viernes, 23 de marzo de 2012

El funeral



El funeral


Ese día todos los trenes circularon con crespones negros atados en puertas y ventanas, aún cuando la dirección del ferrocarril declaró no conocer al señor Rrrrabanito Motototo y dijo no tener información de la muerte de ningún supervisor de tráfico, cargo que por lo demás no existiría dentro del organigrama del ferrocarril. El viejo fue subido en un convoy especial en la estación de la Universidad y trasladado hasta la de la Plaza de los Constituyentes donde lo esperaba otro convoy de siete carros, repleto de personal del ferrocarril que le rindió honores, le cantó y lo aplaudió, además de llorarlo, mientras fue llevado al cementerio en los suburbios por la línea del norte. El convoy se detuvo en la estación de la Pérgola, donde las floristas bajaron con cestas llenas de pétalos de rosas blancas, con las que inundaron el tren y cubrieron vidrios y ventanas. Muchas de ellas continuaron en la caravana, dispersas a lo largo del tren llorando al viejo, ya sea porque lo sentían verdaderamente, porque les había emocionado el homenaje, o por encargo. A lo largo de todo el viaje lanzaron pétalos de rosas blancas en los siete carros, de modo que al llegar al cementerio el piso de los vagones estaba cubierto de una alfombra blanca y aromática que los convertía en la imagen de una triste primavera. Todas ellas continuaron en el cementerio, delante de la caravana, sembrando un sendero de blanco por donde iba pasando el cortejo. En el carro donde viajaba el ataúd Treshkaya iba sentada, a su lado, con los ojos rojos demostrando su desconsuelo, vestida de negro y tapada con un espeso velo.
En la estación de Los Olivares, Carmen subió al carro y se quedó de pie al fondo, con la vista baja. A su lado estaban los gitanos, el padre o abuelo del joven con aspecto severo, miraba a algún punto fijo, más allá del otro extremo del carro, como si vigilara atentamente el futuro inmediato y lejano, asegurando el cumplimiento del predestino. Más allá las gitanas conversaban en voz alta en un revuelo de faldas livianas y coloridas que cubrían a ratos las piernas y siempre las caderas amplias, mientras los anchos escotes dejaban ver la piel curtida y sana de los senos y pechos rústicos, de aromas salvajes. A las siete de la mañana habían partido desde su campamento en los aledaños, junto al arroyo de agua negra, donde está la mansión del rey Éspiro Montana, con treinta y siete habitaciones donde conviven sus hijos, nietos y bisnietas, en diferentes carpas acomodadas en su interior. La cuarta generación está sometida a la maldición de su casta: Desde esta en adelante, en su descendencia legítima no habrá varones y el será sucedido por un bastardo, que lo despojará por fuerza. Hace ya años sólo vive esperando que esa maldición se cumpla.
Gabor con su familia caminaron desde el Bajo de Aguas Negras, los diez y seis kilómetros que los separan de la estación de Leyda del ferrocarril metropolitano y abordaron ahí un tren aún vacío, que no se detuvo en ninguna parte hasta la gran estación de transporte, donde combinan buses urbanos, trenes provinciales, buses interurbanos, transfers particulares, taxis, colectivos, carretelas rurales, cochecitos de caballos trotones, bicicletas modificadas, motos con carrito lateral a trescientos pesos, carretones y más, y el propio metropolitano, en Lo Uriarte. Ahí se había reunido el personal del ferrocarril, que ató crespones negros a las ventanas, a las puertas, en los pasadores y en las manillas, y banderas en las cuatro esquinas de todos los carros y en los parabrisas de las máquinas de ida y retorno. Todos los funcionarios vestían sus uniformes de gala con orlas doradas y charreteras, con estrellas en hombros y puños según su grado, además de guantes blancos y grandes quepis de rígidas viseras azules. Todos lloraban, excepto los de rango más alto, que ostentaban flequillo y tres o más estrellas en las charreteras y que no lo hacían no por falta de emoción, sino por necesidades de su función organizadora. Los funcionarios de la guardia del ferrocarril subieron al primer