lunes, 12 de septiembre de 2011

Desencuentros


Desencuentros


Con el paso de los días, sin encontrar al viejo en el café, se fue olvidando de evitarlo, de manera que volvió sin temor a su rutina habitual. Sin embargo nunca perdió el vértigo de pasar por ese portal y recorrer con cierto disimulo, con la mirada, a los parroquianos del interior, temerosa de encontrarse de pronto con sus ojos de expresión triste, bajo la carga de los años. Quizás pasaba muy temprano o demasiado tarde. Alguna vez alcanzó a divisar al albañil y un golpe de sorpresa le inundó el pecho, pero alcanzó a huir sin ser vista. "De seguro me habría atrapado, con sus raros conceptos, sus predicciones y sus manos que atenazan los brazos sin remedio" pensó. Sus imágenes interiores lo mostraron sonriente, con los dientes manchados, sentado en el café en frente de ella, proponiéndole una verdad del todo falsa, pero demostrable, al punto que tenía que llegar a creerla, incluso contra su propia voluntad. Todo estaba escrito en el cuaderno con patas de pájaro azules y negras, tachaduras y enmarcados dibujados, que le señalaba con un lápiz de pasta de plástico ordinario, con la tapa muy mascada y arrugada. En otra ocasión pasó frente a la puerta, observando a los clientes, mientras el anciano caminaba algunos metros detrás de ella. Ni ella ni el viejo se vieron uno a otra. Cuando Kaya se perdió entre la gente en un recodo, el viejo entró al café y se sentó en la mesa de siempre, junto a la puerta. En otra ocasión, Treshkaya venía distraída, casi olvidada de su aventura diaria frente a la entrada del café y de pronto, a boca de jarro, se encontró a unos pocos metros de Rrrrabanito que salía del lugar y tomaba, unos pasos delante de ella, su mismo rumbo. Sintió un terror irracional, absurdo, y se detuvo. Se quedó petrificada viendo cómo se perdía en el mismo recodo que cada día la hacía sentirse segura, cuando doblaba en su esquina para bajar a los andenes del tren. Después de un minuto o algo así, giró en sentido contrario y se alejó, pensando que si seguía detrás del viejo era posible que lo encontrara esperando el mismo tren que ella debía tomar. "¡Que horror!" pensó. "¿Qué habría hecho si lo encontrara en el andén? ¿Qué le diría?". Se imaginó entrando a la plataforma: Ahí estaba el anciano en uno de los asientos adosados al muro. Antes de poder evitarlo él la veía. Sus miradas se encontraban. "¡Dios mío! ¿Qué hago?" me preguntaría. Y el me sonreiría. Yo tendría que saludarlo y acercarme a él. El diría:
"- Qué bueno encontrarla - con una sonrisa amorosa" o algo así y yo tendría que decir algo, pero no sabría qué. Entonces, por responder lo que fuera, diría, por ejemplo:
"- Sí. ¡Qué rico! ¿No es cierto? -" y quizás lo tomara de manera equivocada. Puede que no se diera cuenta que estoy nerviosa y pensara que de verdad quería encontrarme con él. O supongamos que es peor: Él cree que yo lo venía siguiendo. ¡Ay! ¡No!. Sería terrible. ¿Y si pensara que él me gusta?, por ejemplo. Este pensamiento se materializó en una imagen de la escena. Ella de pie, junto al asiento del viejo, que la miraba con los ojillos semicerrados y sonriendo casi imperceptiblemente. No la miraba a los ojos sino a la boca, como muchas veces hacía. En esos momentos a ella le gustaba y le parecía sensual. Recordó que ese tipo de gestos y actos eran los que la habían confundido, hasta llegar a pensar que se estaba enamorando de él. "Así es como me hace ponerme colorada" se dijo y se detuvo. Sintió cómo se ruborizaba sola, ahora, y se llenó de vergüenza. "¡Eres una estúpida!" dijo para sí y se sentó en los peldaños de la escalera de la salida de la estación.
