jueves, 5 de enero de 2012

Desafíos



“Veía, en lo hondo de su pensamiento, al felino potente corriendo a su saga, a punto de saltar y atraparla antes que se pudiera poner a salvo. Se vio a sí misma como la gacela que escucha cada crujir de cada palito, de cada hoja seca de la selva, que le avisa el peligro.”




 Desafíos
  Kepa Uriberri



En la estación San Francisco a veces, dependiendo de la hora en que llegara, Kaya encontró al flaquito que tocaba muy tieso el acordeón, a la negra que sin saber por qué, creía que era haitiana, aunque todos los parroquianos del lugar aseguraban que era de La Martinica y que hacía unas joyas de artesanía hermosas con trocitos muy pequeños y pulidos de botellas de vidrio, que iba quebrando con un alicate pequeñito, a la pareja que tocaba a dúo una trompa y un oboe, piezas cojas de jazz, al ciego que acompañaba con su violín a la joven que cantaba el brindis de Violetta en la Traviata, sin un Alfredo y, que desafinaba en "È il gaudio dell’amore è un fior che nasce e muore, nè più si può goder". Siempre estaba el cojo que vendía caramelos de mentol fuerte y pateaba una piedrita con la muleta para no aburrirse. Kaya se preguntaba si al terminar su venta recogería la piedra y se la llevaría para usarla al día  siguiente, porque siempre se distraía en lo mismo. Si era muy temprano encontraba a las gemelas que vendían sándwiches de palta y pollo o palta y jamón, que cada una voceaba de manera alternada: La de calcetas rosadas el de jamón y la de calcetas amarillas el de pollo. Nunca las vio cambiar de voz, aunque quizás lo hacían siempre, día por medio, pero también se cambiaban el color de las calcetas, porque ellas eran idénticas. Nunca faltaba el gordo inmenso, que le costaba ofrecer sus anteojos ópticos chinos, con voz acezatne: "Para descansar la vista... para leer..." decía y Kaya pensaba que su enorme gordura no lo dejaba descansar a él mismo; siempre a su lado estaba la mujer morena, obesa, aunque no tanto como él, que podría ser su madre y vendía unas bolitas de manjar blanco con avena, recubiertas de coco rallado: Tres en una bolsita. Alguna vez Kaya le compró, pero al tomar una para llevársela a la boca la notó sebosa y en su imaginación vio a la mujer, desnuda, amasando las bolitas sobre su vientre, en las axilas, en las nalgas, en los pechos o en los muslos, mientras cantaba canciones tropicales y de rap. Había un viejo, ciego, vestido muy raído, alrededor del cual correteaba un niño, que había de ser su lazarillo, con los mocos colgando que jugaba con un perrito sucio y ordinario que el ciego llevaba atado a una muñeca con una tira de trapo que alguna vez fue de colores vivos, quizás parte de un vestido de mujer, y ahora desteñido y opaco. A ratos el perrito dejaba de saltar con el niño y ladraba al flaquito del acordeón o intentaba cazar la piedra del cojo de los caramelos. Cuando el del acordeón terminaba su canción, entonces, tocaba un acorde de sol en fortísimo y el perrito aterrado corría a refugiarse entre las piernas del ciego. El cojo, por su parte, a veces jugaba a darle a la piedra de modo que llegara a unos pocos centímetros del alcance del perro, que corría como un loco a alcanzarla, pero al llegar al límite del trapo que lo ataba, quedaba en la mitad de un salto y rebotaba hacia atrás, provocando el regocijo del otro. Cerca de la escala que bajaba al área de servicio había unas bancas de cemento y baldosa, donde Kaya se sentaba a esperar por si veía aparecer al vejete que vendía cuentos. Cada vez que veía pasar a un viejo chico pensaba que podía ser el escritor de cuentos, pero pasaron muchos días sin que, a ninguna hora, apareciera nadie así. Cerca de su lugar de observación una mujercita muy desarrapada y casi insustancial, vendía gomitas de eucaliptus a ciento cincuenta, o dos por trescientos. Mantenía los pequeños paquetes de gomitas abrazados sobre su vientre y acomodados contra los senos, de manera que ahí le cabía una gran cantidad y decía con una voz difícil de entender "Uno ciento cincuenta dos por chrescientos lleve uno doh o chreh..." sólo al final del canto hacía una variación de la entonación para dar la sensación que gritaba. Al fin Kaya se acercó a esta mujercita y le preguntó por el cuentista.
