lunes, 9 de abril de 2012

La venganza del infierno


“La examinó, la reprodujo en la memoria, enseguida colocó sus dedos sobre las cuerdas y trastes correspondientes y ejecutó las notas que igualaban el sonido del ventilador.
Pero al mismo tiempo sus vellos se erizaron al ver que una sombra se desplazó rápidamente por un costado.”



La venganza del infierno
Por Anselmo Bautista López.


Jamás, de niño, poseyó dotes extraordinarios como aquellos clásicos e inolvidables personajes que nos presenta la historia de la música.
El primer instrumento que tocó, por obligatoriedad, fue la flauta de pan durante su instrucción secundaria con la cual demostró ser un intérprete que no sacaba notas más que para lastimar los oídos de sus compañeros no obstante sus esfuerzos en casa que por prescripción familiar debía practicar mientras todos estuvieran ausentes.
La música lo imantaba a tocar algún instrumento, no importaba cual, siempre que pudiera expresar sus emociones en agradables sonidos.
Se hizo de una guitarra de fabricación dudosa pero necesitaba de un guía que le mostrara el camino a la melodía, al arpegio, a la armonía, al acompañamiento, al ritmo y lo encontró en el grupo de jóvenes de la iglesia que acompañaban con sus instrumentos la misa dominguera. Pero éstos, con toda y su buena voluntad por aceptarlo y enseñarle los primeros pasos, terminaron por rechazarlo al descubrir en él un cerebro plano que no absorbía las primeras gotas de enseñanza y unas manos tales que un artrítico podría moverlas con mejor soltura.
No tenía otra alternativa más que tomar clases de guitarra con algún instructor profesional que supiera guiarle y despertarle las habilidades que seguramente tenía en algún lugar muy dormidas. Pero no hubo instructor que tuviera la virtuosísima paciencia para hacerle tocar siquiera una nota de Sol.
Echado a la calle como perro indeseable, comprendió que para la música no estaba hecho. Y si no estaba hecho para ello, entonces decidió crear su propia música, sus propias escalas, sus propias variaciones, sus propios arpegios, armonías y digitalizaciones. ¡Al diablo con todos ellos! No claudicaría en su intento aunque esto le representara horas colmadas de frustración y tormento.
Decidido a ensañarse con su guitarra en el techo de su casa y crear sus propios acordes hasta que las yemas de sus dedos sangraran se encontró con tres jóvenes que cargaban sus respectivos instrumentos de cuerda.
–¿Hacia dónde se dirigen? –les interceptó.
–A dejar serenata a las chicas, ¿gustar ir?
Esa noche llegó de madrugada a casa con el corazón latiendo de alegría, y aunque no había tocado una sola cuerda, la experiencia le resultó sublime. Ver esos rostros ensoñados femeninos que se asomaban tras abrir la puerta o la ventana, conquistadas por la notas y el canto unísono de los jóvenes, le motivó a seguir su lucha musical.
Tras un acuerdo con el más greñudo del grupo quedaron de verse al día siguiente en su domicilio para mostrarle algunas cosillas. Era simpático y paciente, con un don para la enseñanza, y aunque sus conocimientos no eran bastos sino más bien producto del empirismo, logró estamparle el Do-Re-Mi-Fa-Sol-La-Si naturales. Se verían una vez a la semana, días en los que no descansaría hasta dominar esas posiciones con los dedos sobre el traste y movimiento de muñeca hasta obtener un acorde nítido para cada nota. No llevaba prisa, no había ansiedad. Daba mucha importancia a la calidad del sonido así que los ejercicios los hacía lenta y dolorosamente.
En las siguientes clases conoció los acordes menores, séptimos, sostenidos, bemoles, de cada una de las notas musicales. Mucha tarea y muy poco tiempo. Su instructor iba rápido y le ejercía algo de presión. Una semana no era suficiente para asimilar cada cosa y dominar los ejercicios, así que le robó también un par de horas al sueño.
Las semanas transcurrieron y el alumno aumentaba su destreza día a día con mucho esfuerzo y dolor en sus dedos. Quizá las exigencias del grupo de la iglesia, quizá las presiones personales del profesor de guitarra, quizá la incomprensión familiar, hicieron que se bloqueara a sí mismo cerrando las puertas a la recepción del aprendizaje. Pero ahora, que ya sabía algunos acompañamientos, sentía el pecho inflado, le gustaba cómo le arrancaba buenos acordes y ritmos a su guitarra de Paracho, y se animó a hacer su primer debut bajo la ventana de la novia del chico greñudo que, invitado por éste, interpretaron juntos algunas canciones de tríos populares cuyas letras glorifican a la mujer.
