viernes, 23 de marzo de 2012

El funeral II





El Funeral II


Kaya se llevó el pañuelo a la nariz y aspiró profundo, intentando tal vez, por el olor, descubrir que contenía aquel nudo. O, a lo mejor, sólo quería evocar, en el aroma del pañuelo, algo del espíritu de Erre Erre. Mientras aspiraba el olor, más a género antiguo que a semillas de albahaca, pensó que éstas eran demasiado pequeñas y las que se podía palpar eran mayores, casi del tamaño de una lenteja, pero con algo más de espesor. El olor a trapo, a su vez, sólo daba cuenta del tiempo que tendría el pañuelo en el bolsillo de Erre Erre. Trató de evocar el olor propio del viejo y no pudo. Se dijo que quizás si oliera a rabanitos, y sonrió en un paréntesis culpable de su pena insondable, sin darse cuenta se sorprendió pensando en que ya no lo llamaba Rrrrabanito, sino Erre Erre. Trató de explicarse por qué. Recordó que la primera vez que le había dicho así, había sido como una forma despectiva para rechazar su relación con Carmen. Sin embargo después, aunque lo había perdonado, le había seguido diciendo Erre Erre. "Tal vez sea que este nombre resulte más viril. Más propio de un hombre que sabe traicionar y abandonar. De alguien por el que se debe luchar, mientras que Rrrrabanito sí es una interjección y una interjección de niño, nacida en su niñez y reflejaba la debilidad de un niño al que se debe proteger". Pensó, entonces, que lo había conocido Rrrrabanito, que era un viejito desvalido que no era capaz de comprarse un boleto de metro, digno de aquel nombre o interjección de cuento infantil, pero de a poco se había convertido en un hombre lleno de misterios y magias, capaz de enfrentar por ella al albañil, mucho más joven y potente. Se había transformado en Drosselmeyer del Cascanueces, en Rothbart del Lago de los cisnes, en Sigfrido, y en todos los héroes mágicos de los ballet. También había sido de carne y hueso al caerse en el parque y al convertirse en un traidor con Carmen. En esta traición, finalmente, había demostrado ser un hombre entero, deseable, digno de lucha más que de sueños mágicos y se preguntó donde habría escrito esto el albañil. En ese instante pensó que cuando al fin habían vencido, todo había terminado y se dio cuenta que el albañil no estaba aquí: No había venido al funeral de su amigo enemigo, a acompañar a su desgraciada soñadora enemiga amiga. Pero Carmen, con su hablar medio silencioso, medio a medias, sí había venido.
El tren finalmente se detuvo en la estación del Cementerio. La guardia de honor que rodeaba el ataúd se lo echó sobre los hombros y salieron de la estación a paso calmo, seguidos de Treshkaya, que cansada de llorar alternaba sus pensamientos entre los momentos felices con Erre Erre y el contenido eventual de aquel pañuelo. A ratos, mientras caminaban sobre el sendero de pétalos blancos que iban sembrando las floristas delante del cortejo, pensaba si tendría derecho de deshacer ese nudo y conocer aquella intimidad que él nunca había mencionado y ni siquiera había intentado mostrarle. "Quizás es sólo que no tuvo tiempo" se decía, intentando convencerse que no habría nada de malo en desatarlo. "Tal vez ahí esté su nombre verdadero" pensaba también, alimentando un raro sentido mágico sin asidero alguno. "O podría haber oculto un secreto horroroso: ¿Por qué no? ¿Y si se había fugado de una cárcel en Nueva Guinea? ¿O si es un perseguido político de Ukrania? ¿O un sabio Iraní que huyó de la obligación atómica?. En realidad yo sólo conozco este trozo de la verdad del cual hemos llegado a un acuerdo entre quienes lo conocimos aquí. Quizás si sea cierto lo que dijo el albañil: La verdad es sólo un acuerdo y la última verdad lo que queda escrito".