En otra ocasión su tren se detuvo, camino a la estación de La Ópera, en la estación de la Universidad. En la vía de retorno se detuvo otro tren. Sentado en su interior, con los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud de observar a los pasajeros, uno tras otro, estaba el anciano. Su expresión era de profunda reflexión, como si analizara la postura y leyera los pensamientos de cada uno. Kaya lo vio de un tren a otro y lo encontró bello. Su expresión concentrada y atenta, la mirada que capturaba todo el entorno, con profundidad, le resultó tremendamente atractiva y sintió admiración. "¡Me gusta!" pensó automáticamente, sin evaluar sus sentimientos. Pero en seguida creyó que si continuaba mirándolo, él iba a sentir el peso material de su visión e iba a sorprenderla. Entonces sintió miedo. Era un miedo absurdo, ya que estaban en trenes distintos y era imposible encontrarse físicamente. No obstante pensó: "¿Y si me ve y me hace una seña para que me baje y lo espere?. ¡Ay no! No me atrevo a encontrarme con él". Desvió la vista y giró de manera de no ser reconocida. A la vez algo en su interior le decía que era ridículo. A pesar de todo, aunque en ciertas ocasiones lo vio de lejos, aunque en otras él la vio a ella al pasar, la miró con cariño y añoró aquel tiempo cuando se sentaban a conversar en el café, o cuando la esperaba después de sus ensayos de ballet en la estación de La Ópera, y no trató de acercarse; aunque en tantas otras soñó, llena de miedo, verlo y que él la llamara, pero que no sucediera nunca, aun cuando parecía que nunca iba a ser posible que volvieran a encontrarse y conversar, ella en el fondo lo deseaba y el viejo lo hubiera considerado un regalo de la fortuna; ninguno hacía nada por forzar un encuentro así. Si el viejo la veía, la dejaba ir. Si ella lo veía, trataba, llena de vergüenza y miedo, de no ser vista. Pero de todos modos, en cada una de esas ocasiones, ella disfrutaba imaginando encuentros absurdos y muchas veces románticos, que guiaba hacia un clímax en el que se reconocían uno a otro que se atraían. En ese punto se detenía horrorizada y reprimía la imagen y el pensamiento diciéndose: "¡No! No puede ser. No puedo estar enamorada de un viejo". Y sin embargo la imagen la turbaba y de algún modo raro, siempre comenzaba con un Rrrrabanito atractivo y deseado que en el momento de la entrega última, se convertía en una caricatura del viejo, en la que se subrayaba todos sus defectos, debidos a la edad. De cualquier modo, cada vez que sucedía, aumentaba sutilmente y sin que se diera cuenta, la obsesión de dejarse llevar y a la vez crecía el sentimiento de represión.
El viejo, por su parte, no pensaba en ella ni la recordaba sino sólo cuando a veces la divisaba en la distancia, o también cuando, en otras, se detenía en la estación de La Ópera y la recorría, evocando sus encuentros y conversaciones. De manera ocasional se le aparecía su imagen mientras comía en el café de la estación de la Plaza de los Constituyentes. Para él, la bailarina se había convertido, desde que se despidió fugazmente ese día que le puso su mano suave sobre la suya dura y le dejó la marca de ese contacto y esa despedida; en la imagen de una evocación de aquella otra mujer cuyos rasgos no recordaba, cuya voz no podría describir, pero que sin tener ya, con el paso del tiempo, sustancia alguna, sino sólo ese difuso halo, que estuvo dormido tanto tiempo; se materializaba ahora en Kaya, inexplicablemente. Tal vez por eso, sin haberlo notado antes, la bailarina siempre había despertado en él un ansia que revivía el ansia de lo femenino, como deseo erótico, aunque lo erótico ahora tenía una dimensión del todo racional, que buscaba la fuerza del impulso y el deseo incontenible. Más aún, con la pura fuerza de la razón, intentaba revivir el placer del deseo inmanejable que mueve al hombre potente hacia la mujer como posesión. Sin embargo, Kaya siempre le había sido atractiva, pero de una forma diferente. Si la buscaba desde lo romántico, intentando revivir esa cualidad del romance joven que lleva al hombre a idealizar a la mujer, elevarla a un pedestal, donde se la instala como diosa de belleza, de perfección y anhelo, no lograba la magia que el romance tenía en la juventud, sino una tranquila apreciación estética que envolvía la imagen de ella en una especie de belleza casi de arte, de admiración de la cercanía con la perfección. Admiraba la tersura y suavidad de su piel lozana, la redondez de la curva de los hombros, la longitud precisa de los brazos en relación a su envergadura, la longitud y suavidad del cuello, la rara imperfección de la nariz demasiado recta que se iba sobre el labio superior, que daba la sensación de arremangarse al sonreír y ponía el preciso toque de prosa en la poesía que era el resto de su figura, no sólo estática sino también en movimiento, cuando salía lanzada en un paso de ballet, o cuando se iba caminando con movimientos tan precisos de cadera, que parecía ejecutar una curva geométrica única