- ¿De parte de quién? - le dijo la vendedora, como si contestara un teléfono.
- Mía... - dijo Kaya desconcertada.
- ¿Y quién es Mía?
- Yo... yo misma... Soy Kaya - y como la otra la quedara mirando, siempre interrogadora, agregó: - soy bailarina, pero leí un cuento de él, sobre París, y quería conocerlo.
- ¿Parííís? - respondió dudosa - ¿Y qué es París? ¿Dónde queda París? ¡París no existe! - confirmó finalmente, aunque llena de dudas, como si confirmara un hecho que sabía que podía ser contradicho por su interlocutora.
- ¿Usted lo leyó? - preguntó Kaya sorprendida.
- ¿A quién?
- París... El club de París... El cuento del viejito.
- ¿Cuál?
- El que vende sus cuentos aquí...
- Nooo... Aquí naiden vende cuentos.
- ¿Y por qué me preguntó de parte de quién, entonces?
- Creí que hablaba del otro caballero...
- ¿Cuál caballero?
- El joven buenmozo que me compra en cuotas.
- ¿Y cuál es ese?
- El que me da doscientos al contado y dos cuotas de cincuenta...
- ¿Le queda debiendo plata por las gomitas?
- ¡Ah! No. Él dice, no más. Pero me da doh monedah de cincuenta que saca del otro bolsillo; por éso. Ademáh él me gusta a mí, porque siempre sonríe y tiene dientes bonitos, así, aunque un poquito amarillos...
- Pero... ¿Escribe cuentos?
- Escribe... ¡Pero no los vende na! También escribió de mí - se ríe -. Con él andaba un viejito una veh. Uno así con una barbita blanca y hartas cejas que se le veía los ojitos así chiquititos. El viejito estuvo harto rato mirando a la pared allá - señaló alzando la barbilla- y de repente no lo vi máh, como si se hubiera fumao.
- ¿Pero viene siempre?
- No. Esa veh no máh.
En el café de la estación de la Plaza de los Constituyentes el albañil garrapateaba en su cuaderno Navegante, con un café y un chacarero a medio comer a un lado. Tereshita se asomó a la puerta del café y lo quedó mirando. Venía decidida, segura, dispuesta a enfrentarlo y preguntarle por el autor del Club de París, un viejito que tal vez se llamara Borelli o Barolli. Al ver al albañil ahí, con la frente apoyada sobre la mano izquierda, mientras el lápiz de plástico transparente se agitaba sobre el cuaderno, en su mente apareció la imagen de un enorme felino, de melena amarilla desordenada, royendo una presa entre la maleza seca. La tapa azul se movía entre los dientes del felino, como si fuera un huesecillo del animal al que roía con fruición; el sujetador torcido y muy mordido daba cuentas del apetito ansioso del animal. Esta imagen la detuvo y la atemorizó. Se preguntó si valía la pena. Se dijo que no había razón para confiar en los dichos de una vendedora ambulante de caluguitas de eucaliptus. La imagen felina, además, daba cuenta de la capacidad de embrujo envolvente que poseía el albañil. Pensó que si lo intentaba era seguro que terminarían hablando del viejo Rrrrabanito, de su relación con él, de los escritos que determinaban la verdad y finalmente, ella sentiría que de algún modo casi secreto, el felino estaría al acecho para esperar el momento propicio de abalanzarse sobre ella y conquistar sus derechos de sangre y propiedad. Entonces sintió algo parecido al pavor y cuidadosamente, para no ser notada por el cazador, giro y salió del café con una rara sensación de persecución: Veía, en lo hondo de su pensamiento, al felino potente corriendo a su saga, a punto de saltar y atraparla antes que se pudiera poner a salvo. Se vio a sí misma como la gacela que escucha cada crujir de cada palito, de cada hoja seca de la selva, que le avisa el peligro. Escapaba entre las malezas secas de la sabana mientras a sus espaldas se oía el silbar del roce del veloz enemigo con la vegetación y el golpe rítmico y acojinado de sus patas en cada impulso, hasta que al fin llegó a la esquina de la galería que conecta con la bajada a los andenes del ferrocarril y la imagen de su paranoia se