carro, el de los gitanos, y anunciaron a gritos: "Todos los pasajeros deberán descender del tren. Éste no continúa con servicio. Quienes deban continuar su viaje tendrán que abordar el siguiente tren". Gabor no desvió la vista del horizonte cósmico donde la tenía siempre atada. Janikosh, a su lado, aún no tenía la vista tan dura y firme, a pesar que en algún momento incierto aún, aun cuando Gabor ya lo había prefigurado, tendría que asesinar en un duelo justo al anciano rey Éspiro Montana, del que después sería informado, era su propia sangre y él era el único que podía sucederlo. Se dirá, entonces, que Janikosh jamás podría perdonar a Éspiro por haber engendrado a su verdadero padre y a Gabor por no ser su abuelo de sangre. Así pues, la guardia se acercó a las gitanas y gitanos que no intentaban abandonar el primer carro, mientras Gabor no lo hiciera primero, como correspondía al protocolo y seguían parloteando en voz alta. Repitieron: "Todos los pasajeros deberán descender. Éste tren no continúa con servicio" y agitaban las manos como si estuvieran espantando a las gallinas que se hubieran metido en el sembrado, de manera especialmente despectiva, ya que se trataba sólo de gitanos. Como estos no hicieran caso alguno, se acercaron a los hombres del grupo, con cierto temor, aunque intentando alguna prepotencia: "¡Todos deben bajar!" le gritaron en la oreja a Janikosh, porque era más joven y no le tenían, por tanto, tanto temor. Éste miró fugazmente de reojo a Gabor, que tenía la vista firmemente atada al infinito cósmico más allá de las paredes de metal del tren, más allá de los muros de cemento y piedra de la estación, más allá, más allá de la impenetrable oscuridad de lo túneles del ferrocarril, más allá de su intrincada red intestina, más allá de los edificios chatos y los altos rascacielos modernos del exterior, más allá de las moles comerciales que crecían como cáncer en torno al ferrocarril subterráneo, más allá de todos los caminos que conducen a cualquier parte, de manera insensata al hombre, más allá de los accidentes de la geografía que lo limitan, como las cordilleras, los océanos e incluso los firmamentos pletóricos de estrellas e incluso más allá en el más allá; y trató de imitarlo, aún cuando se sabía demasiado joven para tener tanta sabiduría y traspasar siquiera la primera pared de metal con su débil vista. Ante este fracaso, los guardias auxiliares de andén, con sus mejores galas amarillas, intentaron bajar a las gitanas que parloteaban en los asientos del tren en voz alta, estableciendo un barullo tan alegre que parecía imposible de callar. "¡Todos deben descender del tren!" gritaban, pero parecía que la conversación femenina era tanto más potente que acallaba su intención cada vez más apagada, hasta que se dieron por vencidos y fueron a dar cuenta al jefe de estación de su fracaso. Con su quepis bajo el brazo cuyo puño ostentaba tres barras de oro y púrpura en la casaca, con cinco orlas de oro en el pecho que apenas dejaban espacio para las condecoraciones que de él colgaban y gruesas charreteras con flequillo y tres estrellas en cada hombro, subió al carro de los gitanos, meneando molesto la cabeza, el jefe de estación. Se instaló delante del asiento que ocupaban, hierático Gabor y tieso en su intento por imitar al otro, Janikosh; y habló así: "Estimados amigos, apreciadas damas, todos dignos gitanos" y los recorrió en una pausa, no sólo con la mirada, sino con el gesto todo, de todo su cuerpo y las manos enguantadas de blanco, una de las cuales sujetaban su hermoso quepis adornado con el ícono del ferrocarril metropolitano. Primero, durante la pausa, se hizo un silencio que quizás reflejara un instante de atención, luego se dejó oír un murmullo bajo de voces femeninas y luego subió de volumen pleno de expresiones de desprecio, batir de brazos, volar de faldas multicolores y expresiones de rechazo. Janikosh miró muy brevemente a Gabor que seguía con la vista fija en ningún y todos los lugares donde podía apoyarse la de un sabio anciano gitano, frente a sí mismo, como si, sin estar ausente de todo, no estuviera en modo