domingo, 8 de enero de 2012

La Peste y Ensayo sobre la ceguera


La Peste y Ensayo sobre la ceguera




"¿Para qué lees tú?" me dijo, casi más como un emplazamiento que como una consulta. "Mira como tienes un montón de libros ahí encima, como si los leyeras todos, pero vas picoteando uno y otro y otro. Después vas a las estanterías y sacas otro más del mismo autor y suma y sigue". Miré la mesita y sin sorpresa, ya estaba acostumbrado, se había vuelto a llenar de libros abiertos boca abajo, o marcados con un clip o un palito, con una servilleta doblada, o con las bases del próximo premio Max Aub, con una regla, o un marcador de regalo de alguna librería. También estaba ahí encima mi pequeño pececito portátil, con una versión en PDF de Rayuela de Cortázar, que a la vez había leído, en ese momento en papel. Detrás, tenía un archivo abierto, donde iba desarrollando este comentario, que no tenía nada que ver con Cortázar ni con Sándor Márai que en ese momento tenía en las manos. Era El último encuentro. Cómo penetra Sándor, lento, persistente, sin descanso, como si fuera un médico con un bisturí, en una herida de cuarenta años hasta llegar al centro mismo de la infección. Escarbo en sus letras varias veces leídas, a saltos, reviviendo la trama, el contenido, las pasiones, amores y venganzas, engaños y despechos, hasta que revivo toda la cita del general y Konrad, todos los recuerdos pulverizados de Krisztina y al final me planteo una pregunta, no sobre las que el general hace a Konrad y éste no contesta, ni sobre el último encuentro de Márai, sino sobre la inmensa distancia que hay entre éste y Cortázar, a quien leí su Rayuela, sin comprender para qué la escribe, ni para qué la he leído. Hace nada, leí el Ulises de Joyce. Quien haya leído mis comentarios habrá visto que con el transcurrir de las páginas, sin voluntad de hacerlo, se me abrió algún sentido para ese día larguísimo de junio; pero Cortázar no es Joyce ni aunque la mitad de su obra no hable sobre nada preciso. Vagamente escribe sobre Morelli, atropellado mientras Oliveira pasea de manera inútil, bajo la lluvia persistente de París a una pésima pianista. ¿Morelli es Cortázar? Al fin sólo rescato una sincronía extraña: Hay un editor de libros de vanguardia que vive en la Rue de l'Arbre Sec. Quizás sea que editó al viejo Yac, el viejo de los cuentos, que en su Club de París menciona esta callecita cercana a la Gu de Begtán Puagué. El viejo Yac sólo vive en un relato del albañil, creador de lo que hoy escribo. En fin, todo esto es la digresión a que me ha llevado una interrupción admonitoria de mi trabajo y el contraste de estilos entre escritores como Joyce o Cortázar con otros como Márai, Faulkner y Camus. Este último es mi motivo verdadero. El otro es el contraste, pero no tan severo como el mencionado, sino justo el inverso: El contraste que bordea y analiza el plagio o al menos la copia.
¿Qué sucede si, de pronto, de manera impensada, la sociedad se ve enfrentada a una situación que la encierra y la limita, que la ataca de modo artero, de manera que nadie sabe, con claridad, como enfrentar la amenaza? Hago esta pregunta, quizás de modo lúdico, en una sobremesa, a pesar que me motiva una cuestión seria, un análisis comparativo que me facilite un juicio contrastado de dos especulaciones. No es necesario el relato de las respuestas. Estoy seguro que coinciden con las que cualquiera obtendría y daría, según el caso. Si las resumo, se centrarían en una expresión grosera, cuyo significado es: "Caos".
Hago la siguiente pregunta, útil para mi, que motiva lo que continúa de este comentario. ¿Conocen alguna novela que trate de este tema? Es triste constatar que la mayoría lee poco o nada, pero de todos modos, algunos pocos mencionan alguna. Unos, los más, recuerdan a José Saramago y su Ensayo sobre la ceguera. Tengo la tentación de decir "sin embargo los mejores recuerdan La Peste de Albert Camus", pero prefiero ser más prudente y afirmar: Unos pocos recordaron La Peste. La gran diferencia entre cualquiera de estas dos obras con El Ulises o con Rayuela, es que estas escarban, quizás si lo hagan, en los mecanismos internos del ser humano. Los imagino abriendo al hombre, despiezándolo para ver cómo es su mecanismo interior; por qué vive lo que vive y cómo lo vive: Debido a qué. Márai, en cambio, también Faulkner quieren desmenuzar las pasiones, los sentimientos: Cómo son, por qué existen y para qué. Albert Camus por su lado, desarrolla una historia. No abre al hombre o a la sociedad para escarbar sus piezas. Los mira desde alguna distancia, a veces desde dentro, pero no como quien sacó ciertos tornillos, violó algún remache y se metió dentro, sino como alguien que estando dentro es un testigo. Camus es testimonial, mientras los otros son inquisitivos, de distintas formas pero su curiosidad es de la misma traza.
