viernes, 23 de marzo de 2012

Todo se ha cumplido



Todo se ha cumplido


Se asomó desde la plataforma que da a los andenes y miró, desesperado, con la ilusión de ver a Kaya ahí, aunque había oído partir, en tanto se acercaba a la baranda, a sendos trenes en ambos sentidos. La parte de los andenes que alcanzaba a ver estaba vacía. Alguna gente subía las escalas en ambos lados. Nada más. Con toda la velocidad que podía, aunque escasa, bajó al andén del sur, sin saber por qué. Al llegar abajo divisó a Kaya sentada, mirando al suelo, tal vez con tristeza, en los últimos asientos amarillos adosados a la pared en la plataforma del frente. Sin pensar un segundo gritó "¡Kaya! aquí estoy", pero la magra potencia de su voz pareció diluirse en el ruido del ambiente. Volvió a subir en actitud agitada, aunque ésta no le daba, en absoluto, mayor velocidad, las escaleras y siempre agitado alcanzó las de bajada al andén del frente. Mientras bajaba oyó el bramido de un tren que ingresaba a la estación. "¡No! ¡No! ¡No!" gritó varias veces mientras alcanzaba la plataforma. Intentó ver si Kaya abordaba, pero el tumulto de gente que descendía y subía le cubría completamente la escena. "¡No! ¡No!" seguía gritando hasta que todos pasaron junto a él y el campo visual se despejó. Los vibradores que indicaban el cierre de puertas sonaban al interior de los carros. Kaya no estaba en el asiento en que la había visto. Intentó abordar, pero las puertas se cerraron dejándolo afuera. "¡No! ¡No! ¡Por favor!" gritó, aunque nadie lo oía y el maquinista que pudo haber abortado la partida del tren, si lo hubiera visto, ya había entrado en su cabina. El tren comenzó su estrépito en tanto adquiría velocidad. El viejo alcanzó a dar dos palmazos, inútiles, en su costado y se quedó viendo cómo se alejaba.
- ¡No qué!... ¡Por favor qué!... viejo estúpido - dijo una vocecita, detrás de él, en tono de airado desprecio.
- No te vayas, por favor - dijo el viejo, vencido, y no era claro si respondía a la voz que le había hablado entre el rugido del tren que se alejaba, o era esa súplica absurda que se hace a las circunstancias cuando ya no hay solución alguna. Se dio vuelta con tanta lentitud como si el esfuerzo estéril realizado lo hubiera dejado sin fuerzas. Por fin quedó frente a la voz que lo interpelaba y al ver ahí a la bailarina, con los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud de desafío, la abrazó blandamente como si en ese gesto consumiera sus últimas fuerzas. Ella no respondió al abrazo y continuó ahí enhiesta como una estatua, con los brazos sobre el pecho. En su imaginario interior se vio a si misma como la estatua en fierro negro del ángel de la justicia que con las manos posadas en el puño de la espada de la verdad, defiende la puerta del Palacio de los Tribunales. -Gracias a Dios - murmuró el viejo, - gracias a Dios - y se quedó mucho rato como colgado de la figura del ángel frío de la justicia. Cuando al fin cedió el abrazo y se apartó de ella para mirarla, vio su gesto duro. Kaya dijo:
- Ya no me engañes más. Si te crees que eres algo así como un padre o mi protector, sabe de una buena vez que no. No me interesa. Pero dilo ¡ya! Porque soy lo suficientemente estúpida para haberme enamorado de un viejo que me ve como una jovencita tonta; pero eso se acabó -. En su pensamiento interno veía al viejo sonriendo al sol de la media tarde y la llevaba a ella tomada de la mano, de paseo por un alegre parque. Pero ella no era ella misma sino una niña de no más diez años peinada con dos trenzas, con un vestidito ligero y un delantal de organdí con mangas voladizas, que trotaba con pas de cheval a su lado.
- Perdón... - murmuró. - También estoy enamorado, pero soy un viejo. No creí... No sé que decir... En verdad esa mujer me hace sentir que aún tengo la fuerza erótica del hombre que era, pero no siento nada más que atracción física... Lo reconozco... No debería... -. En su imagen interna se veía a sí mismo joven, abrazando apasionadamente, lleno de ansias, a Carmen. - Es que ella... - intentó explicar. Kaya lo imaginó joven, esbelto, varonil, abrazando a Carmen, lleno de pasión y ansias eróticas y se sintió casi furiosa, casi derrotada.
