miércoles, 7 de diciembre de 2011

El club de París



"¡Hay cuentos...! Lleve su cuento a trescientos... Si prefiere lleve tres por mil... Buenos cuentos... Para señoritas... cuentos... Para calmar la tristeza o el mal de amor... cuentos...".



El club de París


La estación San Francisco es de poca importancia, no obstante que tiene un intenso flujo de pasajeros que convergen o emergen de la estación. De seguro es esto lo que hace que una gran cantidad de comercio ambulante se instale en sus galerías aledañas al área de servicio de pasajeros. Para acceder al sector de la estación se debe sortear a vendedores de sándwiches, de dulces, de joyas de artesanía, músicos que piden colaboración, y un sinfín de comercios raros como ópticas a granel, libros usados y piratas, programas de computador, contratos de televisión por cable, minutos para teléfonos personales, muñequitos de loza, equecos de la suerte, lectores de tarot, de pruebas de personalidad, oráculos de diversos tipos, vendedores de paisajes kitsch pintados en discos de vinilo de Pedro Vargas o Jorge Negrete, también de Ray Coniff, Connie Francis, Gilbert Becaud y otros, juguetitos pequeños para niños, agujas e hilos, cintas, plantas, colgajos de macramé, amuletos, colgantes que emiten perfumes pasosos para el automóvil, botines de guagua (bebé), cuellos de polard, pantaletas de lycra, en fin, más. Entre ellos, los comerciantes, músicos y otros, arrinconado, casi mirando la pared, Rrrrabanito observó a un viejecito pequeño, de aspecto muy tímido, con una barbita desordenada y una gorra de género a cuadros, de esos que abaten la copa hacia adelante y la sujetan con un broche a la visera. Entre las manos tenía tres o cuatro cuadernillos de unas cuantas hojas tamaño carta cada uno, corcheteados por la esquina superior izquierda, impresos en letras enormes. Lo vio mover los labios, como si dijera algo o hablara, quizás, para sí mismo, aunque su voz no se oía en absoluto entre el barullo comercial y el tráfico de gentes. Sintió cierta lástima, mezclada con curiosidad. En lo profundo de sí mismo, se identificó de algún modo con el vejete. En su imaginación no se vio a sí propio sino a su padre, aunque éste había sido más grande y de talante más seguro, pero su sentimiento interior hizo una cierta conversión y se pensó, él mismo, como otro, hijo de aquel viejito y también se vio como ese viejo, solo y desprovisto, quizás necesitado y carente de auxilio. Sintió cierto vértigo o tal vez angustia. Por un momento pensó que la galería estaba más oscura que de costumbre y aunque no era posible, sino sólo en su propia imagen interna, le pareció que se llenaba de pajarotes grises, que no eran palomas, sino alguna especie de rapiña o de mal agüero, que tal vez se tragaban la luz que hacía falta. Se acercó, ciertamente conmovido, al viejecito que vestía ropa muy grande, como si se la hubiera regalado alguien de porte muy superior, de manera que él parecía insustancial dentro de aquel chaquetón y con esos pantalones de lanilla gruesa. Lo imaginó como si estuviera, internamente, hecho sólo de alambritos y que sus únicas partes realmente humanas fueran la nariz, algo grande y los ojos muy claros e inocentes, asomados entre la barbita desordenada, y las manos huesudas de tamaño desmesurado para su estatura o el porte del rostro. Iba a preguntarle si necesitaba ayuda, pero al llegar junto a él, oyó casi un gañido, que decía, con entonación de anuncio, como si voceara a grito pelado: "¡Hay cuentos... Lleve cuentos... Son buenos los cuentos... Llévelos a trescientos, o si prefiere, en oferta de a tres por mil... Lleve cuentos...!". El hombrecito gañía su anuncio vuelto en cuarenta y cinco grados hacia la pared, como si estuviera escondido, superando, a penas a medias, la vergüenza de salir a vender a la calle o en la estación del metro, sus cuentos. Rrrrabanito preguntó:
– ¿Qué cuentos son esos que vende, mi amigo?
El vejete giró apenas el rostro, sin levantar la vista, muy azul, que lanzaba al infinito, paralela al suelo, como si de este modo permaneciera escondido pero presente, con lo que superaba la enorme dificultad que le proponía el desafío de vender a cualquiera, al paso, sus cuentos que la necesidad imperiosa le obligaba a vocear en este lugar. Murmuró:
– Mmmm... mmmm... Eeeeh... mmm... Míos – gañó al fin.
