jueves, 9 de febrero de 2012

La pájara cucu



“Aún sin conformarse del todo, en medio de ese fluido invasivo  que no le permitía pensar o imaginar y que llenaba su intelecto, comenzó a aparecer el concepto.”


La pájara cuco
Kepa Uriberri



Tereshita había escuchado con atención el relato gañido en voz bajita por Yac y había visto cada escena, cada situación en su imaginación: Los cafés que miraban al Sena, con sus sillas de gruesas rayas negras y blancas, los escritores hacinados en racimos, en húmedas buhardillas, hablando en diferentes idiomas en una Babel decadente pero maravillosa, o apoyados en un árbol seco, mirando la desolación de la gran llanura yerma, con la Torre Eiffel al fondo, intensamente iluminada, o Yac haciendo el amor a las puertas de la cárcel con una reina, arrebatada por un matón que la arrastraba al cadalso por una larga avenida de su mismo nombre, entre el griterío de la gente. Yac, no obstante, no era este Yac, este duende, este gnomo, sino aquel de levita y culottes franceses que había construido antes; aunque claramente era el mismo y todo esto quedaba escrito en una pequeña libretita que de pronto, un bohemio vestido con una camiseta un pañuelo rojo al cuello y una boina, arrojaba al Sena por encima de unos gordos que sentados a su orilla lanzaban el sedal de sus cañas de pescar, apretando los labios contra los dientes como si siempre estuvieran maldiciendo: "¡Merde d'un chien!", junto a una cesta con pan y dos buenas botellas de tinto de Burdeos.
― ¿Y entonces cómo es que te llamas Yac Legromand? ― El albañil se rió echando atrás la cabeza, mientras Yac pareció avergonzarse. Aquél dijo:
― Eso está escrito en las obras completas de Rubirosa ―. Si Yac no hubiera tenido tanto pelo en la rostro y tan poca figura en la cara, Tereshita habría percibido que se sonrojaba.
― Camille era una mujer brava, como si hubiera sido una ñññggg... hubier... eer... era sido una francesa legítima, pe... pero quizás era gitana. En aquel tiempo «cabalgué en potra de nácar, sin bridas y sin estribos», hasta que su antiguo amante murió. Ese día me dijo "Ya no Jacques. ¡Nunca podrás hacerme feliz como con él lo fui! Es inútil y tú eres un inútil". Yo protesté: "¡Me llamo Honoré!" dije, "Y bien que lo sabes". "Todos los franceses inútiles se llaman Jacques y tú eres un francés" me contestó, simplemente, y me echó a dormir a la pieza de servicio. A la misma pieza a la que había mandado a su amante con su querida, cuando llegamos de París y ella tomó posesión de la casa. Ggggñññ... De... Desde des... desde entonces me ll... llaaa... me llamo Yac, por Jacques, ¿tu sais? Entonces quise demostrar que no; que no era gññ... un gññññg... inútil y comencé a escribir estos cuentos ― golpeó con el dedo medio sus fajitos de papeles ―. Calculé que si vendía cada uno a trescientos y llegaba a vender mil al mes... ñññ... se... serían trescientos mil mensuales que ga... que gaaanaría y ya no sería... se... eeee... sería un inútil y Camille me llevaría a su cama de mujer gitana, otra vez.
Tereshita lo quedó mirando con infinita ternura, como se mira al niño que regala la más querida de sus piedras del jardín. Así lo vio en ese momento, como si ella y el albañil fueran dos seres enormes, sentados a la mesa del té con su niño pequeño, peludo, anciano y pequeño. En el interior de su imaginario íntimo lo tradujo como un duendecillo peludo y niño, de manera que sintió deseos de abrazarlo y acariciarlo como se acaricia a un niño. El duendecillo dejó escapar una risita, como si percibiera que revelar su intimidad fuera ridículo; no obstante, continuó:
― Cuando se las llevé a Camille; mis historias, me refiero; las miró con desdén y dijo "déjame ver les gromand de Yac" y las miró muy superficialmente. "Son pésimas" dijo y las tiró a un lado y riendo me dijo: "Yac Legromand". Ella no era capaz de pronunciar la ññññg... la gggñññ... la erre francesa y decía "egre", pero yo nunca le dije que era inútil. Así fue que me llamé desde entonces Yac Legromand ―. Después gañó algo más que nadie entendió y se quedó mirando sus fajos de cuentos, mientras con el dedo cordial escribía algo sobre ellos.
