viernes, 12 de febrero de 2010

Para este día de San Valentín.


Para este día de San Valentín.
Cortesía Libros en Red.

Ni poemas de amor, ni atrapantes novelas románticas, ni palabras grandilocuentes que prometen pasión eterna. Qué tal si esta vez nos ocupamos del Día de San Valentín (o de los Enamorados) con un fragmento de literatura erótica.

Curiosamente, la obra de la que se extrajo un fragmento para compartir no es en sí misma erótica. Pero incluye un episodio, que no dura más que una serie de párrafos, en donde se desentiende por completo de la trama general para detenerse, con soberana morosidad, en el encuentro carnal entre el protagonista y su amante. Y esa pausa en el argumento, esa inmersión en el placer creada con palabras, es la mejor muestra de literatura erótica que encontramos para esta ocasión. El fragmento en cuestión aparece en el capítulo VI de Nadie nada nunca, novela del escritor argentino (1937-2005) Juan José Saer.

Como suele hacer en sus obras, Saer toma estados y situaciones corrientes y las devuelve expandidas, dilatadas, ampliadas a nuestra conciencia de lectores. Examina exhaustivamente los pliegues y las secuencias de la realidad que nos suele pasar desapercibida para volvernos más conscientes de nuestra experiencia vital y para revelarnos la espesura del presente.

Aquí el fragmento:

Va entrando, despacio, como en un pantano, en la mujer de bronce, que lo recibe con un silencio reconcentrado, los ojos cerrados, la boca entreabierta, el labio superior encogido dejando ver cuatro dientes opacos, la cavidad de la boca envuelta en una penumbra rojiza. Su boca se pega a los labios entreabiertos. Las manos, que buscan primero las tetas espesas, blandas, se deslizan a los costados y se reúnen en la espalda sudorosa, se tocan un momento y bajan hasta las nalgas, apoderándose de ellas; las manos oprimen y apelotonan la carne blanda, incitando al cuerpo de la mujer a arquearse de modo tal que ya no se apoya sobre la cama –aparte de la cabeza que reposa sobre la almohada aplastada por el beso inmóvil– más que por los omóplatos y por la planta de los pies: el resto está en el aire, en tensión, sosteniendo el cuerpo del Gato que, como en un pantano, ha entrado en ella.

El ritmo se ha hecho ahora regular: la parte superior de los cuerpos, de la cintura para arriba, está inmóvil, la cara del Gato aplastada contra el hombro izquierdo de Elisa, la de Elisa emergiendo por sobre el hombro izquierdo del Gato, los ojos cerrados, la piel a la que el sudor da un lustre uniforme, los pechos y los vientres aplastados unos contra otros, la cama acompañando con un crujido rítmico el movimiento regular que los cuerpos ejecutan de la cintura para abajo: el del Gato de arriba abajo y de abajo arriba, entrando y saliendo, entrando y saliendo, la mujer un movimiento circular de su abdomen que acompaña y complementa el movimiento del Gato, cuyas nalgas se hunden y sobresalen, dándole la complejidad de un sistema de poleas y de pistolas combinados donde un ligero desnivel de recurrencia no sólo no desentona sino que contribuye a aportar cierta complejidad armónica al conjunto.

Los quejidos de la mujer, cuya frecuencia se prolonga y cuya intensidad va en aumento, resuenan sobre el fondo monótono de los jadeos del Gato hasta que, de golpe, el movimiento circular de vientre de la mujer y el movimiento vertical de vaivén de las nalgas del Gato, durante unos segundos, se detienen, antes del coletazo final, un violento sacudimiento de caderas que se repite tres, cuatro, cinco veces, acompañado de una serie de gritos, de lamentos, de obscenidades, de suspiros, de exclamaciones que llenan el aire lívido de la pieza.

De rodillas, el Gato hunde el mentón entre las piernas separadas de Elisa, entre los pelos negros del pubis. Elisa, parada a un costado de la cama, tiene el cuerpo rígido e inclinado un poco hacia atrás, de modo que es su vientre lo que sobresale, en tanto que la espalda de bronce está como oblicua respecto de su cintura. Sus hombros se sacuden tal vez porque sus manos acarician la cabeza del Gato, hundida entre sus muslos y, por la posición de su cuerpo, sus brazos se estiran al máximo para poder tocar el cabello rubio.

Sobre la cama, Elisa, en cuatro patas, la cara casi tocando la pared, las manos apoyadas sobre la almohada, espera, sin impaciencia, que el Gato, que avanza hacia ella, de rodillas, desde la otra punta de la cama, comience a separar, con manos sudorosas, sus nalgas que presentan en la parte inferior una franja blancuzca horizontal, único contraste en su cuerpo de bronce. Cuando, después de una búsqueda trabajosa, el Gato entra por fin en ella, Elisa emite un quejido ronco, profundo, prolongado, y va dejándose caer, boca abajo, despacio, hasta quedar extendida sobre la cama, con el Gato adherido a ella como una limadura de hierro a la superficie de un imán. 


 
Editamos, publicamos y vendemos tu libro.





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Haga aquí su comentario.