sábado, 14 de mayo de 2011

El durmiente, el viejo niño, el volado y la sonriente conservadora...

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El durmiente, el viejo niño, el volado y la sonriente conservadora...

El viejo había abordado el tren justo a la hora de alto tráfico en la mañana, sin embargo en esa estación, cercana al final de la línea, aún era posible conseguir un asiento. Entre una mujer muy gorda que iba hasta la Estación Central, que a pesar de su nombre queda muy alejada del centro de la ciudad y hacia el otro extremo del recorrido; y una mujercita de aspecto temeroso y carita de luna morena, se sentó observando a los pasajeros. Los asientos del tren estaban dispuestos contra los flancos de los vagones, de a cuatro puestos por asiento. Frente a él, al extremo derecho dormía profundamente un joven, posiblemente universitario, despeinado, vestido de manera descuidada, con los faldones de la camisa medio metidos dentro del pantalón o salidos sobre estos, la barba crecida por desidia acentuaba el descuido que reflejaba el cuerpo todo, que parecía abandonado ahí  como si alguien hubiera dejado caer un saco, desparramado, y no una persona que se hubiera sentado en el lugar. Las rodillas bajo las piernas arrugadas del pantalón, que dejaban ver que había estado de juerga con amigos en una parranda intensa hasta horas profundas de la madrugada, invadían el espacio del pasajero sentado a su izquierda, una, y la otra se proyectaba hacia el pasillo entorpeciendo el paso. El viejo pensó que era una imagen fidedigna de la juventud actual, cuyo pensamiento es esencialmente libre, al punto de exigir para si todas las libertades y derechos, aunque, como todas las juventudes de todos los tiempos, no reconocía deberes, sino un mundo del todo propio.
A la izquierda del universitario había un hombre ya viejo. Lo miro un momento con dedicación, analizando su aspecto y facciones. Si bien era muy distinto a él mismo, lo imaginó como una suerte de espejo. Ya desde la primera mirada había tanto en lo que creía, de algún modo, estarse viendo reflejado. Desde luego, aun cuando se veía de menos edad y tenía el pelo cano tanto más abundante, era indudable que compartían la misma generación. Así, entonces, comenzó a analizarlo, como si fuera una ocasión propicia de verse a sí mismo. Pensó que el gesto agrio era diferente al propio. A veces se sorprendía en la imagen de los espejos de las tiendas, en los reflejos de ventanas y vitrinas, y juzgaba que el paso del tiempo iba acentuando en él, un gesto de enorme tristeza, aunque de ningún modo la sentía; ¿O quizás sí?. Aquel hombre viejo frente a él, en cambio, reflejaba un sentimiento amargo que tal vez tampoco lo invadiera hacia adentro, sino que sólo sería, posiblemente, un mero reflejo del mundo exterior. Con todo, el ceño siempre arrugado, la frente surcada, las líneas profundas que recorrían desde la base de la nariz, hasta las comisuras de los labios que señalaban un arco descendente, que simulaba desprecio, la mirada atenta, todo, daba la impresión de observación. De hecho, pudo ver que el hombre recorría, como él mismo, el fragmento de la vida que transcurría en el entorno de este vagón del ferrocarril metropolitano, como si este fuera el centro universal en el cual no se debería dejar escapar detalle alguno. Así por ejemplo, el hombre, tan pronto miraba con atención las manos de la mujer que leía, de pie unos pasos más allá, como también subía la vista hasta su rostro, como si buscara la concordancia entre ellos, para proyectar luego en otras mujeres que leen y también en otras actitudes, a partir de las manos, el pensamiento profundo de ellas. Es posible que quisiera, también, develar el pensamiento secreto que aquella lectura les producía. Más tarde bajaba la vista hasta los pies, o se detenía en la forma redondeada de una rodilla, de la cual parecía haber tomado debida nota antes de abandonarla. Después, quizás, descubría y contaba aquellas mujeres devotas, que rezaban con un rosario escondido entre las manos, cuyo número se le hacía sorprendentemente alto, en tanto que, quizás sólo hubiera descubierto en mucho tiempo tan solo dos hombres en esa actitud. A pesar de todo, y aunque por el reflejo de la propia imagen le asignara actitudes propias a ese viejo, sólo por una cuestión empática, reconoció que, por ejemplo, vestía y tenía una presencia muy diferente. Se imaginó a sí mismo vestido de un modo regular, no elegante, menos aun pretencioso ni tampoco haciéndose cargo de sostener una bella imagen, sino todo lo contrario, de un modo por completo utilitario. Quizás por eso "a veces", pensó, "llevó los bolsillos abultados de papeles y objetos necesarios". Muchas veces sus pantalones, por ejemplo, tenían dos o tres líneas cercanas y notorias, del planchado descuidado, del que había renunciado hacía