Faltaba que supiera afinar las cuerdas, hacer transportaciones y algunas bases para requinto. Así que cuando al joven greñudo se le agotaron los conocimientos y el alumno los dominaba perfectamente, sobrevino la separación necesaria. Deseaba más, sospechaba que había más cosas ocultas entre esos trastes y esas cuerdas, y aquél ya no tenía nada qué darle.
Entró a un taller de guitarra clásica donde se dio cuenta de todos los fallos transmitidos por su buen amigo. No lo recriminó en silencio porque, con su asistencia, ahora estaba apto para absorber con mayor facilidad todo lo que le transmitiera el guitarrista profesional que tenía enfrente. Con una nueva guitarra propuesta por su nuevo profesor, saboreó los sonidos de varias escalas, nuevas posiciones, nuevas formas de tocar las cuerdas. Admirado descubrió que había varios Doses, Reses, Mises, Fases, Soles, Lases, Sises, por todo el diapasón y que podían sacarse haciendo distintas posiciones sobre las cuerdas y, además, era posible hacer bajeo, acompañamiento y armonía a un mismo tiempo tal y como lo demostró el maestro cuando interpretó La cucaracha con su guitarra clásica con la que podía tocar cualquier ritmo que le pusieran. Aprendió cada uno de los efectos que se le puede dar a cada nota: slide, pull of, release, vibrato, hammer, armónico, bend, palm mute, y una multiplicidad de ritmos.
Creyendo saberlo todo, las escalas de jazz llegaron a él como alimento al alma. Había en ellas una secuencia brillante de sonidos que estaban por encima de todas las anteriores que había conocido. Le despertaron el apetito musical, le inflaron la imaginación y hasta le inyectaron cierta dosis de ansiedad. Disciplinado por obtener el mejor sonido en cada ejercicio, la ansiedad aparecía como llamarada de petate que sofocaba tan pronto se ensimismaba sobre las cuerdas.
La improvisación es, tal vez, una de las facultades más importantes que un músico debe desarrollar. Y ahí estaba él, improvisando en los ensayos de jazz, ejecutando sus conocimientos con una soltura y relajación ante la admiración de su instructor.
Ya no había melodía ni género que se le resistiera. Podía hacerles variaciones de ritmo, cadencia y toda clase de travesuras, descomposiciones o mejoramientos. Tras ganar varios concursos de guitarra, obtener un premio más, se volvió en cosa natural que le redujo su capacidad de admiración ante tales eventos. No así cuando llegó el momento de la composición. Nuevos conocimientos representaban nuevas motivaciones, nueva expansión imaginativa.
Su primera creación la llamó La pulga saltarina, que consistía en suponer sonidos que creara en el imaginario del espectador una pulga saltando de un lado a otro con distintas emociones. Aunque parecía una creación de lo más burdo y simplista, requería una buena combinación y perfecta ejecución de escalas y efectos. Con ésta ganó su primer concurso de composición y fue el detonante para su siguiente creación que no iba en la búsqueda de la melodía que sonara interminablemente y hasta el hastío en las estaciones de radio, sino a igualar sonidos naturales con las cuerdas de la guitarra: el croar de un sapo, el sonido de las olas de mar o del viento, el traslado de un ejército de hormigas, el aleteo de una mariposa y un sinfín de ocurrencias que dejaba impresas en el pentagrama. La llamó Natura.
No tuvo la aceptación de La pulga saltarina, que era una composición más digerible para el oído. La otra comprendía una mayor complejidad de ejecución, distinta tensión en las cuerdas y unas raras posiciones de cejeo con los dedos que se alejaba totalmente de lo tradicional. Y aunque su interpretación fue con total virtuosismo, el público, acostumbrado por lo general a las melodías que sólo atacan su lado triste o melancólico, emitió su desaprobación al cerrarse ante tan novedosa forma de interpretación que requería un oído más educado. Incluso, el mismo profesor movió su cabeza de un lado a otro.
–¿Qué fue eso? –le inquirió en privado, no obtuvo respuesta de su estudiante y añadió–: El poder de la música está en transportar a uno al estado mental del compositor donde el oyente no tiene más opción… si escuchas música de baile, bailas; si escuchas música de despecho, lloras; si es de misa, tomas la comunión… ¿Y tu Natura? ¿Qué clase de música es?
La descalificación no fue motivo para declinar sus pretensiones de inventar, de arrancarle cosas nuevas a la guitarra. Quería alcanzar algo que aún no comprendía, y en definitiva, no sabía si iba por el buen camino. Su propio instructor se declaró incapaz de orientarlo y tuvo que abandonar sus clases por no haber allí más cosas qué aprender.
