El funeral
Ese día todos los trenes
circularon con crespones negros atados en puertas y ventanas, aún cuando la
dirección del ferrocarril declaró no conocer al señor Rrrrabanito Motototo y
dijo no tener información de la muerte de ningún supervisor de tráfico, cargo
que por lo demás no existiría dentro del organigrama del ferrocarril. El viejo
fue subido en un convoy especial en la estación de la Universidad y trasladado
hasta la de la Plaza de los Constituyentes donde lo esperaba otro convoy de
siete carros, repleto de personal del ferrocarril que le rindió honores, le
cantó y lo aplaudió, además de llorarlo, mientras fue llevado al cementerio en
los suburbios por la línea del norte. El convoy se detuvo en la estación de la
Pérgola, donde las floristas bajaron con cestas llenas de pétalos de rosas
blancas, con las que inundaron el tren y cubrieron vidrios y ventanas. Muchas
de ellas continuaron en la caravana, dispersas a lo largo del tren llorando al
viejo, ya sea porque lo sentían verdaderamente, porque les había emocionado el
homenaje, o por encargo. A lo largo de todo el viaje lanzaron pétalos de rosas
blancas en los siete carros, de modo que al llegar al cementerio el piso de los
vagones estaba cubierto de una alfombra blanca y aromática que los convertía en
la imagen de una triste primavera. Todas ellas continuaron en el cementerio,
delante de la caravana, sembrando un sendero de blanco por donde iba pasando el
cortejo. En el carro donde viajaba el ataúd Treshkaya iba sentada, a su lado,
con los ojos rojos demostrando su desconsuelo, vestida de negro y tapada con un
espeso velo.
En la estación de Los
Olivares, Carmen subió al carro y se quedó de pie al fondo, con la vista baja.
A su lado estaban los gitanos, el padre o abuelo del joven con aspecto severo,
miraba a algún punto fijo, más allá del otro extremo del carro, como si
vigilara atentamente el futuro inmediato y lejano, asegurando el cumplimiento
del predestino. Más allá las gitanas conversaban en voz alta en un revuelo de
faldas livianas y coloridas que cubrían a ratos las piernas y siempre las caderas
amplias, mientras los anchos escotes dejaban ver la piel curtida y sana de los
senos y pechos rústicos, de aromas salvajes. A las siete de la mañana habían
partido desde su campamento en los aledaños, junto al arroyo de agua negra,
donde está la mansión del rey Éspiro Montana, con treinta y siete habitaciones
donde conviven sus hijos, nietos y bisnietas, en diferentes carpas acomodadas
en su interior. La cuarta generación está sometida a la maldición de su casta:
Desde esta en adelante, en su descendencia legítima no habrá varones y el será
sucedido por un bastardo, que lo despojará por fuerza. Hace ya años sólo vive
esperando que esa maldición se cumpla.

Carmen había estado de
compras en el barrio de Los Olivares. La noche anterior había sentido náuseas y
mareos. Primero había pensado que aquel pastel flamboyant con su licor
ardiente, le había irritado las tripas; pero habían pasado, ya, tres días.
Después sintió hambre y comió. Se dijo: "Fue el hambre", sin embargo
comer no le había hecho daño, pensó pues: "No es digestivo", pero
seguía con náuseas y mareos, por lo tanto arguyó riendo de su propia ironía
absurda: "Estaré preñada" y recordó las vitrinas cubiertas de papel
kraft color café con leche. Sabía que no podía manifestarse tan luego una
cuestión así y por eso se reía de sí misma, pero de todos modos, quizás en un impulso
que pretendía forzar el anuncio de una verdad ineluctable partió al barrio de
Los Olivares a comprar ropas de guagua[5]. En el metro le advirtieron que el
servicio se suspendería al mediodía por el duelo. "¿Qu...n m...rió?"
preguntó más por un automatismo que por verdadero interés. La respuesta le
acentuó las náuseas y los mareos hasta el vómito, añadiéndole el presentimiento
como una nueva explicación a estos, además de reafirmar la primera. Alcanzó a
comprar unas pocas cosas en las tiendas de los árabes y corrió a la estación a
abordar el tren del funeral. Ahí le explicaron que este venía con retraso
porque en Lo Uriarte habían tenido que esperar que llegaran los gitanos, que
venían caminando desde el campamento de Éspiro Montana en Agua Negra.