alguno presente, desde el momento que el estado de las cosas era tal, que se mantenía bajo su completo control. Trató de imitarlo. El jefe de estación levantó ambas manos y presentó una palma blanca y el interior de su quepis, que sujetaba con la otra mano enguantada, hacia la zalagarda de las gitanas y suplicó: "¡Por favor! ¡Por favor escúchenme!". Y aunque no hubo disposición a hacerlo, era su deber asumir que sí la había y continuó: "Este tren sólo presta servicios hasta esta estación, no obstante en seguida entrará, a esta, un nuevo convoy, ya dispuesto, para que ustedes puedan continuar con toda comodidad su viaje. En él se ha dispuesto un carro completo para su uso exclusivo, por lo que les suplicamos que, por ahora, abandonen éste, de manera tal que pueda continuar su tarea y ustedes sigan su trayecto como lo desean". Miró en torno sin esperanza alguna, aunque ansioso de que se produjera el inesperado milagro y los gitanos bajaran del tren. En su imaginación pudo contemplar el cumplimiento de su deseo por un instante muy breve, antes que se disolviera incluso ahí. Ahí vio al gitano viejo, con su cabeza atada por un pañuelo de sucios colores cubierto por un sombrero lleno de años, levantarse ante la mirada atónita del joven que lo acompañaba, cuyo rostro lozano era, sin embargo, como un antiguo retrato del viejo, aunque vestido de manera moderna, de modo que visto en otra circunstancia, quizás nadie hubiera sospechado su origen y raza. Lentamente y con la mirada segura, se dirigía a la puerta más cercana del vagón y sin decir palabra descendía seguido del volar de faldas y el bello vaivén de caderas y pechos de sus mujeres. Pero se evaporó tan rápido como su desilusión, aunque creyó que su deseo no había sido del todo inútil. Aquella imagen fugaz le había mostrado con claridad, que la única manera de lograr que los gitanos abandonaran el tren era que lo abandonara su caudillo patriarcal; así pues se dirigió a éste, aunque en el último momento quizás temió agotar este recurso extremo demasiado pronto y prefirió, primero, intentarlo con el joven que lo acompañaba. De todos modos le habló así, en plural: "Estimados amigos; como ya les expliqué, este tren sólo presta servicios hasta esta estación, pues de aquí en adelante esta destinado a una tarea especial respecto de un querido compañero, que nos ha abandonado, razón por la cual les suplicamos, con el mayor respeto que tengan la gentileza de abandonarlo, de manera de no retrasar más su viaje y el de otros muchos pasajeros que esperan afuera de los andenes de la estación". Janikosh miró de reojo a Gabor de modo de saber qué actitud tomar. Gabor seguía mayestático atravesando todos los obstáculos frente a su vista, que pudieran impedirle ver la sabiduría que se acumulaba más allá. Como una fórmula reiterativa que evitaba la repetición, el jefe de estación, dentro de sus muchas galas, se inclinó levemente hacia el más viejo de los gitanos y dijo: "Por favor" y su tono era más interrogativo que propositivo, "se los suplico", completó. Gabor sin desviar una micra la dirección de su vista, respondió: "Losotros, los gitanos, lolos vamos a bajar deste tren porque salimo de madrugá pa llegar al mercao a vender y si los bajamos los atrasamos". Su voz sonaba intensa y profunda y sus razones de un peso indiscutible, aun cuando se considerara que no tenían lógica alguna. "Pero es que es necesario..." alcanzó a argüir el jefe de estación. "Si no vendemos los gitanos no comemos, así que lolos bajamos" porfió Gabor mientras Janikosh, cada tanto, le echaba una mirada y corregía su propia postura según la actitud que veía en él. Cualquiera podría pensar que el joven gitano observaba al viejo con admiración y lo imitaba como se imita a un ídolo, pero no era esa la actitud de éste. Observaba con atención al otro como el aprendiz observa el oficio de su maestro, para hacerlo suyo, según su propio estilo; es decir que no lo imitaba sino que tomaba ejemplo del otro, para templar su propia actitud. El jefe de estación argumentó: "Mientras más tiempo se tomen en cambiar de tren, más se atrasan y este