Detrás venía Gabor que abrazaba por la cintura a Carmen. Ella miraba el ataúd, aunque su mirada estaba extraviada; sólo se estrellaba con esa realidad que ni siquiera le pertenecía, sino de manera absolutamente eventual: Ayer había sido ese hombre, hoy este gitano, nunca el albañil y luego nadie. Otra vez sola, buscando ansiosa un lugar donde su mirada se ancle en una mirada que la convierta en deseo y quizás ese deseo se convierta un día, si estuviere escrito, en definitivo remedio de su soledad silenciosa, que nadie escucha: "Porque nadie escucha mi grito de socorro" se argumentó. "Sólo tal vez, ese viejo ahí tieso y amarillo, me haya dado alguna esperanza para siempre y sin embargo siento más lástima por mi que por él". Dos o tres pasos más atrás, aunque delante de las gitanas, Janikosh miraba, como si fuera una clase magistral de la vida, a Gabor que oprimía contra sí a Carmen y pensaba: "¿Pero... por qué si ella no es una gitana?" Entonces juzgaba el andar de hembra voluptuosa, como si el hacerlo sólo estuviera destinado a preparar las ansias del hombre y creía entender que al no ser ella una gitana, entonces no tenía importancia el respeto, o los sentimientos de la hembra, porque, en fin, no era nadie: No era Romanovski, no era Nicolich, no era una Montana ni una Vladimirivich; nadie: Se la podía tener y luego dejar. Sí. Es lo que haría Gabor, sin duda. Entonces sentía esas ansias que se piensan en el vientre bajo y parecen contraer la energía e impulsar el deseo. Detrás las gitanas  venían flanqueadas por la guardia del ferrocarril metropolitano y los supervisores, los jefes de estación y algunos que sin ser más que maquinistas, cajeros, boleteros, siempre sabían encontrar ubicación y prosperar. Todos ellos miraban y eran mirados por las gitanas, compartiendo sonrisas cínicas y pensamientos prohibidos. Todos compartían, de algún modo raro, el pensamiento de Janikosh, aunque entre ellos ninguno lo hiciera explícito ni siquiera para sí mismo.
Finalmente, detrás venía todo el personal de línea, los que cuidan los andenes, los maquinistas y acompañantes, los ayudantes administrativos y todo ese conjunto de seres casi tan invisibles como los mismos pasajeros, pero que tenían el encargo de algún detalle menor en la operación de este enorme monstruo subterráneo de mil cabezas en el que se había paseado hasta ser conocido de todos y saberlo todo, como si hubiera sido gran mayordomo del ferrocarril, el hombre que ya no era, y que iba tendido en ese envase de palo último, a quien nadie le sabía el nombre y había sido conocido con una interjección que recordó de su niñez, la primera vez que subió a la cabina de mandos de un tren: "¡Rrrrabanito Motototo!". De todos ellos, algunos lloraban, otros conversaban de la vida y también del futuro. Casi cerrando el cortejo, sin ninguna urgencia, una mujer gruesa, cuya belleza triste se había perdido en Nueva York, en Barcelona, en Avignon y París, cuyo mérito final había sido la lealtad plena, incluso hasta el límite de la crueldad y hasta la pérdida de sus atributos femeninos, ajados y revenidos; buscaba con la mirada a Yac el Inútil francés. A ratos recordaba su ingenuidad y sonreía; entonces multiplicaba trescientos por cada cuento, por mil... o digamos, para ser ilusos, dos mil cuentos al mes, nunca alcanzaría para pagar una renta de un departamento decente, o una casa de barrio bajo, la cuenta del almacén y la de luz. Pero, contra su propia voluntad, había llegado a amar a ese estúpido que la había perseguido por el mundo, quizás precisamente, porque era un estúpido. Entonces sintió ternura al recordarlo vendiendo en alguna estación de metro, vuelto tres cuartos hacia una pared y voceando con gañidos bajitos: "¡Hay cuentos!... Lleve cuentos a trescientos".