Siguió creando, siguió descubriendo por sí sólo los alcances de la guitarra, alejándose cada vez más de los sonidos convencionales pero totalmente despistado y, quizás, perdido hasta que sospechó que tal instrumento no era adecuado para llegar a la sonoridad que ya su alma le exigía. Ya no había en ella nada que pudiera ofrecerle, o más bien su alma exigente ya estaba harta de escuchar tanto sonido porque desde que aquel greñudo le arrancó las primeras notas, las cuerdas no habían dejado de sonar.
Silenció su guitarra por un tiempo colgándola en la pared. Necesitaba descansar después de cinco años ejercitándose por enteras horas cada día. Permaneció en silencio, totalmente en silencio tumbado sobre la cama. Afuera todo estaba callado pero su mente reproducía esos sonidos extraños, incomprensibles, que no decían nada, que habían aparecido hace un par de meses y que le hacían temblar de un miedo desconocido. Quería enjaularlos en su memoria pero se le escapaban para quedar en un vago recuerdo y que, sin embargo, volvían a la siguiente noche a rondarle su cabeza como pulgas saltarinas.
Se dedicó a escuchar música, en especial los cantos gregorianos, la música antigua griega y romana, y la clásica, por lo culta, lo docta, lo académica que eran y porque le hacían temblar su espíritu. Pero hubo una que jamás había escuchado y que le haría sentir el vértigo del miedo: La flauta mágica de Mozart. Ahí estaban esos sonidos que saltaban como pulgas por su mente en el aria de coloratura de La reina de la noche. La escuchó una y otra vez, y una y otra vez vibraba su cuerpo cuando aparecía ese Fa5, la nota más aguda que para su interpretación requiere un grado de virtuosismo importante en la voz, la nota que más importunaba por las noches su cerebro. Sintió su ego exaltarse sobre la condición humana y estar conectado, de algún modo, con el prodigioso Mozart.
Investigó sobre la ópera. Se le encresparon los vellos cuando halló que la impresionante aria llevaba por nombre La venganza del infierno. Este descubrimiento le inquietó por días. No encontró, sin embargo, una explicación lógica que relacionara el miedo que le provocaban sus sonidos mentales con el título que llevaba el aria. Y ahora que ya no tenía que atrapar ni enjaular aquellas resonancias de su cabeza sino sólo reproducirlas en algún aparato de sonido, le bastaría con descolgar su guitarra nuevamente e intentar igualarlas con las cuerdas.
Con guitarra al hombro, días después, escuchó salir por una ventana la melodía de un exquisito violín que interpretaba Las cuatro estaciones de Vivaldi. Tocó a la puerta y rogó al joven de gafas dejarle escuchar. Permaneció ahí, deleitándose, de excelsas interpretaciones. El violinista notó con agrado la afectación que causaba al espíritu de su oyente. Dejó de tocar. Su práctica había concluido y acomodó respetuosamente su instrumento en su estuche.
–Así que tocas guitarra –inquirió señalando la funda.
–Sí, un poco y… ¿podríamos tocar algo juntos… ahora mismo?
–¿Y qué deseas tocar?
–Lo que tú gustes, yo haré el acompañamiento, a ver qué sale.
Intrigado, el joven sacó nuevamente su violín. ¿Qué podría tocar con su instrumento que pudiera acompañarse con guitarra? No se le ocurría absolutamente nada. Se acomodó elegantemente con el arco alzado, miró a su interlocutor que ya se había instalado la guitarra sobre la pierna esperando el compás, y comenzó a tallar las cuerdas sacando de ellas el Opus 76 en D menor de Haydn, convencido de un resultado decepcionante y desastroso.
Pero no, el desconocido guitarrista, improvisando, lo sorprendió maravillosamente al grado de acabar con el opus. Jamás había escuchado un dueto similar y, hasta pensó, que era imposible tal combinación. Le tomó simpatía y propuso intentarlo de nuevo. Había en la guitarra improvisaciones, sí, pero nada al azar. Había conocimiento, técnica, cuadratura y limpieza, una ejecución digna de maestros.
Ya en confianza, el guitarrista interpretó La pulga saltarina. Gustó tanto al joven que intentó reproducirla en su violín.
–Puedo darte la partitura para que hagas la adaptación –ofreció con humildad.