esfumó. Sabía que era una sensación irracional y absurda, pero una vez instalada se percibía tan real que no podía evitar el pavor. Sentada en una de las bancas de fierro y madera del centro de la galería recuperó el ánimo, la tranquilidad y el uso del pensamiento. "¿Y por qué voy a tenerle miedo?" se dijo. "¿Y si no lo dejo hablar de sus profecías? ¿Si sólo le pregunto por el viejito de los cuentos? ¿Si no respondo nada más? ¿Por qué no? A fin de cuentas él es un obrero y yo una artista: ¡Soy más que él!". Se le apareció entonces en su pensamiento, con esa risa de aspecto sardónico, sentado en la mesa del café. Era extraño que en aquella imagen, en la que en todo era el albañil de siempre, ella lo veía ahora, desde un plano más alto. Estaba sentado en la misma mesa en que recién lo había visto, a un lado estaba el café a medio consumir con ese aspecto de abandono que da la sensación de frío y el chacarero medio mordido, del cual asoman y caen verduras e hilachas de carnes de aspecto mustio, a la vez que el pan de miga se ve aplastado y húmedo de mayonesa y jugos de las verduras y otros. Hay migas esparcidas alrededor y el cuaderno con sus patas de gallo está frente a él, que mueve el lápiz tan mordido haciéndolo vibrar; pero él mismo, sentado frente a esta escena, sin ser más pequeño, se ve hundido ante la mesa, como si el asiento de la silla fuera muy bajo o la cubierta de aquella, muy alta, de manera que la superficie estaba al nivel de lo más alto del pecho, de modo que parecía ser un niño, un alumno pequeño frente a su pupitre escolar, con los brazos sobre la mesa desde las mismas axilas. Tereshita lo consideró despreciable e inofensivo: "¿Por qué tendría que asustarme?" pensó. Se argumentó que a fin de cuentas ella como bailarina tenía cierta importancia, mientras el albañil era sólo aficionado a las letras, y sus escritos, por lo demás, eran sueños locos, mesiánicos, construidos con una habilidad que a veces la confundía, pero nada más. "¿Por qué tendría que temerle, entonces?". De este modo se fue dando ánimos, hasta que envalentonada, siempre con la imagen del albañil en una mesa que le quedaba grande, mientras ella lo veía desde lo alto, se puso de pie y volvió a paso firme al café, como volvería el búfalo salvaje, por las suyas, ante el felino que duerme entre la hierba, a espantarlo a cornadas.
Al entrar al café y verlo sentado ahí, de su porte verdadero, con el ceño arrugado que denotaba la concentración en su actividad, sintió vértigo en el estómago, pero la decisión estaba tomada: Ya no era cuestión de averiguar quién era el viejito de los cuentos, sino un desafío entre ella y el albañil, para vencerlo de una vez por todas en su propia batalla dialéctica. La información que buscaba sería apenas parte del botín del triunfo. Caminó recto y decidida, hacia su mesa y se sentó frente a él, que no la vio ni le prestó atención hasta una cierta fracción de segundo después que ella se había acomodado. Dijo:
- ¿Lidiando con el caos de la caligrafía? - Se le ocurrió esta frase como esas ideas maravillosas que se creen intuitivas, pero no lo son. Nacen, al menos en este caso, de un sentir reflexivo y de observación profundo, tan profundo como todas las imágenes que comienzan a formar el pensamiento, son como el agua madre que al verla se le piensa obvia, pero que nunca es fruto de la reflexión consciente, sino de un juicio primario. Tal vez por eso al pronunciarla, al ver su efecto, Tereshita sintió una alegría que rayaba en el triunfo: Había sido capaz de iniciar la conversación dando el primer golpe. En su pensamiento repitió la imagen de las páginas del cuaderno Navegante de papel cuadriculado, cubierto de aquella rara caligrafía dispareja que ella racionalizaba como patas de pajarito. Mostró entonces una sonrisa exultante y abierta, sin defensas, dominante.
