasta el lunes. Entonces mejor tengo a San Juan de la Cruz, mejor tengo a Jaime Sabines, mejor tengo a Juan Ramón Jiménez. Hay libros que no hay que leer en la noche, porque de veras, se le meten a uno en los sueños. Si es que llega uno a tener sueños.

¿Qué le aconsejaría a quien quisiera convertirse en escritor?

En escritor… pues que trate de ser un excelente lector. Que no tenga miedo de imitar a alguien a quien le conceda autoridad magisterial. Que es cierto que en literatura, la única manera de superar una influencia, es cediendo a ella y asimilándola a tu estilo. De esa manera, poco a poco podrás ir encontrando tu voz.

Pero si quieres ser escritor, primero pregúntate: “¿tengo algo qué decir? ¿Qué herida traigo?” Y si no traes herida… ¡los que no traen herida no escriben! Todo escritor habla por la herida. De algún modo la vida, la realidad, lo lastimó. Si no, no se proponen la tarea de recomponer esa realidad. Psss… está a toda madre, está muy bien instalado, ¿cuál es el problema?

Pero cuando de pronto te atropella la vida, cuando traes una herida, ¡de muchos tipos! Porque además, ahora todo mundo pensará: “me tiene que abandonar un ser amado” No, no, no, ¡espérate! De muchas maneras la vida te desacomoda y necesitas de las palabras, las “palabras mágicas”, para reacomodarte. Si no tienes esto, ni lo pienses, ni te pongas a escribir. Si no estás dispuesto al gran impudor… porque escribir es encuerarse y si no estás dispuesto a eso…

Me acuerdo que me pasó una vez con una alumna talentosa en un taller de literatura que yo tenía, que llegó con una propuesta para una novela. Y le digo: es una propuesta excelente, pero tú eres una señora y las señoras no cuentan estas historias. Entonces pregúntate: ¿quieres ser escritora o quieres ser señora ? Porque las dos cosas no se pueden. Entonces, si estás dispuesta a la indecencia de encuerarte, nos vemos la semana que entra.

Y llegó la semana siguiente y me dijo “¡Ya! Ya hablé con mi familia, y les dije que voy a perder toda compostura”. Y fue un libro muy bonito que se llama Quién como Dios que ya está traducido como a ocho idiomas. Y le fue muy bien, pero pues Doña Eladia, alias Lali, renunció a ser señora.

Un mensaje a nuestros lectores:

¡Que se pongan a leer! ¡Que lo disfruten! Es un gozo inmenso, es la gran compañía, lo que nunca te falta. En los momentos de soledad, es lo único que te ilumina cuando de pronto ya te apagaron la luz, o ya te la cortaron (la luz). Entonces ahí está la literatura, ahí están los poetas. Y ya desde los poetas empezamos a navegar. Porque los poetas son las cumbres y todos los demás como que escurren desde esas cumbres que son los grandes poetas. Y más México, que en el siglo XX, ¡qué lujo de poetas tuvimos! Pellicer, Novo, Villaurrutia… es una nómina que remata con Octavio Paz y Jaime Sabines y dice uno: De veras, qué sabia es la condición humana que se da cuenta de que en un país donde la palabra va a ser violentamente agredida y prostituida por los medios de comunicación, pero sobre todo, por los políticos, es necesario generar anticuerpos.

Y esos anticuerpos son los poetas, son los que le devuelven su pureza original, los que alivian a las palabras y las vuelven otra vez mágicas. Por eso hay que leerlos, disfrutarlos. Y luego regalarle el poema a alguien que amemos y firmarlo nosotros. De aquí a que se entera ya hasta hijos tuvimos con ella. ¡Que hagan lo que quieran! Pero yo he sido muy feliz leyendo y escribiendo.


Germán Dehesa, "El Chilango Mayor", dramaturgo, columnista y catedrático murió ayer 2 de septiembre del 2010, a las 18:35 horas rodeado por su familia en su casa de la Ciudad de México, víctima de cáncer.

Nació en el DF el 1 de julio de 1944. Estudió becado con los hermanos maristas e ingresó a la UNAM donde cursó estudios de Ingeniería Química y de Letras Hispánicas.



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martes, 31 de agosto de 2010

Toca guitarra mía.


Toca guitarra mía.


Por: Anselmo Bautista.

Sentado con mi guitarra toco una melodía sin sentido que en mi alma apesadumbrada encuentran buen asilo. Miro hacia atrás un tiempo ya lejano, embadurnado de dolor y conmiseraciones. ¿Dónde están los sueños que volaron como águilas a un cielo claro? ¿Dónde está el destino que me deparaba a tu lado? Encanto abrumado que el tiempo ha coartado.

He dejado entrar a la intrusa que de este corazón tuyo se ha adueñado. ¿Para olvidarte? Confieso que en mis intentos he fracasado capturando una que otra ilusión para sobrevivir como esta melancólica canción que de mi alma brota sin hallar más que insípidas notas. ¿Qué me hace poseer un maldito corazón que calcina con dolor amargo cualquier acorde a la razón?

¿Dónde estás tú que no te veo? Aún existes porque te recuerdo. ¡Desaparece aunque me hagas falta! Toca, toca guitarra mía y sácala de aquí que mis canciones no han de ser de ella ni mis pensamientos hasta el fin. Arráncame su cuerpo de mi piel con tu melodía triste hasta que me hagas llorar y cada lágrima que ruede ahogue su sonrisa y su perfume en altamar.


Sí, ya lo sé. Como siempre tienes la razón. Acaba ya con la última nota para acabar yo con mi dolor. Y aquí nos vemos otro día para echarnos esta misma canción.


 
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