- Si estás enamorado de ella: ¿Por qué no lo dices de una vez? - le gritó, bajando las manos empuñadas desde el pecho y luego levantándolas bruscamente lo golpeó en los brazos y soltó el llanto.
- No, no es así - intentó abrazarla otra vez pero ella no lo dejó -, ella me atrae como un animal - se daba cuenta que no lo estaba explicando bien, a la vez sentía que no tenía perdón su actitud con Carmen y se veía de algún modo como perpetrando una traición, aunque la imagen que la representaba era absurda: Él mismo se veía escapando tras Carmen, encorvado y ocultando el costado izquierdo de su rostro con los brazos y los puños cerrados, casi como si se protegiera de un golpe que esperara que le cayera en cualquier instante. Sin embargo en esa imagen no se veía a su agresor, de manera que la imagen construía una figura casi cobarde y el aspecto despreciable de la traición parecía trocado por un tono miserable; entonces el traidor: Él mismo, se erguía y en una actitud de cinismo absoluto rodeaba con su brazo a Carmen y se iba caminando junto a ella, mirando por sobre el hombro hacia atrás al punto donde su vista veía esta acción, pero que sin embargo representaba el punto de vista de la traicionada. - Por favor perdóname. No supe defenderme de la traición - concluyó.
- ¡Qué traición! ¿Quién te traicionó a ti? ¿Yo, acaso?
- No. No supe defenderme de mi propia traición. Entiendo tu enojo... Lo merezco... No supe evitar la traición que cometí, pero no me interesa Carmen: Es sólo objeto de un deseo que fue mayor que yo mismo, como si hubiera estado obligado a cometerlo, del mismo modo que a ti te deseo de manera sublime, mientras que a ella la deseaba de manera prosaica. Contigo me elevo como un pájaro en el cielo limpio, mientras con ella cabalgo a lomos del vértigo cayendo en el abismo: Es como una droga que aunque dañe es imposible no...
- Entonces ándate con ella. Yo no quiero ser sublime: No soy la poesía - se vio convertida en la imagen de la virgen María sobre un altar absurdo en el que era venerada y del cual no podía saltar porque su naturaleza era de yeso y le gritó: - ¡Quiero ser la demonia Lilith y ser el vértigo y caer contigo en todos los abismos interminables para siempre! ¿Comprendes? ¿Lo entiendes? - y girando corrió hacia las escaleras.
- ¡Espera! Te amo a ti - suplicó el viejo - Te amo de todas las formas... Prosaicas, sublimes, pasionales, tranquilas, fogosas, poéticas, locas, estúpidas, con entrega, con envidias, sin límites, con vértigos, con risas eternas, con llantos de ausencias, con esta súplica y con más súplicas, con por favor no te vayas y con pedidos de compasión y comprensión, de rodillas para el perdón y de pie con la mirada alta de orgullo de haberte elegido, quizás con agradecimiento si logro que me aceptes y con más y también con más.
Kaya ya estaba en el tercer peldaño. Pareció irse lentamente de bruces sobre la escalera, como si el reclamo de Erre Erre la hubiera botado, y con sosiego posó ambas manos en el peldaño frente a ella, estremecida por un llanto emocionado. De manera pausada se giró hasta quedar sentada y metió la cara entre las manos. Entonces pensó: "Odio haberme enamorado de un viejo que lo sabe todo".
La Carmen, al notar su concentración en el cuaderno que se iba cubriendo de una caligrafía irregular, como si sobre él se fuera desenrollando un hilo que adquiría distintos grosores y dejaba una traza de vueltas y revueltas desordenada y azarosa, preguntó:
- ¿Qué ...crib... tan ...trado en ...rno?
- Nada -; contestó sin dejar de escribir - sólo sobre la araña negra.
- ¿Tanta ...gen... ña ...gra? ¿P... qué? -. El albañil se detuvo, sin soltar el lápiz. Sólo tomó la tapa que sostenía entre los dientes manchados y la acomodó en la parte posterior de aquél. Dijo:
- ¿Sabías que la araña negra después de tener sexo con el macho, una vez fecundada, lo asesina e incluso se lo come?
La Carmen no contestó; nada más se encogió de hombros y sonrió, aun cuando su expresión reflejaba sorpresa o quizás desconcierto. El albañil continuó:
- Créeme que es cierto. Algunas mujeres también son como la araña negra y resultan fatales para el macho.
Ella dejó escapar una risita y dijo:
- Yo no... ja... cosa ...si. ¿... n te ...res?