para resaltar el ancho de éstas y el estrechamiento que llevaba a una cintura casi frágil. Toda ella le producía una admiración de la belleza exacta, un deseo de contemplación de su risa, del pelo desordenado con ondulada precisión, de las manos finas y largas que volaban como zorzales, de los ojos que recordaban los de un zorro joven y atento y por último de la energía que desplegaba en cada actitud, en cada conversación, al escuchar o al hablar. No obstante no llegaba a ese amor absurdo del hombre joven que era arrollado por un hato de cualidades que tantas veces nacían más en la imaginación propia que en la realidad femenina. Para él era como apreciar el arte vivo de la precisión estética. Hubiera sido feliz, sin embargo, si se hubiera enamorado de Kaya como si tuviera quince años, pero sabía que era imposible. También se habría sentido virilmente realizado si la risa femenina, el caminar sensual, los pechos precisos y levantados, la mirada de zorrito, la geografía de su cuerpo elástico, de curvas perfectas hubiera despertado el deseo erótico incontenible, como lo había hecho en ese tiempo pasado, esa mujer que ya no era sino la evocación de un recuerdo parecido a esta realidad; pero tampoco era así. A veces imaginaba que la hacía suya, que presionaba ese cuerpo joven contra el propio, vencido, revivía el recuerdo de las sensaciones que hacerlo habrían provocado en algún pasado, pero no producían las ansias que no hubiera, entonces, podido evitar. Era como si tanto el romance como lo erótico hubieran, al fin, sido vencidos, domeñados, sin saber cómo había sucedido, por la razón. Era como tener un cuerpo sin carne y sin entrañas, solo con la razón y los nervios envolviendo a los huesos. Sabía que si llegara a poseerla, sentiría todos los placeres, sabía que sería delicioso sentir sus pechos excitados sobre el propio o el fuego de sus deseos rodeando al propio, pero sería sólo un placer estético que llegaría por los sentidos a la razón. Sabía que no tendría esa explosión que nace de las mismas tripas y calma, al fin, todos los anhelos irrefrenables que en ese momento sustituyen todo pensamiento, liberando a la bestia que devora con su sangre hirviente. ¡No! ¡Ya no!. Tal vez por eso sólo sentía su ausencia como el recuerdo de aquella otra ausencia voluntaria, que fue necesaria y necesitada, y que ahora volvía al contacto de una mano sobre la propia y de un escrito, con letras desordenadas, en un cuaderno Navegante.
Mientras tomaba desayuno en el café de siempre, en la estación de la Plaza de los Constituyentes, entre un tren y su transbordo, el albañil robaba minutos al viaje, de manera disciplinada, para escribir su cuaderno, donde se trazaba la historia que iba creando.  Releía, mordiendo el sujetador de la tapa del lápiz, lo último escrito, para enlazar las ideas:«No quería; se resistía a obedecer a sus impulsos torpes, pero la emoción del vértigo, de pasar frente a ese portal, la impulsaban al riesgo de ser sorprendida por el viejo. O tal vez era lo único que deseaba: Volver a verlo, ser poseída por lo inevitable, después de haber hecho lo posible por regalarse. Quizás sólo quería que por fin, sorpresivamente, el hombre estuviera ahí y la llamara a gritos, sin pudor, lleno de ansias:
«- ¡Tereshita!, ¡Tereshita!, a donde vas tan de prisa Tereshita -. Ella lo miraría casi con indiferencia, para no parecer que lo había buscado. Sólo se detendría un momento y diría:
«- Tengo ensayo... Ahora que ya soy primera bailarina debo ensayar más...
«- ¿Acaso no tienes un breve momento para regalarme? - diría el viejo.
«- Quisiera... pero... - y haría ademán de seguir su camino con un jeté.
«- Tan sólo un solo momento... breve... al menos nada más... - suplicaría; y entonces ella accedería, como si se sintiera casi obligada.»
Enmendó alguna frase, retocó alguna letra y retorció, con sus dientes amarillentos, el sujetador de la tapa del lápiz de pasta barato, con que escribía. Apoyó la punta, otra vez sobre el blanco del papel. La levantó indeciso. Comenzó a escribir, pero se arrepintió y tachó con intensidad, con varias líneas horizontales, otras tantas sinuosas, unas más en zigzag y luego otra como un resorte. Luego con decisión escribió:
«Sin embargo él nunca estuvo. A veces lo veía de un tren a otro o en el andén contrario. Hubiera querido que el solo peso denso de su mirada lo llamara, de modo que la viera y la recordara, pero jamás sucedía. Imaginaba historias de encuentros irrealizables, que al final terminaban avergonzándola y haciendo que se odiara a sí misma: "No. No quiero pensar en él. El es un viejo y yo necesito un hombre joven, bello, viril" y entonces pensaba en ese otro que le era atractivo, aunque lo consideraba inferior. "Tampoco quiero un hombre pobre o sin futuro, ni uno tosco". Sentía de este modo que odiaba su vida, que no tenía una salida, que sus logros eran todos un fiasco: Un hombre viejo, o un hombre basto, prima bailarina sustituta, una madre soltera, un padre desconocido. "En resumen: ¡Nada!"»
