lunes, 16 de enero de 2012

Invocaciones y profecías



“Al llegar junto a la puerta, miró a su lado, como si esperara encontrar ahí al viejo. Sorprendida quizás, por su ausencia, lo buscó, con la vista, en el asiento que habían compartido.”


Invocaciones y profecías
 Kepa Uriberri


El horario de alta acababa de terminar, de modo que los trenes de la línea del sur oriente ya no transitaban repletos de pasajeros. El anciano abordó y se sentó distraído junto a una ventana. Sintió el peso de una mirada lanzada desde el otro extremo del vagón. La buscó pero nadie lo observaba. Un hombre de aspecto desaseado dormitaba reclinado sobre el vidrio. Dos mujeres que le daban la espalda conversaban animadamente. Junto a la puerta una mujer, de pie, miraba la oscuridad del túnel. Se quedó viéndola. Pensó que era una mujer de buen porte. "Bien armada. Me gustas" se dijo. Después de un rato, aunque distraído, volvió a sentir el mismo peso. La mujer junto a la puerta ahora lo miraba con atención. Pareció sonreírle muy vagamente. Usaba un vestido de tela liviana, que marcaba sensualmente sus formas. Imaginó que la abrazaba. Percibió, sin el efecto físico, la sensación intelectual de la excitación erótica al pensar en sus pechos de porte justo en contacto con el propio, e imaginar que palpaba todas las formas de su torso. Intentó sugerir un gesto de acercamiento, tan sutil que no resultara insolente, pero suficientemente sugestivo como para poder establecer una secreta complicidad. Ella le devolvió una sonrisa y sus labios dijeron algo, que quizás su voz no proyectó o que el bramido del tren ahogó antes de llegar a destino. La expresión de su rostro, en todo caso, era inocente y tranquila. Quizás lo saludaba. Este pensamiento hizo girar un cúmulo de visiones superpuestas unas a otras, vertiginosas, en su imaginación. De repente la vio desnuda sobre una cama deshecha, con el pelo chorreando sobre el rostro, en actitud de entrega y espera; no obstante, la imagen no era un recuerdo sino un deseo. O bien era el recuerdo de un deseo. Se le añadió la imagen de Treshkaya escapando de él en el Die Deutsche Brot y también una boca que se acercaba, trinchado en un tenedor, un trozo de pan y carne. La boca era roja y sensual, los dientes blancos y perfectos, y al llegar el bocado cerca de los labios, la lengua se asomaba para recibir su sabor esperado. Entonces la reconoció y la saludó, avergonzado, como si todas las imágenes interiores de su mente se hubieran exhibido, en ese momento, públicamente. Se sintió expuesto y estúpido, de manera que su saludo fue casi una disculpa, a la que Carmen respondió con una sonrisa asequible, aunque leve. El viejo se levantó y la invitó a sentarse a su lado, lleno de vergüenza.
Se sentaron, uno junto a la otra, él sin saber que decir, aún enredado en su turbación; ella musitó algo, que el viejo no alcanzó a comprender:
- ... hermoso (¿o quizás buenmozo? ¿o se refería al día y su clima?)... encontrarnos (¿o había dicho: extraños?)... ¿no crees?
El viejo la quedó mirando con una sonrisa estúpida, por un momento. Después, con cierto apremio, sonrió y afirmó con la cabeza. Dijo:
- ¡Ah! Sí. Claro, por supuesto... - Carmen rio bajito, pero expresiva. Posó su mano blanca y larga, de uñas cuidadas en el brazo del viejo. Éste pensó en una paloma blanca que aterrizara en su manga, con un peso leve pero certero y sintió que le agradaba ese contacto. Ella musitó:
- ... perdido... ¿casa? ... siempre creo... ¿no es cierto? - y sus ojos se habían iluminado con la sonrisa alegre, que lo que había dicho, le provocaba.
- ¿Cómo? - dijo el viejo y acercó levemente su cabeza, proyectando la oreja, para oírla mejor. Carmen oprimió un poco más el brazo del viejo y acercó, a su vez, su cara a la de aquél, hasta que su pelo castaño la rozó.
- Que fue tan gradable... junt... dríamos... ¿no te parece?