Gabor y Janikosh, en razón
de su rango, siempre viajaban en el primer asiento, mientras detrás venían las
mujeres con los niños. En la estación de La Plaza de los Constituyentes
subieron el ataúd varios funcionarios vestidos de gala. Abrazado a este, venía Treshkaya
de riguroso negro, cubierta de velos del mismo color y sujetando en su manito
delicada, como si fuera el ramo de una novia, el pañuelo del viejo, con el nudo
que la gitana le había hecho para sujetar las semillas. Cuando dejaron el ataúd
en la parte delantera del carro, la bailarina abrió la ventanilla que permitía
ver la cara amarilla y chupada del anciano. Gabor, con respeto, se levantó para
dejar su lugar "a la viuda" pensó primero, pero al ver al viejo ahí,
en la solemnidad de la nada que lo había atrapado, corrigió su juicio y se
dijo: "a la hija". Este hecho no tenía importancia alguna para él, no
obstante su misión de visionario del destino no podría jamás estar completa si
no tenía esta claridad, de manera que sostuvo una breve discusión interior, en
la que se impuso el criterio de que no podría ser la viuda, de manera que
dándose a sí mismo a la razón, se dijo: "¡Ah sí, sí! La hija. Es la hija
por supuesto. El gitano tiene la razón... ¡La hija!".
En torno del ataúd, a modo
de guardia permanente viajaban cuatro funcionarios del metropolitano con sus
uniformes de ceremonias, en posición de firmes, como rendición de honores.
Treshkaya se sentó junto al ataúd con aspecto desolado. Manipulando el pañuelo,
enredada en su pena, al enjugar las lágrimas palpaba las semillas sin prestar
mayor atención, asumiendo que era sólo suciedad de Erre Erre. Sin embargo el
papel doblado, convertido en un bulto rectangular pequeño, en algún momento
llamó su atención e intentó llegar a él, buscando entre los pliegues del
pañuelo. Recién entonces se percató que este tenía un nudo muy apretado que
envolvía la mugre y el bulto cuadrado que sentía. La curiosidad la distrajo de
la pena y se vio a sí misma abriendo el apretado nudo; mas antes de convertir
la imagen interior en acción, el pensamiento mágico se cruzó por su razón y
sintió culpa; esa culpa que se siente no en la conciencia, sino en el miedo de
ser sorprendida. De algún modo absurdo pensó en que el anciano podría descubrir
que ella había violentado la intimidad de su pañuelo y abierto el secreto que
guardaba tan anudado ahí. Quizás por eso se incorporó y miró el rostro verdoso
y algo desfigurado de Rrrrabanito. Posó delante de su rostro, en el vidrio que
cubría su cara, la mano que sostenía el pañuelo que guardaba el secreto y dijo,
en su pensamiento íntimo: "¡Perdóname! No lo voy a hacer". Pero a la
vez, superpuesta a esta idea germinaba, quizás acuciada por la misma culpa, la
curiosidad y la compulsión de saber: "¿Qué guardaba ahí? ¿Por qué lo escondía
de este modo extraño? ¿Era un amuleto? ¿Un recuerdo? Quizás, incluso, haya
aquí, escondido, algún indicio de su vida anterior: Su verdadero nombre, su
dirección. ¿Qué? Se volvió a sentar y comenzó a dar vueltas entre los dedos el
nudo. Lo oprimía con suavidad e interés, intentando descubrir la materia y
forma de lo que ahí había. "Son unas pelotillas y un papel doblado"
se decía. "Las pelotillas son duras, algo ovaladas y de ellas surge algo,
¿o no? y ¿De qué tamaño es ese papel doblado si se lo despliega?": Lo sentía
de algo así como medio centímetro por lado y quizás un poco menos alto.
¿Tendría ocho o diez dobleces?. Calculó sin precisión que podría tener,
entonces, unos cinco a seis centímetros por lado: "¿Qué tiene esas
dimensiones?: ¿Una servilleta de papel?". No. No podía ser una servilleta
de papel porque "se palpa papel duro y una servilleta es blanda".
Pensó en una boleta de compra, recuerdo de alguna cita: "¿Qué cita? ¿Con
quién? Sería anterior a ella o ¿sería reciente? ¿Una cita con Carmen?" No.
