jueves, 23 de junio de 2011

Heladería de la Conciliación


Heladería de la Conciliación

Kaya besó a su madre y la despidió. Ella tenía lágrimas en los ojos. Dijo:
- Fuiste la mejor. Merecías ser la prima ballerina: Bailas mejor que ella. Lo sé.
Treshkaya sólo bajó los ojos avergonzada y miró los pies de quienes estaban cerca, rogando a Dios que no hubieran escuchado a su madre, tan inocente. Sabía que se había equivocado dos veces, por mirar al público, con la vana esperanza de ver a Rrrrabanito. ¿Pero cómo podría estar ahí, si ella no lo había invitado, ni le había informado que ese día sería el estreno?
- Mamá, no diga tonteras - respondió. En el fondo de su pensamiento se proyectó la escena del baile. Ella equivocaba el paso y al hacerlo veía al anciano en medio del público. Enrojecía y se cubría el rostro con sus manos arrugadas y pecosas. No estaba elegantemente vestido, como ella hubiera querido, ni ocupaba un lugar junto a su madre. Al lado del viejo estaba, en vez, el albañil, que sonreía con expresión despiadada y tomaba notas en su cuaderno. De alguna forma ella podía ver nítidamente lo que escribía ahí, como si estuviera leyendo sobre su hombro, pero no lograba entender el significado de lo que leía, ni siquiera las palabras le sonaban conocidas, aunque claramente tenían un sentido crítico, que reflejaba todos sus errores y debilidades en el baile, como si hubieran estado escritos de antemano; una voz, o quizás una luz, o algo que no era posible explicar, le decía o le daba a entender que lo que el albañil escribía aún estaba por ocurrir y por eso ella podía leerlo pero no comprenderlo, aun cuando todo, cada palabra y cada frase, eran del todo sencillas. Sin levantar la vista dijo: - Lo hice pésimo. Usted lo sabe. Ahora váyase. Yo tengo que hablar con el director y esperar que todo termine.
Se dejó caer en la butaca, en la semioscuridad de entre las bambalinas viendo las evoluciones de los personajes que entran a escena: El duque en su disfraz andrajoso de utilería, la propia Giselle, en la que se veía reflejada, en algún día futuro, Hilarión, la venganza de éste, un quinteto danzante y más. Se imaginaba a sí misma como una pilastra de la arquitectura del viejo teatro, sin sensibilidad, con sólo presencia. Todo sucede en el entorno, como si el pilar fuera nada más que un punto de referencia para relatar los sucesos. No podía medir los sentimientos, las pasiones de la interpretación o las de la representación, no le interesaba si la prima ballerina estaba exultante por su actuación perfecta, o transida de tristeza por la desgracia de Giselle. No le importaba; del mismo modo que no le importaba a la pilastra, frente a ella, su frustración de ser una mala tercera bailarina. Ambas eran testigos mudas, mientras los hechos sucedían alrededor: Los aplausos en el público, el ballet en el escenario, la tramoya y las luces en la maquinaria, con sus pesas, engranajes y telones. "A mi podrían reemplazarme por una piedra o un inútil pedazo de palo" se dijo.