Por fin el cortejo llegó al mausoleo del sindicato de empleados del ferrocarril metropolitano. Ahí los portadores dejaron descansar en el atrio, sobre sus pedestales, el ataúd del viejo. Unos a otros se miraron, el presidente del sindicato hizo una seña casi imperceptible al protesorero. Este a su vez le hizo otra al secretario y este carraspeó mientras escarbaba el bolsillo interior de su uniforme de jefe de maquinistas, de donde extrajo un legajo de unas cinco hojas de papel, dobladas en cuatro. Las estiró y las examinó con atención, se arregló el nudo de la corbata y fue a instalarse frente a la cabecera del ataúd y comenzó a leer: "A las cuatro treinta y ocho de la madrugada de un veinticinco de octubre el cuarenta ciento tres ingresó a tiempo a la estación de La Plaza de Los Constituyentes por la línea del poniente donde se encontraba el supervisor de tráfico. Ese día lo conocí". Hizo una pausa para mirar a la gente que lo escuchaba. Más allá de ésta, al fondo de la avenida de cipreses por donde habían entrado le llamó la atención alguien vestido de riguroso negro que se acercaba al mausoleo con apuro, haciendo señas con urgencia. Pensó en lo extraño que resultaba que alguien saludara de manera tan aparatosa desde tan lejos, casi como si quisiera detener la ceremonia mientras llegaba. Pero el secretario del sindicato se dijo que no iba a detener el ritmo de su discurso por cualquier persona que llegara con atraso y continuó su lectura. El hombre de negro siguió, a su vez, acercándose mientras hacía señas aparatosas. Después de un rato el secretario escuchó voces que hablaban interrumpiendo su lectura. Levantó la vista y encontró al hombre de negro que hablaba en voz irrespetuosamente alta al presidente del sindicato, que intentaba argumentar algo, sin tomar en cuenta su despedida oficial "a uno de los miembros más queridos del sindicato de empleados del ferrocarril metropolitano y compañero de trabajo abnegado" según leyera en su discurso. El hombre de negro decía:
- Si no trae el permiso de sepultación no puede enterrar a ese hombre. No hay nada que yo pueda hacer.
- Pero si el mausoleo es nuestro. ¿Por qué no podemos enterrar ahí a nuestro compañero?
- La cuestión, señor mío, no es que lo vaya a enterrar en su mausoleo. La cuestión es que no puede enterrarlo en ninguna parte si no tiene el permiso correspondiente.
El secretario interrumpió su discurso y miró al presidente con ojos interrogadores, a la vez que detenía su discurso. El presidente se encogió de hombros y miró a Treshkaya que le devolvió una mirada compungida. Kaya no comprendía la razón por la que detenían tan abruptamente la ceremonia y miró alrededor esperando que la solución del problema viniera de algún lugar en cualquier momento. Detuvo la vista en Gabor que se veía el más respetable de todos los presentes. Gabor miró a Carmen y sus ojos expresaron lujuria. Carmen miró al secretario que no sabía si continuar las tres páginas de su discurso que restaban y miró al protesorero en busca de una respuesta. Este miró al presidente del sindicato; le preguntó:
- ¿Quién estaba a cargo de ese permiso?
El presidente se encogió de hombros. Dijo:
- La viuda; supongo.
El protesorero y el presidente miraron a la viuda. Este último le preguntó:
- Señorita: ¿Usted trae el permiso de sepultación?
Kaya dijo:
- No sé. No. ¿Qué es eso? - y se echó a llorar con el pañuelo del viejo sobre la nariz y la boca.
La idea absurda de que quizás era el papel que se palpaba ahí atado dentro de ese nudo paso por su mente, volando como un pájaro de colores que estallaba, como una pompa de jabón, tan pronto como percibía que la idea era ridícula.
- ¿Tiene un certificado de defunción? - preguntó el funcionario del cementerio, vestido de negro riguroso.
- No comprendo - respondió Kaya. - ¿Para qué querría un certificado si lo veo que está muerto? ¿O acaso no puede morirse una sin un permiso?
- Señora; ¿Lo visitó un médico para certificar que había muerto?
- Usted disculpe. ¿Acaso cree que yo soy idiota, que no me doy cuenta cuando alguien está muerto? ¿O cree que yo lo inventé?