No soportaría esa idea y la desechó: "No. ¡Imposible!". Miró el nudo
con atención. Si torcía el pañuelo, girando a favor del reloj, a la vez que
empujaba contra el nudo, se iría soltando poco a poco. "O bien, si meto
aquí las uñas y muevo de uno a otro lado se puede abrir, quizás sin tanto
esfuerzo". El tren se detuvo en la estación de Los Olivares. Treshkaya se
sobresaltó. El resoplido de las puertas y el anuncio de los parlantes
explicando que este tren estaba fuera de servicio tuvo el mismo efecto que si
alguien le hubiera preguntado de pronto: "¿Qué haces con ese nudo?".
Miró por la ventanilla a su lado y alcanzó a ver a Carmen que abordaba.
"¡Qué hace esa mujer aquí!" se dijo con molestia y adoptó una postura
tal que impedía cualquier contacto que aquella pudiera intentar. Una vez que el
tren estuvo otra vez en marcha, tiró de la manga al guardia que tenía más
cerca, de manera que este acercó el oído hasta la bailarina. Le dijo:
"Cuiden que esa mujer que acaba de subir no se me acerque, ni pretenda
tocar el cajón". El guardia hizo un leve gesto afirmativo y
disimuladamente miró hacia donde estaba Carmen, con los ojos atados al suelo.
En seguida, Kaya, rompió a llorar a coro con las floristas que llenaban de
pétalos blancos el ataúd y se enjugaba las lágrimas con el pañuelo de Erre
Erre. En su mundo interior se veía a sí misma desatando el pañuelo, sus dedos
luchaban con el nudo, fuertemente atado, pero de algún modo ya sabía que en su
secreto encontraría tres semillas rugosas de color castaño sucio o, quizás,
tierra tostada y una nota definitiva de Erre Erre, para ella. Finalmente el
nudo cedía y el pañuelo se abría como una flor blanca de agua. Ella flotaba
libre en el lago con su tutú de plumas negras, mientras anochecía. La música no
era el finalle del Lago de los Cisnes y sin embargo no le extrañaba estar
danzando una vieja canción folclórica que Rrrrabanito cantaba, allá al fondo de
la escena y decía "Yo soy como el ave cisne que canta cuando se muere:
Ámame mucho, que así amo yo", pero no se oía como si él la cantara, sino
como si el sonido viniera de una vieja vitrola junto a él, cuyo máximo encanto
era el ruido de agujas. Rrrrabanito sólo fumaba, apoyado en el mueble del
aparato, bajo un sombrero de alas anchas.
Carmen se sentó al otro
lado de Gabor. Después de un rato se inclinó hacia él y le dijo:
- ¿... l ...ra uno d...
tedes?
Gabor hizo primero un
encogimiento de hombros muy leve, casi imperceptible, posiblemente por la
corriente suave que el murmullo de la voz de Carmen produjo en su oído. Después
cerró los ojos un momento, en tanto que su vista recorría todo el trayecto que
media desde el infinito cósmico, hasta detrás de sus propios párpados; después
se volvió hacia la mujer y su rostro se iluminó en una rara transfiguración
desde el gitano hierático hasta el viejo verde. Dijo:
- ¿Qué me dices tú; reina?
- No, nada... ac... so el
difu... tam... én es ... tano.
- ¿Que si él también era
gitano? - señaló al ataúd -. ¡Ah! no, no, no. Pero va a su último destino,
entonces lo gitano lo acompañamo.
- ¿Pero... cía?
- ¿Cómo me dice?
Carmen se acercó mucho a la
oreja de Gabor y dijo en un susurro:
- Que si acaso usted lo
conocía - y esta vez el cosquilleo se extendió por toda la espina dorsal del
gitano, que hacía mucho que no sentía esta sensación tan erótica.
- Ah no. Yo no lo conocía,
pero la Yorka le había visto la fortuna y le ató el pañuelo que tiene la hija,
que llora por él - e hizo un gesto con la mano hacia Treshkaya. Después se
levantó de su asiento, atravesó el pasillo y se sentó junto a Carmen. Una vez que
estuvo ahí le dio, con su mano fuerte y curtida, unas palmaditas muy suaves en
el muslo y dejó su mano posada ahí: Sonreía.
Al fondo del último carro,
una matrona enorme observaba el movimiento de la guardia de funcionarios del
ferrocarril, de las floristas y lloronas, de los supervisores que mantenían
todo organizado, dando instrucciones breves y concisas, que eran obedecidas de
inmediato, de manera que el cortejo ambulante sobre el tren del metro operaba
con la misma rigurosidad que lo hacía el servicio de trenes un día cualquiera.