Volvió a leer lo escrito. Tachó "bello" y debajo escribió "hermoso". Apoyó el lápiz sobre "hermoso" para tacharlo a su vez, pero después de un momento trazó un signo de aprobación a su lado. Miró la hora y se sorprendió. Recogió con prisa el cuaderno, el morral, del cual se asomaban varias herramientas cuidadosamente envueltas en papel de diario y atadas con cáñamo plástico y mordiendo el lápiz corrió al andén. Al salir  del café tropezó con una figura femenina, con el pelo desordenado y una mochila colgando de un brazo, con una camiseta canguro atada de uno de los tirantes, que se arrastraba por el suelo.
- Hola - dijo la mujer - tanto apuro...
Recién el albañil vio que era Treshkaya y sin detener su carrera dijo:
- ¡Ah! Hola... se me hizo tarde... ¡Adiós! nos vemos... - Mientras corría al andén con el lápiz mordido con los dientes amarillentos dijo en voz baja, para sí mismo: "Vértigo. Ese es el concepto. Habrá que subrayarlo".
Subió al tren y se apoyó junto a la puerta. Dejó el morral en el suelo y comenzó a escribir con letras desordenadas sobre el vértigo de jugar a caer y no caer en un amor no deseado con el corazón, sino con el desafío del querer y no querer, caer y no caer. A la vez hacía el contrapunto del hombre viejo que querría caer y ya no le era permitido, querría ejercer la imprudencia de la juventud y ya no podía. Pero sus empeños lo empujaban a los recuerdos de un amor olvidado, quizás por prohibido, de su juventud tardía. Escribió:
«No había buscado el amor, sino la satisfacción egoísta del deseo que ya no había en lo propio. A la vez no buscaba que le dieran amor, sino dar el que no le recibían. Quería ser recibido, pero no necesitaba recibir amor. Sin embargo no fue así, no podía durar una relación trunca, coja, y duró lo mismo que la paciencia de la mujer. Al final lo dejó y se llevó su recuerdo tangible. Quizás no necesitaba más». Continuó escribiendo sobre la mujer de hoy y su vértigo y los recuerdos del hombre a través de esta mujer que heredaba los viejos recuerdos. A la vez sugería, casi sin hacerlo, que había un hilo que ataba a ambas mujeres. Siguió:
«En la mujer de ahora quiso encontrar a la de ayer. Pero ésta ama el vértigo de jugar con un amor casi absurdo con un anciano. Es la gata con el viejo gorrioncito que capturó en el jardín. El gorrión ya no tiene fuerzas para resistir el juego, para volar, y lo acepta. Acepta el juego. Además carga en la conciencia la muerte de su progenitor: Entre los gorriones es costumbre dar muerte a los ejemplares viejos o heridos, que son una carga para la parvada; pero eso no los libra del peso de la conciencia. Quizás cree que este es un dulce castigo». Escribió luego varios desarrollos que jugaban con la metáfora de la gata y el pajarito. Se divertía al hacerlo y sonreía con su propio juego, pero siempre llegaba a un punto donde descubría que sólo llenaba su propio deseo de placer en la escritura, pero no conducía al cruce de la trama que deseaba, sino que se alejaba de manera torpe. Intentaba con correcciones adaptar el fragmento a lo que requería, pero era como si quisiera doblar a mano la enfierradura de las cadenas de los muros de la construcción. El tren entró a la estación terminal Parque de las Empresas y calló su bramido. Una voz de mujer automática pidió a los pasajeros que abandonaran el convoy. El albañil, sin apuro, guardó su cuaderno Navegante, el lápiz, y descendió con la imagen de la gata y el pajarito en lugar del pensamiento de donde nacía su relato. Pensó que ya debía apartarla y reemplazarla por Tereshita y el viejo, pero no lograba una conexión apropiada entre las imágenes. Tenía ahí, donde se produce la razón definitiva, a Rrrrabanito abrazando contra su pecho, casi como un juego, a Tereshita. Él sentiría la emoción de presionar su cuerpo esbelto y elástico contra el propio; se sentiría avergonzado al suponer que, a su vez, ella lo sentiría grueso y blando, gastado. Él la miraría, lozana y deseable: Un premio para cualquier hombre joven y desearía merecerlo, mientras ella, creía, lo vería surcado por el tiempo, casi acabado. Querría hacerla sentir la atracción, el deseo de sentir la virilidad del hombre al que se admira, el que protege, que abraza no sólo con brazo fuerte sino con ese halo inexplicable de potencia que fuerza la pertenencia que la mujer desea; pero temía que Tereshita sólo sintiera rechazo, o si lo toleraba fuera por un sentimiento más bien filial.Ella, en tanto, sentiría la densidad de la experiencia del hombre. Admiraría la capacidad de haber transformado, en ella, la imagen del anciano casi inútil, incapaz de comprarse una tarjeta de ingreso al ferrocarril, al que sólo la ternura la llevó a proteger, en la de un hombre fuerte que ya ha recorrido todos los caminos y es capaz de enseñarle a ella, todos los rumbos. De algún modo él, poco a poco, la iba haciendo suya, incluso contra su propio deseo y su única defensa, porque su razón rechazaba al anciano como una pareja posible, era el juego, incluso transformando el deseo en juego, la reticencia en juego. Así, pondría sus manos sobre el pecho del hombre y lo apartaría sin forzarlo. Le diría, aunque no era lo que sentía: "Usted abraza como el papá que no tuve". En su pensamiento profundo se dibujó, como resumen de toda la situación, este abrazo, en el momento en que el viejo iniciaba el movimiento de su rostro hacia el de ella, mirando sus labios que sonreían y el movimiento de rechazo inteligente, que sin herir, derrite la fuerza de la voluntad que avanza. La frase de ella, a su vez, la veía representada por una saeta que se clavaba en el núcleo del corazón del viejo: "... como el papá que no tuve". Esa idea se expandería como un extraño veneno. Recordaría esa mano antigua, posada sobre la propia que decía: "¡Adiós! Que estés bien!" y que se había repetido en la de ella: "¡Adiós! Que esté bien". Se detuvo en su propio relato y se dijo que el anciano no recordaba las palabras de aquella otra despedida, sino sólo el roce de la mano. "No importa" pensó, "la mano de ahora sí le recordó aquella otra. Con eso deberá bastar".