Entraron riendo al café. Quizás ella reía de algo que él había dicho, o que había mal entendido de lo que ella, con su voz de silencio, había dicho. Ella se asía del brazo de él y en el impulso de su risa silenciosa, lo jalaba hacia abajo. Quizás él sólo se reía de la situación tan absurda: Carmen decía algo que él no entendía, pero intentaba interpretar y daba alguna respuesta que no se condecía con la pregunta; o tal vez no había habido pregunta alguna. Carmen, entonces, reía de aquel absurdo y Rrrrabanito reía de la situación irreal que estaba viviendo con esta mujer que quizás, por eso mismo, le resultaba encantadora. No sólo la creía encantadora, sino que sentía en su interior profundo que era estimulante, lo que se traducía en escenas, al fondo de su íntimo pensamiento, de enorme gozo en un ambiente que no podía conceptuar sino como pastoral. Se veía a sí mismo como Baco, ebrio y jubiloso y eso lo hacía reír sin necesidad de entender nada más que su propio ánimo. En algún momento llegó a pensar que, quizás, en el hilo conductor del amor, esta era la manera en que uno se enamoraba y veía a Carmen como su Ariadna, a la que él coronaba de luces y estrellas nacidas del ridículo malentendido festivo de sus conversaciones. Entonces llegaron a la mesa del café, donde Yac terminaba el relato de su historia. El albañil elevó las manos hacia ellos y en tono solemne dijo:
― ¡Ya todo lo que estaba escrito ha sido cumplido!
La Carmen y el anciano estaban detrás de Tereshita de modo que esta, frente al albañil, no podía verlos. Primero pensó que hablaba de Yac. Imaginó que el viejecillo habría escrito esta, su propia historia, en algún cuento y que por tanto, de acuerdo al precepto que él mismo predicaba, construía la historia que lentamente debía imponerse como el relato de la verdad. En su imagen interna capturó al viejecillo sentado ahí, a su lado, pero muy pequeño, de manera que como un viejo niño, con los pies colgando, estaba sentado en el pupitre del colegio y no en la mesa del café. Escribía sobre su cuaderno una composición sobre sí mismo, condenado a decir la verdad, quizás como un modo de castigo y tal vez por eso, lo que escribía con su dedo cordial no podía ser leído por nadie, pues aún no había ocurrido. Entonces pensó que si era un castigo, el profesor, encarnado en el albañil, no podía estar señalando hacia lo alto al mencionar una historia que merecía reprobación. Reflexionó, casi sin percibir en que lo hacía, que el albañil señalaba a lo alto por sobre su propia cabeza, en un gesto del todo ceremonial y en su imagen interna apareció, tal como aquí en la mesa del café, el viejecillo como un monaguillo que ayudaba al celebrante con su misma liturgia, y por eso escribía con el dedo las verdades insólitas y permanentes que sus cuentos contaban, tanto que su calidad sagrada no permitía leerlas a los no iniciados, como ella misma. Pero el albañil, como celebrante de la ceremonia señalaba a la eternísima gracia que descendía de lo alto en forma de pájaro sobre su cabeza infundiéndose en ella. En forma del todo inconsciente, antes de unir el pensamiento a la realidad, hasta calzar sus imágenes, elevó la vista sobre sí, mientras se decía que realmente ahí no podía haber pájaro alguno, aunque prefiguró una paloma aleteando sobre ella en afán de posarse sobre su cabeza. Al hacerlo, casi fuera de su campo de visión, vislumbró la imagen del aleteo del ave y sorprendida de la verdad de lo inesperado se agachó y giró hacia atrás para ver la paloma que caía sobre ella. El pájaro se transformó entonces en la mano de Carmen que se agitaba a modo de saludo hacia el albañil y el peso ceremonial que cayó sobre ella no fue el peso físico de una paloma posándose sobre su cabeza, sino el peso moral de la sorpresa de encontrar al anciano sonriendo jovial, con Carmen colgada de su brazo, confirmando la anticipación del albañil a los sucesos una vez más, al tiempo que le demostraba que Sigfrido había sido embrujado por Rothbart y Odile, su cisne negro, mientras ella, encogida y contorsionada, se veía en su propio imaginario interno, otra vez convertida en Odette muriendo a la orilla de su propia magia.