– Sí, claro. Pero ¿de qué tratan?
– ¡Ah! ¡Sí! – dijo como si sonriera con pena, arrepentido de su propia estupidez –. Hay cuentos para señoritas, para niños pequeños, de amor, de misterio, para caballeros, cuentos de ahora y cuentos de antes, de piratas y corsarios, hay cuentos de campo, del güere güere, de la yaquirimolca, el pozo de las cucarachas, cuentos de dioses griegos y de faraones, el cuento de la Pimpolita, cuentos de señores feudales y de batallas míticas, de ladrones, de militares, de aparecidos, de héroes de la historia, la saga del Pepe Tiuque, la historia de Margarita, la del niño de trapo, del loquito del parque, la historia de Anin Gunaparte, la de don Misael, la del millón de la Fe Enorme, la del soldado de palo, la de la amante coja del coronel, hay cuentos de navidad, cuentos para tertulias, cuentos de brujas, cuentos para brujas, cuentos para conquistar enfermeras, cuentos para entretener a los carabineros, cuentos para viejecitas, cuentos para besar y cuentos para olvidar novias esquivas, y así muchos... cuentos verdaderos y del todo falsos y tanto y tanto...
– ¿Y todos esos cuentos tiene en esas poquitas páginas?
– Ah no, no. Es que se ha vendido mucho hoy – dijo, y por primera vez le pareció que el viejecito mostraba una sonrisa pícara y lo miraba fugaz, con inteligencia a los ojos, pero el gesto desapareció de inmediato.
– Pero lo que usted escribe no se transforma muy lentamente en la verdad, al pasar el tiempo – argumentó el viejo recordando al albañil, como si de esta manera, a través de la respuesta del vejete pudiera destruir los argumentos de aquél. Alcanzó a sentir un cierto placer, casi infantil, con esta jugarreta, como si su venganza pueril pudiera llegarle a través del éter a su adversario; no obstante, sintió que cometía un abuso que se presentó en su conciencia profunda como una imagen borrosa y gris, sin definición ni contenido alguno. Sólo después de un momento creyó distinguir ahí, al viejito enroscado y protegiendo su cabeza con los fajitos de cuentos, de algún golpe alevoso a punto de caer sobre él. El viejecillo dejó escapar una risita breve y muy leve. Su expresión cambió definitivamente, haciéndose alegre del todo. El anciano pensó en un gnomo, uno de aquellos que salen en las mañanas, después de la lluvia, cuando amanece con sol y rápidamente van guardando el calorcito y la luz del alba en pequeñas botellitas.
– Por supuesto que sí – dijo y levantó los ojos hasta alcanzar los ojos del otro por un instante muy corto y los escondió de inmediato en el horizonte lejano –, imagine usted a le Chat qui rit, o al miserable Raskolnikov ¿Vamos a negar que son verdaderos? ¿O que París existe sólo porque se ha escrito tanto sobre París? Siempre es esa la maldición de los cuentos de la que uno debe tener buen cuidado, porque... – se quedó inmóvil. Sólo algún gañido dudoso escapó de su boca, como si hablar más fuera terrible, como si cualquier cosa que agregara fuera a revelar una verdad que jamás debería ser conocida por nadie. Después de un momento, en sacrosanto silencio, en recogida quietud, como si estuviera solo, como si nunca hubiera sucedido el diálogo previo, volvió a gritar, a voz en cuello, casi en silencio su gañido: "¡Hay cuentos...! Lleve su cuento a trescientos... Si prefiere lleve tres por mil... Buenos cuentos... Para señoritas... cuentos... Para calmar la tristeza o el mal de amor... cuentos...".
Después de dudar un momento, se metió las manos a los bolsillos, llenos de papeles de colores y raros objetos, y escarbó hasta que finalmente sacó las manos con algunas monedas y papeles que flotaron en el aire. Las miró con calma, las separó sobre la palma de su mano y finalmente escogió tres de cien. Dijo:
– ¡Está bien! deme un cuento –. Y le pasó las monedas al vejete. Este las tomó en su mano enorme, las sacudió un momento como si al moverlas y mirarlas pudiera estar seguro que el precio era el justo. Observó por un instante brevísimo a Rrrrabanito y mostrando las tres monedas preguntó:
– ¿No prefiere llevar tres por mil?... Es una oferta...
