domingo, 17 de julio de 2011

El poder de los apellidos



Y tal como fue, cumplida la sentencia se me quitó la venda entre cactus, nopaleras, sol incandescente, zopilotes, coyotes y cascabeles, y se me dejó abandonado sin agua y sin comida, perdido en el mar de arena, sediento y asechado por carroñeros. 



 
El poder de los apellidos
Por:  Anselmo Bautista López.


Dicen que los apellidos son una bendición; en mi caso fueron más bien una maldición, verá usted:

Fui registrado como Ramos de la Vereda Rocosa del Monte, nombre que hace a la vez una descripción de mis primeros años, aunque a mi modo de ver, es propiamente una sentencia.

Soy en todo caso la excepción al dicho aquel que dice que los grandes poetas no tienen biografía pero sí un destino. Yo tengo biografía, borrosa pero la tengo; lo que no he tenido es un destino.

Pero déjeme contarle. Mi nacimiento fue circunstancial y por aquí la cosa empieza mal. Digo, los padres tienden a tener a sus hijos en el mismo lugar en que residen. Pero mis padres eran carreteros, y daba lo mismo que yo naciera en Veracruz que en el Estado de México. Asi que nací donde el parto los sorprendió: en una vereda sobre una piedra rocosa a mitad del monte donde mi padre tendió sobre unas ramas a mi madre. Ahí lancé mi primer chillido y me convertí en carretero colgando del reboso a espaldas de mi madre o metido en un cesto enganchado a la carreta.

De joven me ocupé de una sucursal del negocio familiar. Por razones de mis estudios no podía alejarme mucho por tanto tiempo como ellos, así que me tocaba atender los pueblos aledaños.

Debido a mis actividades de carretero me interesé por estudiar Geofísica, teniendo más habilidades en Cartografía. Tuve algunos éxitos en la nomenclatura de algunas parcelas. Pero tanto número y planos me desarrollaron el sentido de la monotonía. Quizá no logré captar la verdadera pasión de esa profesión. De cualquier modo, renuncié a los placeres matemáticos.

Lo cierto es que retomé la carrera de mis padres, la de Carretero, tal vez por llevarlo en la sangre o como un gen maldito. En esta ocasión y siendo un joven preparado, pensé en modernizar el negocio familiar comprando carretas acopladas. Algo bueno había salido con tanto gasto escolar y sacrificio familiar, lo dio a suponer mi padre que estaba tan entusiasmado como yo.

–Déjelo en mis manos que yo me encargo –recuerdo haberle dicho con cierto aire altivo.
–¡Este es mi hijo! – exclamo con orgullo mi padre de su joven emprendedor, o sea yo.

Y dejó todo en mis manos. Mal hecho, mal hecho: el diente retorcido no debe dejar que muerda el coco el diente de leche. Todo lo que obtuvimos fueron interminables quejas de los pasajeros y un nivel de mortandad de los caballos de tiro.

La empresa –está demás decirlo–, la llevé directo a la bancarrota.

Por dignidad y honradez moral renuncié a mi cargo y decidí embarcarme a una vida de aventura, misterio y tientos. Más que por dignidad, renuncié por vergüenza y evitar oír los dimes y diretes. Además, no podía mirar a los ojos a mi padre, mucho menos a mi madre que tantas veces le encorvé su pequeña espalda cuando era yo un mocoso.

Gracias a mis conocimientos de carretero, comerciante y cartógrafo (que fue lo que mejor aprendí), vagué sin rumbo y menesteroso hasta que alguien supo valorar mis talentos. Era un artista de teatro sin teatro y sin chamba. Nos asociamos: yo pondría mis virtudes y él montaría las obras. Así que fundé una compañía ambulante de teatro con los pocos actores desempleados que pudo reunír: él, su esposa y su amigo, que se ganaban los centavos en las plazas haciendo una que otra maromería.

Y así nos fuimos a recorrer veredas, cruzar montes, zonas rocosas hasta montar funciones en cada pueblo que nos topábamos con dirección al norte, siempre hacia el norte, como si quisiéramos huir después de nuestros últimos espectadores. Bueno, algo hay de esto, porque en cada pueblo y después de pasar –cosa buena– con alguna espectadora me terminaban armando una que otra trifulca en donde –cosa mala– terminaba yo ejemplarmente golpeado. Y por si fuera poco más de una vez pisé con mi inocencia la cárcel donde no se me hicieron juicios justos. Eramos foráneos, así que pienso que los gendarmes veían más en mí una alcancía que un criminal.

No sé porqué pero siempre me sentí inclinado hacia las damiselas que llevaran entre sus apellidos un visible “de”. Era muy explosivo jugar con ellas a las escondidillas como también muy explosivo era cuando el marido nos hallaba en plena faena. Si Dios quería, lograba huir con los calzones volando, y sino, pues terminaba yo con el rostro desencajado y en la cárcel.