Carmen saludó alegre y retiró la silla que estaba a la derecha de Kaya. Dijo:
― Ve... mos de ... ción ... versi... ive él. ...ible ...guien tro del metro ―. Mientras hablaba se sentaba junto a la bailarina y suavemente insinuaba al anciano que lo hiciera al otro lado, entre ella y el albañil. Kaya no había logrado entender lo que en voz muy, muy, bajita había dicho Carmen, pero creyó reconstruir el concepto: Venían de la estación de la Universidad donde vive de manera increible, en un local comercial abandonado, el viejo. Ella jamás habría pensado que alguien pudiera vivir dentro de las instalaciones del metro. Esta traducción producía en su imaginario la figura de Rrrrabanito con Carmen en la habitación de aquél. Sobre su espíritu cayó un peso de hielo que copó su pensamiento dejándolo lleno de una especie de fluido amarillo negruzco que lo invadía todo, imposibilitando vislumbrar imagen alguna de lo ahí ocurrido. Sólo había dolor moral. Flotando entre aguas en ese líquido perverso, haciéndolo aún más doloroso, de algún modo apareció, sin configurar una imagen, que de seguro ella reprimía impidiéndole aparecer, el concepto "Juntos". "Estaban juntos en casa de él" dijo para sí misma su pensamiento. Aún sin conformarse del todo, en medio de ese fluido invasivo  que no le permitía pensar o imaginar y que llenaba su intelecto, comenzó a aparecer el concepto: "Separación". Mientras, el anciano se había sentado entre el albañil y "La Carmen". En un primer rayo de razón, que atravesaba en el vacío helado que la había llenado por completo, se dio cuenta que con inmensa ira, de modo alevoso e intencional se había dicho a sí misma, para mencionarla a ella: "La Carmen" como lo hacía quizás por rara costumbre el albañil, pero en su lenguaje ese artículo antes del nombre, lo llenaba de odio y desprecio. "La Carmen nos está separando" dijo para sí. Hasta ese instante, y desde que vio la mano de Carmen figurando vagamente una paloma que descendía sobre su cabeza pero se convertía en aquella mujer, había visto todo sin poder reflexionar, como si sólo fuera una proyección en un telón de cine. Sólo ahora casi vagamente conseguía abrir la comprensión, como si fuera un diafragma que iluminaba la escena, a la vez que ampliaba el campo visual: Frente a ella, el albañil la observaba. Su sonrisa, regularmente enorme, cínica, que descubría con franqueza brutal el amarillo de las manchas de sus dientes, ahora era vaga, reflexiva, como si analizara en profundidad los fenómenos de su espíritu. Por primera vez lo vio, no como el albañil basto e inculto, sino como el escritor, analítico, agudo, penetrante, previsualizador, creador y se sintió poseída intelectualmente por él. A su lado, su monaguillo, aún escribía con el dedo cordial, frases invisibles sobre el respaldo de las hojas de sus pocos cuentos, como si estuviera guiando los hilos de los sucesos. Kaya recordó la sentencia del albañil: "Hay alguien que escribe más allá de mí mismo". "¿Tal vez sea el inútil Yac?" pensó. Al otro lado del albañil el anciano huía de la vista de Treshkaya. En la medida que la luz que había penetrado lentamente en el líquido vacío de su alma le devolvía el pensamiento, ella misma se integraba como parte de la escena que veía y el dolor se disolvía en un creciente desdén, que sin empequeñecer físicamente, hacía ínfima la imagen del viejo en tanto él se esforzaba en evitarla. Dijo dirigiéndose a Carmen, como si escupiera un sarcasmo:
― Así que estabas practicando la lujuria con "Erre Erre" en su sucucho ―. No había querido mencionar la interjección que el viejo usaba para evitar revelar su nombre verdadero y la empleaba como un reemplazo de éste, así entonces, en vez de decir Rrrrabanito, con cierta ira había seccionado la parte que convertía dicha interjección en algo ridículo y, sin pensarlo, lo había convertido en un apodo verdadero y válido. En su pensamiento se repitió con cierto placer: "Erre Erre. ¡Eso es!" y sintió que era una venganza verdadera.