- Tereshita - contestó, simplemente y volvió a quitar, con los dientes, la tapa del lápiz. Continuó escribiendo con velocidad, como si temiera que de no aplicarse se perdiera el momento creativo.
La Carmen vio en su imaginación una araña muy diferente de la verdadera viuda negra, en algún escarceo con otra de menor tamaño en una telaraña enorme enlazada en un paisaje vegetal. De cierta manera, ahí, la hembra era Tereshita pero el macho no era el viejo Rrrrabanito, sino el albañil y la hembra lo devoraba sin consumar el acto de fertilización. En seguida  giraba en torno a la trampa de hilos pero al volver era ella misma que sellaba su unión con el viejo. Preguntó:
- ¿Y el ma... ficado; qui... s?
- ¿Por qué lo preguntas? ¿Temes, acaso, por el macho o por la hembra? - apenas si levantó la vista del cuaderno Navegante para contestar con estas interrogaciones, sin dejar de escribir.
- Jajaja... - rio ella - de ver... n... lsé -. Continuó jugando con las últimas flamas azules del pastel que aún no se extinguían en el plato, donde apenas había ya unas pocas migas flotando en el licor ardiente.
Mirando, sin ver, el techo rudo del local, tendido en la cama, dijo, tal vez para sí mismo, quizás para Treshkaya, o posiblemente para el universo o para nadie: "Sentí como si estuviéramos flotando en música" y comenzó a silbar el rondó del concierto para violín de Beethoven, a la vez que entrecerraba los ojos. Ella miró su pecho desnudo, verde y lampiño, moteado de pecas típicas del cuero frágil y gastado por la edad y lo comparó con el propio, albo y casi transparente. Pensó: "Ahora, mi nombre es Catalina Pálida". Sonrió, posiblemente por su propia reflexión o bien por la idea de Erre Erre. "Para mi" dijo, "tú eras Rothbart y yo Odile, el cisne negro. Tú Sigfrido y yo Odette, elevados al cielo en el gran finalle". El viejo suspendió su concierto, que emulaba los violines del rondó, mientras entraba en las evocaciones del lago, de las aves blancas desplazándose silenciosas hacia las orillas llenas de juncos y envuelto en ese silencio le pareció escuchar los sonidos de la hora de siesta de su niñez.
La Carmen inclinó el platillo para llenar la cucharilla del último resto de licor donde no terminaba de apagarse la última llamita azul. El albañil dijo:
- ¡Eso es! Así concluye todo - y rayó bajo el último texto escrito una línea que no era recta sino trémula, varias veces repetida de un lado a otro de la hoja. - ¿Quieres conocer la verdad definitiva? - le preguntó girando el cuaderno hacia su lado.
- En ver... no. No ...sta leer - respondió ella, pero alcanzó a ver en la caligrafía irregular, como un hilo desenrollado al azar: «... tap, tap, tap, Tap, TAP; y otra vez tap, tap ... el ruido del martillo desde el patio vecino...» y más adelante «... muy lejos pero nítidamente oyó "Coc co co coc" el canto de un gallo; raro a media tarde». Dejó la cucharilla, paralela al tenedor, sobre el plato vacío y sonrió meneando la cabeza y dijo: - No lo ... y ... rde ... voy - y levantándose se inclinó hacia el albañil, le besó los labios y se fue, dejándolo solo.
En el silencio recordó el martillar de las obras de construcción de la casa vecina, el ruido de voces lejanas, un gallo que extrañamente cantaba a media tarde, el sonido del motor de un avión pequeño que se perdía distante mucho más allá, detrás de los dos frondosos paltos del jardín entre cuyas hojas se colaba la luz del sol fulgurante de las cuatro en punto. Reflexionó que quizás todos los placeres y su sentir profundo provenían de esos primeros recuerdos de la niñez lejana. Miró a esta Catalina Pálida y metió su mano entre su pelo enmarañado, que descansaba sobre su pecho verde. Entonces sintió un vértigo súbito, como si iniciara una caída al abismo y abrió los ojos con terror, deteniendo la caída.
