miércoles, 4 de noviembre de 2009

Las aventuras de Joseph Andrews

Las aventuras de Joseph Andrews y su amigo el señor Abraham Adams escritas a la manera de Cervantes autor de Don Quijote, de Henry Fielding



Por: Lector Mal Herido (Seudónimo)

La literatura del siglo XVIII es la mejor literatura de todos los tiempos. El motivo es obvio: no dejaban escribir ni a las mujeres ni a los pobres. Los escritores eran todos señores adinerados con mucho tiempo libre y una sola cosa en la cabeza: por qué mi criada no me deja que me la folle. Muchos de estos escritores, además, eran curas. Desde Pamela (1740) a El monje (1796), la narrativa del siglo de las luces es la narrativa del sexo. Todo lo que leais en los manuales es basura. Todo adjetivo elevado para estas novelas es incorrecto. Toda tesis sobre el siglo XVIII que no centre su propuesta en follar es miope y de lesa lectura.

Pamela fue el primer best seller de la historia. Samuel Richardson nos contó el drama de una criada que se resistía durante 500 páginas a que le metieran la polla. Eso sí es sexy, y no tu hermana pequeña. Provocó numerosas parodias, entre ellas Shamela, de Henry Fielding. Diderot, con La religiosa o Los dijes indiscretos; Sterne, con Tristam Shandy y El viaje sentimental, abundaron en la temática estrella: queremos follarnos a las muchachas. Las muchachas, es obvio, no podían escribir novelas porque estaban muy ocupadas manteniendo pegadas las rodillas y la cubertería reluciente. Goethe, entonces, acuñó su famosa sentencia: No hay nada más sexy que una mujer limpiando la casa (en alemán suena confusamente profundo) para luego escribir Werther (1774), otro best seller sexual en forma de epístolas. Ni Goethe ni Richardson se inventaban nada: eran cartas, eso estaba pasando de verdad.

El marqués de Sade pinchó el globo: empezó a follarse a las criadas en el primer párrafo y siguió follándoselas durante todos sus libros. Además las torturaba y, en definitiva, se resarcía de todas las pajas que se había hecho leyendo a los maestros de su siglo. A partir de entonces, no fue posible el encanto.

Finalmente, en esta mi teoría genial que regalo al mundo, tenemos la novela gótica. Su éxito no procede de su interés intrínseco, sino de la necesidad lectora de seguir poniéndose cachondo con un libro. La novela gótica, el terror, el miedo, aún hoy en día con las películas, es sólo sexo. Dado que Sade ya había quitado el tapete a todos los coños del servicio doméstico, fue necesario una reinvención del morbo. En la novela de quiero-follarme-a-la-criada se disfrazaba el asunto de lección moral para las muchachas y muchachos, de modo que podía hablarse de deseo sexual siempre y cuando, con notable cinismo, se concluyera exhortando al lector sobre lo inapropiado de todos aquellos jueguecitos. La novela gótica cambió de tercio y nos dio símbolos y oscuridad, malvados afectados de satiriasis y un buen puñado de noches sin dormir: todo sexo.

En este contexto, Joseph Andrews. Sinopsis en marcha: Joseph es muy mono, su ama se lo quiere coger, la criada de la casa también se lo quiere coger, de modo que es despedido por ser demasiado guapo (ver Que se mueran los feos, de Boris Vian); es asaltado en el camino, despojado de sus ropas: pasa una diligencia y una señora no quiere que le metan dentro porque, sí, ¡está desnudo!... Así todo el rato. Doncellas y sátiros, y una leccioncita moral cada tanto.

Lo cervantino del título no se nota mucho: salvo en que es una road movie llena de personajes encontrados (que, claro, sólo hacen que contar historias de doncellas dudosas entre dos desvirgamientos). Nota benet: la novela inglesa más deudora de Cervantes es Papeles de club Pickwick, de Dickens. Además, Fielding tiene algo que no tiene Cervantes: encanto, esto es (siguiendo a Nabokov) nada de crueldad ni tosquedad: hasta las palizas que recibe Joseph son delicadas (en Cervantes vemos los dientes rotos, la sangre manchando el blusón, las babas).

Entre discursos de jurisprudencia y cultureta clásica (Esquilo, etc.), lo menos interesante del libro, Fielding cuela también lo mejor del texto: apelaciones al lector, siempre irónicas, siempre tramposas.

Una me ha encantado especialmente: la novela viene dividida en cuatro "libros". El libro segundo se inicia con un "Sobre el uso que de las divisiones hacen los autores". Y dice: que no crea el lector (es decir: que lo crea) que uno divide los libros en capítulo y "libros" para abultar papel y cobrar más. Que no lo crea, repite. Que no lo crea, argumenta. Que no lo crea, concluye.

Y te lo crees. Porque ya entonces, en el XVIII, cuando se inventó todo, se inventó eso que hoy es tan habitual de vender libros casi en blanco, con una poca de tinta que apenas dice nada, porque somos, ay, vanguardistas.




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