La peste de Camus, si bien es ficción, es un testimonio sobre la crisis y las reacciones de sus protagonistas. A sabiendas que no es real, puede ser una referencia para un suceso real, en el que se requiere diagnóstico y pronóstico. En este sentido, el autor es siempre, no sólo en esta obra, sino también, por ejemplo, en El extranjero, un analista certero. En esta última mencionada va mostrando descarnadamente el significado del nihilismo y marca al lector para siempre con la imagen de Meursault, que es llevado por sus avatares sin lucha, sin oposición: Nada le interesa. Es quizás el reverso de la medalla de Bernard Rieux, el doctor de La peste, o de cualquiera de sus personajes; incluso Cottard, que es un egoísta reconcentrado, pero activo aun cuando sólo lucha por sus intereses personales. Así La peste, también El extranjero, de Camus pueden ser paradigmas de una idea central que emerge de la obra.
Hace ya mucho, comenté El ensayo sobre la ceguera de Saramago. No había leído La peste en aquel entonces. Me pareció una novela pobre, escrita con un estilo forzado y un contenido lleno de lugares comunes. Otra sincronía inexplicable la hace coincidir, buscando El extranjero, a su lado, quizás para forzar la comparación. Ambas lecturas pasan a acompañar el comentario sobre La peste y motivan las pregunta que planteo al comienzo. ¿Será la novela de Saramago más nítida que la de Camus? ¿Sólo será más actual? y digo más actual en términos estrictamente cronológicos.
Decido leer por tramos una y otra, a fin de comparar sus contenidos y combatir sospechas. Una rata, o un par, muertas en una escalera, y un hombre que queda inexplicablemente ciego inician en uno y otro caso la misma historia, contada por voces diferentes. El desarrollo de ambas novelas es en lo general, en la historia, idéntico. Es como si José, después de leer atentamente a Albert, hubiera querido hacer suya la frase de Daniel de Foe que Camus escoge como epígrafe: «Tan  razonable  como  representar una prisión de  cierto género por otra diferente es representar algo qué existe realmente por algo que no existe». Entonces decide escribir su propia novela, protegido por el amparo razonable de Daniel. Al repasar, sin embargo, en paralelo, ambas novelas, vuelvo a percibir la inutilidad del relato de Saramago, que me resulta como esas películas de tardes de cine rotativo: Todas iguales, hay policías, hay ladrones, hay un héroe que triunfa y a veces una moraleja repetida. Más allá de los discursos de uno y otro, de sus estilos y formas, se descubre en las diferencias, el valor de ciertos recursos que Camus maneja con maestría y que deben ser recogidos por quienes disfrutan la buena lectura y más aún por quienes quieren, a su vez, sacar lección para escribir. Entre ellos es interesante la digresión. Saramago no la usa, quizás no la conoce. En Camus quisiera destacar al viejecito que escupe a los gatos. Parece ser una escena superpuesta, útil para llenar la escenografía; sin embargo está tan bien integrada que el viejecito se constituye en un personaje de la novela, que la va cruzando con su presencia, a través de otro, que lo observa y sigue. El viejo de los gatos, sin que el lector lo perciba con claridad, se adhiere al sentimiento de éste, tanto que hacia el final, vencida la peste, el viejo no vuelve a abrir su ventana para engañar a los gatos con papel picado, para escupirlos. Entonces, el pesar de su ausencia nos hace notar que era entrañable y esta característica le otorga realidad y vida verdadera no sólo al personaje, sino al relato todo, a la novela completa. En Saramago no hay nada parecido. Nada profundiza el drama ni lo hace veraz. Quizás si en aquel tiempo, cuando comenté El ensayo sobre la ceguera hubiera leído La Peste de Camus, habría añadido a la crítica que era una mala copia de esta.








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