Al interpretar Natura, a la que le incluyó la segunda aria de La reina de la noche, por primera vez halló su creación un buen oído. El muchacho de gafas quedó maravillado y propuso hacerle una composición de fondo de tal suerte que Natura tuviera más relieve. Sus deseos se proyectaron a la realización de cosas inéditas y sobresalientes en el terreno instrumental. Como dueto acudieron a concursos, presentaciones patrocinadas, presentaciones lucrativas. Abrirse paso fue una tarea difícil pero la propaganda de boca en boca recorría los pasillos de ejecutantes de la música culta. El oído popular estaba muy lejos de poder degustar soberanas creaciones.
En la búsqueda de nuevos sonidos para nuevas y raras composiciones, el joven guitarrista, en una tarde de total entrega, trabajaba sobre la composición titulada Hogare. En un principio la había llamado Sonidos del hogar, pero para darle un toque enigmático e intelectual y, además, para poner en aprietos a aquellos que gustan por descubrir la etimología de las palabras, la renombró Hogare.
Practicaba ahora en la reproducción del sonido de un ventilador, un sonido que, igual que otros, se le venía resistiendo pero presentía estar cerca de atraparlo –según los variados y fallidos intentos ya registrados en el pentagrama–. Analizó una nueva forma y la escribió como otra posibilidad. La examinó, la reprodujo en la memoria, enseguida colocó sus dedos sobre las cuerdas y trastes correspondientes y ejecutó las notas que igualaban exactamente el sonido del ventilador. Pero al mismo tiempo sus vellos se erizaron al ver que una sombra se desplazó rápidamente por un costado. Al descubrir con un movimiento rápido de cabeza que no era nada, culpó a su imaginación. Volvió sobre el pentagrama, ejecutó otra vez las notas y la sombra volvió a desplazarse por un costado. Temeroso de que algún espectro realmente anduviera por allí deambulando, abandonó el ejercicio y se fue en busca de su colega el violinista.
Con tranquilidad le mostró de Hogare lo que llevaba preparado hasta el momento. Aquel se sentó de frente para negar, aprobar o sugerir lo que el guitarrista ejecutaba. Al llegar a las últimas notas, aquellas que igualaban el sonido del ventilador, volvió a aparecer la sombra. Los dos la vieron, los dos voltearon al mismo tiempo la cabeza en dirección opuesta uno al otro y terminaron mirándose desconcertados.
–¿Lo viste tú también?
El de gafas movió afirmativamente la cabeza y le fue explicado que cada vez que esas notas del ventilador eran tocadas, la sombra aparecía.
–Hazlo otra vez –sugirió el de gafas.
Las notas fueron reproducidas y el fantasma apareció de nuevo desplazándose rápidamente.
–Otra vez.
Y otra vez, y otra vez, y otra vez… y la misma aparición.
–¿Podrías ejecutar variadas notas sobre ese mismo rango para ver si son ellas las responsables de nuestra visión? –sugirió el violinista que no estaba del todo errado, porque en efecto, varios espectros hicieron su aparición que los dejó atónicos, paralizados, cargados de miedo.
Habían descubierto accidentalmente la invocación de espíritus a través de ciertos sonidos de guitarra. Ahora restaba descubrir la malignidad o benignidad de los mismos. Pero esto sería muy riesgoso. Pondrían en peligro su integridad si jugaban con ello. El violinista, sugirió entonces, desentenderse completamente de ese pequeño fragmento de notas y proseguir con la tarea de Hogare. Pero el guitarrista no estaba dispuesto a abandonarlo. Sabía que había descubierto algo importante y que por miedo no cesaría en descubrir el secreto que ahí se escondía. Había allí un contacto evidente y probado con el más allá, sin trucos, sin el aprovechamientos de un médium charlatán. Podría, de persistir en el desarrollo de una técnica especial, realizar contactos con seres queridos del inframundo y cobrar fuertes cantidades por ello.
El dueto se desintegró al fracturarse la persecución de un fin común. Nuestro guitarrista se encerró por un tiempo prolongado, tan prolongado que su piel se volvió pálida casi transparente a falta de rayos solares que le dieran color. Obtuvo, no obstante, avances en el descubrimiento de varios sonidos armónicos muy especiales con los que elaboró extravagantes escalas que modulaban e incrementaban las apariciones e, incluso, afectaban, si se podría decir, las emociones de aquellos. La última secuencia relajaba la situación, los aparecidos comenzaban a desvanecerse y todo volvía a la normalidad.