- Escribía sobre ti - esbozó apenas una sonrisa condescendiente.
Tereshita tuvo el impulso de preguntar: "¿Por qué sobre mi?" a la vez que la imagen interior del albañil, sentado a una mesa enorme en la que alcanzaba con dificultad a asomar sobre la cubierta y posar los brazos desde las axilas, se trocó por la de un ser enorme, sentado a una mesa enorme, en la que ella disminuía como Alicia ante la Reina de Corazones. Dijo:
- ¿Existe París? - Con sólo decir esta frase, en un tono que no fue de pregunta, sino de desafío, sintió que volvía a crecer hasta su verdadero tamaño; pero ahora el albañil también era de su porte verdadero. En su interior sintió más que placer, una cierta satisfacción de sentirse de igual a igual. En sus imágenes internas vislumbró desde un ángulo bajo, como la vista de un niño, dos figuras hieráticas, de piedra; un hombre y una mujer, sentados a una mesa contra un horizonte infinito lejano, que trazaba una perspectiva leonardina desde un azul puro y saturado, hasta un blanco muy pálido en la línea de fuga. En ese cielo había, de tanto en tanto, pájaros que surcaban, en absoluta quietud, el cielo eterno.
- ¡Hahaha...! - rio sin alegría, quizás con ironía, como si hubiera, al fin, recibido la pregunta esperada -. Estuviste leyendo los cuentos del viejo Yac.
Ella pensó que no debía sonrojarse con esta aseveración que la anticipaba y evidenciaba la lucidez del otro. Volvió a preguntar:
- ¿Existe París? - y ahora la pregunta no dejaba dudas de que conllevaba un desafío ineludible.
- El París del que el viejo Yac habla en ese cuento es un arquetipo, no se refiere a la ciudad de París -. Extrañamente su sonrisa de dientes manchados era ahora suave, amistosa. No había en su expresión ni un sólo gramo de confrontación o de superioridad.
- ¿Cómo sabes a qué París me refiero? - y en su expresión sí había desafío. No sólo lo había, sino que Tereshita se sentía intensamente satisfecha de éste, como si la figura de piedra de la mujer, en su imagen interior creciera por sobre la otra. - ¿Cómo podrías saber que me refiero a algún cuento? - y pensó que tal vez debió decir "a ningún cuento" a pesar de la incorrección, porque reflejaba mejor su desafío.
- ¿Quieres leerlo? - dijo el albañil acreciendo su sonrisa hasta aquel tamaño que figuraba su dominio sobre los demás, a la vez que posó su mano gruesa y curtida sobre el cuaderno Navegante, que desplazó un tramo preciso para hacerse amenazante.
- Cuando menos no quisiera, en modo alguno... - el blanco pálido del horizonte se extendió, subiendo por el cielo que perdió su azul progresivo.
- ¡Léelo! - desafió el albañil.
- No tendría ningún motivo para hacerlo - aseguró, mientras en su imagen interna los pájaros que surcaban el cielo se inquietaron en su vuelo como si de repente un disparo hubiera atronado en el silencio de su trayecto calmo. Todo el cielo se llenó de bruma lechosa.
- ¿Acaso temes hacerlo? - y sin borrar su sonrisa de fiera entrecerró los ojos como si a la vez estuviera lleno de ternura.
- No quiero hacerlo - aseguró Tereshita y su sonrisa también se volvió desafiante, aunque en su interior la figura de la mujer había agachado la cabeza y en el cielo ya gris y amenazante, los pajarotes graznaban alterados -. ¿Dónde encuentro al viejo Yac?  - dijo después de una pausa breve.
- ¿Quién sabe? Nadie sabe donde vive ni donde va a aparecer la próxima vez, aunque es como ese engranaje pequeño y necesario para la sincronía total de la máquina. Cuando ya sabes de él, se hace imprescindible para siempre.
- ¿Acaso tú también crees que sólo existe lo que tú creas?