– Uno está bien.
– ¿Cuál? – preguntó.
– No importa. Cualquiera.
– ¿De amores? ¿De misterio? ¿De amores?
– Cualquiera – agitó la cabeza subrayando el concepto.
– ¿De amor imposible?
– Cualquiera.
Sacó el del centro y dijo: "Amores prohibidos", lo puso sobre el lote de tres o cuatro que llevaba. Luego tomó el último y dijo: "Misterios incomprensibles" y lo puso sobre los demás. Volvió a tomar el del centro, poniéndolo encima: "Para caballeros solos" y el penúltimo: "Historias de pícaros" y levanto varias veces las cejas con alegría. "Ñññññggg..." gañó, lleno de dudas con el siguiente y encogió, temeroso, los hombros, pestañeando muy rápido.
– ¡Este! – dijo entonces el viejo y se lo arrebató, aunque el viejecillo puso cierta resistencia.
El viejo miró el cuadernillo, mientras se dirigía al andén, sin demasiado interés. El título, en letra negrilla, centrado en la primera línea decía: "El Club de París". Si había albergado una muy mínima ilusión respecto al interés del cuento, o mejor dicho de los cuentos del viejecillo, ahora, al leer un título que imaginó pretencioso para el contenido que un vejete algo loco, algo gagá, habría de darle, la perdió al instante. No obstante, vagamente leyó en algunas líneas que la narración, en primera persona, hablaba de la curiosidad que el narrador habría sentido siempre por París, desde que, muy niño, se le había dicho que ese habría sido su lugar de origen, desde donde habría viajado transportado por un enorme pájaro, de nombre extraño, a cargo de repartir a todos los niños por el ancho y largo mundo. Rrrrabanito imaginó al vejete como un niño pequeño, que sin nunca dejar de serlo, había envejecido del mismo tamaño de niño, con pensamiento de niño, con ingenuidad de niño y con juegos de niño solitario, que lo habrían llevado a escribir cuentos tontos, pueriles, sobre temas infantiles sin médula. Vagamente imaginó el relato, ya sin leerlo, mientras abordaba el tren. En su imaginación apareció la cigüeña, tal como la dibujan en tantas caricaturas donde abusan de esta imagen pobre, con un largo pico, del que cuelga un paño blanco en el cual hay acunado un niño pequeño, al que sólo se ve las piernecitas rollizas y la cabecita rubia. Quizás viaja en un cielo con nubes de algodón y va succionando un chupete más grande que lo natural. La cigüeña lleva calado hasta las orejas un gorro de cartero y las largas patas que flamean hacia la parte posterior de su vuelo, lucen blancas polainas de franela. Sin más que hacer, en su cara se dibujó, dejando evolucionar esta imagen, el esbozo de una sonrisa, mientras comenzaba a divagar elucubrando un posible cuento para el cuadernillo que llevaba en las manos y no quiso leer, creyéndolo pueril. Al ser entregado, el niño a sus padres, la cigüeña timbraba los papeles de despacho con su gran foliador universal, que marcaba (¡Oh! ¡Maravillas!) Exactamente el número once mil ciento once millones, ciento once mil ciento once. "Todos los números mágicos, como este, o cualquiera otro notable: Capicúas, de dígitos secuenciales, redondos, y más y más" aseguraba la cigüeña, "obtenían una beca especial para formar parte del Club de París". Esta membrecía les permitía, al cumplir la edad de merecer, viajar a la ciudad luz y vivir ahí durante nueve meses la aventura de recorrer completa la línea de producción de infantes, que cubría todo el plano de la ciudad, hasta terminar en la desembocadura del Sena, donde las cigüeñas los tomaban, con su inmaculado trapito blanco y los despachaban a su destino, con quienes serían, para siempre sus padres. El niño recorría todo el proceso junto a una procreación bellísima llamada Amanda (o Princesita Amanda, aunque sus amigos sólo utilizaban su nombre sin título de nobleza, lo que en modo alguno disminuía el intenso azul de su sangre regia). Al llegar al día del nacimiento de Amanda, el niño que era plebeyo y pobre, ya se había enamorado de ella y era inocentemente correspondido en lo profundo del corazón de la princesa, aunque sólo como un germen de amor futuro. Ella, rubia y preciosa fue arrebatada por su cigüeña a algún lugar desconocido, en lo