domingo, 5 de junio de 2011

El carro de los gitanos



El carro de los gitanos

Había intentado recrear el sueño, o reconstruir el raciocinio; si es que no había sido un sueño, durante horas en la estación, sentado en las bancas amarillas. Al fin, creyendo que el olvido sería como un bálsamo recuperador, había abordado un tren que había abandonado en la primera estación de combinación que cruzaron. Viajó al sur, distraído, observando a los gitanos que compartían el carro, mayoritariamente, con él y algún otro pasajero silencioso. Los gitanos hablaban fuerte, ya sea en un castellano modificado y con acento, o en su lengua romané, que lanzaban de un lado a otro del carro, para compartir temas. La mayoría eran gitanas, de distintas edades, todas ágiles, todas elásticas, de gestos amplios y seguros, como si el mundo les fuera propio y exclusivo. Había sólo dos gitanos, uno de cierta edad, llevaba un pañuelo en la cabeza y sobre este un sombrero. Miraba al frente, con expresión concentrada, como si estuviera observando una escena que capturaba toda su atención. Sin embargo, al seguir la línea de su visión, uno podría haber viajado hasta la inmensidad del cosmos, sin llegar jamás a un destino cierto. El anciano pensó que iba discurriendo consigo mismo y tomando decisiones que de seguro podrían afectar de forma grave a su familia, que viajaba desperdigada a lo largo del tren. Aventuró que quizás el fuera la séptima generación que había abandonado su tierra, buscando conocer los confines del reino del abuelo del abuelo del padre de su padre y en cumplimiento de esa misión, él, como jefe de familia, debía planificar siempre cuál sería el rumbo persistente a seguir, y cuándo enviar un nuevo mensajero en busca de noticias de su lejano rey o cuándo llegaría hasta ellos la noticias de su pueblo con el siguiente mensajero y cuál sería su nombre. Caviló sobre la precisión y persistencia que habría de tener su misión y la de cada jefe de cada familia gitana que en cada rama familiar, de cada lugar en donde se establecían, sostenía esa misma misión, sin abandonarla jamás, del mismo modo que sus tradiciones. "Y no obstante", pensó, "ellos tienen una libertad infinita que nosotros no tenemos". Su pensamiento se detuvo un breve instante y luego rectificó: "No debería decir nosotros. No puedo saber que tanta libertad tienen, o gozan, o creen gozar los otros. Sólo puedo decir que yo mismo jamás tuve la libertad que creo que tienen los gitanos o los artistas de los circos, o tantos otros artistas. Es tan poca la libertad que yo mismo tuve, que recién después de abandonar a mi padre muerto, tengo apenas una noción de lo que es la libertad que requiero para decidir sobre cómo cumplir su voluntad final". Sentado a su lado iba quizás su hijo, o podría ser incluso su nieto. Como sea, era sin duda el heredero de aquella sagrada misión de viajar hasta los confines de la tierra extendiendo la cultura del reino de sus antepasados nobles. Pero, a pesar de eso, y aunque el padre o abuelo vestía como cualquier persona, con excepción del pañuelo, que el hijo o nieto no llevaba, y que en todo lo demás ambos vestían como otro cualquiera, quedaba claro que el abuelo o padre era en todo mucho más gitano que el otro, en especial en la vestimenta, aun cuando el nieto o hijo dejaba ver en su ropa que era, sin ninguna duda un gitano verdadero. El nieto, si lo era, emulaba la mirada y expresión del abuelo, sin dejar de notarse que era algo espontaneo y de ninguna manera forzado o intencional. Nadie podría, por ejemplo, sostener que ese nieto; o quizás hijo del otro, pretendía ser igual que su antecesor, sino que había algo impregnado en la tradición de ambos que los igualaba, de manera que el joven, como el viejo, también tenía la mirada clavada en la misión invisible y única de su raza, con la sola diferencia que éste la traducía en una expresión alegre, como si fuera previa al momento de echarse a cantar algún himno propio de sus tradiciones, que reflejara la felicidad de ser el heredero de aquella misión; mientras el otro, el padre o abuelo, reflejaba en el ceño adusto, en la expresión admonitoria de su mirada, el juicio permanente que ya había, hace muchos años, comenzado