Esperó, quizás como una estatua de piedra, a que terminara Giselle, que se apagaran las luces. Miró perfección y errores sutiles en el coro y en la primera bailarina, en el duque e Hilarión, pero todas le parecieron casi la fuerza del estilo, más que ripios. Ninguno era tan grueso como los errores propios, y si no había sido reprendida, ese "¡Bien! ¡Muy bien, Kaya!" junto con la caricia en la nuca, habían sido, así lo creía, una especie de perdón porque el cuadro en general había resultado bello. Su bailarín promesa había puesto el máximo para ser casi un Nijinsky, o todo lo cercano que un bailarín podía llegar a Nijinsky. Afuera del teatro estaba oscuro, las luces no parecían arrojar luz; era como si se la guardaran de modo egoísta. Apenas se avenían a marcar el rumbo solitario, acompañado por los últimos asistentes que, elegantes, satisfechos, buscaban su automóvil o caminaban sin dirección fija previsible, comentando entre alegres risas el espectáculo. Bajó al andén, anónima, ella no era nadie. Última bailarina del coro, cuyos errores ya no valía la pena corregir. Su esfuerzo, marrado, al momento de evaluar, sólo merecía ese "tap tap" en la nuca, como se hace con la niña que se echa a dormir, "para que no moleste". Al abordar el tren imaginó el café, ahí estaba Rrrrabanito, le preguntaba  por el baile, le preguntaba por qué no lo había invitado, le preguntaba como había resultado el estreno. Sintió ganas de llorar y se le escapó un sollozo. Antes que el tren cerrara las puertas saltó fuera y se sentó en uno de los descansos amarillos de plástico, adosados a la pared. Dejó pasar uno, dos trenes. En su imagen interior se veía a sí misma parada en una inmensa explanada vacía, los hombros caídos, el enorme bolso que siempre la acompañaba echado a sus pies y apenas sujeto, por el largo tirante, entre sus manos. El escenario, desierto, y ella misma, no tenían colores, los que, en vez, estaban delineados en suaves grises diluidos, como si fuera el relieve de un frontispicio de mármol griego. "Los peores momentos se viven a solas" dijo para sí misma y sintió en esa verdad un raro placer; como si de ese modo, en soledad, castigara al resto del mundo, hostil, que la llenaba de fracaso. Decidió buscar consuelo, también a solas. Vio en la pantalla interior de sus pensamientos la heladería de la avenida de la Conciliación; su interminable lona blanca cubriendo las mesitas redondas, de vidrio, adornada con manteles de color té con leche, como si invitaran a un atardecer eterno, sin embargo era de noche. Quienquiera estaba ahí, sentada en una de aquellas mesas, sola, tenía al frente un enorme helado blanco, luminoso del que sobresalía un suave barquillo, enterrado: "chirimoyas" pensó y sintió casi algún alivio. "¿Por qué un helado sería un alivio?" dijo. "¿Porque es de chirimoyas?". De alguna forma difusa la imagen se concentró en una chirimoya partida, abierta, de color blanco resbaloso y su áspera cáscara verde, sus enormes pepas negras cubiertas de aquella cutícula transparente. Esta imagen la hizo percibir que las luces, todas, eran sólo puntos brillantes, pero no emitían su luz. Por el contrario, las cosas en ese paisaje de la heladería tenían su propia luz que las hacía visibles: El helado que cualquiera tenía al frente, cada mesa, la gente que pasaba, ajena, más allá, un perro que dormía, triste y plácido, bajo un espino que crecía en una abertura en el amplio pavimento de la vereda, donde se había instalado las mesas, algunas parejas vecinas, incluso aquella que en absoluta intimidad se convidaba helado, uno a otra, sonriendo con descuido. Lo demás; todo aquello que no miraba, estaba en completa oscuridad. Hasta los sonidos eran oscuros, y llegaban difusos y sin lograr un sentido; unos porque no lo tenían, como el rumor de los automóviles, compuestos por formas imprecisas de colores repetidos y cuatro puntos luminosos, otros porque se borraban en su propia intimidad, algunos, pocos, muy pocos, contenían fragmentos sueltos que entristecían, como por ejemplo: "... ayer te amaba, porque..." y se perdían en la irracionalidad del ruido de los otros. Se imaginó sentada en esa heladería, de esa manera, mirando a la gente; sola. Ella era esa que tenía en frente el helado blanco de chirimoyas. Era un consuelo. Imaginó las luces como brillos estelares aislados, como candelas. No sabía por qué esa visión de las luces le parecía la proyección del consuelo, o de la felicidad que vuelve; como si esa luminosidad retenida, con su caricia tan lejana, tan ausente, pudieran lavar su fracaso y su infinita tristeza. Cambió, entonces, de andén y tomo el tren en dirección a la estación del Fundador. Iba junto a su pena, loca de contento, acariciando el momento prometido por la heladería de la calle Conciliación, a la salida de la estación del Fundador. Casi quería echarse a correr y era absurdo: "Es que lo hice pésimo" se decía, como una manera de no perder ese raro placer que le producía aquella cierta compasión por sí misma.