profundo de la recóndita Europa, donde quizás, incluso, le cambiarían el nombre por, por ejemplo, Infanta Sobralla, o Duchesse de Montperenciegne, o quizás Lady Dorialle Percifall Bowling, Princess of Burffork y llegaría a ser la futura amante del príncipe viudo, que jamás llegó a ser rey. Él, en cambio, moreno, tosco, quizás basto habría querido encaramarse a lomos de la cigüeña, para seguir a su preciosa princesa Amanda y vivir para siempre con ella, un bello romance, incluso a pesar del propio desprecio que ésta sentiría por él, que lo relegaría a la más vil servidumbre. Por fortuna, o desgracia, no lo sabía bien, el personal de producción y seguridad, habrían impedido su absurdo empeño y lo habrían apresado. La alta directiva del Club de París lo habría sometido a juicio, quitándole su membrecía y cambiando su folio por el nada importante diez y siete mil trescientos doce millones, cuatrocientos ocho mil ciento veintitrés y habría vuelto a su pueblo oscuro, como un ciudadano oscuro, de nombre desconocido, donde estaría condenado a luchar por pequeñas reivindicaciones sociales que lo convertirían en un despreciado rebelde revolucionario, paria de la sociedad. Su empeño, y el odio a la nobleza europea, lo habrían llevado, finalmente a triunfar con su revolución, hasta ser un personaje importante en las configuraciones del poder universal. Así, ya anciano y casi ciego, se habría tomado esa famosa fotografía en la que se veía más hermoso que el retrato de Hemingway, del que se enamoró de inmediato la Archiduquesa Lettice Aurore, por entonces gobernanta absoluta de toda la Europa meridional, que quiso, pues, conocerlo y lo mandó a buscar. Él la habría reconocido en el mismo instante del reencuentro, por su risa cristalina, como su amada Amanda, a pesar que ella a la sazón ya no era joven. Aún cuando tenía casi cuarenta años más que él, ventaja que le había otorgado su rango noble, al pasar de los años; iniciaron un tórrido romance que terminó en un apoteósico matrimonio celebrado en la Catedral de Los Inválidos de París, del cual se avino el mayor imperio jamás visto, donde se instauró el lujo y el abuso de poder, la conquista despiadada y la guerra perenne. En este momento, el tren entró bramando a la estación de la Universidad, donde el viejo se bajó, con el firme propósito de jamás leer un cuento, que juzgó, sin haber leído, tan absurdo.
Convertida en una sílfide, Kaya vuela por los andenes y escaleras, al azar, quizás como haría una mariposa de una a otra flor. Claro está que la mariposa realmente ramonea entre flores. Quizás las sílfides lo hagan también así, caóticas, sin un destino fijo, mientras ella, hoy, es aquella hada elegida, que vuela y brinca jubilosa, con un destino cierto. Deberá entrar por la ventana, cubierta de papel kraft de color beige, en la estación de la Universidad. Ahí estará el escocés, que ahora sólo es joven en su alegoría, quizás por la fuerza de su encanto que convierte todas las cosas con su propio toque, que las llena de magia e ilusión. Mientras vuela por los andenes y carros del metropolitano que brama entre túneles y estaciones, llenándose y vaciándose de comparsa que sólo presta su cuerpo sin expresión a la escena, con las miradas siempre vagas en algún rincón, que sólo excepcionalmente intercambian una sonrisa o la esbozan hacia sí mismos, causada en sus íntimos pensamientos; va pensando en abrazar ese amor nuevo por aquel viejo, que su ensueño transforma en el joven James de la Sílfide.
Una luz interior traspasa, tenue, de color amarillento el papel kraft de las ventanas. La sílfide golpea sobre el vidrio, como si fuera el hada que se estrella, atraída por la luz de una ventana, por la que quisiera entrar en busca del joven al que enamorará y que habrá de envenenarla por conquistar su amor. El escocés se levanta y su silueta se acerca interrumpiendo la luz. La sílfide revolotea en una piroutte, un jeté, un tournement et coup de pied. La puerta se abre y el hada, como atraída por una luz intensa, se precipita sobre el joven escocés, lo abraza y lo besa llena de alegría, encantada por su propio embrujo.