a hacer como resumen de su misión que ya estaba por culminar. Era como si hubiera acabado de cantar aquel himno sagrado y tuviera la misión de decidir, sobre otro, de quien él era el juez definitivo, como si fuera el propio rey que le había encomendado hace innúmeros años la misión a sus antepasados, que hubiera de evaluar y dictar definitiva sentencia sobre si mismo, ahora y aquí, al final de la parte de la gran misión que le había tocado cumplir y de la cual ya no había enmienda ninguna posible, sino sólo éxito o tal vez fracaso. Pero por lo demás, eran en todo iguales y no cabía duda que en algún pasado el abuelo fue ese nieto o hijo, y este llegaría, sin poder evitarlo de manera alguna, a ser ese padre o abuelo. "Así de escrito, ellos han de sentir que está su destino" caviló el viejo. "En tanto que yo, he quedado en una encrucijada, con una misión abierta. Quizás ese haya sido el sentido de mi sueño o de aquel raciocinio que emprendí anoche en la oscuridad total". Pensó, sin darse cuenta que así lo hacía, que todo estaba ligado. Esos gitanos estaban en sincronía con él mismo y él inevitablemente había llegado a abordar este tren, en este carro, sólo con la misión de descifrar esa verdad que había recibido la noche anterior. En ese momento, sin percibir una razón, sucedieron dos cosas extrañas. Sintió una infinita alegría, que lo impulsaba a tensar su cuerpo, como si quisiera saltar y gritar, aunque no lo hizo, pero sí se sintió hermanado con el gitano joven y se dijo: "Estoy recién comenzando de nuevo. Hoy he nacido". Además una gitanita de ojos claros y nariz algo aguileña y prominente, aunque muy joven y bella, se sentó a su lado, dandole un cuarto de sus espaldas tersas y bronceadas, a la vez que arremolinaba en infinitas brisas el aire fresco que entraba por los vidrios abiertos del vagón, con sus faldas múltiples, abundantes y livianas. Sintió que estas brisas le traían aroma de mujer plena, a la vez que oía su voz muy elevada, dirigiéndose a un grupo de gitanas que estaban sentadas al frente. Sintió, con todo, producto de la mixtura de sensaciones, aromas y libertad, unas ganas irrefrenables de abrazar por la cintura a la joven gitana, cuyos pechos emancipados y sueltos alcanzaba, casi, a vislumbrar por el espacio que dejaba la blusa liviana bajo la axila, cuando la joven levantaba los brazos. Su cerebro y todo sus sistema nervioso dio la orden de abrazarla y coger esos pechos tostados. Su subconsciente alcanzó a vislumbrar, adelantado, el momento de presionarlos con sus manos y la corriente casi eléctrica que habría de recorrer su vientre y espalda. Pero nada ocurrió. ¡Miento! ¡Sí ocurrió! No sabemos cómo actúa, ni cuales son sus mecanismos, pero la censura actúa y discurre más rápido que las acciones y reprimió de manera tan veloz como el disparo del anticipo, la acción subsecuente, de modo que sólo quedó, sin que nadie, aparentemente, se percatara, el cúmulo de sensaciones intensas del acto fallido, como si este hubiera ocurrido. En ambos sucesos, el primero concluido en una sensación de intensa alegría y el segundo de intensa ansiedad, se había impuesto la represión. Seguía sentado, como aquellos dos gitanos, con la vista al frente sin expresar todas sus compulsiones interiores, aun cuando quizás su voluntad libre así hubiera querido disponerlo. Pensó, entonces, que siempre casi en todos los actos de su vida se había impuesto un sino nacido de otra voluntad, imperceptible, desconocida, que determinaba la misión del Rapsoda, que no podía explicarse o comprender a su mandante superior, ni sus razones. Quizás le era posible, de alguna manera, conocerlo: "Mi padre fue su instrumento" le dijo la voz que habla en silencio, "hasta que, terminada su misión, ahora, de un modo diferente eres determinado por la letra inarmónica trazada en un cuaderno Navegante. Así entonces, la libertad sólo está compuesta de cierta ignorancia y de la fe para aceptarla". Se quedó perplejo, mientras el tren se detenía en la estación terminal Lo Sierra. "No puede ser de ese modo" le contestó a su voz interna, lleno de inquietud, pero a la vez sentía una intensa alegría porque había al fin rescatado su reflexión de la noche anterior.