tren está destinado a llevar a nuestro compañero a su último destino, por lo que no presta, desde ahora, servicio de pasajeros". Gabor apartó la vista del infinito cosmos, desde donde no la había quitado hasta ahora y la clavó en el jefe de estación. Pensó que sus galas y arreglos, las orlas doradas, las charreteras e íconos eran absurdos y sólo daban solemnidad aparente. Pensó: "Los gitano losomos así. Somos de verdad no más", y dijo: "Losotros, los gitano, lo que más sabemos es del destino. Demás que vamos a acompañar, entonces, a ese hombre hasta su último destino. ¡No se hable más!" e hizo un gesto definitivo con sus manos enormes y curtidas. Janikosh observó con atención y repitió el gesto, por lo bajo, analizando sus propias manos jóvenes. Pensó que el resultado era satisfactorio. El jefe de estación se quedó mirando sorprendido, por un momento, pero luego pensó que era razonable, aunque no lógico y se argumentó que Rrrrabanito seguramente querría estar acompañado de los gitanos, también, y se dijo: "Muchas veces me habló de ellos", entonces con un encogimiento respondió: "En ese caso: ¡No se hable más! Partimos todos en seguida" y se cuadró como si fuera un militar, antes de partir a dar instrucciones de abordar al personal que esperaba en el andén. Mientras se iba, los tacones de sus botas resonaron rebotando en el eco de los vagones vacíos. Pensando en ellos creyó en la importancia de su cargo.
Carmen había estado de compras en el barrio de Los Olivares. La noche anterior había sentido náuseas y mareos. Primero había pensado que aquel pastel flamboyant con su licor ardiente, le había irritado las tripas; pero habían pasado, ya, tres días. Después sintió hambre y comió. Se dijo: "Fue el hambre", sin embargo comer no le había hecho daño, pensó pues: "No es digestivo", pero seguía con náuseas y mareos, por lo tanto arguyó riendo de su propia ironía absurda: "Estaré preñada" y recordó las vitrinas cubiertas de papel kraft color café con leche. Sabía que no podía manifestarse tan luego una cuestión así y por eso se reía de sí misma, pero de todos modos, quizás en un impulso que pretendía forzar el anuncio de una verdad ineluctable partió al barrio de Los Olivares a comprar ropas de guagua[5]. En el metro le advirtieron que el servicio se suspendería al mediodía por el duelo. "¿Qu...n m...rió?" preguntó más por un automatismo que por verdadero interés. La respuesta le acentuó las náuseas y los mareos hasta el vómito, añadiéndole el presentimiento como una nueva explicación a estos, además de reafirmar la primera. Alcanzó a comprar unas pocas cosas en las tiendas de los árabes y corrió a la estación a abordar el tren del funeral. Ahí le explicaron que este venía con retraso porque en Lo Uriarte habían tenido que esperar que llegaran los gitanos, que venían caminando desde el campamento de Éspiro Montana en Agua Negra.
Gabor y Janikosh, en razón de su rango, siempre viajaban en el primer asiento, mientras detrás venían las mujeres con los niños. En la estación de La Plaza de los Constituyentes subieron el ataúd varios funcionarios vestidos de gala. Abrazado a este, venía Treshkaya de riguroso negro, cubierta de velos del mismo color y sujetando en su manito delicada, como si fuera el ramo de una novia, el pañuelo del viejo, con el nudo que la gitana le había hecho para sujetar las semillas. Cuando dejaron el ataúd en la parte delantera del carro, la bailarina abrió la ventanilla que permitía ver la cara amarilla y chupada del anciano. Gabor, con respeto, se levantó para dejar su lugar "a la viuda" pensó primero, pero al ver al viejo ahí, en la solemnidad de la nada que lo había atrapado, corrigió su juicio y se dijo: "a la hija". Este hecho no tenía importancia alguna para él, no obstante su misión de visionario del destino no podría jamás estar completa si no tenía esta claridad, de manera que sostuvo una breve discusión interior, en la que se impuso el criterio de que no podría ser la viuda, de manera que dándose a sí mismo a la razón, se dijo: "¡Ah sí, sí! La hija. Es la hija por supuesto. El gitano tiene la razón... ¡La hija!".