― ¡Jajaja! ― rio Carmen con una risilla leve, aunque el gesto era amplio y alegre, como si le satisficiera haber sido descubierta. ― No ...mos ahí. Lo qui... mi sa; p... no treve volv... final... quí ―. Kaya no habría querido, por orgullo, darse por enterada que no había entendido nada de lo que Carmen había dicho, pero era más fuerte el interés de saber, definitivamente, que Erre Erre la había defraudado. No obstante, por un momento se dijo que nada le podía importar a ella; que los viejos debían quedarse con los viejos y ella jamás debería enamorarse de un hombre que pudo ser su padre. Miró al viejo con desdén y lo vio evasivo, disminuido pero al contrario de lo que buscaba: Ver en él una especie de estropajo arrugado y despreciable, que producto de sólo su magia interior, ella había vestido de príncipe encantado; lo vio desvalido, contrito y se dijo contra su voluntad: "Es lindo". Dijo:
― ¿Cómo?
― No; que ... casa ... culpa... por eso nos... ¿Me ...ndes? Ento... fui...s su pe... mos pa... ca. ¿Te ...s ...nta? ―. Kaya renunció a comprender lo que quería decir. "Al fin de cuentas" pensó, "me queda claro que estuvieron juntos; si no, él no estaría tan afectado: Se siente culpable. Y ella está feliz: ¿Por qué? ¿Me entiendes? ¿Te das cuenta?". En su pensamiento subrayó estas preguntas como si estuviera golpeando con ellas a la Carmen, mostrándole cómo hablar claro. Dijo, mirando al anciano:
― ¿Y tú, Erre Erre, qué tienes que decir?
No la miró, en absoluto. Mantuvo la vista baja, porque sentía culpa. Al menos la sentía de no haberse sentado junto a ella y de haber dejado la iniciativa a Carmen, que, creía que con todo, sin ninguna inocencia, había tomado el sitio junto a Kaya. También sentía vergüenza, pero en lo más íntimo, sin embargo, sentía alegría porque se sentía joven aun cuando sabía que ya no lo era. En aquellos vagos pensamientos que aparecen y se van, como pajaritos en las ramazones de los árboles y en los prados de los parques, se superponían las ideas que en contrapunto le mostraban su amor con Treshkaya, sereno, intellectual, donde el deseo es casi la atracción por la perfección de la lozanía y el revés, aunque raro, de su atracción por Carmen, del todo física, que lo devolvía a las ansias eróticas, al impulso sin control de los veinte años, donde no podía evitar pensar en la potencia del placer y el deseo; ese deseo que iba lentamente amainando con los años hasta casi apagarse y transformarse en un concepto intellectual, donde la belleza, la perfección, la atracción erótica eran casi valores de arte, que escondían un significado del todo superior. Por la otra parte, al pensar en Carmen, recordaba sus olores personales, emanados de su calor íntimo, recordaba la redondez de sus caderas que se cimbraban lentas como las de una yegua en la hierba, al caminar. Cuando la imaginaba, junto a la puerta del tren, sonriendo, o intentando llevarlo escaleras arriba en el andén, también cuando abría la boca y adelantaba la lengua, para llevarse un bocado del sandwich, y siempre; todas sus imágenes eran inmediatas, físicas, atractivas en el movimiento, en la carne y se reflejaban en su propio vientre bajo como un flujo irresistible que volvía, ahora, después de muchos años y, sólo se podía asociar al placer de la carne. Esto lo hacía sentir vergüenza, porque las admoniciones de siempre, siempre le habían dicho que el privilegio lo debía tener lo intellectual, lo moral, sobre lo físico y lo material; pero la razón primaria, esa que no requiere ni de juicio ni de conciencia le decía que no; que no era así, porque si así lo fuera y fuera natural, no se requeriría de la admonición ni de la regla moral ni de esta vergüenza obligada. Dijo:
― Mejor sería no responder.