- ¡Ah! Sí. Por mi no hay problemas. ¡Encantado! - dijo sin saber con certeza qué le había dicho. Sólo pensó que la presión de esa mano tan precisa y blanca, y el roce de ese pelo, del que escapaba un aroma dulce y floral le agradaba hasta hacerlo sentir una liviandad maravillosa. Imaginó que la paloma blanca, posada en su brazo, alzaba el vuelo y lo convertía en el palomo del cortejo. Las palabras de Carmen le sonaron, entonces, como el arrullo de las pajaritas y sólo pensó que ese momento era feliz. De ese modo continuó la conversación, por varias estaciones, se sentía estimulado por la coquetería sutil y vaga de ella, casi silenciosa, de un estilo tal que decía más su expresión que las palabras que apenas se elevaban sobre el silencio, igual que su risa, casi un murmullo cantarín. A ratos, contento, sentía la tentación de abrazarla y acariciarla y decirle: "No te entiendo nada", pero de algún modo creía que hacerlo podía romper un sortilegio que hacía tan grato ese momento.
- Aquí... - musitó - ... bajo (o quizás me bajo o pudo ser bajamos y también pudo haber interrogado ¿bajemos?)... tan agradable... encuentr... - y lo miró a lo ojos, tal vez como si dijera: "¿No te parece?", pero llena de coquetería y se levantó.
El viejo se levantó, también, y espero a un lado del asiento doble, a que ella pasara. Aun cuando no había comprendido con claridad lo que Carmen había dicho, pensaba que se refería a alguna vaga propuesta de juntarse, los mismos cuatro del Die Deutsche Brot, para conocerse mejor, quizás en su casa u otro lugar y ahora comprendía, aunque no con toda certeza, que ella se había despedido y bajaría en esta parada del tren. Carmen pasó a su lado mientras él le posaba, para guiarla, la mano en la cintura que sintió tensa y elástica. Ella se encaminó a la puerta del vagón mientras el anciano juzgaba la cadencia de su caminar. Al llegar junto a la puerta, miró a su lado, como si esperara encontrar ahí al viejo. Sorprendida quizás, por su ausencia, lo buscó, con la vista, en el asiento que habían compartido. El anciano todavía estaba de pie, mirando su figura. Carmen sonrió y le extendió una mano. También lo invitaba con la sonrisa de los ojos y la boca coquetos, musitó algo que él no oyó, pero que quizás decía:
- ¿Qué esperas? ¡Ven; vamos! - en ese momento se oyó el resoplido neumático de las puertas al abrirse, junto con la extinción del estruendo veloz del tren, al detenerse.
- ¿Qué? - preguntó sorprendido.
- ¡... mos! -alcanzó a entender que decía su sonrisa de dientes parejos y muy blancos, mientras su mano pálida, grande, cuidada, se agitaba invitándolo con apremio. Carmen bajó del vagón, siempre apurando al viejo. Cuando los vibradores que anunciaban el cierre de las puertas comenzaron a sonar, el viejo dio dos saltos y salió del tren. En su pensamiento vio su propio gesto, tenso en el rostro, con los ojos muy abiertos y la boca apretada, guiando a su cuerpo grueso, culón y cabezón en un salto más aparatoso que efectivo y se sintió estúpido. Asoció esta imagen a la caída de espaldas en el parque interior Vista Hermosa. Quedó parado en el andén, de espaldas al vagón que ya cerraba sus puertas, a la vez que el tren emprendía bramando, ensordecedor, su nueva carrera. A su lado Carmen reía, encogida, con las manos juntas metidas entre sus rodillas, mientras el pelo le chorreaba sobre el rostro. Después de un momento dijo, bajito:
- ¿... so no ... ba ... nir ... migo? ¿No pe... rse? - el ceño fruncido quería simular un enojo que el brillo alegre de los ojos y la sonrisa desmentían.