Al salir a la galería, dobló a su derecha y se encontró, de golpe con la mirada del viejo que se hallaba sentado en la mesita junto a la entrada. Sonrió sin alegría, con sorpresa, mientras la imagen de consuelo de la heladería se trocaba en la penumbra de esta galería, en el olor a frituras del restorán y en la estrechez del paso de parroquianos tras la silla junto a la puerta. Quiso hacer un saludo al paso con la mano y una sonrisa, pero el anciano, a su vez, con la fuerza de su expresión y el gesto de su mano pecosa y arrugada como cuero de lagartija, se lo impidió: Le hacía señas de que se acercara, mientras apartaba la silla junto a él, en un signo de invitación evidente. Arrugó los ojos y sin dejar de sonreír negó con la cabeza, a la vez que señalaba hacia la salida de la estación. Ni siquiera se detuvo. Alcanzó, sin embargo, a avanzar dos pasos decididos y se sintió detenida por una tenaza de hierro que le aprisionó, de repente, el brazo. Miró a quien la detenía y se encontró con la mirada serena y aviesa y la sonrisa manchada de amarillo del fauno. Él dijo:
- Te estábamos esperando.
Kaya sintió que la solidez y fuerza de ese hierro que la asía, tan sólido, le producía un deseo inquietante. A la vez sintió rabia de ver que rompía sus expectativas y sospechas al constatar la coincidencia del albañil y el viejo en esta estación, justo en el momento en que ella pasaba. Pensó, no obstante, que si ella estaba aquí de manera circunstancial, sin plan previo, no era posible que la esperaran. Entonces pensó en una conspiración a sus espaldas y se dijo: "Aquí es donde se juntan a contarse los chismes con los que después intentan engañarme". Este pensamiento le produjo una cierta alegría que ablandó su resistencia. Dijo:
- No es cierto: Los descubrí conspirando.
- Acompáñanos - dijo el albañil y la guió, de modo suave pero con decisión hacia el restorán, del cual emanaban humitos de fritura, de queso y jamón, de huevos, cebollas y carne, que se pegaba a las ropas y el pelo. Kaya sintió el rechazo que esos humos le producían, pero los ojos serenos, la sonrisa segura, casi cínica y la fuerza de su mano que imagino de hierro, surcado de nervios y sangre caliente, le produjeron una especie de fascinación que la hizo obedecer.
- Es que iba a la heladería de la Conciliación - dijo, sin oponerse, y contra su propia voluntad, como si sus anhelos cabalgaran por un carril independiente, su pensamiento, a traición, le dijo: "Deseo a este hombre", pero de inmediato su conciencia rectificó: "No. No puedes desearlo: ¡Lo detestas!".
- Entonces sentémonos con el viejo a comer algo.
En un arranque de locura, posiblemente desesperado, después de sentarse en la punta de la silla, como si apenas se sentara virtualmente, o casi no lo hiciera, invitó así:
- ¿Por qué, mejor, no nos vamos todos a la heladería de la Conciliación? ¡Yo invito! -. El albañil miró con cierta duda y deseo al anciano, pero este tenía frente a sí un plato de carnes fritas, enredadas con champiñones y alguna otra materia vegetal poco reconocible. Masticaba con apuro, intentando responder a la proposición y al evidente deseo del albañil de aceptarla, aunque era obvio que estaba impedido de todo, no sólo de hablar sino de ir a la heladería; al menos por ahora. En medio del apuro, el intento y el impedimento, cruzó su mente, como un pájaro pernicioso, la frase del albañil cuando lo encontró en el centro de comunicaciones: "Tereshita viene después de su baile a encontrarse conmigo" y sintió celos. Cuando el pájaro se perdió en el horizonte, dejó la imagen de Kaya y el albañil sentados, al atardecer, en una mesa de la heladería. Se miraban a los ojos, casi sin hablar, pero se convidaban cucharaditas de helados de colores, cuyo significado era evidentemente romántico y de ese modo se entendían con claridad. Tragó con apuro y dificultad; luego dijo:
- Yo ya estoy comiendo. Cuando termine los sigo. Pero no me esperen, vayan ustedes,no más... - Decir esto lo llenó de despecho. Percibió que era absurdo sentir de ese modo, sin importar de que punto de vista lo mirara, sin embargo sentía un extraño placer, al que no quería renunciar, al actuar de esta manera. Dentro de su pensamiento irracional se había formado esta materia espesa que producía un suave dolorcito difuso y placentero, que empujó a su razón a juzgar el absurdo de favorecer un acto destinado a dañarse a sí mismo y pensó que era raro, pero no obstante pudo recordar, aunque sin precisión, que en innumerables ocasiones se había solazado en su auto compasión, en la tristeza o en la pena. Dijo: - ... o mejor pidan algo, lo que quieran, para acompañarme: Yo pago esta pasada. Después vamos a la heladería por los postres. Ahí nos invita nuestro escritor, que está ganando buena plata en la Torre Austral - y dio unas palmadas en el brazo al albañil. A la vez sintió alegría al usar el calificativo de escritor, al que dio un valor irónico, a la vez que hacía ambiguo el halago. - ¿Así ha de estar escrito, ya? ¿No es así? ¿Ah? ¿Ah? - insistió y se sintió ingenioso.