A pesar de todo, cuando entró al café esa mañana y se encontró con su mirada y su sonrisa alegre, con su saludo efusivo, ya no pudo eludirla. Kaya había sentido un salto en el corazón y había reaccionado de manera instintiva. Su propio saludo amplio, notorio, le cerró toda posibilidad de huida. De algún modo se alegró de cómo había sucedido el encuentro, tal que sin intentarlo se había roto una barrera que de alguna forma le hacía daño. Con alegría invitó al viejo a sentarse con ella.
- ¡Qué suerte! - dijo - ¡Qué rico encontrarnos! - y sintió que enrojecía. En sus imágenes profundas, allá al fondo del pensamiento, antes que éstas se conviertan en reflexión, se vio a si misma transformada en una niña de quince años, ruborizada al encontrarse con su joven enamorado. En esa imagen ella no era ella misma sino quizás algún personaje de alguna película antigua y Rrrrabanito no era el viejo, sino un joven precioso, pero igual al viejo, aunque joven. Sólo que vestía como visten los galanes jóvenes de las películas románticas y todo su aspecto era una especie de bello rejuvenecimiento del mismo Rrrrabanito. No supo, entonces, por qué la imagen se transformó en la expresión: "Me gusta mucho" y en una sensación de gozo intenso; no supo si quien le gustaba mucho era el anciano y el gozo se debía al encuentro, o si sólo era el reflejo de aquella imagen profunda la que lo producía.
- Qué bueno. También lo creo. Hace tanto que sólo nos veíamos de lejos, o de ventana a ventana - se sentó a su lado y ella se inclinó hacia él y lo saludo besándolo en la mejilla.
- El albañil también estuvo aquí...
- Pensaba que ya no volveríamos a... -. Sentía un placer interior que su juicio profundo catalogó de absurdo: "No hay motivo para esto" se dijo y se dio cuenta que veía todas las cosas como si tuvieran un relieve nuevo y diferente, como si todas las imágenes fueran más nítidas o más grandes, o quizás sólo más precisas, pero diferentes. "¿Es que la alegría es así?" pensó por un momento y después, sin necesidad de que hubiera palabras de por medio, tuvo la idea que hubiera querido vivir para siempre este momento. Entonces se le escapó una risita torpe - jejeje - y se sintió como un niño absurdo que se sienta a conversar por primera vez con la niña que le gusta.
- Dijo que era demasiado tarde y se fue... Si no, nos habríamos juntado los tres: Raro ¿no?
- ¿Todavía bailas? Bueno... supongo que sí... El otro día me baje en la Ópera. Recordé tus ensayos de La siesta del Fauno... - "Sólo digo estupideces" pensó. "Cómo me gustaría ser más joven y estar así: Nervioso y lleno de deseos. Si yo pudiera abrazarla. Cómo quisiera hacerla mía". Creyó que esos mismos pensamientos los había tenido alguna vez, cuando era joven. Pero aquella mujer de entonces, cuyo rostro no podía recordar y cuando lo intentaba era, extrañamente, el rostro de Treshkaya, había sido su amante, había sido suya y la había dejado porque la mujer que le pertenecía y a la que pertenecía, así como siempre, también, había pertenecido él a su propio padre y a la sociedad que era dueña de todo, tenían una voluntad egoísta y diferente. "También tuve que ser egoísta. No supe tampoco ser libre" pensó.