- Soy apenas un viejo gordo, chico y cabezón - dijo con cierto agobio. Carmen posó sus manos en los hombros del viejo y acercando la boca a su oído, como si tuviera conciencia que de otro modo no sería escuchada, le dijo:
- No eres ni chico ni cabezón, tal vez un poquito ordo, pero me gusta -. El viejo sintió el aliento tibio que le cosquilleaba en la oreja. Tuvo, por un momento el impulso de preguntar: "¿Qué?", porque no entendió si decía "gordo" o a lo mejor "sordo" y temiendo que hubiera una pillería, prefirió callar. Después de un silencio breve contestó:
- Sobre todo ordo... - y le sonó como "tordo". Recordó el dicho burlesco, entonces; que define el "Mal del tordo: Las patas flacas y el poto gordo" y se arrepintió de haber dicho nada, a la vez que se veía a sí mismo como un pajarote negro, de patas flacas color naranjas, con un enorme culo negro y su propia chaqueta de bolsillos abultados. Agregó, al darse cuenta que podía ser una insinuación malévola:
- Digo sólo estupideces.
Carmen soltó una risa cantarina y tomándolo de la mano emprendió la marcha con él, mientras decía vagamente algo, que se perdía entre sus risas y que se parecía a "canto" o "canta" y quizás había dicho "humor" o "amor". Rrrrabanito se dejó guiar y se perdieron entre la gente.
- No es verdad - contestó Tereshita -. ¿Por qué habrían de estar juntos si apenas se conocen? Además: ¿Por qué habrías de saberlo tú y yo no?
- De modo que sólo existe lo que tú puedes certificar o lo que quieres creer - dijo, siempre sonriendo, el albañil.
- No he dicho tal cosa...
- Ese es el club de París - completó el otro -, tal vez, al fin, cuando llegamos a París, París no existe; sólo está el viejo Yac vendiendo sus cuentos.
Tereshita se quedó pensando. Le pareció que veía un cúmulo de imágenes dispersas y superpuestas: Un viejecito inmaterial, compuesto de alambres y pelos, cuya sustancia era solo ropa gruesa, sin cuerpo por dentro, además de su estatura mínima, un llano desolado en el que se veía un avión abandonado, cerca de un edificio ruinoso. Hacia él corría una pareja a la que no alcanzaba a distinguir bien, pero que sin dudas eran Carmen y Rrrrabanito. Todo el escenario era de algún modo transparente pero sólido, lo más sólido era la figura del albañil que abarcaba toda la escena, rodeándola con su sonrisa, como si todo estuviera envuelto por su figura. Sólo ella misma estaba acá afuera, de este lado y sentía una enorme desazón al ver que todo era de esa manera. Sin embargo aquella "ella misma" era una figura, en la escena, de sí misma y el sentimiento que la embargaba ahí era del todo distinto a cierta rabia que sentía aquí, sentada frente al albañil, al percibir que él la había vuelto a envolver con sus historias en las que insistía en asegurar que anticipaba los hechos, de acuerdo a cómo los escribía en su cuaderno Navegante. Vagamente flotaba en torno a todas las figuras que se formaban y desaparecían en su imaginación, la idea que efectivamente el viejo podía encontrarse en este mismo momento con Carmen, porque ya había sucedido antes que las predicciones del albañil resultaban finalmente verdaderas; pero se hacían verdad en la medida que ella misma se resistía a creerlas, casi como si fuera una burla irónica del albañil. Sentía, por tanto, una cierta responsabilidad en la realidad de los pronósticos del otro, como si ella misma fuera la causa, o al menos un catalizador necesario, para que todo sucediera, de manera que se sintió anticipadamente culpable de que el anciano se burlara de ella con Carmen. Trataba, entonces, de ignorar el pronóstico del albañil y quería pensar en algo diferente, pero no lo lograba. La imagen, en el aeropuerto desolado se hacía más y más patente, en ella corría Carmen, arrastrando al viejo de una mano, que con dificultad la seguía, aunque reía gozoso de ir con ella.
Llevándolo de la mano, Carmen subió las escaleras de la boca de salida de las galerías de la estación a la calle. De pronto vieron la luz exterior, que caía a plomo desde el mediodía sobre el último tramo de peldaños. El viejo vio a la gente que bajaba desde la calle, otros que pasaban junto a la boca sin entrar, había una vieja mal vestida, sentada con un tarro de café vacío en el regazo y una mano estirada, casi al llegar a la calle misma, con voz plañidera pedía limosnas, alcanzó a ver y oír algún vehículo que pasó zumbando por la calzada exterior, cercana a la boca de entrada, divisó las cornisas de los grandes edificios, algunos altos ventanales y sin verlos, sintió en su imaginación el tráfago de personas que deambulaban de un lado a otro, los vehículos que surcaban a gran velocidad la calzada, el ruido urbano diferente, las voces enmudecidas de la gente, transformadas en murmullos confusos, pero ensordecedores. Se detuvo de improviso. Dijo:
- ¡No puedo! ¡Al menos no salgamos del metro!