- Bueno - consintió Kaya, con alivio. De ningún modo hubiera querido estar sola en la heladería, con el albañil. Tenía miedo que pudiera revelarle alguna otra cosa de su vida que aborrecería que él supiera. Este sentimiento la hizo pensar en lo absurdo que era creer que si ella no sabía lo que el otro conocía, era, para ella, como si aquél no lo conociera. "Tal vez sea mejor averiguarlo todo, de una buena vez" se dijo, y sintió el impulso de aceptar la oferta de Rrrrabanito. Pero el temor irracional es siempre más fuerte. Dijo: - Bueno, yo preferiría un sandwich frío.
- En algún lugar... en algún lugar... - retrucó, estirando la sonrisa amarillenta -. Tal vez sólo esté flotando en el aire o el éter, o qué se yo, así como una señal de radio o televisión. En algún momento alguien, yo mismo, otro cualquiera, sensible como una antena, lo recibe y lo hace cierto al relatarlo. ¡Sí! - confirmó, como para sí mismo. Su expresión se había evadido, como si hubiera caído en algún trance. - ¡Así debe ser! El escritor, como yo mismo, es un artesano. Nada crea. Sólo tiene ese carisma que le permite recibir la creación de la gran fuente universal y hacerla papel y letra: ¡Una antena! ¡Qué raro!. ¡Eso soy!. Por eso a veces anticipo lo que va a ocurrir, al escribirlo, pero otras sólo lo descubro como si develara un secreto bien guardado, de algo que ya ha ocurrido. ¡Ahora lo comprendo! Así es como existe Macondo... o París -. Y se quedó mirando al horizonte inexistente de aquel pequeño sucucho incrustado en las entrañas de la tierra.
- ¿Qué le traigo a usted? - lo interrumpió la única mesera del localito.
- ¡Ah; sí! Tráigame un chacarero con mucho ají rojo. Pero no lo refuerce con ajo, ¿entiende?. Sólo ají rojo -. Señaló el vaso del viejo y preguntó: - ¿Qué tomas tú?
- Yinyerel dos punto cero - rio este.
- Igual - dijo el albañil a la mesera - ¿es de la casa o de botella?
La mesera respondió algo ambiguo, de manera enredada, que el albañil pareció comprender.
- ¡Bien! ¡Eso! - confirmó.
- Tengo una duda seria. Al escribir, dices que construyes la verdad definitiva: ¿No es así? - no esperó una respuesta ni una confirmación, sino que dio por hecho que así era - Entonces podrías escribir sobre ti mismo y definir tu propia certeza, tus circunstancias y fortuna: ¿Cierto? - sólo hizo una pausa muy breve, quizás más para tomar aliento que para permitir al otro argumentar -. Pues bien; no comprendo con claridad, entonces: ¿Por qué no te construyes una vida holgada, tranquila, económicamente estable, en vez de hacerte un albañil que suele tener dificultades para conseguir trabajo y vive siempre pateando piedras, en una vida bastante pobre?
