jueves, 1 de octubre de 2009

San Jordi y La Hija del Dragón



Ser hija de un dragón podría parecer un regalo del cielo, un atributo que la mitología me ha otorgado. A los ojos distantes de quienes miran y no detienen su mirada, poseo el privilegio de ser vástago de los elementos, procedo pues de la armonía de la tierra, el mar y el aire. De los dragones, se dice que somos criaturas bellas e imponentes, exuberantes y con una moral totalmente opuesta, según quienes escriban la historia de mis antepasados.

- ¿Cómo? ¿Sorprende que los dragones seamos seres también "morales"?

Mis parientes chinos, japoneses y coreanos son vistos con mirada benévola, a ellos se dirigen grandes hombres de bien hacer, de amplia y sosegada sabiduría. Ser hija de un dragón en el lejano Oriente me hubiera permitido asistir a las reuniones de medianoche entre el consejo de dragones y los ministros del Emperador. Algún osado mortal hubiera tomado el riesgo de seguir nuestra estela de fuego y escamas para hacer presa la sabiduría de nuestro encendido aliento...pero, si mis pasos me hubieran llevado más allá de la antigua Persia, mi misma naturaleza hubiera sido valorada con otros ojos. Y aquéllos que otrora me hubieran traído dones, en estas nuevas tierras no hubieran separado de sus pechos el escudo, o el tensado arco. No quieren saber. No pueden. Tienen miedo al símbolo que represento, tienen miedo de mi fuerza animal, de mi piel dura, de mi alma imperecedera...

Pensé que podría acercarme a los humanos, si mi cuerpo adquiría la mímesis del suyo: si mis manos pudieran entrecruzarse con las suyas, si mi silueta no se elevase del suelo o mi voz no modulara el origen del fuego. Ser entre ellos, en apariencia, para dejar de ser yo...La paradoja de encontrarme a través de lo que no soy: un ser humano, con alma mágica.

Conseguí un ungüento hecho de flores de calabaza y pensamientos con la capacidad de proporcionarme apariencia humana. No fue preciso más que extenderme una leve capa para perder mi brillo moteado, mi forma ancestral, mi poder, cualquier atributo. Las ninfas del bosque me proporcionaron un vestido mínimo, con el cual zigzaguear en tiempo cálido; y con la alegría de pensar que ganaría los dones de los humanos, me dirigí a una ciudad cercana de las montañas que me vieron nacer.

Descendí con la luz del sol. Una delicada tarde del mes de abril, según el calendario del romano César, y bajo el auspicio de cambio de las fases lunares y los planetas. Tras recorrer las calles, me sentí feliz al verme confundida entre el gentío, sin más temor que perderme entre la muchedumbre y no encontrar mis adoradas montañas. Tras un largo paseo, llegué a una plaza con gran algarabía de gentes y colores. Las calles estaban engalanadas con rosas y tenderetes con cientos de libros; era todo el lugar un bosque de papeles brillantes y rosas multicolor que invitaba a la alegría.

Se me acercó un adolescente, con aire desvergonzado y divertido, y me lanzó una rosa al vuelo:


- Es para ti -me dijo.

Enseguida se confundió entre los vaivenes y las risas. No le pude preguntar el por qué me obsequió esa rosa a mí, o por qué no era la única, sino una mas. Y todas ellas, mujeres de diferente edad y condición, parlanchinas y sonrientes. Fue una de ellas quién, al ver mi cara de sorpresa, me preguntó:

- ¿No es tu enamorado?

- No -respondí yo, perpleja todavía.

- ¿Por que te extraña recibir una rosa, aunque sea de manos de un desconocido? ¿Acaso no conoces la Leyenda de Sant Jordi?

Mi cara debió dar respuesta a su pregunta. Y ella, amable, me explicó que hace mucho tiempo, en un lugar del interior de una tierra fértil, un dragón se alimentaba de doncellas, y que un caballero rescató a una princesa de la muerte segura, hazaña por la cual el caballero fue loado, y la princesa adornada con una rosa roja. Finalizó sus palabras con la moralina final "y es en conmemoración de este hecho, que los hombres regalan a sus doncellas rosas; y las muchachas, libros a sus caballeros".

Ya no la escuchaba. En mi cabeza todavía retumbaba la hazaña del caballero: el asesinato de un dragón que se veía obligado a alimentarse de la carne joven para mantener su eterna juventud.

La inmortalidad solamente no era un privilegio. Por esta condena, el dragón pagó su precio. Y, yo, hija-dragón, mi herida.

No era humana. No podía estar entre humanos. Podía moverme entre ellos, participar de sus juegos y fingir que no había nada que me perteneciera más allá de la ciudad.

Sin embargo, entendí que no podía perder mi identidad. Y que, quien me quisiera, me querría por las grandezas y míseras de ser diferente e igual a cualquier criatura.

No quería ya ser humana. Tenía que ser diferente para vivir.


Autor: Judith Gómez López (30 años) España.
 

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