En torno del ataúd, a modo de guardia permanente viajaban cuatro funcionarios del metropolitano con sus uniformes de ceremonias, en posición de firmes, como rendición de honores. Treshkaya se sentó junto al ataúd con aspecto desolado. Manipulando el pañuelo, enredada en su pena, al enjugar las lágrimas palpaba las semillas sin prestar mayor atención, asumiendo que era sólo suciedad de Erre Erre. Sin embargo el papel doblado, convertido en un bulto rectangular pequeño, en algún momento llamó su atención e intentó llegar a él, buscando entre los pliegues del pañuelo. Recién entonces se percató que este tenía un nudo muy apretado que envolvía la mugre y el bulto cuadrado que sentía. La curiosidad la distrajo de la pena y se vio a sí misma abriendo el apretado nudo; mas antes de convertir la imagen interior en acción, el pensamiento mágico se cruzó por su razón y sintió culpa; esa culpa que se siente no en la conciencia, sino en el miedo de ser sorprendida. De algún modo absurdo pensó en que el anciano podría descubrir que ella había violentado la intimidad de su pañuelo y abierto el secreto que guardaba tan anudado ahí. Quizás por eso se incorporó y miró el rostro verdoso y algo desfigurado de Rrrrabanito. Posó delante de su rostro, en el vidrio que cubría su cara, la mano que sostenía el pañuelo que guardaba el secreto y dijo, en su pensamiento íntimo: "¡Perdóname! No lo voy a hacer". Pero a la vez, superpuesta a esta idea germinaba, quizás acuciada por la misma culpa, la curiosidad y la compulsión de saber: "¿Qué guardaba ahí? ¿Por qué lo escondía de este modo extraño? ¿Era un amuleto? ¿Un recuerdo? Quizás, incluso, haya aquí, escondido, algún indicio de su vida anterior: Su verdadero nombre, su dirección. ¿Qué? Se volvió a sentar y comenzó a dar vueltas entre los dedos el nudo. Lo oprimía con suavidad e interés, intentando descubrir la materia y forma de lo que ahí había. "Son unas pelotillas y un papel doblado" se decía. "Las pelotillas son duras, algo ovaladas y de ellas surge algo, ¿o no? y ¿De qué tamaño es ese papel doblado si se lo despliega?": Lo sentía de algo así como medio centímetro por lado y quizás un poco menos alto. ¿Tendría ocho o diez dobleces?. Calculó sin precisión que podría tener, entonces, unos cinco a seis centímetros por lado: "¿Qué tiene esas dimensiones?: ¿Una servilleta de papel?". No. No podía ser una servilleta de papel porque "se palpa papel duro y una servilleta es blanda". Pensó en una boleta de compra, recuerdo de alguna cita: "¿Qué cita? ¿Con quién? Sería anterior a ella o ¿sería reciente? ¿Una cita con Carmen?" No. No soportaría esa idea y la desechó: "No. ¡Imposible!". Miró el nudo con atención. Si torcía el pañuelo, girando a favor del reloj, a la vez que empujaba contra el nudo, se iría soltando poco a poco. "O bien, si meto aquí las uñas y muevo de uno a otro lado se puede abrir, quizás sin tanto esfuerzo". El tren se detuvo en la estación de Los Olivares. Treshkaya se sobresaltó. El resoplido de las puertas y el anuncio de los parlantes explicando que este tren estaba fuera de servicio tuvo el mismo efecto que si alguien le hubiera preguntado de pronto: "¿Qué