- No se por qué hoy se me ocurrió venir temprano a ensayar. Que si no lo hago, no nos hubiéramos encontrado. ¿Siempre vienes a esta hora? - Hizo la pregunta y se dio cuenta que no sabía hacia dónde iba el viejo, o si siempre estaba vagando de tren en tren, de andén en andén sin ningún rumbo: ¿Alguna vez salía de los túneles del metropolitano? No lo sabía. "No sé nada de él" pensó entonces. "Nunca me dijo su nombre. Sólo dijo algo absurdo: Aún no me construyo uno" - ¿Por qué no sé nada de usted?
- Fue culpa mía - dijo, pero no le respondía. Hablaba para sí mismo -. Nací cuando entré por primera vez a estas galerías ocultas. Antes alguien vivía por mi: Por eso la perdí. No quisiera que volviera a suceder -. Le miró la mano, que tenía cerca de la suya y con la otra se la tomó y la posó sobra la propia cercana. Mientras ella la mantuvo, extrañada, ahí, sobre la del viejo, él miró esas manos, ensimismado, casi como si fueran ajenas, o pertenecieran al pasado, o a una rara convergencia de ambos tiempos: aquel ido y este.
- Nunca me ha dicho ni siquiera su nombre. ¿Cómo podría hacerlo, si ni siquiera sé eso? - Se preguntó a sí misma si se refería a pertenecerle, sin saber ni su nombre y pensó que se había traicionado con esa frase. Sintió miedo, pero después pensó que del mismo modo que se habían reunido, sorpresivamente, sin quererlo, tal vez era bueno que sin querer se decidiera a aceptar que se había enamorado de este viejo. Pero, además, sintió que el anciano hablaba de otra cosa y quizás no se había dado cuenta de su equivocación. ¿O no era equivocación, sino un tropiezo necesario?. Agregó entonces -: ¿Usted: Qué piensa de mi?
- Si no fuera un cobarde... - y en el interior de su pensamiento dijo: "¿Qué será de ella? ¿Quién será ahora?"
- A veces es difícil ser sincero con uno mismo... Pero si lo intenta... -. No se había dado cuenta que el viejo le había puesto su mano sobre la de él, "¿o quizás no quise darme cuenta?". Pero sintió la indecisión de él y la retiró con suavidad.
- Ya es tarde para lamentarlo. Sólo puedo intentar no cometer de nuevo un error así - dijo y levantó la vista hasta los ojos de ella. Tenía una expresión triste, o quizás melancólica, pero Kaya pensó que era tristeza y creyó que el viejo sentía que todo estaba perdido, justo cuando ella había decidido reconocer que se había enamorado de él, a pesar de todo.
- No - dijo -. No es tarde... No te sientas triste. Desde ahora podemos cambiarlo todo - y le acarició la mano que había dejado. Rrrrabanito volvió a sentir que ese contacto se transfería de una manera casi material, como si la tibieza del contacto pudiera recogerse y guardarse en un relicario.
- ¿A qué hora ensayas? - dijo sonriendo, como si fuera necesario tomar otro rumbo en la conversación.
- De verdad: Estoy atrasada, pero no quisiera irme. ¡Estamos tan bien aquí!
- ¿Te puedo esperar esta tarde?
- A lo menos me encantaría.
Sólo esperaba la hora de encontrarse en la estación de La Ópera con la bailarina, de manera que ir de una estación a otra en este o aquél tren no tenía diferencia alguna. En la línea del sur oriente subió a la máquina, distraído, y contesto vaguedades al conductor que hizo preguntas vagas, de esas que se hace cuando el silencio parece ser una falta, ya sea a la cortesía o a la imaginación. Así comentaron sobre los tejados de industrias y universidades del sector por el cual el tren pasa elevado sobre la gran avenida que hiere a la urbe desde el río hasta que pierde sus contornos en los primeros cerros cordilleranos. El anciano, en tanto, iba consigo mismo. La conversación, la gente que subía y bajaba en multitudes enajenadas en sus mundos propios, a los carros, el contorno de los edificios, los vehículos que se movían allá abajo, todo, era como el telón de fondo de sus propios pensamientos, en los que veía a Kaya bailando para él, plástica, sutil y hermosa. A ratos la veía en sus brazos y la acariciaba, en ocasiones como si fuera un pájaro de cristal que evolucionaba en torno y descendía de pronto a sus manos o a veces como si fuera una ninfa que emergiera de las aguas, pura y entregada, llena de vivacidad que exaltaba sus sentidos al tocarla y recibirla en sus brazos; entonces la veía desnuda e imaginaba su piel blanca y suave como la de un hada y sentía su pelo en la cara que lo enceguecía por un momento de manera que al volar rodeando su cabeza volvía a ver y estaban, ahora, ambos desnudos. El contacto del cuerpo de la bailarina convertida en náyade salvaje, sobre el propio era idéntico al de aquellas manos sobre la suya, que habían quedado marcadas para siempre como un ícono de las ansias de tenerla. Su propio cuerpo quedaba para siempre bendito de ese contacto de tibieza precisa, y suavidad perfecta.