El funcionario creyó que estaba perdiendo el tiempo; entonces dijo:
- Bueno, si no tienen los permisos no lo pueden sepultar. Tienen que llevárselo y hacer los trámites que corresponde - y se retiró por la avenida de cipreses camino de las oficinas de administración del cementerio.
Todos se miraron, unos a otros, en busca de una decisión. Los funcionarios que no habían conocido a Rrrrabanito comenzaron a irse, poco a poco, hasta que no quedó ninguno. Muchos de los que lo conocieron también comenzaron a irse, convencidos de que ellos no tenían nada que aportar en la solución del problema pero que podían tener un problema con la empresa si no se reportaban en sus trabajos. Después se fueron, también, algunos que se sentían comprometidos con él, pero a pesar de la culpa, creyeron que no tenían por qué estar ahí. Lo mismo hubo otros que no se quedaron porque, aunque estimaban al difunto e incluso habían sido favorecidos por él, no estaban de acuerdo con los dirigentes del sindicato y pensaban que por el muerto no había nada que hacer: Ya no resucitaría y fuera cual fuera su suerte, él no la sabría. En cambio el sindicato era algo vivo por lo que había que luchar. De este modo, cuando llegaron los carabineros con funcionarios del Servicio Médico Legal sólo estaban ahí los gitanos, con Gabor a la cabeza, asido a la cintura de Carmen, que miraba de manera difusa al ataúd y Janikosh que pensaba que la lujuria era mejor con la mujer del prójimo, tal como lo demostraba su mentor, el presidente del sindicato y Kaya que no comprendía bien la razón por la que no se podía enterrar a Erre Erre si era indudable que estaba muerto: "¿Acaso pretendían que su pudriera un poquito, para estar seguros de que no estaba vivo?" y reflexionaba que quién más que ella misma querría que estuviera vivo y se veía bailando, vestida de blanco, en un escenario donde yacía, al centro, en un atrio como el de este mausoleo, pero sobre una lápida de mármol, el viejo, representando el amor infinito y la sabiduría final. Ella danzaba con el pañuelo apretado en su mano, en torno al anciano. En el gran final ponía el pañuelo sobre su pecho y lo desataba. Al abrirlo las semillas germinaban y las florecillas blancas emanaban un perfume salvífico y mágico que lo resucitaba. Entonces desde todos los rincones de la escena volvía todo el pueblo que se había ido y bailaban alrededor festejando la resurrección en la que nadie creía. El cabo de carabineros preguntó quien estaba a cargo del funeral y miró a Gabor que se veía como el de mayor prestancia en el grupo. Gabor miró a la viuda e hizo un gesto apenas perceptible aunque significativo hacia ella. El cabo le preguntó a Kaya acaso era gitana. Kaya negó. Entonces le pidió los papeles del muerto. Como nadie tenía papeles del difunto, ni manera de certificar su identidad, ni menos tenían como certificar que había muerto, ni en qué circunstancias, entonces presentó al funcionario del Servicio Médico Legal. Dijo:
- El señor aquí tiene orden de retirar el cuerpo del occiso y conducirlo a la morgue del servicio.
El funcionario se presentó y sin más se acercó al ataúd, miró el rostro amarillo, de facciones ya hundidas del anciano, levanto las cejas y movió la cabeza en un gesto que tanto podía significar "Sí. Sin duda está muerto" o también "¡Qué estupidez tan grande!". Este gesto, en todo caso, fue necesario y suficiente para tomar el control de la situación; levanto la mano e hizo un gesto, tras el cual se acercó un furgón fiscal, del cual descendieron cuatro hombres que metieron el ataúd en la parte trasera. Mientras carabineros tomaba nota de la identidad y relación con el occiso de todos los presentes, el furgón se retiró con el funcionario y el viejo Rrrrabanito en su interior.