haces con ese nudo?". Miró por la ventanilla a su lado y alcanzó a ver a Carmen que abordaba. "¡Qué hace esa mujer aquí!" se dijo con molestia y adoptó una postura tal que impedía cualquier contacto que aquella pudiera intentar. Una vez que el tren estuvo otra vez en marcha, tiró de la manga al guardia que tenía más cerca, de manera que este acercó el oído hasta la bailarina. Le dijo: "Cuiden que esa mujer que acaba de subir no se me acerque, ni pretenda tocar el cajón". El guardia hizo un leve gesto afirmativo y disimuladamente miró hacia donde estaba Carmen, con los ojos atados al suelo. En seguida, Kaya, rompió a llorar a coro con las floristas que llenaban de pétalos blancos el ataúd y se enjugaba las lágrimas con el pañuelo de Erre Erre. En su mundo interior se veía a sí misma desatando el pañuelo, sus dedos luchaban con el nudo, fuertemente atado, pero de algún modo ya sabía que en su secreto encontraría tres semillas rugosas de color castaño sucio o, quizás, tierra tostada y una nota definitiva de Erre Erre, para ella. Finalmente el nudo cedía y el pañuelo se abría como una flor blanca de agua. Ella flotaba libre en el lago con su tutú de plumas negras, mientras anochecía. La música no era el finalle del Lago de los Cisnes y sin embargo no le extrañaba estar danzando una vieja canción folclórica que Rrrrabanito cantaba, allá al fondo de la escena y decía "Yo soy como el ave cisne que canta cuando se muere: Ámame mucho, que así amo yo", pero no se oía como si él la cantara, sino como si el sonido viniera de una vieja vitrola junto a él, cuyo máximo encanto era el ruido de agujas. Rrrrabanito sólo fumaba, apoyado en el mueble del aparato, bajo un sombrero de alas anchas.
Carmen se sentó al otro lado de Gabor. Después de un rato se inclinó hacia él y le dijo:
- ¿... l ...ra uno d... tedes?
Gabor hizo primero un encogimiento de hombros muy leve, casi imperceptible, posiblemente por la corriente suave que el murmullo de la voz de Carmen produjo en su oído. Después cerró los ojos un momento, en tanto que su vista recorría todo el trayecto que media desde el infinito cósmico, hasta detrás de sus propios párpados; después se volvió hacia la mujer y su rostro se iluminó en una rara transfiguración desde el gitano hierático hasta el viejo verde. Dijo:
- ¿Qué me dices tú; reina?
- No, nada... ac... so el difu... tam... én es ... tano.
- ¿Que si él también era gitano? - señaló al ataúd -. ¡Ah! no, no, no. Pero va a su último destino, entonces lo gitano lo acompañamo.
- ¿Pero... cía?
- ¿Cómo me dice?
Carmen se acercó mucho a la oreja de Gabor y dijo en un susurro:
- Que si acaso usted lo conocía - y esta vez el cosquilleo se extendió por toda la espina dorsal del gitano, que hacía mucho que no sentía esta sensación tan erótica.
- Ah no. Yo no lo conocía, pero la Yorka le había visto la fortuna y le ató el pañuelo que tiene la hija, que llora por él - e hizo un gesto con la mano hacia Treshkaya. Después se levantó de su asiento, atravesó el pasillo y se sentó junto a Carmen. Una vez que estuvo ahí le dio, con su mano fuerte y curtida, unas palmaditas muy suaves en el muslo y dejó su mano posada ahí: Sonreía.