El albañil cerró, con un gesto rápido, el cuaderno en cuya tapa una carabela navegaba sobre un mar encrespado, con sus gallardetes flameando en los tres palos, todos con las cruces de la corona de la muy católica Isabel, y lo dejó frente a sí como si fuera un libro ritual. Cruzó las manos por los dedos, y las posó sobre la mesa y el cuaderno, y se quedó mirando la puerta de entrada del café. El dispensador se acercó y retiró toda la vajilla vacía y sucia de la mesa. "¿Le sirvo otro?" preguntó. El albañil no respondió nada, no obstante el mozo le trajo otro chacarero como el que acostumbraba y un café en taza grande, muy cargado, como si supiera que aún tenía una espera larga. Después de un rato pareció percatarse que los tenía ahí, entonces bebió de éste y comió de aquel. Abrió el cuaderno y comenzó a revisarlo. De repente tomaba el lápiz y hacía una corrección, o anotaba algo al margen. A veces tachaba y reescribía, o marcaba señas indicando cambios de orden del texto, pero todo al azar. De pronto avanzaba diez o quince páginas, o buscaba algo hacia atrás. El café se enfriaba lento a su lado, lo mismo que el chacarero mordido perdía su frescura. Sólo leía, podaba, corregía, enmendaba o pulía sin escribir, ya, nada nuevo.
Entonces llegaron esos dos hombres, con aire distraído, aunque su intención era clara; se notaba en que llevaban ambos, ambas manos en los bolsillos y habían llegado hasta la puerta acompañados por Yac Legromand, el que vendía "cuentos a trescientos y tres por mil, si prefiere la oferta". Ahí el viejecito, con su sombrero calado casi hasta las cejas, como si no quisiera ser visto por nadie se detuvo y con una mano temblorosa señaló al albañil. Después giró y quedó semi oculto por el propio umbral de la entrada al café. Los otros lo dejaron y se dirigieron a la mesa de aquél. Sin decir nada se sentaron ahí, uno a cada lado. Uno de ellos le dijo algo, en tanto que con el dedo índice de una mano golpeaba, señalando, sobre el cuaderno Navegante. El otro sólo observó. Ambos llevaban el pelo muy corto y vestían de gris y azul oscuro, como si la tenida fuera parte de un uniforme, aun cuando no había en ellos seña alguna que indicara pertenencia. El albañil dio alguna explicación, en tanto que la expresión de su rostro era de sorpresa. Con cierta vehemencia mostraba, también, su cuaderno Navegante y luego con ambas manos se señalaba su propio pecho, quizás indicando alguna responsabilidad o tal vez aventurando una explicación. Uno de los hombres usaba un bigote abundante y desordenado que le cubría la boca, como si intentara ocultar lo que hablaba; el otro lo llevaba recortado y recto. Éste se incorporó, en un momento dado y fue al mesón de atención. Ahí habló con el dependiente. Hizo algún pedido y dio instrucciones al mesonero con gestos amplios y autoritarios. El dependiente le sirvió dos cafés en tazas grandes. Luego, con expresión de temor se quitó el delantal, lo dejó ahí encima, habló al cajero y ambos salieron fuera del local. Desde ahí bajaron la cortina metálica hasta la altura de sus rodillas. El hombre con las dos tazas, una en cada mano, volvió lentamente a la mesa, atento al equilibrio del líquido negro. Al dejar una de las tazas junto a su compañero, perdió la estabilidad que sostenía precaria, y salpicó café sobre el platillo. La reacción de desagrado del otro, dejó claro que era su superior jerárquico. Después de sentarse y cambiar las tazas, de manera que se dejó para sí la que estaba salpicada, sacó del interior de su casaca azul, un cuadernillo y un lápiz, sobre el cual comenzó a tomar notas. A ratos se agachaba mucho sobre su taza de café y la sorbía levantándola apenas. El otro, parecía interrogar al albañil, que se veía a cada momento más desolado. Después de un rato hizo un gesto amplio de cansancio y protesta e intentó incorporarse, a la vez que levantó y cerró su cuaderno Navegante. El que lo interrogaba pareció acusarlo con el otro, el que tenía el bigote recortado y tomaba notas. Este último se incorporó, entonces, y tomó con fuerza al albañil de la ropa, a la altura del pecho y lo sentó, de nuevo, de modo brusco. Él mismo no se sentó. Permaneció de pie junto a él, pero inclinándose hacia su oído le gritó algo, furioso, con tanta vehemencia que le salpicaba saliva mientras lo hacía. Después, bruscamente, se apaciguó y sonrió, como si hubiera sido otra persona diferente y de manera casi cariñosa, con una mano oscura y gruesa, le acarició la nuca y le revolvió el pelo. En seguida se ubicó detrás de él siempre sonriendo, con un gesto casi beatífico, y le hacía preguntas y le hablaba, oprimiéndole, a lo mejor bruscamente, el hombro. El del bigote espeso lo miraba con atención y desprecio, mientras se tomaba a sorbitos cortos, como si estuviera muy caliente, su café. En algún momento vio el chacarero, a medio comer y agarrándolo con autoridad y decisión, le dio un enorme mordisco. Masticó y tragó con avidez y le dio otro mordisco haciendo un gesto de aprobación. Después de tragar, distraído, eructó sonoro sobre el pan que tenía en la mano y lo devolvió al plato. Se lo acercó al albañil e hizo un gesto de aprobación e invitación, a la vez que le decía algo. Tal vez lo invitaba a comerse lo que quedaba.