- A veces los imagino como si fueran las cumbres de la cordillera, cuando se la atraviesa desde el aire - dijo el maquinista.
La pájara de cristal se fragmentó en millares de trozos que se esparcieron en inciertas cumbres y picos erizados. Dijo:
- ¿Qué?... ¿Cómo?...
- Los techos de las construcciones, los edificios...
- ¡Ah!...
Sobre las cumbres de cristal se irguió en puntas, como una sílfide, que surgiera de un lago cuya superficie fuera ondeada por la brisa permanente. A cada evolución, en cada vuelo sobre la superficie del agua brillante de luces espejeantes, sentía que aumentaba sus ansias y su deseo. Dentro del pecho sentía una suave corriente vibrátil que irradiante lo inundaba y bajaba por el vientre hasta el centro mismo de su energía. Otra vez en el clímax del baile, ambos se elevaban desnudos en medio del sonido de la brisa, encarnados en el concierto de violines de Beethoven. Ambos eran como hojas amarillas del tiempo, que flotaban sobre el agua llevada por la brisa del solo del violín en el suave allegro inicial.
Quería reír. A la vez sentía vértigo. Aunque los túneles y estaciones parecían todos iguales al pasar junto a la ventana donde se había sentado, tal vez por el vértigo y la alegría de su paisaje interior, no veía la oscuridad de la vía ni la monotonía de las estaciones, sino sus imágenes interiores en las que la ventana del moderno metropolitano se habían trocado en vieja madera noble y afuera transcurría un panorama agreste, rural y verde, donde ella bailaba paralela al movimiento del tren convertida en Odile y el viejo es el barón Rotbart que de algún modo la observa desde el tren y la señala. Dice: "Será mi prima ballerina". Pero, a la vez, el mismo viejo Rrrrabanito es el joven y hermoso Sigfrido. El joven Sigfrido desafía al viejo Rotbart, entonces ella en un jeté cae en sus brazos fuertes y él dice, elevando la voz sobre la cadencia del tren convertido en músicas: "Será mía" de manera que el tutú negro de Odile se trueca por el plumaje blanco de Odette y ambos ríen. Sentada en el asiento plástico del carro del metro Kaya dejó escapar una risa suave, ajena al bramido del tren y a los silencios ensimismados de los pasajeros. No le importó. Algo en su interior, que no alcanzaba a ser una voz, sino quizás unas notas musicales o el fulgor luminoso del reflejo del lago, le decía: "¡Feliz!" y "Sí; ¡lo amo! y qué importa" y era como si el vértigo la llevara más rápido que la velocidad propia del tren. Quería salir y bailar, como si su voluntad diera órdenes a sus miembros y estos quisieran ejecutarlas en un baile amplio y alegre, pero estuvieran atados por la presencia de quienes viajaban en el tren, estáticos y atentos a su comportamiento.
Amarillo rojizos, recostados sobre la suave corriente que la brisa hacía sobre la superficie espejada y trémula del agua, como hojas de otoño, evolucionaban por el larghetto dejándose llevar desnudas, en el flujo que los arrastraba con placer, sin prisa: Suave, acelerado, circular, y luego lento, tranquilo en el agudo del violín. Se acariciaba una y otra hoja, convertidas en cuerpos que se tocan tibios y se esfuman desde su propia materia, convertidos en una especie de líquido placer de color sepia en la plata del agua.- Otra vez hundirse en la oscuridad.
- ¿Oscuridad? - dijo en medio de los reflejos de luz en el agua que purificaba las hojas unidas, abrazadas en la superficie.
- Otra vez se mete bajo tierra... el tren - contestó, al verlo distraído. - ¿En qué va pensando? - se atrevió a preguntar.
Sacudió una mano, en un gesto que podía significar que no tenía importancia, o también que apartaba al otro de sus pensamientos, para no contaminarlos. Pero al entrar en ellos otra vez, concluía el larghetto de manera abrupta, como si hubiera sido suspendido a la fuerza. El rondó con su ciclo: arriba, abajo, arriba, arriba, arriba, abajo, abajo, y agudo y todo otra vez hasta un nuevo clímax, elevó las hojas amarillas, convertidas en un abrazo ansioso en que se fundían los cuerpos de la bailarina y el suyo. Cerró los ojos y la música fue casi real al interior del pensamiento y el deseo se convirtió en imágenes de sueño culminante y casi tangibles. Finalmente abrió los ojos y dijo:
- Nada... Sólo recordaba los violines.
- ¿Aficionado a la música clásica?
- También.