El albañil levantó las manos más arriba que su cabeza, abriendo los brazos, y miró a lo alto, hacia algún lugar impreciso. Dijo:
- «¡Tú gran astro! ¡Qué sería  de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!» -. Después la miró, profundo a los ojos, y le dijo: - ¿Cómo puedes saber que el sol no brilla sólo para ti? ¿Cómo puedes estar segura que yo mismo no existo sino sólo para ti? ¿Cómo puedes demostrar que algo es por sí mismo y no como una extensión de ti? ¿Acaso todo no se mueve sino según tu voluntad?
Tereshita pensó que todo eso era absurdo, sin embargo era innegable, no por verdadero, sino por falta de argumentos filosóficos sólidos. Entonces los pájaros volvieron a su vuelo tranquilo y el cielo se despejó otra vez. No obstante la mujer ahora era ella misma, el hombre sentado frente a ella no era el albañil sino Nijinski caracterizado como el fauno del ballet. Su mirada aviesa y su sonrisa cínica eran, de todos modos, las del albañil y eso la alegró. Por un momento muy breve pensó que amaba esa imagen, pero lo rechazó de inmediato, con temor, pues significaría que amaba al albañil y eso la escandalizó, a pesar de cierta felicidad morbosa que no quería reconocer.
- ... amor es una cuestión de voluntad -, oyó que decía el albañil, y se percató que sus reflexiones interiores la habían privado de parte del razonamiento de este. Preguntó:
- ¿A qué te refieres?
- Es lo mismo - sonrió -, si existe, para cada uno, un solo sujeto: Yo; y todo lo demás son objetos, entonces todo lo que yo asigno a los objetos es mi voluntad. Así, por ejemplo, cuando dices que soy odioso, que miento y engaño, pero te sorprendes de lo que digo y escribo, es tu decisión porque haces de este objeto - se señaló a sí mismo - odioso, mentiroso, engañador, en vez de amable, cierto y veraz. Un objeto no ama. Yo, como sujeto, decido que me ama. Así, y por eso, muy lentamente, lo que escribo se convierte en verdad: Tú lo vas convirtiendo en verdad. Tú lo construyes. ¿Has pensado que yo soy sólo tu capricho?
Tereshita entrecerró los ojos, como si le costara entender el raciocinio. Se veía a sí misma como una figura ínfima, frente a una montaña, en cuya cúspide el albañil era un leñador enorme, que con un hacha pequeñita astillaba un grueso y alto árbol, que se estremecía como una varita con cada golpe que lo iba dañando. Con cada golpe, con cada estremecimiento, volaban, de entre las ramazones, bandadas de pájaros que intentaban elevar el vuelo a lo alto, pero que sin embargo caían hacia donde ella estaba, como si el aire sobre las aves fuera tan espeso que no pudieran surcarlo y su inútil aleteo sólo les permitiera caer lentamente hacia donde ella se encontraba. Ella cazaba algunos y los lanzaba otra vez al aire, esforzándose por lograr que se elevaran. Unos pocos lo hacían y volvían a refugiarse entre las ramas del árbol, entonces ella parecía crecer, aún cuando siempre era del mismo tamaño. Finalmente creyó comprender la idea del albañil. Dijo, entonces:
- Si así fuera, tu serías mi objeto mientras yo soy la sujeto, pero yo sería, para ti, como sujeto, un objeto. Cada uno, tú, yo, el hombre que sirve en el mesón, el viejito de los cuentos, todos seríamos sujeto y tendríamos propiedad sobre un universo de objetos, cada uno de los que a su vez serían sujetos propietarios de su universo propio. Quizás yo soy ese gran astro que te ilumina o quizás si no fuera por aquel astro, Zaratustra, su burro, su pájara y su culebra no tendrían a quién reprochar. Y entonces: ¿Qué sería de ellos?.