una eternidad de reclamar, o bien sus zapatos, que solían, sin saber el motivo cierto, durarle años y años, podían haber sido lustrados con un buen betún, tan sólo en un par de ocasiones. Pero debían ser cómodos y funcionales. Por contraste, aquel viejo aún vestía como en su juventud, en la que debió haber sido algo pretencioso. Ahora, tal vez, la renuncia necesaria de aquellas pretenciones, haya contribuido a agriar el gesto del rostro. Vestía una chaqueta de un tono de azul un punto más bajo que el de los jóvenes de su buena época, quizás por un sentido de la realidad de su edad. Los botones de la chaqueta no eran dorados y lisos com la moda de aquel tiempo ido, sino de un dorado tratado con algún elemento que le daba la idea de antigüedad y con surcos concéntricos que producían una textura elegante y sería, que sin embargo no alcanzaba a ser reflejo de finura ninguna. Bajo la chaqueta una camisa con líneas casi gruesas, de color lila, se acompañaba de una corbata de anchas líneas diagonales del color de la chaqueta alternado con el lila de la camisa. El pantalón no era blanco, ni tampoco gris. El gris habría reflejado un sentido de regularidad que lo habría confundido, en su juventud, con otros de menor categoría, aún cuando la propia no era necesariamente demasiado alta, sin embargo implicaba una clase indispensable de conservar. El blanco, por otro lado, hubiera reflejado un afán de notoriedad que no era el deseo de un hombre de inteligencia, que lo acercaba más a lo intelectual que a lo frívolo. Los anteojos, sin embargo, de sujetadores metálicos muy delgados y sin marco, dejaban ver ese rasgo de discreta egolatría, que lo demás de su aspecto buscaba, tal vez con mucho esmero, esconder. La imagen profunda del pensamiento del viejo lo mostró a él y a aquel otro, jóvenes, en alguna instancia de recreo, quizás entre una clase y otra en alguna universidad, tal vez en un encuentro casual y amistoso a la salida de un trámite bancario, o en una reunión social informal: Ahí eran amigos, porque eran, en su tremenda diversidad y contraste, iguales sin embargo. La ironía de aquel, sólo era comprendida por este y a la inversa. La reflexión conclusiva de uno sorprendía al otro por su afinidad de pensamiento. "Pero", pensó en el plano de la reflexión, que nace de aquellas imágenes que la hacen germinar, "eso es mentira, es irreal, sólo fruto del ocio del viaje en un vagón de tren. Aunque es posible que en su interior, ese viejo esté desarrollando un proceso muy parecido al mío".  Le miró las manos, bastante grandes, de dedos gruesos y nudosos aunque no toscos. De algún modo le recordaron las del albañil, a pesar que las de aquél no podían esconder el trabajo rudo cotidiano. Se le ocurrió, al recordar al albañil, que había estado tejiendo una historia supuesta de aquel viejo que se sentaba frente a él y del universitario que dormía a su lado, que quizás no fuera universitario sino un proyecto inútil de artista, mientras aquel viejo podía ser el dueño de una industria de ropa de algodón, en la que se producía calzoncillos y camisetas estampadas, bajo una marca tan absurda y pretenciosa como por ejemplo "Cotton Brotherhood by Paños" o podía ser un arquitecto arruinado por el yugo dominante de su mujer. "Cualquiera de esas alternativas equivale a escribir el cuaderno del albañil" se dijo y pensó que quizás todo en este mundo funcionaba de esa manera: "Cada uno escribimos, en papel o en nuestra mente, una historia del mundo a nuestro alrededor. Cada una de esas historias es como un vector que tira o empuja en algún sentido dimensional a la sociedad toda y cada persona afectada en particular. La suma de esos vectores compone un acuerdo final, que son la construcción de la sociedad que habitamos y también construye la historia personal de cada cual. Por ejemplo, Kaya es una bailarina en tanto la vemos así quienes la juzgamos. Sólo será una prima ballerina en tanto muchos, que la vean bailar, piensen que es la primera. Entonces el empuje de todos esos pensamientos, de todas esas imágenes la determinarán com primera bailarina". Después de cavilar un momento sobre aquello, se propuso en su pensamiento interior que "de seguro por eso mismo huí del mundo de arriba y me refugié aquí, donde creo ser inmune a aquellos vectores torturantes. Cualquier evento que tenga relación, como la muerte del papá, su legado, o más, son sólo justificaciones que tranquilizan la conciencia". Se escandalizó, sólo por un momento, de tener ese pensamiento, pero en seguida se dijo: "En fin, no tengo que revelárselo a nadie, pero en verdad soy igual de ruin que ese viejo que va al frente, enjuiciando a todos, pero sin enjuiciarse a sí mismo primero; o como el universitario que duerme, irresponsablemente, a su lado, invadiendo el espacio ajeno con sus rodillas y su desorden, sin importarle nada".