Carmen lo miró, desconcertada, dijo algo que se perdió en el ruido que ya llegaba  de la calle y chocaba con el de la galería del metro; jalándolo intentó seguir, pero el anciano no se movió.
- Prefiero no salir - insistió.
- No ... gado ... da... pe... caso? - oyó que decía difusamente Carmen.
- No, no, no. Preferiría que no -. Dijo, volviéndose escaleras abajo. Ella lo dejó hacer y poniéndose junto a él le susurró al oído:
- ¿Es ... casono... gusto?
El viejo sintió el soplo tibio de su aliento cosquilleando en el oído y aunque sin certeza alguna, entendió que ella le preguntaba si acaso no le gustaba.
- En fin -, dijo el albañil echándose atrás sobre el respaldo de su silla - basta que digas que no, para que no sea cierto. Toda historia es cuestión de fe; pero tienes que negarlo sin duda ninguna; entonces será como crees mientras no haya algo que te haga pensar lo contrario. De cualquier modo, lo que te doy a conocer siempre será una cadena de plata que mueve la verdad hacia un acuerdo diferente, aunque sea muy lentamente.
Tereshita sintió que perdía el desafío. Al fin, de alguna manera, el albañil lograba hacerla sentirse sometida a sus palabras y conceptos. No podía quitarse del fondo de su imaginario diversas configuraciones de las metáforas que él había anclado ahí y que bailaban suavemente alternando figuras: El avión solitario en la gran planicie, Carmen y el anciano corriendo de la mano y riendo juntos, alegremente, el edificio que quizás en algún momento habría sido el del aeropuerto, ahora era una casona, con ventanales iluminados, desde la cual salía música frívola y romántica. A la puerta había varias mujeres sentadas que conversaban a gritos, de manera vulgar y se empujaban con los hombros entre bromas. Ella misma estaba aquí al borde de la escena e intentaba correr y alcanzar a la pareja, pero no avanzaba porque en la perspectiva de la imagen ella era enorme y pesada y eso la hacía muy lenta, mientras los otros ya estaban llegando al portal de la casa y se veían mucho más pequeños y ágiles. En torno a toda esta escena se veía la risa desbordante del albañil, con sus dientes manchados de amarillo. A la vez decía: "Sé que hay alguien que también escribe más allá de mí, pero él escribe siempre lo que yo le sugiero, pudiendo no hacerlo". - Si puedes definirlo todo, si basta la fe que se vierte en un cuaderno: ¿Cómo entonces no sabes dónde encontrar al vendedor de cuentos? y si tus profecías son verdaderas y determinan lentamente la realidad: ¿Cuánto tiempo necesitas para que ese viejecito aparezca aquí con sus cuentos? y ¿Cuánto para que entren por ese portal la Carmen con Rrrrabanito? - dijo desafiante.
El viejo la rodeó con el brazo por la cintura y la oprimió suavemente contra sí mismo. Dijo:
- Si sólo fuera por gusto; si nada más importara; si todo fuera inmediato, no sólo saldría contigo, sino que no habría compromiso ni existiría la felicidad en el mundo y la vida sería una máquina sin valor. Sólo por eso preferiría no hacerlo.
- ¿De qu... iedo? - respondió.
-¿Cómo?
- Mie... ¿Qué te... sar? -. El viejo se quedó pensando un momento, intentando descifrar lo que Carmen le había dicho, pero no lograba comprender; no obstante sabía que debía referirse a por qué no se iba con ella.