La mesera le había puesto recién el chacarero y un vaso servido, con yinyerel dos punto cero. Aún permanecía a su lado organizando, en cuanto podía, la pequeña mesa que se había llenado de implementos. El albañil levantó, sorpresivamente los brazos y sin querer golpeó a la mesera. Dijo:
- ¡Apártate de mi Satanás! ¡No tentarás al señor tu protector! - y lanzó una risotada, que contuvo de inmediato para disculparse con la mesera -. ¡Disculpe! ¡Él es Satanás! - señaló al viejo. - Usted y ella son dos ángeles preciosos - y continuó la risa, declinando en una sonrisa amarillenta y estirada.
- Buena finta. Es como si la hubieran escrito con extremo cuidado - aseguró el viejo -. Pero si habláramos en serio, habría un aguda interrogación pendiente, ¿No?.
- ¿Te gustaría recibir cien millones?... No. Digamos quinientos... mejor mil millones... ¿Qué harías? ¿Comprarías una gran casa, autos, viajarías por el mundo, tendrías miles de mujeres...? ¿Qué?
- ¿Hablamos de las fintas? ¿De Satanás? Sólo dialoguemos sobre un tema por vez.
- Así lo hacemos ¿no?
- No lo sé.
- Entonces responderé yo mismo esas preguntas: El primer impulso sería aquel: Sí; me gustaría ser muy rico. El impulso sería a comprar la seguridad: Una casa, dos, autos, viajes, conseguir mujeres como si fueran cosas: ¡Por supuesto! Es nuestra condición. Viajar, vagar, errar el mundo. Entonces vendría el miedo: ¿Por cuánto tiempo? Vendría el cálculo, las angustias, los negocios fallidos, las pérdidas quizás. Antes o después de la ruina o el éxito debería aceptar que no soy más feliz. Quizás con suerte sería más plácido, haría menos de lo que hago hoy y tendría más espera. No sé qué espera, quizás sólo de el final último, porque se habrían terminado las ilusiones. Para hacer lo que hago, que me hace feliz, no puedo tenerlo todo. Más bien no debo tener casi nada, porque es aquí, en la carencia, donde está la materia con la que trabajo ¿comprendes? Lo último que haría es hacerme rico. Y si alguien me lo escribiera, para mi desgracia, y no pudiera dejar el éxito y la riqueza de lado, igual viviría en medio de la carencia, como si fuera lo mío. Sólo sería rico si eso me hiciera sentir el fracaso que la riqueza encierra -. Tomó con ambas manos el chacarero y abrió la boca, enorme, para morderlo, pero se detuvo -: ¿Tú, por ejemplo, por qué estás aquí?
- Porque asesiné a mi padre - se quedó mirando fijo a los ojos del albañil que no soltaba el chacarero - ¿No es así?
Kaya se puso intensamente pálida al oír esa confesión, que le pareció sincera, seria y horrible. Dijo:
- No puede ser. Eso es mentira. Hablemos de otra cosa ¿Por qué los hombres siempre tienen que competir para ver cuál es más macho?
Ellos se sostenían uno a otro la mirada, como si ninguno quisiera hacer la siguiente jugada, a la espera del desenlace del lance a que habían llegado.
- ¡Ya pues! ¡Córtenla los dos! - alegó ella con cierta desesperación. Pero los hombres seguían en su torpe desafío. Ella se levantó, entonces y dijo: - En ese caso yo me voy - y se colgó al hombro su mochila. Eso pareció romper el hechizo y el albañil mordió su chacarero, quitando la vista de la competencia. El viejo sin embargo, continuó su comida pero sin apartar la vista del rostro del otro, ni borrar el desafío de su gesto. El albañil, sin apuro, dejó el sandwich en el plato, masticó lento, bebió la mitad del vino blanco de su vaso y volvió a mirar a Rrrrabanito. Le dijo:
- Si puedes, dame tus razones, no las mías. Así, este podría ser un diálogo de encuentro y no una batalla.