Desolada y sola, Treshkaya apretaba en un puño el pañuelo de Erre Erre. Era la única seña que le quedaba de él. Incluso cuando trataba de evocar su imagen, no le era posible. Su rostro era borroso, la línea de los ojos no expresaba esa bondad dura, sin concesiones, que parecía querer esconderse en el gesto, pero que sin embargo en los momentos fundamentales se hacía nítida tras la humedad de la emoción. ¿Cómo sonreía? Ya no podía recordarlo, sólo sabía que lo hacía y que cuando lo hacía, ella podía amarlo para siempre. Intentaba reproducir su lenguaje que le parecía siempre poético, aunque no había poesía en él en lo absoluto, pero no lograba recordar cómo construía las frases cuando le decía sin mencionarlo, que estaba enamorado de ella. ¿Cómo era? Quizás algo como "Si siempre estuviera contigo, nunca estaría solo", pero no tan pueril y obvio. Comprimía el pañuelo y su nudo gordiano central, intentando interrogarlo: ¿Cómo lo decía? y ¿Cómo era su rostro? ¿Y el gesto de sus manos con esas bellas pecas de viejo? Pero el pañuelo no contestaba. "Quizás sí contestara si lo desato, pero si lo hago y a él no le parece bien, ¿o si descubro algo que no debería saber?". Sentía entonces ansias de verlo, "aunque esté muerto, seco y verde. No me importa. Yo tengo que rescatarlo y enterrarlo como a todos los que mueren... ¡Es injusto!".
La primera vez que fue a la morgue, pensando en recuperar su cuerpo y sepultarlo le preguntaron quién era ella, qué relación de parentesco tenía con el occiso, como se llamaba él y si tenía sus papeles. Como no tenía nada, ni sabía su verdadero nombre ni podía explicar correctamente las circunstancias de su muerte ni por qué lo buscaba, excepto que lo amaba y era su pareja, el funcionario que la atendió se negó a mostrárselo siquiera para un reconocimiento. Le dijo:
- Pero si usted no sabe quién es: ¿Cómo pretende reconocerlo?
Entonces lloró. Se enjugó el llanto con el pañuelo de Erre Erre, se lo mostró al funcionario y le explicó:
- Este es su pañuelo. Adentro tiene algo: Quizás explique quién es él, pero temo abrirlo. ¡Tómelo! Ábralo usted y vea si sirve.
El funcionario sonrió, tal vez con desdén, o quizás con lástima. Quizás era lástima porque accedió a mostrarle al occiso a sabiendas que no serviría de nada. Después de interrogarla sobre las circunstancias en que había ingresado a la morgue, la fecha y otros datos, la condujo hasta una ventana desde la cual pudo ver a Erre Erre al revés, pues estaba recostado de espaldas, con la cabeza hacia ella. El tono de su piel había perdido algo de la translucencia del verde amarillo de la piel recién muerta y se había acartonado. El color se había profundizado hacia el amarillo sucio, como de hoja muerta y los rasgos se habían afilado. La nariz que siempre le pareció graciosa en compañía de su sonrisa llana, ahora era como la quilla de un barco volteado al revés y la boca se había curvado hacia la crueldad que él nunca tuvo. Sintió que se le recogía el corazón y las tripas. En silencio le pidió permiso para abrir el nudo de su pañuelo, pero él no respondió nada, ni en su lecho ni en su pensamiento, donde permaneció, también, estólido y silencioso, sentado con el mismo color y gesto que ahí detrás de la ventana, en un sillón de mimbre, con una pierna cruzada sobre la otra en una ancha explanada cuyo horizonte se ennegrecía por la nubes de borrasca a punto de desatarse, mientras en el cielo gris, sobre él, volaban pajarotes que graznaban esperando que ella dejara de mirarlo.
Preguntó cuándo podría sepultarlo como Dios manda. El funcionario meneó la cabeza con actitud triste.
- Cuando venga alguien con los papeles de identificación y lo retire.
- Pero yo lo identifico...
- No es suficiente.
- ¿Y si nunca viene nadie?
- En ese caso, debe esperar ciento veinte días y será enterrado como Ene Ene.
- ¿Y por qué no lo puedo sepultar ahora, de inmediato, como Erre Erre?
- No es posible... Si nadie lo identifica hay que esperar el plazo legal. Después de eso se debe sepultar en el patio ciento veintinueve como No Nominado, ¿comprende?