Los gitanos descendieron en diversos grupos. Como si guiaran su rumbo, pero de manera descuidada, encabezaban el grupo los dos gitanos. Junto al anciano caminaba la gitanita que se había sentado a su lado. De pronto se acercó, hasta rozarlo con su brazo y dijo:
- Te veo la sorte... tu tiene la preocupación, oye...
Volvió a sentir la misma ansiedad, pero ahora envuelta en un vago temor. Respondió:
- No tengo dinero: No podría pagarte.
- Tú no paga. La sorte no se paga: La sorte es tuya. Yo nada más te la veo, para que tú esté bien y tranquilo. Despué si tu quiere das algo a Mirka, como sea tu voluntá; ¿lo ves?
- No podría... Preferiría no saber.
Antes que pudiera terminar de negarse, la gitanita se atravesó en su camino, deteniédolo.
- Dame tu mano - dijo y se la tomó, sin forzarlo, pero con absoluta decisión -. Tú tiene mucho miedo de tu futuro, tú cree que alguien te hace mal - afirmó, poniendo un dedo largo firme, decidido, de piel morena y curtida, de uña larga y celeste que parecía haber sido teñida con alguno de los múltiples colores del estampado de la falda liviana y voladiza, que podía estimular todas las brisas del lugar, y se derramaban por las caderas y las formas íntimas e incitantes de la gitana. Con esa uña recorrió los dibujos de las líneas de la palma de la mano del viejo, a la vez que la acercaba a su propio cuerpo tibio, como si al influjo de sus vibraciones todo fuera todavía mucho más claro. El viejo recibió esa tibieza con desasosiego, pero no podía pensar, sino sólo percibir. - Tú tiene una novia más joven que tú - indicó con la larga uña celeste un punto donde dos lineas tenues se entrecruzaban -; alguien te gobierna con esa novia. Tú tiene que cuidarte del poder de esa persona: Él es un brujo. Él es poderoso -. El viejo dejó escapar una risita tenue. La gitana se acercó a él, hasta que el viejo tuvo los pechos morenos, tan tersos, casi al alcance de las caricias de su vista. La gitana cubrió la mano del anciano con toda la suya y acarició suavemente la palma de la otra, a la vez que le clavaba su mirada clara y aguda de loba, o quizás de pájara rapaz, y lo poseía con fascinación, como la loba posee al cordero, antes de devorarlo.- ¿Tú tiene un pañuelo? - le preguntó y sin darle tiempo a responder, sin soltarle la mano que tenía hechizada junto a su vientre y bajo sus pechos, alargó la mano y la metió en el bolsillo lateral de la chaqueta del anciano - A ver si aquí tiene un pañuelo para hacerte una curación de tu pena - dijo y sacó la mano llena de papeles inútiles que Rrrrabanito guardaba ahí - Tú no tiene ninguna cosa. Tú vive de puro sueño, paisano. Por eso tu novia se te va con el otro: ¿Lo ve? - y abrió la mano que había sacado llena de esos tesoros de la memoria que el anciano guardaba, quizás porque en ellos había ciertos números que formaban alguna serie extraña, o estaban emitidos en una fecha que llevaban estampada y podía tener algún significado mágico, que sólo él entendía, o quizás un ícono impreso era en especial atractivo, o mucho y mucho más, que tal vez para todos los demás no tenía sentido ninguno. Algunos papeles cayeron al suelo, resbalando entre los dedos de la mano de la gitana, otro volaron con la brisa y algunos fueron retenidos por ella, que cerrando la mano los devolvió al bolsillo - ¿Tu no tiene un pañuelo? - dijo.