Al fondo del último carro, una matrona enorme observaba el movimiento de la guardia de funcionarios del ferrocarril, de las floristas y lloronas, de los supervisores que mantenían todo organizado, dando instrucciones breves y concisas, que eran obedecidas de inmediato, de manera que el cortejo ambulante sobre el tren del metro operaba con la misma rigurosidad que lo hacía el servicio de trenes un día cualquiera. Pensó que la escuela francesa, aunque adolecía de olor a sobacos, defecto que en París siempre se toleró, aunque ella misma no pudo soportar ese glamour, era de una eficacia admirable. "Tal vez", se dijo, "de ahí viene la manía de los franceses de apretar los labios contra los dientes. Las instrucciones, para los franceses siempre tienen una cuota de agresión que obliga a ese gesto". Desde estos pensamientos trepó por sus recuerdos y evocaciones de Avignon, en su taller pobre donde comenzó haciendo vestidos de novia de retazos de encajes de otros vestidos usados, recordó con alguna alegría sus primeros triunfos y también evocó aquellas visitas a París sólo para repartir mamotretos en las editoriales, hasta que logró vender las primeras novelas del marido que había dejado de este lado del mundo, a cargo de una jovencita loca y un grupo de bohemios inútiles. "Si yo hubiera podido, también le habría dado un funeral así a mi hombre" pensó y miró al vejete inútil que tenía ahora a su lado, colgado, como un mal adorno, de su brazo. Honoré era sólo un viejo capricho, del que no pudo deshacerse. "¡Cuántas veces lo intenté!, pero es como los gatos callejeros: Siempre está de vuelta, aunque venga rajuñado[6], arañado, herido, maltratado. Pero vuelve". Con todo, el gato callejero, el inútil, a estas alturas de la vida se había convertido en el único compañero. Camille ya no era la mujer atractiva que había sido. Su porte y figura, que sobresalía con gracia entre las mujeres y se convertía en inmediato deseo para los hombres, cuando era joven, ahora relleno por la buena y mala vida, por los éxitos y muchos fracasos, por la lealtad irrenunciable hacía un hombre que sólo la tuvo cuando era una adolescente y la cambió por todas las otras adolescentes nuevas en tanto pasaba el tiempo, mientras ella lo sustentaba desde Europa o Nueva York; se había convertido en una matrona gruesa de majestuoso porte y gesto hosco. Honoré o "Yac Legromand" como le decía, para burlarse, pagaba todo el amargo costo de su fracaso definitivo, porque era un inútil, "como todos los hombres, pero este es más". Este pensamiento la irritó. Lo miró ahí a su lado, colgado de su brazo, con la cara escondida detrás de todos los pelos hirsutos que la habitaban. La expresión tímida que se barruntaba en esos ojos celestes que quizás ni miraban, aumentó su rabia: "Suéltame que ya estoy cansada de ti" le gruñó, a la vez que le daba en codazo en las costillas. El viejecito de los cuentos se soltó del brazo grueso y áspero de la matrona y gañó una disculpa.
Durante la revuelta del cincuenta y seis era costumbre linchar al enemigo capturado. Muchos morían arrancando calle abajo, mientras eran lapidados por la turba enemiga, especialmente si eran cabecillas de algún movimiento, o de cualquier patrulla enemiga, sorprendida y derrotada en encuentros civiles donde las armas eran garrotes, palos arrancados de los jardines de los parques, o fierros que habían sujetado carteles de tránsito o señales peatonales y más. Con todo, era tanta la rabia acumulada de unos contra otros, de manera irreconciliable que estas batallas o encuentros sangrientos duraban hasta que no quedaba ningún enemigo en pie. No había prisioneros ni rehenes. No obstante, cuando el ministro Ardoainegui, fue sorprendido solo, desarmado, de vuelta de la casa de su amante a altas horas de la madrugada, cerca de la Avenida de la Independencia, la patrulla militar prefirió pedir instrucciones, antes de fusilarlo. "Fusilarlo: ¡De ninguna manera!" sentenció el caudillo de los conjurados. "Quedaría tirado en la calle y sería recogido por los carretones que llevan los cuerpos a la fosa común. Se perdería una oportunidad de escarmentar a los partidarios del dictador supremo" reflexionó. Entonces instruyó: "¡Cuélguenlo de un farol y que muera de a poco!". Cuando finalmente triunfaron y restablecieron la paz, en torno a las ruinas, alrededor del farol donde lo habían colgado hicieron una plazoleta que se llamó "Plazuela del ahorcado", en recuerdo del triunfo de aquella escaramuza en que el ministro de la traición fue capturado. Ahí se construyó, mucho después, la estación del Ahorcado del ferrocarril metropolitano, donde ahora entró bramando el tren del funeral de Rrrrabanito Motototo. Esta era la última de las estaciones donde el tren se detendría para recibir a los funcionarios del tramo de la línea que se agregarían al cortejo fúnebre.