- No. Es que yo ya lo identifiqué, yo sé quién es...
- Sí; pero no es el nombre verdadero.
Cada semana durante los ciento veinte días que dispone la ley, Kaya iba a la morgue y sostenía un diálogo parecido. También preguntaba, con vana esperanza, si alguien más había intentado reconocerlo o visitarlo. A veces conseguía que se lo volvieran a mostrar. Cada vez su piel estaba más curtida como si la hubieran mojado mil veces en agua de mar y la hubieran secado al sol. Ya no parecía piel sino cuero y después, con el tiempo, del color de las castañas más oscuras, pero sin brillo alguno, parecía ser de lona; de esa lona que usan los pescadores en alta mar, ya sea como velas o como cobertura para protegerse en las tormentas. Seca y quebradiza. Había adelgazado y todas las facciones se habían aguzado o hundido, de modo que ya no se podía recordar, al verlo, al hombre que había sido y que Kaya quería mantener en su recuerdo. No obstante porfiaba en verlo con la ilusión de recobrar la figura que de su imaginario interior se había esfumado y diluido, como si pretendiera escapar. Cada vez que lo veía lo miraba con extrema atención, intentando reconstruir su mirar sereno, su sonrisa bondadosa y hasta intentaba recobrar el sonido de su voz a partir de la forma de los labios ahora secos. De vuelta a su casa trataba de ir fijando la última visión y quizás superponerla con la imagen de Erre Erre vivo, de manera de recuperarlo. A veces creía volver a ver el instante en que la miró por última vez, antes que los ojos se dieran vuelta hacia adentro y se le abrieran las pupilas, como si necesitara que en ese momento final estas dejaran paso a todas las imágenes de su vida. Pero al tratar de capturar el recuerdo, la boca se torcía hacia abajo, los labios se hacían de cartón y los ojos se hundían. "Tal vez sea que se resiste a morir. Por eso no permite que lo entierren. Por eso me dejó el pañuelo con su misterio insoluble. Por eso no me da una seña que me permita desatarlo" pensaba a veces mientras ensayaba una coreografía y volvía a pensar en la magia del relato que lo traía de vuelta, "pero eso sólo es posible en el escenario" se decía. Aunque ya no bailaba en las escaleras del metro, o en los andenes, mientras esperaba su tren, de todos modos al llegar a la plataforma recorría a todos los pasajeros que esperaban con la tonta ilusión de encontrarlo. Otras veces se sentaba en el café de la estación de la Plaza de los Constituyentes, durante largas tardes, a esperar. Aunque no sabía qué esperaba. Al principio pensaba que podía contentarse con encontrar, al menos, al albañil con su cuaderno. "Quizás él haya escrito la solución" argumentaba para sí misma, pero nunca conseguía encontrar a qué podría dar solución el albañil: "¿A la muerte del viejo? Podría haber escrito que no había muerto que ese era otro; pero no". No tenía sentido. Ella misma estaba sobre él y en contacto íntimo, de manera que era imposible: Lo sabía. Y aunque pudiera, tampoco había encontrado jamás al albañil. "Quizás murieron juntos. Tal vez como en el ballet eran la misma persona pero de modos diferentes, como el cisne negro y el cisne blanco, como Odette y Odile". Por fin cuando se hacía muy tarde sentía que se estaba escapando de la realidad y se iba de ahí.
Cuando se cumplieron los ciento veinte días, Kaya ya sabía que estaba preñada y solía acariciarse el vientre con el pañuelo, aún atado al centro y le decía: "Aquí está la esencia de tu papá, o quizás su herencia". En la morgue le informaron que el cadáver Ene Ene dos cuatro cinco... había cumplido su plazo hacía tres días y había sido sepultado en el patio ciento veintinueve del cementerio con todos los desconocidos. Cuando oyó la sentencia que condenaba, finalmente, a muerte a Rrrrabanito, se echó a llorar sin consuelo y volvió a empapar el pañuelo con su llanto y sus mocos. Preguntó cómo podía encontrar su tumba y el funcionario, quizás con más conmiseración que desidia, le dio una ubicación en el patio que creyó que difícilmente encontraría y que en todo caso podía darle algún consuelo, sin importar quien estuviera sepultado en el lugar. Se dijo a sí mismo que después de todo ella tampoco sabía quien era a quien buscaba, con lo que se liberó de cualquier cargo de conciencia.