- Aquí tengo uno - respondió y lo sacó del bolsillo del pantalón con la mano libre, arrugado y sucio. La gitana lo tomó sin asco ni comedimiento y lo sacudió para estiarlo. En seguida lo acomodó sobre la palma de la mano del viejo y volvió a pasar con suavidad la suya sobre esta, mientras clavaba sus ojos de pájara fascinadora en los del viejo, que sólo sentía la caricia en su mano, el aroma a mujer loba y una rara corriente que le atravesaba la espalda.
- Dame uno de tus tesoro - dijo y metió otra vez la mano al bolsillo de la chaqueta, escarbando en lo más profundo: - El más escondido, el mas antiguo - dijo y parecía buscar algo ahí, que no encontraba. Finalmente sacó la mano, que arrastró algunos papeles. Cayeron al suelo y fueron llevados por la brisa. En su mano venía uno cuya forma y textura recordaba la de un billete. Lo miró con cierta desilusión y lo dobló una y otra y otra vez y otra y más, hasta que qudó convertido en un bultito cuadrado y pequeño, que sujetó con su dedo sobre el pañuelo -. Este - dijo - es pa que conserve todo le que tu más quiere - y en seguida, casi distraída, preguntó -: ¿Tiene un dinero, una moneda o lo que tú quiere, para guardar aquí en este pañuelo?. Es pa que nadie te robe, nunca, tu dinero.
El viejo se encogió de hombros:
- No uso dinero, casi nunca.
- ¿Y tú, cómo paga toda la cosa que tú compras?
Se encogió de hombros:
- No sé - respondió -, tarjeta de banco o saco del cajero lo justo.
- ¡Por eso tú está mal! - dijo y le apoyó su uña celeste de su largo dedo, en la frente. El viejo bajó la vista. Iba a explicar algo, alcanzó a aspirar el aire necesario, pero calló. Sólo  movió la cabeza, como si fuera inútil explicar. La gitana lo miró, entonces, con atención y caviló durante un breve instante, como evaluando el gesto del anciano. Percibió en ese instante ese sentimiento que sólo las mujeres pueden tener con sus hijos, o con algunos hombres que despiertan extrañamente su ternura y que las lleva a una tonta compulsión de protección. Lo quedó mirando sin alcanzar a llegar a la sonrisa y tuvo ese impulso previo al que se siente cuando se abraza a alguien a quien, al fin, se le reconoce un cariño especial - Mira tú: Te voy a dar un amuleto para tu felicidad. Ahora te puedes acordar de mi siempre - dijo y se metió la mano en el escote. Hurgó ahí un momento y sacó tres semillas que guardaba en el sostén de color rosa, que parecía usar más como un lugar para guardar,  que para su función propia, y que el viejo miró con lujuria contenida. Tenía la ilusión de ver ese pecho hasta lo más hondo de su secreto. Puso las tres semillas junto al papel doblado, se acercó a ellos y los escupió. Después con velocidad y unos pases extraños, lo envolvió todo y lo anudo, dejando el papel y las semillas atrapadas al centro del pañuelo, dentro del nudo. Arrugó, luego, el pañuelo y lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta del viejo, empujándolo hasta el fondo, con insistencia. Cuando sacó la mano del bolsillo, se llevó la que había tenido siempre atrapada y la oprimió contra su propio pecho. Dijo: - Tú, ahora, va a ser un hombre muy feliz - e inmediatamente se dio vuelta y emprendió su camino como si todo el suceso no hubiera ocurrido nunca, como si este anciano ni siquiera existiera.

Kepa Uriberri
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