Bailó sintiendo una alegría inmensa de manera que los pasos, las figuras parecían ir adelantadas a su impulso, como si ella misma hubiera sido, no sólo más liviana, sino que su impulso tuviera más bríos. Quería terminar luego para ir a juntarse con el viejo y en su pensamiento las imágenes del futuro encuentro se superponían con las del baile que iba ejecutando. Por fin terminaron los ensayos, las presentaciones, pero no la ansiedad. Corrió a la estación de La Ópera con la imagen del abrazo con que la recibiría Rrrrabanito y cómo ella misma se lanzaría a su cuello. Casi podía sentir en su torso la tensión de los brazos del anciano y el contacto de su cuerpo grueso y grande en su pecho, la aspereza de su barba en la mejilla y la fuerza que la alzaba del suelo como si fuera su deseado compañero de danza. Lo vio desde lo alto de las escaleras, paseando en el andén, con las manos enlazadas en la espalda y mirando las baldosas del suelo. Bajó brincando de a tres escalones y corrió a su encuentro. El viejo sorprendido, salió de sus cavilaciones, en las que las dudas lo atormentaban desde distintos flancos. "Sólo es un sueño equivocado" se decía, "una joven llena de vida nunca se va enamorar de un viejo". Se imaginaba a sí mismo, con su escasa energía, intentando satisfacer a una mujer plena, deseosa de vitalidad y fuerza que el no lograba acopiar. Se veía frustrando a esa mujer tan deseada, con un deseo imposible de acceder. Se veía buscando energías que no tenía, agobiado físicamente por la imposibilidad, quizás recurriendo a trucos que sólo pondrían en evidencia la distancia entre su ansiedad intelectual y su potencia real, y entre su deseo y el de ella, trocado en desilusión. "No quiero correr esos riesgos" se decía y se imaginaba acostado junto a ella, laxo, rendido y avergonzado: Incapacitado y disminuido.
Ella corrió hacia él con el rostro iluminado y los brazos abiertos, como si fuera la pájara del triunfo que volaba al ras a capturar a su presa desprevenida. Abrió, a su vez los brazos, lleno de sorpresa y la recibió, trastabillando hacia atrás. Ella se colgó de su cuello de un salto y le plantó un beso en los labios, que el viejo recibió con asombro. Sólo atinó a decir: "¡Perdón! no quise hacerlo", como si la iniciativa hubiera sido suya y le limpió los labios con el dedo pulgar, lleno de vergüenza. Kaya se ruborizó a la vez que sentía una corriente fría que le bajaba desde los hombros, por la espalda y le penetraba en el corazón. Se separó de él y dijo, casi en silencio: "Soy una tonta...". Pensó que había estado todo el tiempo equivocada y se dijo: "Por supuesto, él me ve como una niñita, algo como su hija, que lo llena de ternura, pero jamás me ha visto como una mujer. ¡Si podría ser mi padre!".
- Estaba tan contenta de volver a... Perdona no... Me equivoqué. Pero te quiero... ¿sabes? Quisiera que me entendieras. Soy una estúpida... Creí...
- No. No. No te culpes. Es que no lo esperaba. Nunca creí que tú quisieras besarme. Pensaba que quizás me vieras como un anciano. No sé. Como tu papá, tal vez... - y se acercó para tomarla de los brazos y acercarla; pero el momento mágico había pasado. Lo habían perdido.
Ella, tensa, se resistió, aunque al fin cedió, pero con la vista baja y el pensamiento repleto de imágenes oscuras, donde el viejo era otra vez un anciano de chaqueta arrugada, con los bolsillos repletos de papeles inútiles, todo sobre un vientre abultado y un poto grueso y plano, que en un todo recordaba a un zapallo. Sus manos nudosas y acartonadas ya no eran atractivas, sino que recordaban el cuero de algún animal áspero, lo mismo que su cara triste en la que tendían a perderse los ojos llenos de fracaso. De pronto había dejado de ser Rotbart y Sigfrido y se había transformado en el anciano al que había tenido que auxiliar en la cola para la compra de la tarjeta del metro.
Como si todo el derrumbe del ánimo de ella hubiera sido un fluido material que lo empapaba, se sintió inundado del mismo fracaso. Intentando revertirlo la atrajo hacia sí, casi con fuerza para vencer su resistencia y la estrechó. Dijo:
- Soy un viejo y tú eres una joven preciosa. Al menos me confundes... Haces que sea como el más tonto de los niños. No sabes como deseo besarte y llegar a quemarte como si tuviera todo el fuego que mereces. ¡La cagué! - y como ella no lo miraba y mantenía sus brazos colgando, vencidos, entonces atrajo su cabeza hasta hacerla descansar sobre su pecho y acarició su pelo como si fuera una niña. Así lo sintió ella con inconmensurable tristeza.


Kepa Uriberri

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