- Así es - y la sonrisa de dientes manchados había desaparecido de su rostro, reemplazada por un gesto incómodo. Tereshita se vio entonces en la cima de la montaña golpeando el enorme árbol con su hacha. Allá abajo en la profunda sima estaba el albañil. Ella dio un último golpe y gritó "¡Árbol abajo!". Sintió una honda satisfacción y miró al otro con orgullo: Era sólo un hombre; y aunque no lo estaba, lo vio desnudo y precario. - Cada uno de nosotros tiene la punta de una cadena de plata - continuó el albañil -, la otra punta, de todas las cadenas de todos los sujetos, están unidas en un eslabón común, al centro de todo. Todos tiran para vencer la fuerza de los otros. A veces aprovechamos la fuerza de nuestro vecino, a veces somos aprovechados. A veces atraemos el centro hacia nosotros, otras veces nos vencen y siempre la fuerza o la debilidad de nuestra acción sólo depende de nuestra fe. A veces el centro está quieto y todas las fuerzas equilibradas; otras corre veloz en algún sentido, en busca de un nuevo equilibrio. Ese es el acuerdo social: Ahí está la realidad a la que llaman la única verdad objetiva. Es ese punto donde nadie es sujeto, donde todos somos objetos, pero conformamos un solo gran sujeto universal.
- Eso es ridículo... ¿Un sujeto colectivo? ¡No lo creo! - Se vio, intentando imaginarlo, como una célula de una rodilla de un enorme gigante.
- Y sin embargo es así. Más - dijo -: Nosotros mismos somos sujetos colectivos, por eso puedes reírte a pesar de estar enferma en un pie, por ejemplo. Nuestra conciencia es aquel nudo central de nuestras propias cadenas de plata. Muchas de esas cadenas que convergen en tu conciencia, me aman. Otras, algunas pocas, me odian o me resisten. Lentamente todas llegarán a amarme. Por ahora, tal vez, tu cabeza me ama y tu corazón me rechaza.
- Jajaja - rio sin risa -; ninguna de ellas, tenlo por seguro... ¿O acaso así lo estás escribiendo?
- Poco a poco - y su sonrisa, ahora, pretendía ser seductora -. Ya hay veces que crees que puedes amarme. ¿No es así?
- ¡Jamás! - En su interior otra vez apareció como si fuera Nijinsky, caracterizado como el fauno. Se repitió, con cierta ira, a sí misma: "¡No! ¡Nunca, jamás!", mientras los pajarotes revoloteaban alborotando. Sabía que ellos decían en sus graznidos: "¡Muchas veces!... ¡Muchas!... Por eso lo odias". Por un instante volvió a aparecer la figura del enorme felino, que ahora jugaba a placer con su presa, viva, entre sus garras. Por momentos la dejaba escapar, pero apenas esta lo intentaba, el felino la volvía a atrapar.
- ¿Quisieras leer cómo el viejo se va con la Carmen? - oyó que decía.
- El amor no se maneja así, por escrito. Es absurdo.
- Si fuera absurdo, entonces: ¿Por qué vienes a preguntarme por el viejo Yac y sus cuentos de París?
- Eso no tiene que ver...
El albañil puso la mano sobre el cuaderno y lo empujó hacia ella, nuevamente. Dijo:
- ¿No? ¿Crees que no?...
- Prefiero no leer tus patas de pajarito.
- Porque sabes que puedo arreglarlo. Me bastaría un párrafo.
- Pretendes negar mi libertad. Es tonto que lo hagas.
- No lo eres: No eres libre. No puedes serlo. La libertad es una ilusión que nace de la ignorancia sobre el futuro: A eso le llamamos libertad.
- No te comprendo. El futuro no ha sucedido, de manera que yo lo voy construyendo libremente: ¡Soy libre!
- No eres libre; no existe tal cosa. Si fueras libre serías superior a tu creador que te creó completa, incluida tu historia. No eres sólo tu cuerpo, ni la voluntad que parece moverlo, también eres tus anhelos, los actos que nacen de ellos, lo que sientes hoy y lo que desearás mañana. Todo eso ha sido creado por alguien; si tú pudieras enmendar a tu creador, entonces la creadora serías tú y él sería tu creación. ¿Te das cuenta que no puede ser?
- Son sofismas... De ese modo se demuestra cualquier cosa.
- Hasta que el nudo de la cadena de plata se detenga. Entonces dirás, sorprendida: ¿Cómo supo?
- Y si sabes, entonces: ¿Dónde está el viejito Yac; el de los cuentos?
- ¡Qué tienes con ese viejo mentiroso! ¿Por qué sólo te buscas gente vieja? Nosotros somos jóvenes, estamos construyendo. Deja a los viejos llorar solos sus nostalgias. Deja a Yac, a Rrrrabanito y a la Carmen vivir sus propios cuentos.