Entre el ir y venir de gente uniformada en el andén, en medio del subir y bajar de funcionarios para reacomodar el espacio que ya ocupaba una multitud en el interior de los vagones, descendió silencioso e ignorado, el viejecito de los cuentos, gañendo: "Con permiso... Por favor... con permiso... disculpe... con permiso". Al salir a la plataforma se arrimó a la pared y se fue bordeándola, en el sentido del movimiento del convoy, hasta llegar al final del andén. Acurrucado contra la esquina vio al maquinista distraído observando la maniobra de abordaje de los funcionarios y los acomodos entre vagones. Quienes estaban en el andén concentraban su atención en abordar o en cómo estaban abordando los demás, de manera que nadie se había fijado en él. A pesar que creyó que esta era una circunstancia favorable, en su pecho y vientre sintió un vacío y un abandono que lo movió a compasión de sí mismo. Sintió por un instante una gozosa lástima de sí y pensó que era absurdo disfrutar del sufrimiento de sentirse solo, abandonado del interés de todos, pero a la vez se daba la paradoja que ésto era lo que él mismo había buscado y deseado. Es decir, su plan se cumplía y eso lo alegraba, aun a pesar de la tristeza de los motivos por los cuales lo emprendía. Caminó por el borde de la pared, perpendicular al tren, acercándose a la esquina donde aquella termina. Una vez ahí, volvió a observar el hormigueo distraído de la gente que subía o bajaba una y otro vez del tren. Como nadie se fijaba en él, bajo la escalerilla de gruesos tablones hasta la berma a la orilla de la línea misma de la gran cuncuna de fierro. Se alejó por esa vía, del tren, observando con alguna fascinación el brillo que despedían a su izquierda los sólidos rieles de metal. A medida que dejaba más atrás la máquina aumentaba el vértigo que sentía, mezclado con tristeza, abandono, dolor, arrepentimiento y compasión de sí mismo y se extrañaba que la resultante de todos estos sentimientos superpuestos fuera un estado de inconmensurable gozo, que llegaba hasta las lágrimas que se enredaban en los pelos hirsutos de su cara.
Por fin todos abordaron. Sonaron los vibradores que anunciaban el cierre de puertas y la voz electrónica que lo advertía. El maquinista observó desde la pisadera de la máquina, hacia atrás que no hubiera acontecimiento alguno fuera de la norma, mientras se escuchaba el soplido neumático del cierre de puertas. Una fracción de segundo después se metió dentro de la máquina y cerró, también su propia puerta. Dio la clave al control central y el tren comenzó a bramar, cada vez más fuerte mientras se ponía en movimiento ingresando en la oscuridad del túnel. Avanzó unos ciento veinte metros antes que el maquinista presintiera que algo ocurría, que no era propio de la rutina. Creía ver a alguien a la orilla de la vía. Pero no alcanzó más que a reproducir en su pensamiento primario, la imagen que veía allá afuera, sin tiempo para validarla. Yac Legromand, u Honoré de Beau Sac, o el viejecito de los cuentos sintió el bramido de su destino y creyó que todas las ideas que burbujeaban al interior de su cabeza eran enormes y no cabían ahí, desbordándose sin que alcanzara a comprenderlas. Sólo una de ellas estaba clara y se esforzaba por no perderla, arrastrada en el tráfago de las otras. Entonces calculó que la máquina que se acercaba a gran velocidad, como un mounstruo de fierro estaba a unos quince metros. Era el momento preciso para saltar.
El maquinista sintió el ruido sordo y después el leve sobresalto en el deslizamiento del tren. Ya no había nada que hacer. Abrió el intercomunicador y dijo: "Zeta trece... Zeta trece... Estación del Ahorcado. Inútil detenerse. Seguimos en ruta".

Continúa: El funela II


Kepa Uriberri

[5] Guagua: En Chile bebé.
[6] Rajuñado: Se usa en Chile rajuñar por rasguñar.





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