Al otro lado del viejo, con la espalda curvada hacia adelante, otro joven miraba, ausente, a ninguna parte o a todas, sin ver ninguna. Vestía un polerón o camisón de algodón con bolsillos de canguro y una capucha de tipo monástico, debajo de la cual escondía la cabeza casi rapada, con el pelo restante peinado de modo absurdo, simulando la quilla de una embarcación que se eleva en vez de sumergirse. Su aspecto, es en todo, voluntariamente ordinario. Con intención obtiene ventajas de su tez muy morena, sus facciones toscas, cuya fealdad subraya con un aro atravesado en una ceja y una pelotilla metálica, de unos tres milímetros, ensartada en el labio inferior. El polerón está adornado con figuras de estridentes colores que representan seres monstruosos agrediéndose mutuamente. Usa unos pantalones con muchos bolsillos en lugares ridículos, atados bajo las caderas de modo que parece que se le estuvieran cayendo, o que estuviera cagado, y le llegan a unos diez centímetros bajo las rodillas, dejando a la vista unas piernas oscuras y de pelos hirsutos. Mueve lentamente la cabeza de arriba a abajo, quizás al ritmo de alguna música que ya no suena en su mente como a veces le sucede al viejo con algún tango o bolero, sino en un artefacto electrónico minúsculo que lleva escondido en algún lugar de la ropa. Quizás si su aspecto ausente provenga de la conexión permanente con ese aparato. Una de sus piernas pivotea sobre el pie cubierto de una zapatilla enorme, gruesa, construida tal vez, en vez de manufacturada, a partir de toda clase de materiales sintéticos y modernos como el poliuretano y muchos sucedáneos sintéticos del viejo y noble cuero que se calzaba en otros tiempos. No alcanza a sobresalir demasiado de la zapatilla un calcetín de caña excesivamente corta e incómoda. Pivotea el pie en la misma cadencia que su cabeza. El polerón, el pantalón, los calcetines breves, que apenas alcanzan a verse, las zapatillas y seguramente el artilugio musical conectado a sus orejas, son todos de marcas de alto precio y última moda. Todas se combinan en un conjunto que se torna intencionalmente ordinario, hasta parecer sucio, aún cuando no lo esté y le da al muchachón un aspecto agresivo y rebelde que llega a infundir cierto temor. "Quizás si uno se acercara, olería al más fino detergente y a la más cara agua de colonia" pensó el viejo, "pero da la idea, desde la distancia, de que hiede". Es posible que en algún futuro no lejano, a estos jóvenes se les diga, universalmente, "Flaites" u otro término de significado equivalente, donde se hable de otro modo o idioma. El apelativo es probable que venga de la vulgarización de la palabra inglesa "flight" que expresa el afán de volarse de la realidad.