Pensó que la escuela francesa, aunque adolecía de olor a sobacos, defecto que
en París siempre se toleró, aunque ella misma no pudo soportar ese glamour, era
de una eficacia admirable. "Tal vez", se dijo, "de ahí viene la
manía de los franceses de apretar los labios contra los dientes. Las
instrucciones, para los franceses siempre tienen una cuota de agresión que
obliga a ese gesto". Desde estos pensamientos trepó por sus recuerdos y
evocaciones de Avignon, en su taller pobre donde comenzó haciendo vestidos de
novia de retazos de encajes de otros vestidos usados, recordó con alguna
alegría sus primeros triunfos y también evocó aquellas visitas a París sólo
para repartir mamotretos en las editoriales, hasta que logró vender las primeras
novelas del marido que había dejado de este lado del mundo, a cargo de una
jovencita loca y un grupo de bohemios inútiles. "Si yo hubiera podido,
también le habría dado un funeral así a mi hombre" pensó y miró al vejete
inútil que tenía ahora a su lado, colgado, como un mal adorno, de su brazo.
Honoré era sólo un viejo capricho, del que no pudo deshacerse. "¡Cuántas
veces lo intenté!, pero es como los gatos callejeros: Siempre está de vuelta,
aunque venga rajuñado[6], arañado, herido, maltratado. Pero vuelve". Con
todo, el gato callejero, el inútil, a estas alturas de la vida se había
convertido en el único compañero. Camille ya no era la mujer atractiva que
había sido. Su porte y figura, que sobresalía con gracia entre las mujeres y se
convertía en inmediato deseo para los hombres, cuando era joven, ahora relleno
por la buena y mala vida, por los éxitos y muchos fracasos, por la lealtad
irrenunciable hacía un hombre que sólo la tuvo cuando era una adolescente y la
cambió por todas las otras adolescentes nuevas en tanto pasaba el tiempo,
mientras ella lo sustentaba desde Europa o Nueva York; se había convertido en
una matrona gruesa de majestuoso porte y gesto hosco. Honoré o "Yac
Legromand" como le decía, para burlarse, pagaba todo el amargo costo de su
fracaso definitivo, porque era un inútil, "como todos los hombres, pero
este es más". Este pensamiento la irritó. Lo miró ahí a su lado, colgado
de su brazo, con la cara escondida detrás de todos los pelos hirsutos que la
habitaban. La expresión tímida que se barruntaba en esos ojos celestes que
quizás ni miraban, aumentó su rabia: "Suéltame que ya estoy cansada de
ti" le gruñó, a la vez que le daba en codazo en las costillas. El
viejecito de los cuentos se soltó del brazo grueso y áspero de la matrona y gañó
una disculpa.
Durante la revuelta del
cincuenta y seis era costumbre linchar al enemigo capturado. Muchos morían
arrancando calle abajo, mientras eran lapidados por la turba enemiga,
especialmente si eran cabecillas de algún movimiento, o de cualquier patrulla
enemiga, sorprendida y derrotada en encuentros civiles donde las armas eran
garrotes, palos arrancados de los jardines de los parques, o fierros que habían
sujetado carteles de tránsito o señales peatonales y más. Con todo, era tanta
la rabia acumulada de unos contra otros, de manera irreconciliable que estas
batallas o encuentros sangrientos duraban hasta que no quedaba ningún enemigo
en pie. No había prisioneros ni rehenes. No obstante, cuando el ministro
Ardoainegui, fue sorprendido solo, desarmado, de vuelta de la casa de su amante
a altas horas de la madrugada, cerca de la Avenida de la Independencia, la
patrulla militar prefirió pedir instrucciones, antes de fusilarlo.
"Fusilarlo: ¡De ninguna manera!" sentenció el caudillo de los conjurados.
"Quedaría tirado en la calle y sería recogido por los carretones que
llevan los cuerpos a la fosa común. Se perdería una oportunidad de escarmentar
a los partidarios del dictador supremo" reflexionó. Entonces instruyó:
"¡Cuélguenlo de un farol y que muera de a poco!". Cuando finalmente
triunfaron y restablecieron la paz, en torno a las ruinas, alrededor del farol
donde lo habían colgado hicieron una plazoleta que se llamó "Plazuela del
ahorcado", en recuerdo del triunfo de aquella escaramuza en que el ministro
de la traición fue capturado. Ahí se construyó, mucho después, la estación del
Ahorcado del ferrocarril metropolitano, donde ahora entró bramando el tren del
funeral de Rrrrabanito Motototo. Esta era la última de las estaciones donde el
tren se detendría para recibir a los funcionarios del tramo de la línea que se
agregarían al cortejo fúnebre.