– ¿Qué es esto? – pregunta, atraída por el cuadernillo de hojas blancas en el que reposa París sobre la mesita de velador.
– ¡Tonterías! Me lo dio un vejete en la estación San Francisco, por unas monedas y un consejo... – acompañó la frase con un gesto de la mano que parecía empujar hacia atrás, hacia el olvido, la experiencia con el viejecito y agregó –: Un cuento pueril sobre el niño pobre y la princesa o eso...
Kaya tomó el cuadernillo y lo ojeó, leyendo algunos pasajes a medida que lo hojeaba. Dijo:
– No veo princesas ni niños pobres.
– De seguro se llama Amanda o Aurora... No Aurora no. Esa es la Bella durmiente ¿No es así? – Kaya no contestó. Quizás acuciada por las aseveraciones del viejo volvió las hojas al principio, se sentó a la orilla de la cama y comenzó a leer con atención:
«El club de París
«Por primera vez oí de París siendo tan niño. Decían que los niños venían de París, todos, incluso yo mismo. Nos había traído la Cigüeña. No sabía qué era una cigüeña, la imaginaba una mujer gorda, de blanco, desde la cofia a los pies: Una especie de monja Natividad, que tenía una vocecita muy aguda y nos enseñaba a leer y escribir con letra gladiola, pero blanca en vez de negra, como aquellas que se veía en los hospitales. París lo imaginaba como una sala de algún lugar que no tenía exterior. Sólo una gran sala de cosecha, llena de cunitas de donde la Cigüeña seleccionaba niños, según su estado de madurez, los metía en su bolso blanco y se iba, tranquila, caminando las calles, hasta la casa de la nueva madre. Ahí entraba a la pieza de la mujer, donde todo era encierro y misterio, a esperar, junto a la parturienta, al médico que sería fundamental en la instalación y puesta en marcha del nuevo niño.
«Después supe que París era una ciudad y la cigüeña un pájaro. Me preguntaba: "¿Cómo un pájaro puede traer a un niño de una ciudad a otra?". El más grande de los pájaros que conocía era la paloma y el único lugar que conocía, más allá de donde yo mismo vivía era El Bajo de Orrego, un pueblito pequeño, con una sola calle y unas ocho a diez casas de barro y paja a sus orillas, al que demorábamos muchas horas en llegar en una carreta desvencijada. Me decía a mí mismo que una paloma, con el peso enorme de un niño podría demorar una eternidad en viajar de París, ubicado en algún paraje mágico y por tanto mucho, mucho más lejano que El Bajo de Orrego, hasta, por ejemplo, mi misma casa, conmigo a cuestas. Mucho después conocí al tío Adolfo, que tenía un aguilucho; un pájaro enorme que según contaba podía cargar en sus poderosas patas un corderito que las águilas robaban de los ganados, frecuentemente. Nunca supe si era leyenda o realidad. Se decía, en la familia, que un buen día el aguilucho del tío Adolfo se había robado, de una fiesta de cumpleaños del vecindario, a un niña con globo rojo,  de mirada sorprendida, llamada Luciíta, y lo había traído al tío, como un regalo. Todo esto contribuía a hacer más cierta la leyenda de París: Un pájaro grande podía cargar a un niño pequeño.
«Siempre fui un niño más pequeño que el resto, de manera que nadie quería jugar conmigo, ya que por aquel tiempo todos los juegos eran violentos. Así fue que viví solitario, imaginando amigos intangibles, hablando con ellos en voz baja y escribiendo nuestros juegos y conversaciones para no olvidarlos. Me transformé, de este modo, sin intentarlo, en este escribidor. Si de niño me intrigaba París, ahora anhelaba huir de este mundo solitario y conocer aquella ciudad donde la magia era posible y por tanto ahí vivían todos los artistas: Principalmente los escritores y poetas. Ahí se creaba el universo que se plasma en los libros, que eran, siempre lo fueron, mi único mundo.