De cualquier modo, nada de esto hizo mella en mi impulso sanguineo de tintes lascivos. Pero la siempre constante me llevó a la desintegración de la sociedad teatral, la cual concluyó definivamente y de manera inmediata –vaya, ni revisión de cuentas hubo–, cuando mi socio el primer actor me encontró en una situación muy comprometedora con su mujer. Después de la ejemplar golpiza, esta vez pasé algunos años en la cárcel dizque por actos incriminatorios a la sociedad teatral y a su persona. Y aún no conforme pagó para que cuando saliera fuera llevado por los guardias a lo más apartado del desierto de Sonora. Sí señor, hasta allá llegamos en nuestro ambulantaje.

Y tal como fue, cumplida la sentencia se me quitó la venda entre cactus, nopaleras, sol incandescente, zopilotes, coyotes y cascabeles, y se me dejó abandonado sin agua y sin comida, perdido en el mar de arena, sediento y asechado por carroñeros. 

Ahí recibí la devoción como baño en suave brisa del amor a la poesía. Sí señor, como lo lee usted aunque se ría de mi. Ahí me convertí en poeta, ahí compuse mi primera estrofa.

¡Oh!, mar de desaliento / terruño de olvido sagrado /
aunque con sed y hambriento / va al frente mi cuerpo alado.

Y sin más me decido a entregarme por el resto de mis días a la rima, al verso, al canto del amor no correspondido, a la tragedia mágica.

Me repongo en un pueblo llamado Pisinemo. Me pareció un pueblo fantasma. Cuando logré ver a alguien quise acercarme a preguntar por orientación, pero me agitó la mano diciendo que me fuera, se aleja y me ignora. Pues dónde estoy, me pregunto. Y con miedo me interno otra vez al desierto. Llego a otro pueblo con la misma apariencia fantasmal llamado Santa Rosa. Me largo de allí hasta que llegué a Stanfield, un lugar más poblado, más movimiento. Pero nadie habla mi idioma. Nadie me entiende.

–Estás en Estados Unidos, man –me dice un paisano que ronda por allí.
–¿Qué significa ¿aryu ilegoal? –le pregunto ya en confianza.
–¡Oh, man…!

Decido quedarme en Maricopa, un lugar más adentro ya con una producción poética de gran calibre. Ahí me hice famoso por mis versos sincopados, de temas diversos, de extraña sonoridad, pero principalmente por mis exabruptos provenientes –creo yo– por las excesivas palizas pretéritas y presentes, y por mis incesantes excursiones a cuanto prostíbulo encontrara. 

Más de una vez –dicen, porque a mí no me consta–, me hallaron gritando abrazado a un hermoso cactus: “Chavelita, Chavelita, tus desaires se clavan como espinas en mi pecho desnudo, ay, Chavelita”. 

Y debe ser cierto porque el Sheriff, aprovechándose de mi sangre congestionada de alcohol me llevó, no a la cárcel sino directo a migración y éstos, sin saber mi nacionalidad y con tal de deshacerse de mi, del gran poeta, me embarcaron en un carguero con destino a la India desde Port of Los Angeles.

Allá me enrolé entre hindues, jainistas, sijis, zoroastrianos... conocí a Shivá, Rama, Krishná, y muchos otros más, lo que vino a enriquecer mi poesía dejando a un lado el desprecio femenino para buscar al Mesías negro con el influjo de unos buenos tragos de fenny. Pero aquellos hombres son igualmente desagradecidos o más, cuando uno se presta a atender a la mujer que ellos no atienden. Así que también probé sus buenas y más violentas palizas que me obligaron a treparme en el primer carguero que me trajera de contrabando a mi país.

Y es que verme entre musulmanes que le cortan las manos al ladrón, por deducción no quise quedar falto de algún miembro de mi cuerpo.

Volví como un viejo poeta caido en desgracia. En el puerto de Veracruz hice mi asentamiento. Los parroquianos se apiadaron de mí dándome techo y comida, así como un puesto de docente en la escuela pública para enseñar literatura universal. Ahí conocí a Flor Silvestre, hija de un influyente terrateniente a quien di clases que no fueron muy bien vistas. Lo deduzco porque a patadas me deportaron directamente a mi tierra poblana donde a la fecha sigo buscando a mis ancestros, viviendo como ermitaño de inflexión casi religiosa en la choza perdida entre el monte de un lugar rocoso.

Sé que aquí he de morir después de haberme enfrentado a la injusticia y a la incomprensión, sobretodo a la de los maridos. Pero hoy mis versos me eternizan y me dan la paz que el mundo me negó. Bienaventurados sean los que descubran los goces de la vida y la poesía. Y bienaventurados los que sus apellidos los bendigan y no los sentencien como a mí.



 Editamos, publicamos y promovemos tu libro. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Haga aquí su comentario.