- Tal vez no depende de mí, sino del libretista del gran ballet universal - sonrió con desdén.
- Él dice que ya no busques más a tu padre.
- Tal vez no depende de mí.
- ¿Sabes dónde está tu padre?
- Tal vez - sintió que quería escapar de la imagen que le ponía al frente el albañil. Se dio cuenta que en vez de decir "No lo sé; no tengo idea", había respondido con un lugar común, ambiguo, elusivo. Se vio a sí misma escapando al pie de la montaña, en tanto el albañil, convertido en leñador, enorme, desde lo alto derribaba el enorme árbol que amenazaba caerle encima. Ella era pequeñísima, o el punto de vista de la escena era tan alto como el propio árbol que se precipitaba hacia ella, mientras el leñador le gritaba, burlón: "¡Áááárboooool abaaaajoooo....!". Recién ahora, al apreciar esta imagen interior, se percató que en toda la conversación nunca se había visto representada como bailarina, o en alguna escena de ballet. Ahora sólo corría; corría sin agilidad. No había jetés ni pirouettes, sólo era muy pequeña y corría, mientras al fondo, en el sentido de su carrera estaba su padre, aunque era incapaz de determinar su forma y sus facciones, pero estaba allá y en esa dirección estaba su salvación.
- ¿Y por que buscas al viejo Yac, entonces?
- Quiero leer sus cuentos. Me interesó.
- El está enfermo de la cabeza. Sólo escribe historias absurdas.
- Pero todo lo que está escrito, poco a poco, se convierte en la verdad - sonrió -. Tú lo dijiste: Recuerdas?
- Su verdad es que él escribe mentiras... Está enfermo de la cabeza. Todo lo que escribe llega a ser mentira.
- ¿Has estado en París?
- No.
- ¿Y cómo sabes que la historia del viejecito es mentira? Quizás París no existe.
- No voy a seguirte el juego, Tereshita.
- ¿Le temes? ¿Le temes al viejito de los cuentos? ¿Tal vez la verdad que escribe es más real que la tuya?
- No en esta historia que aquí se escribe - dijo.
- Sin embargo ahí no está toda nuestra historia: ¿Por qué, si lo que escribes se convierte en la verdad?
- Sí. Lo que aquí queda escrito llega a ser la verdad última en nuestra historia, sin embargo hay alguien superior a mí, que también escribe. El escribe la historia de nuestra historia y la suya es definitiva para nosotros.
- No te entiendo. ¿Quién es él? ¿Dónde está? ¿Es, acaso, el viejito de los cuentos?
- No. Él está más allá de nuestra historia. Es nuestro creador; yo escribo por su inspiración.
 - ¿Es decir que tu eres como una célula de la rodilla del gigante? ¿Tú escribes la historia de la rodilla?
 - Y él, el gigante, es una célula de la rodilla de otro gigante mayor y así sucesivamente hasta el infinito. Sólo si hubiera un último gigante universal, existiría la libertad real. De no ser así, es sólo un concepto, una ilusión, una utopía irrealizable.
Tereshita lo quedó mirando asombrada. En su interior se había formado la imagen de un túnel vertiginoso, enorme, al final del cual había un gigante inconmensurable. Comprendía el concepto, pero no llegaba a representarlo de un modo definitivo. Oía, desde el túnel, una voz que decía: "Él sí puede". El albañil sonrió, con esa sonrisa amplia, burlona, con los dientes manchados, sonrió con los ojos, sonrió en silencio, sonrió apropiándose del tiempo, hasta que Tereshita se sintió turbada bajo la mirada sonriente que la fascinaba como el felino fascina a su presa. Le pareció que había, tal vez, una continuidad entre la imagen de su conciencia profunda y la de este felino cazador. Entonces él dijo:
- ¿Sabías que en este momento Rrrrabanito está con la Carmen?



Kepa Uriberri








Editamos, publicamos y promovemos tu libro. 







No hay comentarios:

Publicar un comentario

Haga aquí su comentario.