El anciano bajó la vista y le pareció ver su vida pasada transcurriendo al fondo de las imágenes de su pensamiento. En todas ellas estaba presente su padre: Cuando iban de paseo a las plazas y parques; ¡cuántas plazas!, ¡cuántos parques!. Quizás había llegado a conocer todas las de la ciudad en esos paseos de domingo. "¿Cuántas crees que haya en este barrio? ¿Cuántas en la ciudad, en el país, y cuántas en todo el mundo? ¿Cuantos parques idénticos se podría encontrar, si los conociéramos todos?" Esas preguntas le hacía siempre su padre, cuando niño, todo se reducía a un último cálculo numérico: "¿Cuántas personas crees que haya en este parque?" o también "¿Cuántas personas se habrán sentado en esta banco en un año?". Después, cuando más grande, los parques y plazas ya habían quedado atrás, pero su padre seguía presente, como el centro de giro, en su vida. Parecía ser un maestro empecinado, persistente: "Tú qué dirías; toda la mercadería de este supermercado ¿cuánto costará?" o también, si atravesaban el río por el puente de los Artesanos: "¿Qué tan largo calcularías que es este puente?". De ese modo, un día lo llevó al negocio y lo puso a observar. "No hagas nada" le dijo. "Sólo observa. Tienes un mes para mirarlo todo". Recordó que no sabía qué debía mirar de manera que sin darse cuenta, a los pocos días había hecho un inventario y catalogado a todas las mujeres que trabajaban en el negocio, a las que lo visitaban con frecuencia, a las que venían a comprar o a vender. Eran más de cuarenta, pero sólo tres le llegaron a interesar verdaderamente. Una, nada más, a su vez lo observaba a él y sonreía. No era la mas bonita, ni la más sensual, ni nada. Tal vez representaba un más promedio numérico. Si seleccionaba entre todas, un grupo de las mujeres deseables y a la fuerza la incluía a ella, sus números eran, quizás, los peores. No obstante había algo que superaba los cálculos en ella y que no sabía qué era. Podía ser la sonrisa, ¿el modo de mirar?, posiblemente esa manera, que juzgaba torpe, de caminar con la cabeza alzada y echada atrás y apenas un poquito a la izquierda, las nalgas tan redondas que iban y venían con un ritmo animal y la pisada de jirafa, que apoyaba antes la punta y luego el talón. ¿Por que tenía que encontrar encantadora su actitud, si no era hermosa, ni misteriosa, ni nada? ¿Cuántos puntos vale una mirada que sonríe siempre y una boca de tantos dientes? ¿Cuánto un andar extraño?. Ese mes fue uno de los meses de su vida anterior, sin duda alguna. Al terminar, su padre lo llamó a la oficina y cerró la puerta. "¡Bien!" dijo, "¿cuánto crees que debería vender este negocio en un mes?". No lo sabía. Había observado tantas cosas en un mes, aunque principalmente mujeres (¿Por qué lo más importante son siempre las mujeres?, pensó). Quizás en ese mes había despertado, al fin, y sentía unas ansias enloquecedoras que lo envolvían. "No lo sé" dijo, pero estaba tan acostumbrado a hacer estimaciones y cálculos, que repasó en su mente, con rapidez, la producción, los clientes, el inventario, los vendedores y esa rara máquina interior dio una cifra, cuya justificación escrita bien podría costar un grueso informe de papel. "Debería ser algo como..." y lanzó la cifra que su instinto le dictaba. "¡Bien!" respondió el padre. "He hecho, contigo, un buen trabajo", Lo rodeó con un brazo cuya presión sintió que significaba muchas cosas: Orgullo personal, satisfacción, quizás admiración, algo de amor, pero, más que nada, dominio. Ese brazo oprimía más para hacer propio que para impulsar el vuelo. Ese día se sintió lleno de ansias de libertad: "Soy la sombra de mi padre" pensó, y no supo por qué, al fondo de ese pensamiento vio, como si fuera una opción a la deriva, que debía alcanzar la sonrisa perenne de los ojos de aquella mujer, su andar de punta y taco y el ritmo de sus nalgas. A partir de ese día se convirtió en el hombre de las finanzas, de los planes, del presupuesto, y de todo lo que fuera números y proyección del negocio de su padre. Sus hermanos producían, compraban, vendían, siguiendo los números que él