Kaya buscó las señas en el patio ciento veintinueve, que estaba sembrado de cruces de latón olvidadas y oxidadas, puestas en cierto orden, de modo que marcaban filas y columnas orientadas unas de norte a sur y las otras de oriente a poniente pero con los travesaños mirando a la cordillera. Hizo las cuentas varias veces para asegurarse que la tumba encontrada, igual a todas las innumerables otras, a pesar que la tierra removida era más reciente, fuera, con certeza, la correcta. Le ató una cinta de regalo de color verde y en ella sujetó un geranio blanco, que lamentó fuera una flor sin aroma alguno. Después de algunos días volvió con una lápida de marmolina, pequeña, grabada, en la que se leía: "Erre Erre te llevo conmigo" y la fecha de su muerte. Se arrodilló entonces frente a la cruz de latón, a la cual había cambiado la cinta verde por otra amarilla que sujetó un nuevo geranio blanco y en absoluto silencio, en una conversación íntima de espíritu a espíritu, según se dijo a sí misma, después de declararle su amor para siempre, le pidió permiso para desatar el pañuelo. Creyó que el viejo le volvía a decir: "Te amo de todas las formas: Prosaicas, sublimes, pasionales, tranquilas, fogosas, poéticas, locas, estúpidas, con entrega, con envidias, sin límites, con vértigos, con risas eternas, con llantos de ausencias, con esta súplica y con más súplicas, con por favor recuérdame y con pedidos de compasión y comprensión, de rodillas para el perdón y de pie con la mirada alta de orgullo de haberte elegido, quizás con agradecimiento si logro que me aceptes y con más y también con más y para siempre aunque ya no esté" y además la autorizaba a desatar el nudo del pañuelo y guardar para su hijo el contenido, sin importar lo que fuera.
«El papel lo conserva Tereshita, pero está en blanco. Quizás se haya borrado o nunca se habría escrito», habría escrito el albañil en su cuaderno. No obstante no hay constancia alguna ya que esa parte del cuaderno forma parte del expediente que lo condenó en un proceso reservado en el que las pruebas fueron las declaraciones de sus captores y el propio cuaderno, que se mantiene en el expediente secreto. También se dice que el nudo sólo contenía tres semillas secas de girasol que Tereshita sembró frente a la tumba del anciano, de las cuales sólo habría germinado una. Esto es falso, de manera que tampoco puede estar escrito en la historia del albañil y pone en duda lo que se dice que habría sostenido sobre el trozo de papel. Quizás exista la intención de poner en dudas todo lo escrito.
El albañil cumplía condena en la cárcel, con los prisioneros de más alta peligrosidad. Se dice que ahí habría fundado una religión basada en el poder de la adivinación que el gran demiurgo universal habría otorgado a quienes escriben. Estas creencias habrían desatado una gran controversia entre los presos comunes, divididos en bandos irreconciliables que se acusaban mutuamente de imbecilidad. Tal vez por esta razón, en alguna madrugada cuya fecha se desconoce, habría sido sacado de la cárcel y trasladado a un penal de alta seguridad junto a los presos políticos enemigos de la tercera democracia. Sin embargo no hay constancia alguna de ésto. Hay quienes aseguran que se habrían fugado gracias a la colaboración de ciertos secuaces que lo habrían hecho ascender al cielo hasta un globo aerostático en el que habría navegado a algún lugar secreto en las selvas centrales del continente. Desde ahí vendría a liberar a todos los pueblos oprimidos por el poder concentrado en manos de la oligarquía, en alguna fecha que sólo podía interpretarse a partir de sus escritos. No obstante, nada de ello es verdad ni está escrito en lugar alguno.

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Kepa Uriberri





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