Para confirmar la efectividad con otras personas pidió permiso en un restaurante para ambientar el local con algunas melodías populares. Los comensales disfrutaron de la maestría del músico instrumentista. Cuando hubo terminado, tomó asiento en un rincón y reprodujo su macabra escala de armónicos. Los comensales comenzaron a inquietarse y a sentirse incómodos. Movían sus cabezas rápidamente como si hubiesen visto algo que les produjera miedo. Los más temerosos pidieron rápidamente la cuenta y se marcharon. Aplicó, entonces, sobre las cuerdas, las notas más espectrales, las que provocaba encuentros, ya no con sombras sino con espíritus. La gente se vio alterada, asustada, mirando de un lado a otro la reacción del vecino. Se contenían para no salir corriendo de allí y causar un acto bochornoso. Ninguno estaba seguro de que el otro estuviera viendo lo mismo. Los meseros lo padecían también y se resguardaron discretamente en la cocina. Llegado al punto culminante de la escala, cuando todos parecían querer salir corriendo, las cuerdas desprendieron, entonces, sonidos de tranquilidad, los afectados lentamente comenzaron a relajarse en sus asientos, disminuyeron las agitaciones, el ritmo cardiaco y el timbre de voz se normalizaron. Y aunque su actitud era evidente, por vergüenza, disimularon que nada anormal había pasado.
Sabía que de perfeccionar su escala terrorífica podría llegar a causar infartos de pánico. No desconocía, por supuesto, aquellas melodías que se dice contienen mensajes subliminales para causar ciertos efectos benéficos en el oyente. Él no creaba música subliminal ni sabía cómo hacerlo. Creaba un conjunto de sonidos que no tenían ninguna relación siquiera con la música en general. Estaban descompuestos, sin armonía, sin ritmo, que de no afectar los estados anímicos tal cual era el propósito, serían completamente desagradables al oído.
En un acto de celos profesional y perfeccionadas sus obras, las registró. Bastó que diera muestras de las proezas de su escala armónica a un candidato voluntario para que fuera buscado por personas que querían tener contacto con el más allá. Acudieron personas con la fe de ver a sus seres queridos que ya habían muerto y otras que se decían médiums con la intención de descubrir su truco y evidenciar su charlatanería. Los escépticos fueron los más recurrentes en pagar por tan extrema vivencia. No ofrecía garantías de ningún tipo, sólo la experiencia de tener un encuentro con el más allá.
Desconocía los efectos secundarios de estas prácticas, ya que él mismo, desde que desarrolló su serie de escalas armónicas, no dejaba de ver espectros. Aunque trataba de persuadirse a sí mismo de haberse acostumbrado a ellos, lo cierto es que le importunaban cada día más.
Se negó a dar la entrevista cuando un curioso reportero de la revista Paranormal se presentó para saber más sobre el procedimiento. Ante la negativa de su invitado, insistió en someterse a la prueba para tener material de qué hablar en su artículo. Concluida ésta, elaboró su verosímil nota que más tarde llegó al conocimiento público y que al guitarrista le demandó más trabajo pero también la presencia de un grupo de científicos que deseaban analizar su método y demostrar, de una vez por todas, si realmente hay un más allá o explicar el fenómeno con otras pruebas científicas.
No tardaron en descubrir la causa de tales encuentros sobrenaturales. Estudiaron el conjunto de escalas armónicas y tomaron la frecuencia de los sonidos. Hallaron que:

“…las escalas, completamente audibles, tienen infiltraciones de infrasonidos en un rango de frecuencia de 18.9 hercios, muy cercano a la resonancia del globo ocular humano que es de 19 hercios. Un infrasonido de esta naturaleza, el oído humano no puede escucharlo conscientemente pero le afecta emocionalmente. Este sonido es precisamente lo que causa efectos paranormales como el avistamiento de fantasmas o sitios embrujados, en el instante en que choca con los ojos humanos.”

Así concluyó el reporte de los especialistas que no se tomaron la molestia de estudiar sus consecuencias, porque junto al cadáver de nuestro guitarrista, hallado días después con el rostro rasguñado y ropas rasgadas en un ambiente putrefacto, se encontró una nota de su puño que a la letra dice:

 “Mi escala armónica está maldita. Nadie más debe oírla o se verán viviendo entre espíritus que reclaman vida. Es insoportable estar entre ellos, no te dejan en paz, y cada vez van tomando formas reales al grado de sentir sus agresiones. Me han desgarrado mis ropas. Escribo con dificultad porque están montados sobre mí, atacándome, y no sé qué pueda pasar conmigo. No les tengo miedo, no me dan miedo, a pesar de verse putrefactos. No son buenos ni malos, sólo quieren regresar a este mundo. No acaban de aceptar que ya están muertos. Destruyan todo rastro de mi escala armónica lo más pronto posible o caerá sobre aquel que la escuche, sólo una vez, la venganza del infierno.”


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