manejaba. Su padre sonreía con orgullo. La mujer de la sonrisa, aun cuando sus números eran los peores, y sin que hubiera una razón para explicarlo en su pensamiento, o quizás, precisamente por eso, lo acompaño siempre, aunque nunca mitigó su ansiedad, que no dejaba de desbocarse con todas las mujeres. En fin, llegó a tenerlo todo, excepto todas las mujeres, todo excepto la libertad, porque esta siempre perteneció a su padre y a aquella mujer. Llegó a conocer todo, porque lo que no le enseñó su propio padre, se lo enseño esa mujer; todo excepto el ferrocarril metropolitano. Cuando su padre, casi al fin de sus días, al fin lo llevó a conocer el interior de la ciudad, le había dicho: "Ya es hora que conozcas las cosas por dentro; en profundidad" y lo había llevado a conocer el metro. Para entonces, ya sus hijos manejaban el imperio que había construido, guiado por su padre. De esta parte de su vida sólo recordaba a su padre muerto a los pies de la escalera mecánica en la estación de los constituyentes y el sabor de la libertad que tenía por primera vez. Entonces dijo:
- Tal vez todavía tenga mucho que conocer para llegar a tener razones propias, que no sean las que me han ido enseñando, quizás deba aprender otra vez todas las razones de todas las cosas, más allá de sus dimensiones. Quizás la única dimensión verdadera sea aquella que nunca me enseñaron a medir. Sólo te puedo decir que las razones flotan como pájaros: No tienen dueño; no son tuyas, no son mías -. Alargó el brazo y tomó el de Kaya. Lo acarició con suavidad y le dijo: - ¡Anda! Ve a tu heladería. Sé que querías estar sola ahí. Es posible que allá encuentres, por ti misma, la fuerza para elegir tu rumbo, o ser primera bailarina. Ya nos veremos.
Bajo la lona blanca interminable de la heladería, sentada frente a una mesita de cubierta redonda, de vidrio, adornada con un mantel color del té con leche, tenía un helado de chirimoyas que reflejaba las luces que iluminaban la noche, haciéndola parecer un atardecer eterno. Recordó la despedida del anciano: "Ahí podrás encontrar tu rumbo". Pensó que era una forma de liberarla, al dejarla ir, a pesar que la tristeza de su tono decía que al fondo de su emoción, hubiera querido que se quedara, pero por su propia voluntad. "No podía hacerlo" dijo para sí misma. "Es que este momento ya lo había soñado en mi imaginación. Quizás desde ese instante fue inevitable". Recordó, también, que miró al albañil, para despedirse, pero éste interpretó, tal vez de manera mañosa, "no lo sé", que lo miraba para solicitar su permiso. "No te preocupes" había dicho, "ya lo tenía escrito; no sólo que vinieras a comer con nosotros, sino que nos abandonaras para ir a comerte tu helado de chirimoyas". Había sonreído con esa risa suficiente y forzosa, como si no supiera que tenía los dientes manchados de amarillo sucio. Primero había sentido rabia, y quiso decirle que no pedía su autorización, pero algo en su interior, más allá de la voluntad de impulso, la detuvo, casi como si le hubiera dicho: "Es inútil". Entonces sólo dijo "¡Adiós!" y se había ido. Miró el barquillo enterrado en el helado y en el pensamiento profundo apareció, otra vez, como cuando había imaginado esta escena en la heladería, una chirimoya partida al ras por un cuchillo. La carne blanca y brillante, las pepas negras cubiertas por una cutícula resbalosa, contrastaban con el verde áspero de la cáscara. Pensó que era como la imagen oculta del carácter del albañil: Su aspecto rudo, tosco en apariencia, y tan luminoso pero deslizante en su interior, sembrado de ideas oscuras y extrañas, que reflejaban su ser. Le pareció raro que en la oscuridad reinante, de algún modo, cada cosa visible, como la carne de la chirimoya, que despedía reflejos propios, que no se llegaba a saber de qué luces provenía, proyectaban sus propia luz, de modo que cada parroquiano, cada helado que comían, cada sonrisa regalada y hasta el perro que dormía plácido y triste, bajo el espino que crecía en un hueco quebrado del pavimento de la vereda, tenía su luz propia que lo hacía visible. "Es todo como