«Trabajé de lustrabotas, porque me permitía divagar sobre historias, todas las cuales terminaban conmigo en París. Si los creadores, los artistas, los escritores y los poetas soñaban con París, mi único anhelo tenía que ser París. Leía sobre París, admiraba a quienes iban a París y volvían hablando francés y a los que escribían, en París, extraños poemas sobre algún épico viaje en descenso, mientras bebían la leche de la vaca que habían llevado desde su propia aldea: Eso los hacía universales. También recibía encargos para escribir cartas y poemas de amor, biografías falsas, cartas de presentación, currículos de mentira que parecían verdaderos y era fácil defender, avisos para pegar en los árboles y postes de alumbrado informando del próximo bingo o de una kermesse, a veces de fiestas de disfraces y más, justificativos firmados para hacer la cimarra, cartas a familiares lejanos que mentían sobre el paisaje y las bellezas de ciudades en las que nunca habían estado y todo aquello que requiriera buena letra, correcta ortografía e imaginación para escribir al estilo de lo que creía se usaba en París. Así junté, muy de a poco, dinero para irme. Conocería las factorías y el río Sena desde donde despegan las cigüeñas hacia todos los lugares del mundo. También vería las luces más bellas y relumbrantes de la única ciudad del universo que merece este nombre lleno de brillos: Ciudad Luz. Al fin podría caminar por sus calles con nombres de tanta belleza como Rue de Bertin Poiree que se dice "Gu de Begtán Puagué", o la Rue Royal y la de l'Arbre Sec y también l'Avenue de la Bourdonnais y el Quai Branly donde uno puede estar horas mirando a la tour Eiffel y respirar el mismo aire fragante a sobaco de mujer de la ciudad, que han respirado todos los poetas del mundo, alguna vez.
«Llegué a París en la cola de un avión que tocó tierra de noche. No conozco demasiados aeropuertos, pero imaginaba el de París iluminado como un incendio, de dimensiones sobrecogedoras. Pero todo estaba, o era, oscuro como boca de lobo, excepto la pista misma que parecía tener todo lo necesario para el aterrizaje. A la izquierda se divisaba una torre, parte de un único edificio a penas iluminado, como si fuera una boite más que un aeropuerto. La sensación, toda, era de soledad absoluta. Entonces nos saludó en cuatro idiomas una azafata sonriente que nos dijo: "Mesdames et messieurs, bienvenue à l'exclusif Club de Paris. Il est déjà temps d'informer nos visiteurs pour la première fois que Paris n'existe pas". Los que ya conocían comenzaron a gritar "¡Bravo!" "¡Bienvenidos!" y otras cosas que no entendí en absoluto, mientras aplaudían como si estuviera comenzando una gran fiesta. Entre vítores y aplausos se pararon y salieron por el pasillo, la manga de desembarque y desaparecieron. Los primerizos quisimos imitarlos pero nos detuvieron "seulment un moment". Hablaron de los antiguos Parisiis, primeros pobladores del lugar, de los celtas que tuvieron una aldea llamada París en la "rive droite", de los galos, los germanos y los romanos que intentaron fundar ahí Lutecia y fracasaron. Entonces los habitantes del lugar, como un acto estratégico, hicieron la fundación mítica de París, a la que jamás llegaría enemigo alguno. Quienes quisieron invadir París, para conquistar la Francia, nunca lo lograron, ya que no lo encontraron. París era sólo un club de iniciados. Para la segunda guerra los alemanes fueron astutamente engañados y desviados a Reims. Para cuando se dieron cuenta, el temor de las tropas a las represalias del Führer, los hizo callar y firmar el mismo contrato de confidencialidad que nos pasaron a nosotros. Este nos aseguraba una estadía regia, en cualquier lugar de Francia, luego de aprender el mito y jurar su fidelidad. Muchos de los poetas, escritores, filósofos y pensadores, más avezados y antiguos del club, nos ayudarían a tejer nuestra propia historia de París, la que quedaría archivada en las oficinas de la Leyenda Pública, donde también había una división de pesos y medidas que guardaba la barra de platino e iridio que daba realidad al sistema métrico decimal. Esta última, supe después, se guardaba en el museo del Palacio Papal de Avignon y rara vez era consultada, pues había infinitas copias en un poliuretano muy estable, casi inmune a la dilatación, o al menos, menos que la barra patrón y se había repartido a lo ancho y largo del mundo.