Después de unos cuarenta minutos, el hombre del bigote recortado, que permanecía de pie, detrás del albañil, miró al otro, al del bigote espeso, y negó con la cabeza, abriendo mucho los ojos, como si todo fuera imposible. Entonces el que estaba sentado se incorporó, a su vez, tomó el cuaderno navegante, lo cerró, lo dobló longitudinalmente, y se lo metió en el bolsillo de un costado de la casaca. Ahí mismo tenía tres o cuatro delgados cuadernillos de hojas carta, doblados de la misma forma. En seguida, entre ambos tomaron al albañil de los brazos, por debajo de las axilas y lo sacaron de ahí. El del bigote recortado golpeó la cortina metálica con su dedo cordial y esta se alzó de inmediato. Los empleados del local miraron a los hombres con cierto temor y se apartaron. A un lado, sin levantar la vista, con el sombrero cubriendo casi totalmente el rostro, encogido, y con ambas manos empuñadas temerosamente sobre el pecho, estaba el viejecito que vendía cuentos a trescientos y en oferta a tres por mil. Parecía gemir. El del bigote espeso y desordenado, que le cubría la boca se metió la mano al bolsillo del pantalón gris y sacó un fajo de billetes. Separó tres de color azul y se los alargó al viejecito. Este sólo gimió algo inaudible y no hizo amago de aceptarlos. El albañil, entonces, lo miró hacia abajo y le reprochó:- ¿Por treinta lucas me vendes? Sólo se escuchó un gemido. El hombre del bigote espeso le metió, a la fuerza, los tres billetes en el bolsillo del costado de la chamarra y le dijo con desprecio:- Este fue el trato... - Se alejaron de ahí llevándose al albañil, mientras el viejecito, encogido, gemía apoyado en el portal de la cafetería.
Con los ojos cerrados, mientras seguía el ritmo instintivo de su propio cuerpo, sentía la respiración agitada y áspera en su oído y el fuelle amarillo verde, que subía y cedía bajo sus pechos, cuya ansiedad la llenaba de placer. De repente un gemido ronco, tumultuoso, colapsó el ritmo, y el pecho del anciano cayó vencido, callando el ruido rasposo de su respiración. Kaya se irguió, alarmada y lo miró. Los ojos del viejo la miraron inexpresivos un momento, después se ciñieron levemente a la vez que su boca casi alcanzaba a esbozar una sonrisa, pero de inmediato rodaron hacia atrás y miraron sólo hacia sí mismo, perdiendo toda expresión. Desde el infinito placer del vuelo de los violines en que había flotado en su propio mundo interior al fundirlo al de ella, cayó con violencia al fondo del abismo con el pecho verde partido por el intenso sufrimiento del vértigo extremo que lo asfixiaba. Kaya fue una roca de fino cristal de peso inconmensurable, a pesar de la perfecta belleza de su cuerpo, que lo aplastaba con pasión.
Desde el patio vecino le llegó el sonido de un martillo que golpeaba incesante: Tap, tap, tap, Tap, TAP ¡TAP! y volvía a repetirse otra vez: Tap, tap, tap, Tap, TAP ¡TAP! y otra y otra vez. Por un momento cesó el martillar y sólo quedo el silbido del viento suave que temblaba entre las hojas de los paltos. Antes que comenzara, de nuevo el martillar, oyó nítido, aunque muy lejos, en algún lugar indefinible, el canto de un gallo: Coc co co coooc que se repitió hasta tres veces. Otra vez oyó el trabajo del martillo y pensó que de nuevo era niño, a la hora feliz de la siesta, a las cuatro de la tarde. Recostado, miró por la ventana y vio la luz reverberante del sol de verano, sobre las verdes copas de los paltos que siempre a esa hora se le imaginaban de metal. Entonces le extrañó que aquí no hubiera una ventana mientras todo se iba difuminando y volviendo negro.


Kepa Uriberri







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