- Allá afuera soy culpable... - Carmen lo miró asustada y dijo algo, extrañada. - Sí. Allá arriba me culparían de asesinar a mi padre, en cambio aquí nadie me conoce de ese modo, aquí he nacido de nuevo y tengo un poco de tiempo para ser libre. Antes yo no existía, sólo era la voluntad de mi padre. Él mismo nunca lo supo, tampoco yo. Pero al fin un día le hice una pregunta y me respondió exasperado que por qué no lo resolvía solo. Entonces entendió que yo no podía. "Ni siquiera has conocido, jamás, el ferrocarril metropolitano", me acusó. "Antes de morir" me dijo, "te voy a llevar a eso". Al llegar a las escaleras mecánicas de la estación de La Plaza de los Constituyentes se apoyó en mi brazo, me lo estremeció como si estuviera despertándome de un largo sueño y dijo: "Esta es la única manera que llegues a ser libre" y empujándose en mi brazo, se lanzó de espaldas por las escaleras. El era un anciano, ya muy frágil. Al caer se golpeó la crisma y murió de inmediato: Yo, sin hacerlo, lo había empujado; lo había asesinado.
Carmen lo miró sorprendida un instante, como si el relato le hubiera causado una honda impresión. Después sonrió dudosa, meneó la cabeza negando y dijo:
- Jaja... No... sible. Nun... lo po... creer! - y explotó en una larga carcajada. Al fin cuando logró controlarse apoyó las manos en el pecho del viejo y mirándolo con alegría dijo: - Es fan... Te ...ro que
... ido al prin... mente - agregó algún otro concepto modulado entre una risa suave, que quizás significara una alabanza al ingenio del otro, que había sido capaz de engañarla por un momento. Finalmente como un premio o recompensa a su inteligencia, lo besó en los labios y le dijo al oído:
- M ... tas mucho.
El viejo sintió la temperatura tibia de ese susurro en su oído y en lo profundo de su pensamiento vio la imagen de aquella lejana despedida en el tiempo: "¡Adiós! Que estés bien". Se dijo que el suave calor de aquel susurro en el oído era como aquella mano entera y suave que se había posado sobre el dorso de la propia, y aquellas palabras, que no alcanzaba a oír, tenían el mismo color y tono que recordaba de las de aquella mujer lejana, no resuelta; entonces recordó esa escena antigua y el rostro de aquel recuerdo era, en su imagen interior, el de Carmen. Quizás en ese entonces no lo había sido, o tal vez sí: Había pasado tanto tiempo que no era capaz de saberlo, sólo sabía que en el recuerdo el rostro de ella se había apoderado de la imagen de aquel tiempo. ¿Es posible que, por eso, tal vez, la haya llevado de la mano hasta la estación de la Universidad, por las galerías que nadie visita, donde se vende revistas de culto, juguetes de colección y está casi lleno de locales vacíos?
- Sólo el tiempo necesario - dijo y levantó las manos hacia el cielo, a la vez que miraba en esa dirección, como si se tratara de una invocación. - Me bastaría con escribirlo - añadió bajando las manos y posándolas sobre su cuaderno Navegante. - ¿Sería un pedido? ¿un desafío? ¿una súplica? - mientras decía esto tomo su lápiz de pasta transparente, con la tapa arruinada por el acoso de sus dientes nerviosos y la quitó. -¡Tú dirás! - concluyó poniendo su herramienta en ristre ante el cuaderno.