Carmen rio bajito y dijo algo que Kaya no escuchó y que el anciano oyó pero no entendió. En todo caso, Kaya sintió que la enfurecía esa actitud, pero su entendimiento la hizo contenerse; más aún porque no había disimulo en ella sino su silencio consuetudinario que sólo dejaba pasar algunos fragmentos de sus palabras. También recordó alguna admonición recibida en su adolescencia, que le había enseñado que ella debía sostenerse siempre en un alto pedestal, como una reina y, en tanto más difícil era la instancia, más alto debía ser su pedestal y más enhiesta su figura. Así fue que en su imaginario interior se vio en medio de un páramo solitario, subida a un altar, quizás sagrado, vestida con una larga toga ritual, en una pose estatuaria, con una brazo alzado, sosteniendo en aquella mano la luz de la verdad y la honestidad, que caía sobre la sentencia verdadera y final escrita en un grueso legajo, que sin querer asoció por un instante a los cuentos del viejo Yac, o más precisamente al dibujo que había trazado de Camille, a la que, quizás, se sintió encarnando. A sus pies, contrito, la vista baja, estaba Erre Erre. Le dijo:
― ¡Me parece pésimo! Tal vez sólo seas un inútil.
― Mejor es no responder ― la miró sereno, sosteniendo la mirada. La veía bellísima en su furia, como si estuviera en lo alto de un atrio, más allá de un abismo abierto entre ambos, lleno de los ominosos sonidos de la nada, inalcanzable, lo que de algún modo lo llenaba de añoranzas. Anhelaba poseer esa figura perfecta, furiosa, digna, maravillosa, cuya geometría era del todo suave y grata al tacto, por su tibieza y tersura. Más aun sentía en lo profundo de su pensamiento la paradoja de haber perdido la perfección sublime de esa imagen por el deseo físico, por la atracción carnal, por la resurrección del deseo de la juventud que lo alegraba y lo hacía sentirse extrañamente pleno. ¿Qué elegir entonces? Intentaba comparar el perfecto deseo de su espíritu por aquella mujer que en sí y en todo era como un complemento sin defectos de las imágenes más sublimes de la pareja que pudiera concebir, con el deseo intenso y prosaico, con la juventud devuelta, que esta otra mujer producía en él con su voluptuosidad. Sin embargo, sentía que el deseo carnal que sentía por Carmen, que era casi brutal, compulsivo y ansioso, también lo sentía por la bailarina. Quizás había una diferencia sutil que se hacía enorme y contundente. La compulsión del deseo por Carmen era inmediata, física, imperiosa y egoísta: Quería poseerla. Carmen era el objeto del deseo. De algún modo, en su imaginario profundo, se veía poseyéndola y era como el felino que atrapa a la presa y la hace suya. La defiende porque es propia: La presa se debe a él, pero él no se debe a la presa sino en tanto debe proteger lo propio. En cambio Kaya no era la presa del felino. Sino tal vez la conjunción de dos pájaros que se acoplan en el infinito abismo que ahora los separaba, convirtiéndose en un solo ser que llena de música el intenso silencio del espacio abrumador, convirtiéndolos en un solo ser, entregados uno al otro, sin dominio, plenos de libertad. ¿Y qué elegir entonces? Tal vez si el tiempo fuera instantáneo, finito, acotado, no hubiera espacio para el vuelo en el abismo, entonces habría que tomar la presa de ahora de aquí, del presente: Cumplir un anhelo intenso, el deseo, y morir. El futuro, si no es sólo una ilusión, es otra vida, otra oportunidad, otro anhelo, otro abismo y otro silencio ominoso. ¿Pero existe el tiempo? ¿La vida continua existe? ¿Nos pertenece el pasado o ya está perdido? ¿Hay futuro, igual al pasado, pero desconocido? Si el tiempo es una dimensión real y no ilusoria, entonces habría que elegir el deseo persistente, aquel que construye del deseo un vuelo conjunto, el que une a dos para hacer un solo pájaro en vuelo infinito. ¿Pero existe el tiempo? y si el tiempo existe, pensó: ¿Tengo tiempo, o debo realizar ya, ahora, lo que se me ofrece?. Sacudió entonces la cabeza y dijo, otra vez:
― Por ahora: Es mejor no responder ― y pensó, sin saber por qué, que quizás el albañil podía tener una opinión que ayudara en este dilema y volviéndose a él iba a interrogarlo, pero en ese momento se había vuelto hacia el dispensador del mesón, al que le daba instrucciones, según algún acuerdo previo. Decía:
― Ya todo está cumplido. Haz como se te instruyó ―. El dispensador se acercó entonces con una enorme bandeja y sirvió jugo de frutas a Carmen y a Tereshita. Tomó un pastel helado y el albañil le indicó: ― Dulce y fresco para Tereshita ―y le señaló su lugar, sonriendo. Entonces el mozo encendió un fósforo y lo acercó a un pastel bañado en licor que aún tenía en la bandeja. ― El fuego de la pasión, que arde sin consumirse y sin cantar, para la Carmen ― señaló. Después sirvió chacareros y café a los demás. El albañil alzó ambas manos y dijo:
― Coman, coman. Quizás esta sea la única vez que lo hagamos todos juntos ― y para dar el ejemplo, tomó su sandwich y lo mordió; después tomó un sorbo de su café, invitando así a todos a hacer lo mismo: Así lo hicieron. ― La tertulia sólo se hace sagrada cuando se comparte la comida ― concluyó. Todos hablaron al unísono, aprobando. El viejecito de los cuentos comió con avidez, sin hablar con nadie, mientras los otros conversaban entre sí, de modo que terminó el primero. Durante un rato, estuvo capturando las migas de su plato, mojando el dedo cordial en la borra de su café que así le permitía pegar las migajas más pequeñas y llevárselas a la boca, escondida detrás de sus barbas hirsutas. Cuando ya no hubo migas en su plato, metió sus dedos en el del albañil y recogió, de ahí, las migas que mojaba en el jugo de carne y tomate que caían del chacarero de su vecino. El albañil lo vio y lo dejó hacer durante un rato. Cuando todos se hubieron percatado de su maniobra, el albañil le cogió el brazo por la muñeca y mirándolo a los ojos con solemnidad, sin sonrisa alguna, le dijo:
― Recuerda que tienes un compromiso. Anda y haz lo que debes.
Yac abrió mucho los ojos, fijos en el albañil; tanto que quizás por primera vez pudieron ver, todos, el intenso azul que se escondía detrás de las cejas espesas. Su expresión, que todos creyeron de sorpresa, era, más bien, de tristeza y angustia inconmensurables. Después de un momento que, sin motivos, según calcularon los demás; pareció casi eterno, bajó la vista, escondiendo el azul sorprendido y se quedó quieto como si lo hubieran congelado, en absoluto silencio. Todos parecían esperar a ver qué haría Yac y su silencio tomó peso en la mesa, hasta que el albañil le dijo:
― Lo que tienes que hacer, hazlo ya.
El vejete se levantó, con la vista siempre baja, sin mirar a nadie, como si se avergonzara de ser puesto en evidencia y gañó algo que nadie comprendió. Se fue a paso lento. Todavía mucho después, aún no terminaba de disiparse del todo el silencio de la mesa. En la medida que se fue desvaneciendo con la conversación de la Carmen, la bailarina fustigó a Erre Erre, sin mencionar nunca, sin embargo, su relación con Carmen, sino más bien a través de alusiones indirectas e irónicas. Así por ejemplo, con aire de fastidio, le preguntó si conocía al pájaro Cuco. "Es feísimo" respondió él, sin comprender la alusión. Dijo ella:
― ¡Sí! ¡Además! ¿Y sabías que la hembra engaña a otros pájaros y pone sus huevos en los nidos ajenos?