lo imaginé antes" pensó, sorprendida; "hasta esa pareja que de modo descuidado se convidan cucharadas de helado, uno a otra". Desde el interior de su pensamiento una voz le dijo que si deseaba algo intensamente, hasta llegar a verlo en la imaginación, aquello se hacía realidad. Pensó entonces: "Por lo tanto, es posible construir, en el pensamiento, la realidad antes que suceda". Primero, esta idea le produjo una alegría extraña, pero de inmediato sintió que se helaba, justo al centro del pecho. "Si es así, quiere decir que es posible que de algún modo, que el albañil, haya desarrollado alguna técnica para dominar la realidad, anticipándola". Por eso, pensó, todo aquello que no me interesa está en la oscuridad, o si no lo está, queda difuso e irreal, como el ruido de los automóviles, o sus luces de colores borrosos, u otros casi logran salir a luz, pero se pierden, como esas frases al pasar: "... si me hubieras amado...", o también: "... pude lograrlo, pero desistí...". Se quedó mirando a aquella pareja que parecía feliz y se convidaban de su helado una a otro y se dijo: "¿Entonces, yo los creé? o al menos: ¿Yo les regalé este momento?" y reaccionó, a la vez, pensando que si ella era sólo la creación del albañil, "bien puede ser así" se dijo, con alguna resignación, entonces esa pareja era una creación, al fin de cuentas, del albañil. "¿Y el albañil", se preguntó, "es una creación de quién?". Concluyó que podría haber una cadena infinita de creadores que, deseando tanto un suceso, lo hicieran imagen, la imagen anhelos y los anhelos realidad. "¿Quién es el primer creador, por lo tanto?", consideró. "¿O acaso no existe jamás el primer gran creador, sino la casualidad desordenada que escala hasta el infinito?". Miró la masa del helado en la copa, que escarbó descuidada, mientras dejaba fluir las imágenes interiores en su mente, donde se veía a sí misma, pero repetida innumerables veces, en innumerables lugares iguales a este, donde un perro dormía, en la tierra, bajo un espino que había logrado crecer surgiendo de una fractura en el pavimento, al lado de una mesa de cubierta redonda de vidrio, adornada de un mantel color té con leche, vecina de otras muchas mesas iguales donde también había una pareja que se convidaba, uno a otra, cucharaditas de helado en la boca, con tiernas sonrisas. Cada una de esas estudiantes de baile creaba un fragmento de anhelos, un trozo de esperanzas, que iban conformando poco a poco el urdido de una historia que era la imagen de este suceso en el que ahora se encontraba, que tenía una forma y una presencia eventual, en la pareja que se convidaban una a otro de sus helados, en el perro que dormía plácido, en el espino que lograba sobrevivir en la fractura del pavimento y en ella misma con su helado de chirimoyas, en esta mesa con mantel de color té con leche. Pero detrás de cada uno y de la imagen que presentaba, había otras imágenes, otros eventos, otros pensamientos y sentimientos que estructuraban la realidad densa, la verdad definitiva: "Una bailarina fracasada, un perro errante y sin dueño, que cambió, quizás sin quererlo, la libertad de hoy por la seguridad encadenada de ayer, un espino que nunca estará sembrado en los faldeos bravíos de un cerro y una pareja que huye de sus desacuerdos, de sus miserias, de las oposiciones familiares, a través de unas cucharadas de helados que transitan de una en otra boca". Esa no era parte del mosaico rítmico de innumerables imágenes, como las de los géneros estampados que surgen visibles en una heladería, o detrás de las bambalinas y en un andén del ferrocarril metropolitano, o en la callejuela con umbrales sucios donde acostumbra pasar las noches de lluvia aquel perro y en el estar de una casa pobre donde una madre quisiera forjar un destino diferente para su hija enamorada de un pobre diablo. Sólo el espino tenía un destino definitivo, único e inmutable. "¿Tendrá sueños?" se preguntó.
Kepa Uriberri
Visita NaranjaPlátano
También visita http://kepa.tcmsoft.com

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Haga aquí su comentario.