- Al menos quisiera comprobar tu magia -, respondió Tereshita, y de inmediato sintió el golpe del vértigo en el pecho. Se formaba, en su pensamiento profundo una vorágine de imágenes donde se confundía el rostro burlón del albañil, ella misma al centro o al interior de aquella imagen que se reía, vistiendo un tutú blanco, como el de Odette, vencida sobre un escenario blanco pero ominoso. Ahora quedaba claro, por fin, que el albañil era Rothbart y su magia: Irreductible. Entonces, aún cuando estaban petrificados, quietos, sin movimiento ninguno, se avenían hacia el centro en el que ella misma, Odette, moría encarnada en la reina de los cisnes, la imagen que se había formado del viejecito de los cuentos, una esmirriada figura de pelo y barbas muy blancas, con un sombrero francés de tiempos de la revolución, levita, gorgueras y encajes en los puños, culottes negros con una trabita sobre el costado de la rodilla y medias gruesas de lana cruda, zapatos enormes protegidos con polainas de material burdo, muy gastadas; en las manos, entre ambas y al frente, tenía un grueso hato de papeles que parecía ofrecer, mientras susurraba con voz gastada: "¡Los buenos cuentos!... ¡Hay ofertas de cuentos!"; también el viejo Rrrrabanito y Carmen entrelazados, mirándose a los ojos, él agitaba con suavidad una mano como si condujera el ritmo de un vals que ellos bailaban aunque estaban quietos en un mismo lugar y sin embargo avanzaban centrípetos hacia el punto donde era avasallada por la magia de Rothbart, que con todo no era amenazante sino que constituía una ofrenda salvífica. Toda la escena, excepto ella misma, giraba en torno a su figura, incluso Rothbart el albañil que reía envolviéndolo todo. "¿Por qué todo gira en torno a mi?" se preguntó, sorprendida "¿Y por qué la fuerza que lo impulsa es el albañil, si no debe serlo en modo alguno?". Vio que este se había inclinado sobre su cuaderno y escribía con velocidad, con letra perfeta, armónica, igual, en líneas clarísimas, como si gozara de un momento de perfecta epifanía y casi como si su mano danzara al hacerlo, mientras su rostro parecía iluminado de una placidez completa. Sus propias imágenes interiores adquirieron colores como si en ellas de pronto se hubiera despejado un cielo tormentoso y quedaran expuestas a un sol alegre de primaveras y le pareció que el albañil escribía, tal vez, el clímax de su obra en esas páginas ya tan trabajadas que las esquinas de las hojas se habían encrespado reviniéndose sobre sí mismas. De improviso se detuvo, dejó caer el lápiz, y tomando con su mano la tapa plástica que había estado torturando entre los dientes, la miró con alegría triunfante y abriendo los brazos dijo:
- ¡Ya está hecho! ¡Nunca se debe tentar al destino! El castigo mayor es que éste te conceda tu deseo: ¡Ahí lo tienes! -; señaló con ambas manos hacia la puerta. Tereshita miró a la puerta; vio como pasaba por la galería la gente de siempre, con la mirada ajena de siempre, con el paso de marcha de siempre.
- ¿Qué? ... - preguntó, porque no había, ahí, nada. El albañil sonreía plácido, como si disfrutara de una broma y sostenía el gesto de ambas manos, como si estuviera concediendo una gracia especial a la escena que ocurría allá en la puerta del café, aunque esta no se presentaba aún. - ¿Qué? - insistió Tereshita - No hay nadie. ¿Entonces...? -. La imagen interior se había disuelto y el vértigo estaba detenido, pero como el otro insistía en señalar con ambas manos hacia la puerta como si de ellas manara un cierto artilugio, con alguna extrañeza pensó: "Este tipo es un idiota" y sin embargo, desorientada, al fin volvió a mirar hacia la puerta del café. En ese momento entraba un personaje que se le antojó un duende raro. Parecía colgar de un gorro a cuadros grises oscuros, de algún tipo de tweed rudo, con la copa abatida hacia la visera y sujeta a ella con un broche. Del interior del gorro salía una mata blanca de pelos que cubría las orejas y se juntaba en lo que parecía una especie de tejido de nido de pajaritos, con una barba tupida e hirsuta. Las cejas muy espesas parecían tener un flujo de continuidad con la barba y el pelo, de manera que entre el desorden blanco y desordenado aparecían los ojos muy claros y clavados en cierto lugar indefinible y lejano donde algo bailaba a juzgar por el rápido y breve movimiento de las pupilas. Tereshita sospechó, por alguna razón inexplicable, que detrás de la barba tupida, de gnomo, sonreía, aunque no podía ver sus labios; pero sabía que era una sonrisa tan ingenua como la mirada de los ojos. A pesar que