El anciano imaginó la situación. Veía el nido abandonado, veía a la pájara poniendo en aquel nido y volando para no ser sorprendida. Dijo:
― ¿Cómo recupera a su pajarito?
― No lo hace ―contestó Kaya cortante―, no le interesa. Sólo persigue el engaño.
― ¿Acaso engaña a su cuco con otro pájaro?
Kaya hizo un respingo y no contestó. Después de un momento dijo:
― Habría que hablar de lealtad...
Carmen contestó:
― ¿Acas... acus... ltad a al...? ―luego hablo largo y difuso, quizás razonando sobre algún tema o relatando algún suceso. Cada tanto decía: ―¿ntendes tú? ―o bien:― ¿me ...mprendes? ― a ratos sonreía y paseaba la mirada por todos, como si quisiera ver el efecto que su historia o raciocinio causaba en ellos, o también a veces reía, como si lo hiciera a carcajadas, pero en un volumen bajito, y afirmaba: ―¡... y es ...rdad! ¿t... s ...nta? ―y continuaba su relato.
Erre Erre veía en sus pensamientos a la pájara cuco caer aleteando en un nido ajeno y casi sin posarse poner un huevecillo mientras con alegría emitía un canto difuso, diferente del suyo, para no sorprender a los propietarios y luego se alejaba con su canto, tan conocido, que se transformaba en una burla.
Kaya quería gritarle a Rrrrabanito y a Carmen en la cara su frustración, pero en su interior no encontraba una imagen que reflejara su derecho a disponer las cosas según su mejor interés. Sólo veía a Odette muriendo a la orilla del lago, mientras Odile y Rothbart festejaban su triunfo. Oyó que alguien, de manera absurda, cantaba en tono folclórico: "Yo soy como el ave cisne que canta cuando se muere: Ámame mucho, que así amo yo" y pensó que todo aquello era cierto porque así estaba escrito en algún lugar, aun cuando la canción no estaba sonando sino sólo en su mundo interior. Creyó que de alguna rara manera era el reflejo cierto y en contraste de su realidad objetiva. Sintió entonces que había perdido, aunque se objetó que no había competencia alguna sino la que ella misma establecía, pero esto la acongojó todavía más. Entonces se paró y mirándolos alternativamente les gritó, no con ira sino con desprecio: "¡Váyanse a la mierda! y que sean felices". Dio la vuelta y se fue. No había tocado el jugo de frutas y el pastel helado se había derretido sin que hubiera intentado, siquiera, probarlo. El anciano lo notó y pensó que le habría gustado comerse ese pastel. Carmen había concluido su raciocinio y jugaba con su pastel flamboyant que mágicamente seguía ardiendo en pequeñas llamitas azules que ella alimentaba, mojando el tenedor en el licor del fondo del plato que luego dejaba caer a gotas, sobre el pastel. Cuando un trozo se encendía, ella lo tomaba con el tenedor y se lo llevaba a la boca. Al llegar ahí, la lengua encorvada lo tocaba con suavidad, como para saborearlo y con cuidado extremo, para no apagar el fuego azul y lo recibía triunfal. Erre Erre parecía fascinado por esta acción que se contraponía con la pájara cuco que aún revoloteaba en un nido ajeno. De pronto el nido pareció abrirse y florecer. Quedó convertido en su propio dormitorio. Entonces comprendió, aunque de modo vago, la figura de Kaya. Como si una voluntad ajena lo controlara, se levanto y corrió tras Treshkaya que se había ido ya hacía varios minutos. La Carmen miró al albañil sin sorpresa y como si este le hubiera preguntado algo, o le hubiera pedido alguna explicación, hizo un gesto que quizás significaba "No sé" o bien "No tiene importancia", pero el albañil no le prestaba atención alguna; había tomado su lápiz y escribía en el cuaderno, como si temiera retrasarse en reflejar los sucesos que estaban ocurriendo. A ratos levantaba fugazmente la vista y así fue que vio a Erre Erre partir estúpidamente veloz tras Tereshita, que ya quizás, para ese momento habría abordado algún tren.






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