Entre el ir y venir de
gente uniformada en el andén, en medio del subir y bajar de funcionarios para
reacomodar el espacio que ya ocupaba una multitud en el interior de los
vagones, descendió silencioso e ignorado, el viejecito de los cuentos, gañendo:
"Con permiso... Por favor... con permiso... disculpe... con permiso".
Al salir a la plataforma se arrimó a la pared y se fue bordeándola, en el
sentido del movimiento del convoy, hasta llegar al final del andén. Acurrucado
contra la esquina vio al maquinista distraído observando la maniobra de
abordaje de los funcionarios y los acomodos entre vagones. Quienes estaban en
el andén concentraban su atención en abordar o en cómo estaban abordando los
demás, de manera que nadie se había fijado en él. A pesar que creyó que esta
era una circunstancia favorable, en su pecho y vientre sintió un vacío y un
abandono que lo movió a compasión de sí mismo. Sintió por un instante una
gozosa lástima de sí y pensó que era absurdo disfrutar del sufrimiento de
sentirse solo, abandonado del interés de todos, pero a la vez se daba la
paradoja que ésto era lo que él mismo había buscado y deseado. Es decir, su
plan se cumplía y eso lo alegraba, aun a pesar de la tristeza de los motivos
por los cuales lo emprendía. Caminó por el borde de la pared, perpendicular al
tren, acercándose a la esquina donde aquella termina. Una vez ahí, volvió a
observar el hormigueo distraído de la gente que subía o bajaba una y otro vez
del tren. Como nadie se fijaba en él, bajo la escalerilla de gruesos tablones
hasta la berma a la orilla de la línea misma de la gran cuncuna de fierro. Se
alejó por esa vía, del tren, observando con alguna fascinación el brillo que despedían
a su izquierda los sólidos rieles de metal. A medida que dejaba más atrás la
máquina aumentaba el vértigo que sentía, mezclado con tristeza, abandono,
dolor, arrepentimiento y compasión de sí mismo y se extrañaba que la resultante
de todos estos sentimientos superpuestos fuera un estado de inconmensurable
gozo, que llegaba hasta las lágrimas que se enredaban en los pelos hirsutos de
su cara.
Por fin todos abordaron.
Sonaron los vibradores que anunciaban el cierre de puertas y la voz electrónica
que lo advertía. El maquinista observó desde la pisadera de la máquina, hacia
atrás que no hubiera acontecimiento alguno fuera de la norma, mientras se
escuchaba el soplido neumático del cierre de puertas. Una fracción de segundo
después se metió dentro de la máquina y cerró, también su propia puerta. Dio la
clave al control central y el tren comenzó a bramar, cada vez más fuerte
mientras se ponía en movimiento ingresando en la oscuridad del túnel. Avanzó
unos ciento veinte metros antes que el maquinista presintiera que algo ocurría,
que no era propio de la rutina. Creía ver a alguien a la orilla de la vía. Pero
no alcanzó más que a reproducir en su pensamiento primario, la imagen que veía
allá afuera, sin tiempo para validarla. Yac Legromand, u Honoré de Beau Sac, o
el viejecito de los cuentos sintió el bramido de su destino y creyó que todas
las ideas que burbujeaban al interior de su cabeza eran enormes y no cabían
ahí, desbordándose sin que alcanzara a comprenderlas. Sólo una de ellas estaba
clara y se esforzaba por no perderla, arrastrada en el tráfago de las otras.
Entonces calculó que la máquina que se acercaba a gran velocidad, como un
mounstruo de fierro estaba a unos quince metros. Era el momento preciso para
saltar.
El maquinista sintió el
ruido sordo y después el leve sobresalto en el deslizamiento del tren. Ya no
había nada que hacer. Abrió el intercomunicador y dijo: "Zeta trece...
Zeta trece... Estación del Ahorcado. Inútil detenerse. Seguimos en ruta".
Continúa: El funela II
Kepa Uriberri
[5] Guagua: En Chile bebé.
[6] Rajuñado: Se usa en Chile rajuñar por rasguñar.
Editamos, publicamos y promovemos tu libro.
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