el clima era caluroso, parecía en extremo abrigado, con un cortavientos acolchado, de color oscuro, muy grande para su tamaño breve, que no superaba demasiado su altura sentada. Remataba la figura, que aparentaba colgar del gorro, unos pantalones de lanilla bastos de color gris oscuro y unos bototos macizos y enormes. Caminó directo hacia ellos, pero sin nunca mirarlos, hasta que estuvo de pie junto a su mesa entre ambos. Tereshita vio que traía bajo el brazo, muy apretado contra el cuerpo, como si temiera que pudieran escapárseles, tres o cuatro fajitos de papeles, que además protegía con la otra mano, como si fuera necesario mantenerlos al abrigo de las inclemencias del frío. Entonces se escucho, apenas, un gañido:
- Hay cuentos... para señoritas - y giró brevemente, aunque sin mirarla, hacia ella - ... para caballeros - y giró hacia el albañil -, para amores, para desengaños, para configurar la felicidad, para prevenir el olvido... cuentos. Los tenemos a trescientos los cuentos... lleve cuentos... y si prefiere: En oferta a tres por mil hay cuentos... - había sacado los fajos de papeles de debajo del brazo y los ofrecía entre ambas manos que Tereshita juzgó enormes. Le preguntó:
- ¿Usted es Yac, el de los cuentos? - el hombre detuvo el gañido de su pregón y la miró con atención. Gañó:
- Mmmmñññ... Güi... Yac... Yac Legromand, señorita. Le traigo cuentos: De París, de Madrid, de Roma, de Atenas, de Constantinopla, de Babilonia, Samarkanda, Alejandría, cuentos de bibliotecas infinitas, ínfimas bibliotecas, privadas, públicas, de un solo libro, de civilizaciones perdidas, de libros de la antigua Grecia, de la Troya arruinada, del Cártago desconocido, bibliotecas simétricas, hexagonales, geométricas, azarosas, con o sin espejos, silenciosas, rumorosas, de todos los libros, incluso los perdidos; cuentos de guerra, de conquista, de revoluciones, de caudillos, de reivindicaciones, de represiones... cuentos para usted - y la quedó mirando, pero como si ella estuviera mucho más allá, quizás en el horizonte más lejano; y parecía sonreír.
- Leí su cuento sobre París... Dice que París es un mito...
- ¡Ahh! ¡París! Amo París, la ciudad más bella, con sus paseos, sus parques, gggñññ... su eter... ete... eterna bohemia, los escritores creando en los cafés, en las buhardillas, en las embajadas, gnn... g g ñññ... bajo los árboles en pequeñas libretas que luego lanzan al Sena, en los banquitos de las plazas, en los retretes de los teatros de vodevil, en los de ópera, en los dormitorios de enamorados y especialmente las celdas de las cárceles y manicomios... ¡Moi... Yo nací en París! ¿Sabe? P... Pe... Pee... pero me vine siguiendo un amor, una pasión enorme... - se quedó pensativo. Sus ojos reflejaban tristeza. -  Ella hacía haute couture, trajes de novias, vestidos de fiesta, gñgññ... de noche, de cocktail, gggñ... de... paseos campestres ¿sí? ¿puede ser?, en fin, toda la sociedad de Avignon y luego de París, también de Lyon y Reims, de provincias y ciudades pequeñas, ñññ todas las mujeres vestían los modelos de Camille y si eran pobres: De las que copiaban a Camille. Entonces ella prefirió ir a París y representar a los escritores y poetas. ¿Sabe que empezó consiguiendo que Gallimard editara a su amante del que había huido a Francia? U... Un... Un buen día decidí ir a verla y entregarle mis cuentos para que me representara. "Son pésimos" me dijo, "pero ten paciencia. A Proust lo rechazaron sobre setenta veces antes editarlo y a Joyce sus Dublineses le costó cuatro años de discusión con su editor". Entonces nos hicimos amantes. Vivimos años de lujuria, en hoteles de gran categoría, en pensiones de segunda donde vivían escritores de tercera, en el metro, en los campos Elíseos, en el café de la esquina de la Avenue d'Arbre Sec al anochecer, en las madrugadas bajo la torre Eiffel, a mediodía en el Quai de l'Horlogerie, al amanecer en la puerta de la Conciergerie por donde sacaron a la reina de los franceses para llevarla al cadalso y en cada tienda de antigüedades que visitó Juan Emar mientras vivió ahí. Pero... n... ñññg... gggñ... nada es para siem... siempre. Un día cualquiera al despertar dijo: "Honoré, ya esta bueno" (en esa época yo me llamaba con mi nombre verdadero: Honoré de Beau Sac). "Búscate otra amante porque yo vuelvo a vengarme del que tuve allá" y pa... partió ñññgg, antes que yo pudiera terminar el desayuno. Le grité, mientras escapaba: "¡P... Pre... Preferiría no hacerlo jamás!" y me vine tras ella.



Kepa Uriberri







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