«Pues bien: Firmé; aunque no creí en absoluto lo que me habían dicho. Se me dijo que alguien que creía en la cigüeña a los treinta y tres años (esa edad tenía por entonces) no podía dudar de una verdad tan rotunda y me llevaron a recorrer las inexistentes Tullerías, La Plaza de la Concordia donde sólo había un obelisco regalado por el gobierno del Japón, rodeado de un jardincillo pequeño, el barrio latino que era sólo un peladero donde dormitaban, bajo los árboles, algunas personas con aspecto bohemio, que escribían en libretitas, poemas de vanguardia y existenciales. Visité el Quai de l'Horlogerie desde donde habría atravesado, camino del cadalso, María Antonieta, que se me dijo, secretamente, que había sido guillotinada en un salón privado del Ayuntamiento en Varennes, varios meses antes de lo que cuenta la leyenda. El Quai de l'Horlogerie era sólo un barrial en la isla, al que se llegaba por un puentecito precario, de madera rústica.
«Así fue que descubrí que la verdad y lo objetivo no existen, sino hasta que lo compruebas personalmente: París no existe hasta que conoces París. Entonces te das cuenta que París no existe. Así fue que decidí huir de esa cáscara falsa y contar la verdad. Varias veces me sorprendieron y me detuvieron. Me vigilaban día y noche, durante meses. Finalmente me dejaron ir y me entregaron un certificado de salud pública que aseguraba que "il est malade de la tête" y me dejaron en las puertas del consulado en Amiens. El consulado me acogió con conmiseración. Me subieron a un avión acompañado de un cuidador de locos; este me entregó en la calle Olivos, donde a nadie le importaba que París fuera o no una farsa. Ahí todos eran farsantes felices o ensimismados. Cuando escapé ya no era nadie, y a nadie, nadie le cree que fue a París y París no era nada, entonces recordé a Cartago, enemiga de Roma que fue destruida hasta sus cimientos y desaparecida ciento cuarenta y seis años antes de nuestra era. "¿Cartago?" preguntaban los romanos con irónico sarcasmo, "¿Qué es Cartago? ¿Dónde queda Cartago?". Era tal la enemistad de la cultura romana con la cartaginesa, que los romanos decidieron negar Cartago: Cartago nunca existió. París en cambio existe, hasta que uno enfrenta a París y descubre que nunca ha existido. Pero a quien se lo dijera me decía: "tu es malade de la tête". Por eso he escrito este testimonio, no para todos; sólo para algunos. Sólo para locos.»
Había una firma al pie, con una letra muy extraña e inclinada, casi ilegible, que parecía decir "Barolli" o "Marutti", quizás "Merolli" y podría también decir "Borelli". La primera letra, "M" o "B" muy inclinada, era enorme, mientras el resto, muy aplastado, se lanzaba hacia adelante como si quisiera llegar primero, no obstante que al llegar al final no se lanzaba sobre un objetivo futuro, sino que era del todo regresiva, volvía sobre sí misma, como si quisiera castigar su pasado, de manera que cruzaba como un golpe de látigo la doble ele, transformándola en doble te, o tal vez limitando su propio posible vuelo místico. "De todos modos" pensó Kaya, "esta firma es una atroz admonición".
– ¡Es fantástico! – afirmó. – ¿No será del albañil...?
– Jajaja. El albañil escribe de la vida, de los sueños, de los pensamientos. No escribe cuentitos de niños.
– No es un cuentito de niños, es un cuento de locos.
– De niños y de locos todos tenemos un poco. Este era una especie de viejo niño o quizás de niño viejo, con unas manos enormes construidas de madera nudosa. A parte de eso parecía insustancial y gritaba sus cuentos en voz tan bajita que nadie lo escuchaba y sin embargo no le importaba.
– Quizás sólo esperaba que tú le compraras. Sabía que estarías ahí, que ibas a hacer un esfuerzo y a escucharlo. ¿Cómo sabes si después de venderte este cuento no se fue y desapareció para siempre?
– ¡Ah! Jaja. Cierto... Ya estaba desapareciendo cuando lo encontré; por eso parecía que no tenía cuerpo sino sólo la ropa que lo envolvía, la gorra y los pelos disimulaban que no tenía cara, sino sólo ojos y una boca que casi no podía hablar.
– ¿Donde dijiste que lo habías encontrado? Quiero conocerlo – dijo taxativa.




Kepa Uriberri









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