sábado, 7 de noviembre de 2009

Dignidad Pickwickiana


Introducir el concepto de taxonomía en la esfera del humor. ¿Se puede acaso establecer tipologías, clasificar, un concepto tan ambiguo, tan amplio, tan subjetivo, como el humor?



DIGNIDAD PICKWICKIANA



Todos os tendemos a categorizar; establecemos categorías y encontramos ejemplares que, a nuestro juicio, se adecúan a ellas. A continuación subcategorizamos y seguimos el mismo proceso pero en un estrato jerárquicamente inferior. Y lo hacemos por una mera razón: porque simplifica las cosas. Es un mecanismo que proporciona un tremendo ahorro cognitivo. Agrupar y establecer relaciones hacen más sencillo todo. ¡Tranquilos!, tranquilos, voy a dejar ya esto, no pretendo escribir un artículo sobre la psicología del pensamiento. ¿Entonces a que viene está soporífera introducción?

Viene a cuento porque voy a intentar, en cierto sentido, introducir el concepto de taxonomía en la esfera del humor. ¿Se puede acaso establecer tipologías, clasificar, un concepto tan ambiguo, tan amplio, tan subjetivo, como el humor? No creo que se pueda llevar a cabo esta tarea, al menos de una manera intensiva, extensiva y científica. Sin embargo, todos conocemos el humor irónico, el humor negro, el humor escatológico y demás ejemplos que se adscriben al concepto más abstracto de “humor”. Yo creo haberme dado cuenta de la existencia de un tipo de humor con unas características muy peculiares, tan peculiares que es posible que no constituyan una subcategoría con entidad propia (tal vez no sea más que la mezcla de diferentes tipos de humor), pero yo la voy a tratar como tal. Lo llamaré humor Pickwickiano. Ah, y por cierto: es mi favorito.

Hace poco terminé una novela de Charles Dickens, la primera que escribió: “Los papeles póstumos del club Pickwick”. Me la llevaría a una isla desierta. Es una de las mejores experiencias literarias que he tenido. ¿Es por su profundidad ideológica, por el penetrante aroma filosófico que desprenden sus capítulos? No, no es un libro que pueda constituir un pilar sobre el que se asiente una vasta edificación intelectual. ¿Es por su exquisita prosa, por su excelencia estilística? No, es un libro directo, ameno, poderosamente descriptivo pero poco ornamentado. ¿Entonces porque dicha novela me ha podido marcar tanto? Por una simple razón: es posiblemente el libro que más me ha divertido, que más me ha hecho disfrutar. La obra tiene como única (o principal) meta entretener y vaya si lo consigue. El divertimento por el divertimento. Hay que decir que el entretenimiento como fin artístico está injustamente devaluado. Compadezco a aquellos que, por ejemplo, no ven arte en una comedia de Billy Wilder porque sus ojos se esconden tras los opacos vendajes del intelectualismo; aquellos que sólo pueden identificar lo sublime con lo serio.

La novela plasma las crónicas de las peripecias de Samuel Pickwick, presidente del club Picwick, y sus compañeros del club (los Pickwickianos) en su aventura del saber. En todo momento se nos describe (a través de las actas del Club Pickwick) al señor Pickwick como un sabio, un “hombre inmortal”, fuente inagotable de conocimiento, además de un inigualable referente moral. Es un hombre, además, con un exacerbado sentido de la dignidad y el orgullo personal. En este punto, en la dignidad pickwickiana, nace mi particular concepción del humor pickwickiano. Dickens durante más de mil páginas nos narra como un hombre de tal altura se ve envuelto en diversas situaciones de lo más absurdas y rocambolescas. Ahí está la clave: pienso que el contraste entre la intachable y solemne dignidad del personaje y el esperpento de los hechos y de los actos es el epicentro del mejor humor. El humor Pickwickiano nace del contraste, una especie de dialéctica humorística que conduce irremediablemente a una hilaridad visceral.

Me puse a pensar y me di cuenta de que el humor pickwickiano no sólo se encuentra en el propio Picwick. Por ejemplo, un escritor que me encanta es Eduardo Mendoza. Es un magnífico gestor del lenguaje, alguien con una escritura virtuosa y dinámica. Al margen de sus magníficas novelas “serias” (ej: La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios, etc.) escribió una trilogía descacharrante: El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, El tocador de señoras. Libros todos ellos profundamente diuréticos. ¿Y que los hace tan graciosos? El mero hecho de que el protagonista, un auténtico impresentable (paciente psiquiátrico, ladrón, etc., etc.) habla y describe (las novelas están escritas en primera persona) las delirantes y patéticas situaciones que vive con el lenguaje de James Joyce; una especie de cruce entre El Vaquilla y Dostoievski. Tampoco hace falta focalizar el esfuerzo analítico en la literatura. Miremos al cine, un ejemplo actual: Leslie Nielsen (el protagonista de pelo blanco de películas como Aterriza como puedas, o la saga de Agárralo como puedas). ¿Qué hace que ese tío sea devastadoramente gracioso (por lo menos a mí me lo parece)? Efectivamente: su humor pickwickiano: la constante oposición entre su rictus serio, su dignidad y las monumentales chorrdadas que constituyen todas y cada una de sus acciones. Por cierto, ¿Charlot sería un icono universal del humor si el genial Chaplin no le hubiese conferido su inquebrantable dignidad? ¿Qué pensáis? El contraste es la clave. Al fin y al cabo, otras formas no pickwickianas de humor (aunque muy similares) como el sarcasmo y la ironía también tienen su génesis en el contraste.

Volviendo a “Los papeles póstumos del Club Pickwick”. Hace tiempo en un documental, que no recuerdo siquiera de que trataba, una persona dijo una frase que se me quedó grabada en la memoria: es tan insólito poder afirmar que algo o alguien te ha hecho feliz. Sí: es tan insólito que un libro te haya hecho feliz…






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