Al otro extremo del asiento, junto al flaite, una joven sonríe, escuchando a un hombre que le conversa, de pie a su lado. Ella ignora del mismo modo al universitario, al viejo y al flaite, lo mismo que ignora a la gente que sube o baja del tren, a los que se amontonan junto a las puertas, y al anciano que la enjuicia desde el asiento del frente. "Si bien no creo que la felicidad exista como un sentimiento permanente, sí es cierto que es la apreciación de momentos a los que se accede gratamente. De esa manera, ella es feliz" sentenció el anciano. "Es feliz porque tiene un trabajo. Es seguro que viaja hacia allá. Lo es porque puede sonreír al conversar temas de ninguna importancia, porque no necesita cuidarse de otros sucesos importantes. Lo es porque la gente que encuentra en los vagones del tren cada día es gente lozana, joven como ella, comparte la misma ausencia de intereses, porque todo está bien así, de modo que la vida se transforma en una sonriente distracción despreocupada. Ella es libre. Nadie la ata ni la urge y por lo tanto no tiene nada que cambiar. Si la sociedad se construye de los innumerables vectores que cada uno representa, como una fuerza que tira o empuja en algún sentido, determinando una componente de todos que da un rumbo, ellas es un vector nulo. No tiene rumbo ni mirada, tampoco magnitud, sino sólo un peso enorme que impide el movimiento. Si hubiera que ponerle un nombre" pensó el anciano, "sería Déjalo Así".
La mirada no tiene materia, no hay sustancia ni fuerza verdadera en ella, sin embargo, de alguna manera, tiene algo que la hace sentir. El anciano sintió ese peso o esa apelación extraña y volvió la suya hacia la que lo observaba. Se encontró frente a su espejo. Desde el asiento de frente al suyo, el viejo lo miraba, no inexpresivo, porque su rostro estaba siempre lleno de expresión en la acritud de la curva de su boca, en la profundidad de las líneas de la frente, en las arrugas persistentes del ceño y en el mismo peso indefinible de su mirada tras esos anteojos que delataban un rasgo interior, que quizás él mismo no alcanzaba a percibir y que estimaba en un valor meramente estético. Quizás cuando los eligió en la óptica, habrá dicho: "Estos parecen más cristalinos, ocultan menos, a mi vista, lo que me rodea, no lo enmarca ni encierra. Eso me acomoda. Además me veo más bello". Al pensar en estas cosas, añadidas a la atención que descubrió en la mirada del otro, tuvo la certeza que si bien él estaba jugando a analizar a ese viejo, al universitario que dormía, al flaite y la joven que sonreía a la vida y a concluir qué y quiénes eran, sin ninguna duda, ese viejo estaba haciendo lo suyo con él mismo, con la joven luna morena que se sentaba a su izquierda, con la gorda que estaba encajada a su derecha y le había preguntado, si los parlantes avisaban al llegar a la Estación Central, y con la mujer ya gastada, que no alcanzaba a distinguir, en la punta del asiento y que manipulaba algo entre sus dedos mientras parecía musitar fórmulas fijas. Era posible que, como él mismo, ese viejo estuviera componiendo un enorme cuadro en el que relataba minuciosamente el mundo interior de todas las personas que viajaban, indolentes, en los trenes del ferrocarril metropolitano. Al darse cuenta de esto, en su pensamiento profundo, que sólo se compone de imágenes primarias, lo vio, no obstante que seguía siendo un viejo, con rasgos de viejo, con la expresión atenta de viejo, con manos de viejo y gestos de viejo, convertido en un niño que jugaba con todo el mundo de su entorno como si fuera propio y de juguete. "Todos somos sus marionetas" reflexionó. Y de pronto junto a la imagen de ese viejo niño se vio a sí mismo, reflejado en él y convertido en el otro niño, en ese niño que juega con él, sin necesidad de decirse ni una palabra uno a otro, sino sólo compartiendo una complicidad implícita. Es posible que muchas veces antes se lo haya dicho y es seguro que también aquel viejo al frente suyo se lo haya repetido las mismas muchas veces, sin embargo ahora se lo repitió otra vez más y sonrió, como si fuera la primera vez que lo descubría: "Siempre somos niños por dentro. Sólo nos gastamos por fuera hasta convertirnos en ancianos". En ese momento el tren detuvo su bramido en la estación de El Cacique y el viejo del frente tomó un bolsoncito de género de color verde botella y naranja, separados por una línea diagonal, que tenía entre sus pies y apuró ágilmente el paso para descender del tren. El anciano, hasta entonces, no había reparado en el bolsón del otro. Al verlo sintió envidia y deseó tener uno igual.
Kepa Uriberri
Visita NaranjaPlátano

 

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